7

Al final, la señora Gamart terminó por hacer una visita a la Librería Old House. Fue quince días después de que se abriera de nuevo la biblioteca, en esta ocasión con un ritmo mucho más relajado que la primera vez, como si los lectores se estuvieran controlando y el ambiente se hubiera tranquilizado al avanzar el año.

Christine no tardó en cogerle el tranquillo al sistema, y se propuso memorizar los nombres de los socios que no conocía, es decir, aquéllos que vivían fuera de Hardborough. Decidió clasificarlos por alguna característica física —la señora Mancha de Nacimiento, el Asmático Mayor, y nombres por el estilo—, igual que hacía Raven para distinguir a las vacas; si no, nunca sabría reconocer a las que se alejaban de la manada. Después venían los nombres de verdad y, a la hora de recordar los libros que habían pedido e incluso cuáles se iban a llevar, la niña no fallaba nunca. Su imparcialidad hacía que fuera especialmente estricta. Ahora la biblioteca no abría hasta que acababa el colegio, y bajo su régimen a nadie se le permitía mirar siquiera qué habían pedido los demás.

El tiempo otoñal hizo que la corta expedición a la biblioteca constituyera la distancia justa para los jubilados, tanto para los que se acercaban a propósito a pie o en coche, como para los que simplemente salían a pasear. Parecía que estaban dispuestos a aceptar los libros de clase B, e incluso los de clase C, sin quejarse demasiado.

La señora Gamart apareció por la puerta una tarde a finales de octubre. El sol ya estaba bajo, y su sombra la precedió mientras descendía por los escalones. Llevaba un tres cuartos Jaeger de piel de camello. Florence se tomó aquel momento como una crisis en su racha de suerte. Había estado demasiado ocupada últimamente como para pensar en la presión a la que se le había sometido seis meses antes con el fin de que abandonara Old House —o, mejor dicho, se mantenía ocupada para que esa idea no ocupara su mente por completo—. Ahora la invadió del todo. La tienda se transformó en un silencioso campo de batalla en medio de una tregua. Ella era la autoridad, estaba en su terreno y contaba con cierto apoyo, puesto que Christine acababa de llegar y estaba dejando las botas Wellington y la chaqueta en la parte de atrás. Por otro lado, a la señora Gamart, como cliente que era, había que tratarla con deferencia; y, en tanto mecenas, estaba en la posición invulnerable de quien lo había perdonado todo. Había hecho una solicitud en el nombre de las Artes, y ésta había sido rechazada; Old House seguía siendo una tienda y, sin embargo, ella continuaba comportándose con una sonriente dignidad.

La parte dedicada a la biblioteca estaba llena de socios que merodeaban silenciosamente por la estancia. También había algunos clientes en la parte delantera de la tienda.

—Ya veo que está usted muy ocupada. No, por favor, no salga. En realidad he venido a conocer la biblioteca. Tenía ganas de saber cómo funcionaba. Llevaba tanto tiempo queriendo hacerlo…

Christine, según tenían acordado, era quien se encargaba de los préstamos y las tarjetas de la biblioteca, sobre todo si había gente esperando. Encantada de ser indispensable, en aquellos momentos se peinaba ese pelo suyo tan pálido, quitándose los nudos, y se sentía llena de energía para tomar el relevo. Entonces, más o menos aseada, salió de golpe de la parte de atrás con el entusiasmo de un terrier al que se le ha autorizado, esa tarde en concreto, a hacer de perro pastor. Sus rápidos dedos empezaron a pasar las tarjetas rosas a toda velocidad.

—Un segundo, señora Keble. Les atenderé a todos por turno.

Esto no sería apropiado para la primera visita de la señora Gamart, así que Florence abandonó la caja para acompañarla y explicarle el sistema en persona. En ese momento sintió que algo la agarraba con fuerza por el codo, y notó una punzada en la parte baja de la espalda.

Se trataba de la esquina de un marco. Una mano apremiante estaba sujetándola. Detrás de ella había un hombre, no precisamente joven, que vestía una chaqueta de pana y que le sonreía como lo hacen los sapos, que no tienen otra expresión. La sonrisa, quizá, no encajaba con la cara. Acababa de bajar las escaleras con un lienzo de gran tamaño. Llevaba otros más pequeños bajo el brazo.

—Usted recordará mi carta. Theodore Gill, pintor de acuarelas, a su servicio. Hablamos de la posibilidad de una exposición… Una pequeña muestra de mi trabajo. Son poca cosa señora, pero auténticamente míos.

—No respondí a su carta.

Había marcos y bocetos por todos lados. ¿Cómo podían haber invadido la tienda tan rápidamente?

—El que calla otorga. Hay menos espacio de lo que esperaba, pero me las puedo arreglar para que alguien me preste unas mamparas. Un buen amigo mío, que también pinta unas acuarelas excepcionales…

—Espero que no quiera exponer él también.

—Más adelante… Veo que me entiende usted muy rápido. Pero eso será más adelante.

—Señor Gill, éste no es el mejor momento para hablar de sus cuadros. Mi tienda está abierta para todo el mundo, pero en este momento estoy muy ocupada. Ahora que ha visto usted cómo es Old House, se dará cuenta de que no tengo sitio para su exposición ni para la de nadie.

Puesta de sol vista desde el parque de Hardborough con el Laze delante —interrumpió el señor Gill alzando la voz—. ¡De interés local! ¡Hacia el oeste, miren cómo brilla la tierra!

Durante todo este rato, desde más allá de donde alcanzaba su atención, en concreto desde la parte de atrás, había empezado a surgir un murmullo de tensión, incluso algo así como un grito. Mientras intentaba evitar que el señor Gill colgara su puesta de sol, en lo que a ella le pareció una reyerta indigna, se percató por primera vez de que se rompían filas y el avance había comenzado. La señora Gamart, con la cara muy colorada, una mano sujetando de forma extraña la otra y aparentemente poseída por una fuerte conmoción, atravesó rápidamente la tienda y se marchó sin decir palabra.

—¿Qué…? ¿Qué ha pasado?

Detrás apareció Christine, más colorada todavía. Tenía los mofletes encendidos. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

—La señora Gamart, de The Stead, no quería esperar su turno y cogió los libros de los demás y empezó a toquetearlos. ¡Eso no estaba permitido! ¡Y ha desordenado mis tarjetas rosas!

—¿Qué has hecho, Christine?

—¡Usted me dijo que mantuviera el orden! Así que le di unos buenos cachetes en los nudillos.

Todavía sostenía en la mano su regla del colegio, decorada con dibujos del pato Donald. Aprovechando la corriente de indignación que iba y venía, el señor Gill se las había apañado para colgar varios cuadros más en las paredes. Algunos lectores clamaban por el poco juicio del que Florence había hecho gala. Siempre habían pensando que era una locura confiar tanta responsabilidad a una niña de diez años. Mire, ahora estaba llorando. La señora Gamart había sido víctima de violencia física, y, además, uno de los clientes había intentado escabullirse con una postal y un sobre. Dijo que se había dado por vencido al ver que no recibía la atención adecuada. Entonces Florence le cobró 6 peniques y tres cuartos, y lo marcó en la caja. Y ésa fue la única ganancia de la tarde.

Si hubiera salido inmediatamente a High Street a pedir disculpas, se podría haber salvado la situación. Pero juzgó que lo más importante era consolar a Christine. Claro que los clientes tenían razón: a la niña se le había dado demasiada autoridad, un veneno, igual que cualquier otro exceso. Sin embargo, el único remedio en este caso consistía en darle más veneno aún.

—No quiero que le des más vueltas.

Pero, farfulló Christine, se habían ido con sus tarjetas rosas, y sin sus libros. Lloraba por la destrucción de su sistema.

—Queda éste para el señor Brundish. Estará esperando. Cuento contigo para que se lo lleves, como haces habitualmente.

Christine se puso la chaqueta y el anorak.

—Se lo dejaré donde siempre, al lado de las botellas de leche. ¿Qué va a hacer con todos esos cuadros?

El señor Gill había ido, según explicó, en busca de una taza de té, algo que no conseguiría hasta llegar al Ferry Café. Y en octubre era posible que estuviera cerrado. Quizá se llevara una dolorosa decepción; otra más, posiblemente, en toda una vida de decepciones. Florence tendría que encontrar tiempo para ocuparse de éste y otros asuntos; pero lo único que quería en ese momento era encontrar algo que dotara de más dignidad al recado de Christine.

—Espera un momento. Hay una carta que quiero que le lleves también al señor Brundish. No tardaré en escribirla.

Esa mañana había llegado por correo el ejemplar de Lolita para hacer la evaluación. Le quitó la sobrecubierta y miró la cubierta negra estampada en plata.

Estimado Sr. Brundish,

La carta que me escribió cuando abrí esta tienda me dio muchos ánimos y ahora me atrevo a pedirle consejo. Su familia, al fin y al cabo, ha vivido en Hardborough mucho más que cualquiera de las otras. No sé si ha oído hablar de la novela que Christine Gipping lleva con esta nota, «Lolita», de Vladimir Nabokov. Algunos críticos dicen que es pretenciosa, aburrida, de lenguaje florido y repulsiva; otros dicen que es una obra maestra. ¿Sería usted tan amable de leerla y dejarme saber si le parece que haría bien al encargarla y recomendársela a mis clientes?

Sinceramente,

Florence Green

—Entonces, ¿habrá respuesta? —preguntó Christine dubitativa.

—Hoy no. Pero en unos días, quizás una semana, estoy segura de que sí.

La biblioteca no cerró a la semana siguiente, pero Florence continuó con el negocio de manera callada y decorosa. Theodore Gill, con lo que parecía su interminable reserva de acuarelas, fue desalojado en lo que constituyó una valiente maniobra: Rhoda’s, en el edificio de al lado, no era en absoluto una casa vieja; y, sí, quizá fuera una lástima que la hubieran remozado con un revestimiento rugoso y que hubieran pintado los marcos de las ventanas de color malva. Pero tenía un salón de exposiciones estupendo y lleno de luz.

—Tienes unas paredes tan bonitas, Jessie… —empezó a decir Florence con diplomacia—. No sé si has sentido alguna vez la necesidad de poner algunos cuadros.

—Una exposición semi-permanente —ofreció el señor Gill, que estaba merodeando por allí como de costumbre. Iba a echarlo todo a perder.

—No, sólo unas cuantas acuarelas por ahora. Podrías poner una o dos a cada lado de tu calendario de Recuerdos Tranquilos —dijo Florence, que había sido quien le había vendido el calendario a precio de coste.

Jessie Welford no respondió directamente, sino que se dirigió al propio artista.

—Nunca me ha parecido que las paredes necesitaran nada, pero si está usted en apuros, yo estoy dispuesta a aceptar.

El pintor estuvo dando golpes y martillazos toda la tarde; el ruido era casi tan irritante como el poltergeist. También se podía oír la risa reprobatoria de Jessie. En la ventana de su tienda pusieron una tarjeta para anunciar la exposición. Jessie siguió riendo, y dijo que ella nunca había tenido nada que ver con el Arte, pero que para todo tenía que haber una primera vez.

Florence no había pensado en cómo llegaría la respuesta a su nota. No se esperaba, en ningún caso, que fuera transmitida por la señora Gipping en persona. Pero, al día siguiente, la madre de Christine, de pie delante de Florence en la cola de la compra, dijo de pronto y con bastante franqueza que había ido a comprar medio kilo de frutas variadas porque el señor Brundish le había pedido que dejara una tarta hecha el domingo. Había decidido, y era mejor decírselo ahora para evitar problemas, invitar a Florence a tomar el té ese día. De esta manera, lo que supuestamente era un recurso para poder disfrutar de algo de privacidad, se difundió por todo Hardborough. Resultaba tan extraño que casi daba miedo. Nadie, excepto algún misterioso y viejo amigo de Cambridge o de Londres, había recibido nunca una invitación semejante. Ése era, sin duda, el motivo de que la señora Gipping no quisiera desperdiciar esa noticia ante un público más reducido.

Ir allí acrecentaría el malentendido con la señora Gamart, que todavía no había sido reconocida en Holt House. Aunque quizá pensar algo así no era más que vanidad. ¿Qué podía importar a dónde iba? Un instinto, quizá el instinto del comerciante, le decía que sí importaba. Pero la extraña respuesta del señor Brundish enviada por Wally, en la que mencionaba el honor, la comodidad, y una hora, las cinco menos cuarto en punto el domingo por la tarde, hicieron que Florence se decidiera. Él dijo que había pensado con mucho cuidado en lo que ella le había preguntado, y esperaba que quedara satisfecha con su respuesta.

Los primeros días de noviembre constituían una de las escasas épocas del año en que no hacía viento. En la tarde del día 5 se encendía una gran hoguera sobre la piedra, cerca de las amarras del estuario. La pila de combustible pasaba allí días enteros, como el nido gigante de una garza. Se trataba de una empresa conjunta sobre la que prácticamente todos los padres de Hardborough estaban dispuestos a dar algún consejo. El diésel, aunque se decía que le había quemado las cejas a alguien y que no le habían vuelto a crecer, se utilizaba para encenderla. Luego prendían los palos que, recogidos por toda la costa y cubiertos de la sal del mar, explotaban en una brillante llama azul. Las nutrias y las ratas salían huyendo por los diques; los niños se acercaban desde todos los rincones del parque, y para ellos se asaban patatas, que salían del fuego llenas de ceniza. Las patatas también sabían a diesel. Los responsables de la hoguera, una vez empezaba a arder, se alejaban del brillo cavernoso, y comentaban los acontecimientos del día. Hasta el director del instituto de formación profesional, que vigilaba las llamaradas desde una posición semioficial, la señora Traill de la escuela y la señora Deben con su aspecto abatido, sabían dónde iría Florence el domingo a tomar el té.

Ni siquiera estaba segura de cómo se entraba en Holt House. Al salir de casa se dijo a sí misma que había una campana de hierro a la derecha de la puerta principal. Se había fijado en ella a menudo. Era decorativa y enorme, y parecía que se iba a desprender dejando al visitante con un trozo de cadena en la mano. Menuda vergüenza si a alguien le sucediera algo así.

Pero cuando llegó, la puerta no estaba cerrada. Daba paso a un recibidor escasamente iluminado por una cúpula que había dos pisos más arriba. La luz se reflejaba en el cristal cansado de un enorme espejo veneciano colgado sobre el papel rojo oscuro de la pared, que tenía una cenefa de un rojo más oscuro aún. Justo al entrar, al lado de la puerta, había una estatua de bronce de un fox-terrier, algo más grande que el tamaño real, con una actitud suplicante y una correa en la boca. La correa era de cuero de verdad. En la cómoda del recibidor había cacharros de porcelana, ovillos de lana, y un cuenco lleno de tarjetas de visita amarillentas. El fuerte olor a alcanfor procedía, quizá, de este mueble, que estaba contra la pared de la izquierda.

—Antiguamente era para guardar un juego de croquet —dijo una voz en la penumbra—. Pero ya no se me presentan muchas ocasiones para jugar a nada.

El señor Brundish se acercó mirando a su alrededor con ojo crítico, como si se hallara en una provincia lejana de su territorio, que rara vez se dignaba a visitar. Su cabeza giraba con desconfianza hacia uno y otro lado sobre su corto cuello. Una limpia camisa blanca era todo lo que podía vislumbrarse entre las sombras. El cuello parecía la entrada de una madriguera en la que se escondía su cara oscura, y sus ojos, también oscuros, ofrecían una mirada ansiosa.

—Pase al comedor.

El comedor era un rectángulo, con balcones que daban al jardín. La vista hacia el exterior estaba cubierta en parte por un seto de haya, del que todavía colgaban hojas marrones, pesadas por la humedad de noviembre. A Florence le dio pena imaginar a alguien comiendo solo en una mesa semejante. Obviamente, estaba preparada para la ocasión con diversos cacharros de barro azul y blanco, que parecían premios de una feria. Perdida entre todos ellos había una tarta de frutas, una botella de leche y un jamón de un desagradable color rosa, todavía en la lata.

—Deberíamos poner un mantel —dijo el señor Brundish mientras sacaba uno de lino blanco almidonado de un cajón, e intentaba echar a un lado la gigantesca vajilla. Florence evitó esta operación al tomar asiento. Su anfitrión hizo lo propio inmediatamente. Se acomodó en un sillón de orejas y extendió sus manos largas y peludas a cada lado de su plato. Desgarbado y poco presentable, no era el tipo de figura que pudiera perder jamás la dignidad. Estaba esperando, con cierta humildad, a que ella hiciera los honores. La tetera de plata era del tamaño de una pequeña pila bautismal, difícil de levantar y casi tan fría como el mármol. En la parte de arriba había un lema: No tener éxito en algo es fallar en todo.

Afortunadamente, como sólo había un cuchillo en la mesa y nadie se había acordado de los tenedores, el señor Brundish no hizo ningún intento de imponerle la tarta o el jamón a su invitada. Tampoco bebió su té medio frío. Florence se preguntó si comería de forma regular. Quería hacer que se sintiera cómoda, pero estaba más habituado a amenazar, y le resultaba difícil cambiar de actitud. Esto era algo que a ella le atraía. Después de un rato de silencio absoluto, que no fue embarazoso ya que era obvio que él estaba acostumbrado, el señor Brundish dijo:

—Usted me hizo una pregunta.

—Sí, lo hice. Era sobre una novela nueva.

—Me hizo el cumplido de hacerme una pregunta seria —repitió el señor Brundish lentamente—. Usted creyó que sería imparcial. Sin duda pensó que estaba solo en el mundo. Cosa que no es así, por cierto. Si lo estuviera sería un perfecto conejillo de Indias para investigar si existe alguna acción que no le haga daño a nadie más que a uno mismo. Este tipo de problema me interesaba en mis días juveniles. Pero, como le digo, no estoy solo. Soy viudo, pero tenía hermanos y una hermana. Todavía tengo parientes y descendientes directos, aunque están repartidos por todo el globo. Por supuesto que uno puede acabar harto de esas cosas… Quizá le parezca que el té no está lo bastante caliente.

Florence dio un sorbo educadamente.

—Debe de echar de menos a sus nietos.

El señor Brundish se pensó esto con mucho cuidado.

—¿Que si me gustan los niños? —preguntó.

Ella se dio cuenta de que la pregunta era sencillamente el fruto de su falta de práctica. Hablaba tan poco con la gente que había olvidado cómo funcionaban las normas de la conversación.

—No me lo parecía —dijo ella—. A mí sí.

—Tengo entendido que una de las niñas Gipping, la tercera, la ayuda a usted en la tienda. Y ésa es toda la ayuda que tiene.

—Tengo una contable que viene de vez en cuando, y luego está mi abogado.

—Tom Thornton. No sacará mucho de él. En veinticinco años de profesión nunca he oído que haya llevado un caso a juicio. Siempre llega a un acuerdo. ¡Nunca acepte un acuerdo!

—No tengo ningún problema legal. Eso no era en absoluto lo que quería preguntarle.

—Me atrevería a decir que Thornton se negaría a ir a su casa en cualquier caso. Está hechizada, y no le interesa. Por cierto, quizá le habría gustado lavarse las manos. Hay un cuarto de baño en el lado derecho del recibidor con varios lavabos. En la época de mi padre era especialmente útil para las cacerías.

Florence se echó hacia delante.

—Verá, señor Brundish, hay cierto grado de responsabilidad en intentar llevar una librería.

—Eso creo, sí. No todo el mundo lo aprueba, como sabe. Tengo entendido que hay ciertas personas que no terminan de aceptar la situación. Me refiero a Violet Gamart. Tenía otros planes para Old House, y ahora parece que se la ha ofendido de alguna forma.

—Estoy segura de que ella sabe que fue un accidente. —Era difícil decir otra cosa que no fuera la verdad en Holt House, pero Florence continuó—. Estoy convencida de que tiene buenas intenciones.

—¡Buenas intenciones! ¡Piense con la cabeza! —dijo, y dio un golpe en la mesa con una cuchara pesada—. Quiere un Centro para las Artes. ¿Cómo puede el Arte tener un centro? Pero ella cree que lo tiene y quiere echarla a usted.

—Aunque lo hiciera —dijo Florence—, no me afectaría lo más mínimo.

—Me parece que usted podría estar confundiendo la fuerza con el poder. La señora Gamart, por sus relaciones y amistades, es una mujer poderosa. ¿Eso le preocupa?

—No.

El señor Brundish no conocía, o quizá nunca se la habían enseñado, la convención social de no mirar fijamente a los demás. Él sí lo hacía. Clavó la mirada en Florence como sorprendido de que estuviera allí y, aun así, ella se sintió animada ante esa concentración absoluta.

—¿Puedo volver a mi primera pregunta? Estoy pensando en hacer un primer pedido de doscientos cincuenta ejemplares de Lolita, lo que supone un riesgo considerable. Pero, por supuesto, no le quiero consultar a usted desde un punto de vista comercial, eso no estaría bien. Lo que me gustaría saber, antes de hacer el pedido, es si usted cree que es un buen libro y si hago bien en venderlo en Hardborough.

—Yo no le doy tanta importancia como usted, supongo, a las nociones del bien y el mal. He leído Lolita, como usted me pidió. Es un buen libro y, por lo tanto, debería intentar vendérselo a los habitantes de Hardborough. No lo entenderán, pero será mejor así. Entender las cosas hace que la mente se vuelva perezosa.

Florence suspiró aliviada ante una decisión en la que ella no tenía nada que ver. Entonces, para reafirmarse en su independencia, cogió el único cuchillo que había, cortó dos pedazos de tarta, y le ofreció uno al señor Brundish. Con gran preocupación, él puso el trozo sobre su plato tan cuidadosamente como si estuviera volviendo a colocar una tapa en su sitio. Tenía algo que decir, algo que se acercaba más al verdadero motivo de la invitación que nada de lo que se hubiera dicho hasta entonces.

—Bueno, le he dado mi opinión. ¿Por qué cree que un hombre sería mejor juez en este caso que una mujer?

Al decir estas palabras introdujo un elemento nuevo en la conversación, tan perceptible como un cambio en la dirección del viento. El señor Brundish no hizo ningún intento por cambiar la situación, sino más bien al contrario: parecía alegrarse de haber llegado a un punto previamente acordado.

—No creo que los hombres sean mejores jueces que las mujeres —dijo Florence—. Pero pasan mucho menos tiempo lamentándose de sus decisiones.

—He tenido tiempo de sobra para tomar la mía. Pero nunca he tenido problemas para llegar a una conclusión. Deje que le diga qué es lo que admiro del ser humano. Lo que más valoro es la virtud que comparten con los dioses y con los animales, y que, por tanto, no debería considerarse una virtud. Me refiero al coraje. Usted, señora Green, tiene esa cualidad en abundancia.

Ella fue consciente, allí sentada en la tenue luz de la tarde, ante el despliegue absurdo de cuencos y tarrinas, de que en ese momento la soledad estaba hablando con la soledad y de que él estaba intentando llegar a un entendimiento con ella. Las palabras las había dicho despacio, como si en cada pausa le estuviera dando la oportunidad de responder. Pero, mientras se mantuvo el equilibrio un instante, ella luchó por poner algo de orden en lo que sentía o en lo que medio adivinaba, y el señor Brundish suspiró profundamente. Quizá descubrió que ella carecía de algo. Esa mirada tan directa se alejó lentamente de ella y se centró en su plato. Volvió la necesidad de entablar una conversación.

—Esta tarta habría sido un veneno para mi hermana —dijo él.

Poco después, y sin atreverse a hacer ninguna sugerencia en cuanto a recoger los platos, Florence se levantó para marcharse. El señor Brundish la acompañó hasta el recibidor. Había oscurecido bastante, y ella se preguntó si se quedaría sentado en la oscuridad o si encendería las luces al cabo de un rato. Él le deseó buena suerte, como ya había hecho antes, con su empresa.

—No debo preocuparme —dijo ella—. Mientras hay vida, hay esperanza.

—Qué idea tan terrible —murmuró el señor Brundish.

British Railways[14] realizó el porte de los ejemplares de Lolita desde la estación de Flintmarket, a 40 kilómetros de distancia. La aparición de la furgoneta provocó, como de costumbre, un aplauso entre los observadores. Llegaba algo nuevo a Hardborough. A la puerta de cada pub había paquetes preparados para salir, y Raven, para ahorrar gasolina, quería que le acercaran a los pantanos.

Christine estaba atónita ante el tamaño del pedido. No habían vendido jamás tanto de una sola cosa, ni siquiera de Cómo construir su propio barco de regatas. Y era tan largo… cuatrocientas páginas. Pero admiraba la integridad de su patrona y sus aparentes excesos. Florence le había dicho que el libro ya era famoso.

—Todo el mundo habrá oído hablar de él. Probablemente no esperan poder comprarlo aquí, en Hardborough.

—No esperarán encontrarse doscientos cincuenta ejemplares. Creo que ha perdido del todo la cabeza.

Cerraron más pronto que de costumbre para poder volver a decorar el escaparate. Colocaron Lolita en pirámides detrás de las contraventanas, igual que las latas en una tienda. Todas las viejas ventas se colocaron entre los Permanentes, y cambiaron de sitio, sin contemplaciones, a los dignos Ilustrados y demás libros grandes.

—¿Qué es todo este dinero que hay en la caja? —preguntó Christine—. Tiene casi cincuenta libras sueltas aquí dentro.

Pero Florence lo había sacado intencionadamente, bastante segura de que lo necesitaría todo. El cajero la había mirado con una emoción controlada y esperó hasta que ella hubo salido del banco para ver qué pensaba el señor Keble del asunto.