Capítulo 13

orbett se alegró al ver que lord Morgan aún no había llegado a la calle del Pan.

—Se ha retrasado —le explicó Maeve con voz quejumbrosa—. Los asuntos de Gales no se pueden abandonar tan fácilmente como él pensaba.

«Será más bien que está borracho como una cuba —pensó Corbett—, y aún no ha conseguido que su caballo cruce el puente levadizo.» Sin embargo, se guardó aquellas crueles reflexiones, pues sabía que Maeve se preocupaba enormemente por la salud y el bienestar del viejo bribón.

Ranulfo no estaba cuando Corbett llegó, pero, al volver a casa, le explicó que la vida de Maltote no corría peligro, aunque el padre Tomás aún no estaba seguro de si perdería la vista o no.

Corbett se retiró a su pequeño gabinete, donde empezó a revisar con aire ausente varios memorandos, cartas, documentos y peticiones que la Cancillería le había enviado. Pero sus pensamientos estaban en otro sitio: en el recinto de la abadía, contemplando la oscura forma, tan claramente descrita por Puddlicott, que se había acercado a la casa del padre Benito para prenderle fuego.

Entró Maeve con la pequeña Leonor y el escribano estuvo un rato jugando con ellas hasta que apareció Ana, hablando por los codos en galés. Tomó a la niña en brazos, miró enfurecida a Corbett y dijo que la criatura estaba demasiado excitada.

Maeve se quedó un rato más mientras Corbett le describía su reciente visita al rey y su desesperación por no ser capaz de atrapar al asesino de las prostitutas de la ciudad.

—Podría ser cualquiera —dijo en voz baja—. Podría ser Warfield o cualquiera de los monjes.

Maeve tomó su mano.

—Estás demasiado alterado, Hugo. Ven conmigo a la cocina, estoy preparando la cena de esta noche.

Corbett bajó con Maeve por el pasillo y la ayudó a preparar la cena mientras ella le hablaba de mil cosas distintas en su afán de distraerle. A Corbett le encantaba verla guisar: era una hábil cocinera, extremadamente pulcra y ordenada, y siempre preparaba unos platos exquisitos. Después del pan duro y la carne rancia de las tabernas de Londres y de las cocinas reales, Corbett siempre apreciaba las cosas que ella le preparaba.

La vio retirar la blanca piel de un pollo asado, cortarlo a trocitos con un pequeño cuchillo, colocar los trozos en un cuenco y aderezarlos con aceite y especias. De repente, Maeve levantó la vista sobresaltada al oír el jadeo de su esposo.

—¡Hugo! —exclamó—. ¿Qué ocurre?

—¡Pues claro —murmuró Corbett casi hipnotizado—. ¡Por los cuernos de Satanás, pues claro!

Soltó el cuchillo que sostenía en la mano y se encaminó como un sonámbulo hacia la puerta de la cocina.

—¡Hugo! —repitió Maeve.

Corbett se limitó a sacudir la cabeza y dejó a su mujer perpleja y exasperada. Ya en el pasadizo exterior de la casa, contempló el blanco yeso de la pared y se quedó tan sorprendido de sus propios pensamientos que apoyó el ardiente rostro contra el muro, buscando alivio en su frialdad.

—No —masculló—. No es posible.

Ranulfo salió corriendo al pasadizo.

—¿Os ocurre algo, amo mío?

—Sí —contestó Corbett mirándole con aire ausente—. Me alegro de que Maltote esté bien —añadió, dándole al sorprendido Ranulfo una palmada en el hombro—. Puede que lady Maeve necesite un poco de ayuda. —Corbett se encogió de hombros y entornó los ojos—. ¿ Qué te he dicho, Ranulfo?

—¿Habéis bebido, amo mío? —preguntó Ranulfo, sacudiendo la cabeza.

—No —contestó Corbett en un susurro, bajando por el pasadizo para regresar a su gabinete—. No —repitió—, pero ojalá lo hubiera hecho.

De nuevo en su gabinete, el escribano buscó el santoral al final de un Libro de Horas y se pasó un buen rato escribiendo como un loco mientras desarrollaba la idea que tanto le había sorprendido en la cocina. Después trató de desmontar su propia teoría, pero, cualquiera que fuera el método que utilizara, siempre llegaba a la misma incuestionable conclusión. Maldijo su falta de lógica.

—Es tan sencillo —murmuró, levantando la cabeza para mirar a través de la ventana—. Conozco al asesino. Puedo demostrar los asesinatos, pero, ¿qué más?

Se levantó, se acercó a la puerta y llamó a Ranulfo.

—Vamos, hombre —le apremió—. Tenemos cosas que hacer en la ciudad. Le llevarás el siguiente mensaje a lady María Neville.

Regresó a su bandeja de escritura y garabateó unas cuantas palabra en un trozo de pergamino que inmediatamente dobló y selló.

—Entrégale esto y fíjate en la expresión de sus ojos. Después irás al Ayuntamiento y harás lo siguiente...

Oyó las pisadas de Maeve acercándose por el pasadizo y rápidamente le susurró unas instrucciones al oído a un sorprendido Ranulfo.

—Eso es una locura, amo mío.

—Haz lo que te digo, Ranulfo. ¡Date prisa!

—¡Qué ocurre, Hugo?

Corbett se acercó a su mujer y la besó en la frente.

—He sido un necio, Maeve, pero ten un poco de paciencia conmigo.

Regresó a la casa y, recogiendo el talabarte, las botas y la capa, se despidió de su mujer y de su hijita y salió a la oscura calle. Tomó una barca en el Muelle del Pescado y, sin prestar atención a lo que le estaba contando el barquero, permaneció sentado en silencio mientras la embarcación, empujada por la marea, se deslizaba hacia las Gradas del Rey de Westminster. El recinto de la abadía y el palacio estaba enteramente ocupado por soldados y arqueros, los cuales se habían construido unas chozas con ramas de los cercanos árboles. Por su parte, los oficiales disponían de unas toscas tiendas.

Para cruzar los distintos cordones que rodeaban la abadía y poder entrar en la Sala Capitular, Corbett se vio obligado a mostrar a cada paso las órdenes que llevaba. El oficial que guardaba las llaves, le abrió la puerta de la sala.

—¡Reunid a tres hombres y permaneced fuera! —le ordenó Corbett—. ¡Pero permitid la entrada a cualquier visitante!

El soldado obedeció y Corbett entró en la larga y desierta estancia de alto techo abovedado. Sus pisadas sonaban a hueco en medio del pavoroso silencio que lo rodeaba. A pesar de la cálida noche estival, la Sala Capitular estaba tan fría y oscura que Corbett tuvo que tomar una yesca y encender algunas antorchas de la paredes y unas cuantas velas de cera de la mesa. Después se sentó en la silla de lady De Lacey para esperar el comienzo de la representación.

Ranulfo y Cade entraron primero. El alguacil auxiliar mostraba un aspecto cansado y ojeroso.

—¿Qué ocurre, sir Hugo?

—Os ruego que os sentéis, maese Cade. Ranulfo, ¿ te has encargado del otro asunto?

—Sí.

Corbett tamborileó con los dedos sobre la superficie de la mesa.

—Pues entonces, vamos a esperar la llegada de nuestros invitados.

Debía de haber pasado una media hora, en cuyo transcurso Cade había tratado de entretener la espera con una conversación intrascendente cuando oyeron llamar a la puerta.

—¡Adelante! —gritó Corbett e inmediatamente entró en la estancia lady María Neville.

Llevaba la capucha de la capa bien echada hacia adelante. Cuando se acomodó en el asiento que Corbett le ofreció, éste intuyó su nerviosismo. Su piel estaba apagada, constantemente se humedecía los labios con la lengua y sus ojos no paraban de moverse, como si temiera algún inminente peligro.

—¿Habéis pedido verme, sir Hugo?

—Sí, lady María. La noche en que murió lady Somerville, ¿fuisteis al hospital de San Bartolomé?

—Ya os lo he dicho.

—O sea que fuisteis. ¿Y quién más sabía que ibais allí?

Mientras estudiaba detenidamente a la mujer, Corbett oyó que se abría la puerta de la Sala Capitular.

—Os he formulado una pregunta, lady María. ¿Quién más lo sabía? ¿O acaso debo responder yo por vos?

Corbett levantó la vista y vio a una mujer de pie junto a la puerta.

—Bien, lady Fitzwarren, ¿podéis contestarme vos?

La alta y angulosa mujer se acercó a él. Sus ojos parecían dos trozos de dura pizarra y su rostro estaba contraído en una mueca de cólera. Corbett vio que mantenía las manos escondidas en el interior de las mangas de su vestido y no hizo nada por impedir que Ranulfo desenvainara la daga.

—Maese Cade, una silla para nuestra segunda invitada.

Lady Fitzwarren se sentó cuidadosamente.

—Tal como decía, lady María y su compañera fueron al hospital de San Bartolomé el lunes, 11 de mayo. Yo siempre había pensado que la muerte de lady Somerville era fruto de un accidente, pero ahora he cambiado de parecer. He comprendido mi error y mi escasa atención a los detalles. Sólo alguien que conociera a lady Somerville hubiera podido saber que atravesaría sola los prados de Smithfield. —Corbett miró con una sonrisa a las dos mujeres—. Sí, lady Somerville conocía a la persona que la asesinó. Resulta que hubo alguien que fue testigo del asesinato. —Corbett vio un destello de temor en los ojos de lady Fitzwarren—. Un loco que estaba acurrucado al pie del patíbulo vio que lady Somerville se detenía para esperar a alguien y le oyó decir: «¡Ah, sois vos!». —Corbett apoyó las manos sobre la mesa—. Me quise pasar de listo. Hubiera tenido que prestar más atención a las palabras del mendigo. Me dijo que el asesino era alto como un demonio y que calzaba sandalias. Pensé que era un fantasma de su imaginación, pero, como es natural, hablaba de vos, lady Catalina. Vos sois más alta que la mayoría de los hombres. Y vestíais hábito y cogulla cuando llevabais a cabo vuestros sangrientos asesinatos.

Lady María retrocedió a causa del espanto y el horror. La acusada frunció los labios.

—¡Estáis diciendo sandeces, escribano!

—De ninguna manera. Vayamos a otro asesinato. El del padre Benito. Alguien bloqueó la cerradura de la puerta del pobre sacerdote, arrojó una jarra de aceite a través de la ventana y a continuación una yesca encendida. Podéis ir a ver las ruinas de la casa del padre Benito. La ventana es muy alta y alguien con una estatura superior a la normal arrojó la jarra a través de ella.

—A lo mejor, se subieron a un tronco o a una piedra —apuntó lady María en un susurro.

—Sí, es cierto, pero no lo hicieron. No había ningún tronco ni ninguna piedra cerca de la ventana y en el suelo no se apreciaba ninguna señal.

—Aún no habéis presentado ninguna prueba —dijo lady Fitzwarren en tono desafiante.

—Bueno, poco a poco llegaremos a eso. Mirad, cuando examiné la estancia encontré restos de aceite de excelente calidad. Y sólo los ricos compran este tipo de aceite para aliñar sus comidas. Me di cuenta esta noche mientras observaba cómo mi esposa preparaba la cena. El asesino utilizó este aceite porque no despide un olor desagradable y, cuando se derrama sobre los juncos del suelo, éstos arden inmediatamente.

—¡El asesino lo pudo haber comprado! —replicó lady Fitzwarren.

Corbett se preparó para la siguiente mentira.

—En efecto, pero en Newgate hay un hombre llamado Puddlicott que ha sido condenado a muerte por haber robado el tesoro del rey. Seguro que ya os habéis enterado. Este hombre se encontraba en el recinto de la abadía la noche en que se incendió la casa del padre Benito. Y os vio arrojar la jarra de aceite a través de la ventana de su casa, lady Fitzwarren.

—¡Es un embustero y un bribón! —le respondió con voz sibilante—. ¿Quién le creerá?

—Para empezar, el rey. Puddlicott no tiene nada contra vos. No busca el perdón ni el indulto. Ambas cosas están descartadas en su caso. El hombre os reconoció, lady Fitzwarren.

El rostro de la aristócrata perdió parte de su arrogancia. Corbett se inclinó hacia ella, rezando en silencio para que su farol provocara una confesión.

—Aunque no se aceptara la declaración de Puddlicott —añadió en tono pausado—, hubo otras personas que también os vieron. ¿Recordáis a la prostituta Judit? Creo que vos os escondisteis en un armario de su buhardilla. La chica abrió la puerta del armario y vos os abalanzasteis sobre ella con un cuchillo. No os entretuvisteis en mutilarle el cuerpo, pero la chica sobrevivió, lady Fitzwarren, y ahora se encuentra bajo la protección real. Maese Cade lo puede atestiguar.

El alguacil, que miraba asombrado a lady Catalina, asintió solemnemente con la cabeza.

—Ella también os reconoció —añadió Corbett—. Aspiró la fragancia de vuestro perfume y os vislumbró fugazmente vuestro rostro. Sabéis que no miento, pues sólo ella o su presunta asesina podían conocer el detalle del armario.

Lady Catalina se echó hacia atrás bisbiseando y murmurando para sí.

—Podría seguir contando más cosas —dijo Corbett—. La prostituta Inés, la que vos matasteis en una iglesia cerca del convento de los franciscanos, estaba a punto de enviarle una nota a lady Somerville en Westminster, pero el chico que tenía que entregarla la arrojó a un albañal. Vos sabíais que la pobre chica era un peligro, ella os vio y seguramente vos la visteis a ella. En cualquier caso, vos escribisteis una nota imitando la letra de lady De Lacey y, disfrazada de monje, la deslizasteis por debajo de su puerta. La pobre chica cayó en la trampa. Jamás hubiera podido imaginar que un asesino pudiera estar acechando en un lugar consagrado. Fue una de las pocas que no murió asesinada el día 13 del mes. Como os había visto abandonando el cadáver de una víctima, teníais que callarle la boca a Inés cuanto antes. En cuanto a lady Somerville...

—Esto es imposible —dijo lady María, interrumpiéndole—. ¿Por qué iba lady Fitzwarren a asesinar a una de sus hermanas y al pobre padre Benito?

—Tenéis razón al pensar que ambas cosas están relacionadas. Resulta que nuestra asesina iba disfrazada de monje. Calzaba sandalias y vestía la capa, la cogulla y la capucha del hábito benedictino. Los había sacado de la sacristía contigua a esta Sala Capitular. Es sólo una conjetura, pero sospecho que lady Somerville, mientras limpiaba y lavaba la ropa, descubrió un hábito o una cogulla con restos de sangre y quizá con ciertos efluvios de perfume de mujer. Debió de quedarse perpleja y de ahí su constante y enigmática referencia al proverbio: «El hábito no hace al monje». No era un juicio moral acerca de nuestros hermanos los monjes, aunque bien sabe Dios que probablemente estaba en lo cierto, sino que lo decía en sentido literal. El hecho de que alguien se ponga un hábito y una cogulla no lo convierte en un monje.

—¿Y el padre Benito? —preguntó Cade, volviendo a recordar su presencia.

—Supongo que lady Somerville debió de hablar con él. Puede que incluso le manifestara su sospecha de que la persona que estaba matando a las prostitutas y las cortesanas de Londres era una de sus hermanas de Santa Marta. —Corbett miró a lady María Neville—. El sobresalto que debió de experimentar lady Somerville al enterarse de lo que ocurría la indujo a dibujar una caricatura de los acontecimientos que se estaban produciendo en Westminster. Puede que los monjes tuvieran unas costumbres algo laxas, pero es que además albergaban en su seno a un lobo sanguinario. Eso explica también la razón por la cual lady Somerville había decidido abandonar la orden de las Hermanas de Santa Marta.

—Pero, ¿cómo pudo la asesina sospechar de lady Somerville? —preguntó Ranulfo.

—Eso no es más que una conjetura y una deducción lógica. Lady Somerville repetía constantemente un enigmático dicho que sólo la asesina podía comprender y puede que ésta se diera cuenta del error que había cometido al devolver el hábito manchado de sangre, un hábito muy especial, pues se había confeccionado para una persona de elevada estatura. La asesina debió de vigilar a lady Somerville y debió de ver adonde iba. Lady Somerville no podía hablar con los monjes de la abadía, su relato era demasiado increíble para que denunciara los hechos a las autoridades y, por si fuera poco, no se hablaba con su hijo. La elección más lógica era el padre Benito.

—Tiene razón —dijo lady María, mirando a lady Fitzwarren—. Es verdad —añadió, levantando la voz—. Lady Somerville y el padre Benito eran muy amigos.

—Sí, es probable que lo fueran —dijo Corbett.

—Todo encaja —dijo Ranulfo, levantándose para situarse detrás de lady Fitzwarren—. Nuestra asesina tenía dos ventajas: disfrazada de monje, podía ir a cualquier parte y, como miembro de las Hermanas de Santa Marta, sabía qué prostitutas eran más vulnerables, dónde vivían, qué costumbres tenían y cuáles eran sus circunstancias personales. Además, ninguna mujer la consideraría una amenaza.

Ranulfo se inclinó sobre la silla de la mujer y la asió por las muñecas.

Lady Fitzwarren forcejeó y su rostro se contrajo furioso.

—¡Eres un malnacido! —le dijo en voz baja—. ¡Quítame las manos de encima!

Ranulfo sacó las manos de lady Catalina del interior de las mangas de su vestido y miró asombrado a Corbett, pues allí no se ocultaba ninguna daga.

Corbett contempló el rostro rebosante de furia asesina de la mujer. «Está loca —pensó—. Como todos los asesinos, ha dejado que el cáncer o la podredumbre que lleva en su alma le envenene la mente.» Lady Fitzwarren le miró como una miserable bruja sorprendida en alguna fechoría.

—Al final —dijo Corbett—, me llamó la atención el hecho de que las mujeres murieran hacia el día 13 de cada mes. Vos conocéis la razón. Vuestro esposo, lady Catalina, murió el día de la festividad de san Martín, papa y mártir, cuya misa votiva se celebra el 13 de abril.

—Pero la muerte de la última, Hawisa, no siguió esta pauta —dijo Cade, interrumpiéndole.

—Sí, lo sé —contestó Corbett—. Eso se hizo para desconcertarnos. Mirad, maese Cade, sólo algunas personas habían reparado en la pauta que seguían los asesinatos. Ranulfo, vos, yo y otras dos personas con quienes hablé: lady María Neville y lady Catalina Fitzwarren. —Corbett esbozó una leve sonrisa—. Confieso que, durante algún tiempo, sospeché de vos, maese Cade. También dudé de vos, lady María. Sin embargo, tanto Puddlicott como el mendigo describieron al asesino como una persona de elevada estatura. Por último, Su Majestad el rey me comentó sin querer la fecha de la muerte de lord Fitzwarren. A la última chica, lady Fitzwarren, la matasteis para confundirnos. —Corbett tamborileó con los dedos sobre la mesa—. Siempre estabais tratando de confundirnos.

»Cuando os visitamos en Santa Catalina, cerca de la Torre, insinuasteis que los monjes de Westminster estaban metidos en un escándalo relacionado en cierto modo con las mujeres de la calle. —Corbett la miró sonriendo—. Supongo que, cuando se disipe el alboroto, todo el mundo verá las cosas con claridad. Pero vos utilizabais los rumores como tapadera de vuestras siniestras actividades.

Lady Fitzwarren echó la cabeza hacia atrás con una despectiva sonrisa en los labios.

—Todo eso no son más que conjeturas —contestó—. No tenéis ninguna prueba fidedigna.

—Puede que no, pero será suficiente para que los jueces reales os sometan a juicio en Westminster. ¿Y entonces qué, lady Catalina? ¿La humillación publica? ¿La sospecha? Seréis considerada el ser más indigno de este mundo. —El escribano vio cómo la sonrisa se borraba del rostro de la mujer—. ¿Y si os declararan culpable? Sólo Dios sabe lo que podría ocurrir. Y, si os declaran inocente o, si como es más probable, la acusación no se pudiera demostrar, ¿creéis que podríais volver a caminar por las calles de Londres? Si os declaran culpable de todas esas muertes, os conducirán a la prisión del Fleet, os vestirán con los andrajos escarlata con que visten a los asesinos y seréis condenada a morir en la hoguera de Smithfield, donde todas las prostitutas de la ciudad se reunirán para burlarse de vuestros gritos de moribunda.

Lady Fitzwarren bajó la mirada, luego la volvió a levantar para mirar a Corbett.

—¿Cuáles son las otras opciones? —preguntó en un susurro.

—El rey deseará sin duda que el asunto no salga a la luz. Una plena confesión y la confiscación de todos vuestros bienes como compensación.

—¿Y qué será de mí?

—Tomaréis los hábitos en un lejano y solitario convento, quizás en la frontera galesa o escocesa, y viviréis el resto de vuestros días a pan y agua para reparar los terribles crímenes que habéis cometido.

La dama sonrió, ladeando la cabeza.

—Sois un muchacho muy listo —murmuró—. Quizá me hubiera convenido mataros también a vos, con ese rostro tan severo, esa expresión preocupada y esos ojos tan perspicaces que tenéis.

—Pero lo intentasteis, ¿verdad? ¿Fuisteis vos quien contrató a los asesinos que nos atacaron en el Walbrook?

Lady Fitzwarren se encogió de hombros e hizo pucheros como si Corbett le hubiera echado una reprimenda.

—Sois un muchacho muy listo —repitió—. Veréis, Corbett —dijo, removiéndose en su asiento como si les estuviera contando una historia a unos niños—. Yo amaba mucho a mi esposo. Era un noble caballero, no teníamos hijos y yo vivía entregada enteramente a él. —Miró a su alrededor con los ojos rebosantes de lágrimas—. ¿Acaso no lo comprendéis? Todo mi aliento, todos mis pensamientos y todas mis obras se centraban en él. Murió luchando por el rey en Gales. —Lady Fitzwarren cruzó los brazos, al recordar el pasado un velo de tristeza le cubrió el rostro desplazando la máscara de odio—. Amaba profundamente a mi esposo —repitió—. Y lo sigo amando en cierto modo a pesar de la cruel injuria a la que me sometió. —Miró a Corbett con odio reconcentrado—. Me incorporé a la orden de Santa Marta, dediqué mi vida a las buenas obras, me compadecía de las mujeres de la calle y jamás hubiera podido imaginar los secretos que más adelante descubrí. Un día hablaba yo con una de ellas de piel más blanca que el mármol y de ojos tan azules como el cielo estival. Era tan bella e inocente como un ángel. —Lady Fitzwarren cruzó los brazos—. Todo eso lo pensé antes de que abriera la boca. Traté de razonar con ella y de hacerle comprender el mal que estaba cometiendo. Le comenté lo dura que había sido mi vida, una Fitzwarren cuyo esposo había sido general en el ejército del rey. —Lady Catalina curvó los labios en una mueca—. La muy bruja me preguntó cómo me llamaba y yo se lo repetí. Me lo volvió a preguntar medio muerta de risa.

La mujer enmudeció de repente, clavando los ojos en la mesa.

—¿Señora? —le dijo Corbett.

Lady Fitzwarren le miró con malicia y Corbett comprendió que se sumía de nuevo en la locura.

—La muy bruja —repitió lady Catalina—. ¡Se levantó la falda y me mostró sus vergüenzas! «¿Veis todo eso, lady Fitzwarren? —me gritó la muy bruja—. ¡Vuestro esposo lo acarició y lo besó y se acostó conmigo para consolarse de las alegrías que vos no podíais darle!» —Se cubrió el rostro con las manos y añadió en un susurro—: No podía creerlo. Pero la prostituta me describió a mi esposo: su piel, el color de su cabello, su manera de andar, sus posturas e incluso sus reniegos preferidos. Según la muy bruja, mi esposo usaba no sólo sus servicios sino también los de otras de su misma clase. Y yo no pude negarlo, pues, cuando estábamos en Londres, mi esposo solía ausentarse muy a menudo por asuntos del rey, o eso decía él por lo menos. —La dama soltó una áspera carcajada—. ¡A la muy bruja le hizo mucha gracia que yo estuviera sirviendo a aquellas que tan bien habían servido a mi esposo! De pie en un escabel, se levantó varias veces las faldas, exhibiendo ante mi su sucia desnudez... Había un cuchillo sobre la mesa. No sé lo que ocurrió... Lo tomé y empecé a atacarla... La chica gritó y yo la agarré por el cabello y le corté la garganta... —La mujer miró fijamente a Corbett—. ¿Cómo era posible que pudiera mantener tratos con aquellas mujeres y convertirme en el hazmerreír de la gente y en el tema de las bromas de aquellas vulgares rameras? No soy tonta —añadió—. Las palabras de aquella chica despertaron los fantasmas de mi mente... Recordé el abandono al que me sometía... y las heridas empezaron a enconarse. La muerte de la prostituta fue como una especie de purga que me limpió la sangre y me purificó la mente. Y entonces volví a atacar... En cada ocasión utilicé un hábito y una cogulla de la sacristía de Westminster. Los orondos monjes jamás se dieron cuenta de lo que ocurría. Me enteré de los rumores que corrían acerca de sus orgías nocturnas y me pareció una maravillosa oportunidad. Pensando en mi amado esposo, juré que el día 13 de cada mes, aniversario de su muerte, una prostituta tendría que morir. —Se acercó los blancos nudillos de la mano a los labios—. No sabéis lo que disfrutaba. Lo preparaba todo con cuidado..., elegía a la víctima y tramaba su destrucción... —Se inclinó hacia adelante y le dio a Corbett unos golpecitos en la mano con sus gélidos dedos—. Vos teníais razón, muchacho listo. De vez en cuando las cosas fallan. La muy necia de Inés me vio. Creyó que estaba escondida en las sombras, pero yo vi el brillo de sus baratas joyas en medio de la oscuridad y vi su estúpido rostro oculto en la sombras. —La dama se frotó la mejilla—. Su muerte fue muy fácil, pero lo de lady Somerville fue distinto. Por regla general, yo examinaba muy bien la ropa que usaba, pero un día cometí un error. Vos sabéis, Corbett, que la sangre roja se mezcla muy bien con el color pardo. Y, por si fuera poco, el hábito quedó impregnado de mi perfume. Sorprendí a lady Somerville con el hábito en la mano. Me miró sin decir nada y yo le sonreí.

—¿Y el padre Benito? —preguntó Corbett.

—Sabía que lady Somerville hablaría con él —contestó la dama—, pues De Lacey no le hubiera hecho caso. —Sonrió para sus adentros—. Tenía muchas cosas que hacer. Lady Somerville sospechaba y ya había hablado con el padre Benito. Yo sabía que me costaría convencerla y ya había elegido a Isabeu como mi siguiente víctima. —La mirada de lady Catalina se perdió en la distancia—. Lady Somerville tenía que morir y el padre Benito tendría que desaparecer cuanto antes para que no empezara a atar cabos y se diera cuenta de lo que ocurría. A la noche siguiente, visité a Isabeau. No contaba con la aparición de Inés. Lo demás... —Se encogió de hombros e introdujo la mano en los pliegues de su vestido como si quisiera rascarse—. En fin... —dijo levantándose al tiempo que sacaba y extendía velozmente la mano.

Corbett vio el brillo de una fina daga de acero. Pero las prisas obligaron a la dama a intentar rajarle el rostro en lugar de lanzarle la daga. Cade se levantó de un salto y lady Neville lanzó un grito mientras Corbett asía la muñeca de su agresora y se la comprimía con fuerza hasta obligarla a soltar la daga. Ranulfo se acercó de un salto, colocó los brazos de la mujer a su espalda y le ató hábilmente las manos con unas cuerdas que llevaba en la bolsa. Lady Fitzwarren se limitó a mirar a su alrededor con una relamida sonrisa en los labios.

—Sois un muchacho muy listo —murmuró—. Con lo bien que pagué a aquellos malnacidos..., pero los hombres siempre lo enredan todo. —Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada hasta que Ranulfo le abofeteó el rostro—.¡Hijo de mala madre! —le gritó.

Ranulfo la asió por los hombros y le susurró algo al oído. La aristócrata se apartó con expresión aterrorizada.

—¡No te atreverías! —le dijo.

—Vaya si me atrevería —le contestó tranquilamente el criado.

Corbett se limitó a contemplar aquella extraña pantomima sin intervenir.

Ranulfo volvió a susurrarle algo al oído.

—En la taberna de la Cabeza del Lobo de Southwark —respondió Fitzwarren—. Ajenjo, el antiguo verdugo.

Ranulfo asintió con la cabeza y se apartó. Corbett chasqueó los dedos mirando a Cade.

—Conducidla a una cámara de la Torre Blanca. Deberá permanecer allí hasta que se conozca la voluntad del rey. —Corbett inclinó la cabeza y miró a lady María Neville, la cual permanecía sentada con el rostro intensamente pálido y la boca entreabierta de asombro—. Ranulfo, acompaña a lady Neville a casa.

Corbett se sentó mientras Cade acompañaba a la sumisa lady Fitzwarren hasta la puerta y Ranulfo ayudaba amablemente a lady María a levantarse y, rodeándola protectoramente con su brazo, abandonaba la Sala Capitular sin volver la mirada hacia atrás. Corbett vio cerrarse la puerta a su espalda y, reclinándose en su asiento, cruzó los brazos sobre el pecho, contemplando la vacía oscuridad de la sala.

—Todo ha terminado —murmuró.

Pero, ¿de veras había terminado? Como en la guerra, quedaban las víctimas y las heridas. Redactaría el informe, lo sellaría con el sello secreto y pasaría a otros asuntos. Pero, ¿qué ocurriría con Cade y la joven Judit? ¿Qué sería de Puddlicott y de su hermano? ¿Y del joven Maltote? ¿Y de los monjes de Westminster? ¿Y de las hermanas de Santa Marta? Todos sufrirían por aquella causa. Corbett lanzó un suspiro, se levantó con gesto cansado y se preguntó qué le habría susurrado Ranulfo al oído a lady Fitzwarren.

—Está cambiando —dijo en voz baja.

La presencia de lady María simplemente había acentuado los cambios: Ranulfo se mostraba más cauto, más despiadado en sus decisiones y él había vislumbrado la ardiente ambición que anidaba en su alma.

—¡Vaya, vaya, vaya!

Ajustándose el talabarte alrededor de la cintura, sonrió para sí. «Si Ranulfo quiere más poder —pensó—, tendrá que aceptar la responsabilidad que todo ello lleva aparejada.» Inmediatamente decidió encargar a Ranulfo la tarea de informar a lady De Lacey de lo que había estado ocurriendo en su orden.

El escribano contempló las sombras que lo rodeaban. Habían ocurrido tantas cosas en aquel lugar que en la cámara parecían resonar todas las vibrantes pasiones allí manifestadas. Recordó el burlón comentario de lady Fitzwarren, llamándole muchacho listo. Esbozó una amarga sonrisa.

—¡No tan listo! —musitó.

Siempre se había enorgullecido de su lógica y, sin embargo, ésta le había impedido progresar: había creído que Warfield, Puddlicott, De Craon, el asesino y las víctimas estaban todos relacionados. Hubiera tenido que recordar que, según la lógica, todas las partes no hacen necesariamente el mismo todo y que la fortuna, la casualidad y la coincidencia desafían las leyes de la lógica. El único factor común era Westminster, la desierta abadía y el palacio. Distraídamente dio unas palmadas sobre la mesa.

—¡El rey tiene que regresar —murmuró— y poner orden en la Iglesia y en su casa!

Abandonó la Sala Capitular, cruzó el recinto de la abadía y alquiló una chalana para que lo trasladara río abajo. Estaba pensando todavía en Ranulfo cuando abrió la puerta de su casa y oyó el estruendo procedente de la solana del piso de arriba: los chillidos de la pequeña Leonor, los gritos y los golpes de pies arrastrándose por el suelo y, por encima de todo, los bellos cantos de unas voces galesas. Se apoyó contra la pared y se cubrió el rostro con las manos.

—¡Ahora mi dicha es completa! —masculló.

Se abrió de golpe la puerta de lo alto de la escalera y Corbett trató de sonreír mientras Maeve, apoyada en el brazo de una fornida figura de largo cabello le gritaba:

—¡Hugo! ¡Hugo! ¡Qué contento te vas a poner! ¡Acaba de llegar tío Morgan!

Ranulfo dejó a lady María Neville en la esquina de su casa de Farringdon. Besó suavemente sus perfumados dedos, asintió levemente con la cabeza mientras ella le agradecía su protección y contempló cómo la joven viuda se acercaba a la puerta de su casa. La dama se detuvo con la mano en la aldaba y miró hacia la esquina, donde Ranulfo permanecía de pie con las piernas separadas y los pulgares de las manos metidos en el talabarte. Después se echó la capucha hacia atrás, se soltó el cabello y, levantando los dedos le lanzó el más dulce de los besos. Ranulfo esperó a que entrara en la casa y entonces sonrió, tratando de reprimir el impulso de gritar y llorar de alegría.

Pero, a pesar de todo, el criado llegó a la conclusión de que los asuntos de aquella jornada aún no habían terminado. Regresó a la ciudad y visitó el taller de un flechero de West Cheap antes de bajar corriendo a la calle del Támesis y a las barcazas que esperaban en Queenshite. Hubiera deseado detenerse en la calle del Pan o visitar a Maltote en San Bartolomé, pero tenía el firme propósito de cumplir lo que se había propuesto. Si su amo lo supiera o simplemente lo sospechara, hubiera hecho todo lo posible por obstaculizar e impedir sus planes. Se echó la capucha sobre el rostro, se arrebujó en su capa y saltó a una chalana de dos remos. Cubriéndose el rostro con el embozo, le dijo al barquero que lo llevara a Southwark, más allá del Puente de Londres. Mientras el fornido barquero impulsaba la pequeña embarcación sobre las picadas aguas del Támesis, Ranulfo apretó la empuñadura de su espada y pensó en la mejor manera de llevar a cabo su plan. Confiaba en que lady Fitzwarren le hubiera dicho la verdad. Él la había amenazado con revelar a todas las prostitutas de Londres la crueldad de sus asesinatos en caso de que no le facilitara la información. Pero la confesión de la mujer fue rápida. Southwark de noche estaba considerado la puerta del infierno y él sabía que la taberna de la Cabeza del Lobo tenía una fama mucho peor que la del demonio.

El barquero, intrigado por su silencio, pensó que el pasajero se disponía a visitar uno de los conocidos burdeles de Southwark y se negó a dejarle en tierra sin antes aconsejarle acerca de la mejor manera de gastar el dinero en la taberna de la Campana de Oro, donde las mujeres se peleaban como comadrejas por un penique y eran capaces de hacer cualquier cosa por dos. El criado recordó los cadáveres que había visto, esbozó una triste sonrisa y, una vez en tierra, se adentró en el laberinto de callejuelas que se iniciaba a la orilla del río. Allí no ardían lámparas ni antorchas. Las míseras casas y chozas estaban apretujadas las unas contra las otras y Ranulfo tuvo que avanzar a oscuras a través de aquel laberinto. Sin embargo, sabía que Southwark se animaba de noche: ladrones, vagabundos, maleantes y forajidos vagaban por las callejuelas en busca de presas débiles y desarmadas. Las calles estaban llenas de desperdicios de todas clases y se aspiraba en el aire un olor a podredumbre tan nauseabundo como el de un osario. Cuando Ranulfo se adentro en la oscuridad, unas vagas sombras emergieron de los angostos portales pero se retiraron inmediatamente al ver el brillo de las empuñaduras de su espada y su daga.

Al final, Ranulfo encontró la Cabeza del Lobo, una pequeña taberna, a través de cuyas estrechas ventanas se filtraban los gritos y la barahúnda del interior. El criado abrió la puerta, entró en la semipenumbra del sucio local y aspiró el olor a rancio de su atmósfera. El ruido cesó como por arte de ensalmo. Se abrió la capa para dejar bien a la vista la espada y la daga e inmediatamente se reanudaron los murmullos de las conversaciones. Un tabernero de mofletudo rostro se acercó presuroso y se inclinó en una profunda reverencia ante él, como si fuera el mismísimo rey. Sus codiciosos ojos habían repara do en la calidad del tejido de su capa y en el excelente cuero de sus botas de tacón alto.

—¿Un poco de cerveza? ¿Un poco de vino, señor? —preguntó en tono zalamero—. ¿Una moza? ¿Tal vez dos?

Ranulfo le hizo señas de que se acercara y lo agarró por la pechera de su manchado jubón.

—¡Quiero ver a Ajenjo! —le dijo en un susurro—. ¡Y no mientas, pedazo de sebo! Él y sus compañeros siempre se reúnen aquí. Se les puede contratar, ¿verdad?

El orondo tabernero se humedeció los labios con la lengua y sus ojos miraron en todas direcciones como los de una rata atrapada.

—¡No miréis —dijo—, pero en el rincón del fondo están Ajenjo y sus compañeros! ¿Qué deseáis, mi señor? ¿Jugar alguna partida tal vez?

Ranulfo lo apartó a un lado.

—Pues sí —contestó en voz baja—. Una partida.

Se acercó a la mesa donde los cuatro individuos estaban jugando una partida amañada de dados, utilizando una sucia copa como cubilete. Al principio, no le prestaron atención, pero después el tuerto del rincón levantó la cabeza; tenía un alargado y enjuto rostro con una boca que parecía una ratonera y una cicatriz de herida de daga bajo el ojo sano; llevaba el grasiento cabello con crencha en medio y los enmarañados mechones le llegaban hasta los hombros.

—¿Qué desea vuestra merced?

—¿Eres Ajenjo?

—Lo soy. ¿Y tú quién eres?

—¡Alguien me ha recomendado tus servicios!

—¿Para qué?

Ajenjo escondió las manos bajo la mesa y lo mismo hicieron sus tres compañeros.

Ranulfo los miró sonriendo. Parecían lo que eran: unos malandrines capaces de cortarle la garganta a un niño por una moneda de cuatro peniques. Taimados ojos de brillo perverso y rostros sin afeitar; Ranulfo vio que uno de ellos se estaba acariciando una herida en el hombro y comprendió que había encontrado a su presa.

—Quiero contrataros —anunció—. Pero, primero, quiero jugarme una parte de mi oro.

Las manos de Ajenjo y las de sus compañeros salieron de debajo de la mesa. Ranulfo vio los trapos que envolvían sus dedos y las manchas de cal. Sabía que los sicarios tenían distintas habilidades. Algunos utilizaban el estrangulamiento y otros la ballesta mientras que aquellos tunantes utilizaban la cal para cegar a su víctima antes de atacarla con la daga o la espada. Ajenjo extendió las manos envueltas en trapos.

—¿O sea que quieres contratarnos pero primero quieres jugar? —Miró con una sonrisa a sus compañeros—. La suerte nos sonríe esta noche hermanos míos. ¡Tabernero! —gritó—. Una banqueta para nuestro amigo. ¡Una jarra de tu mejor vino y cinco copas! ¡Paga él!

El tabernero se apresuró a cumplir la orden pero mantuvo el rostro apartado como si sospechara lo que iba a ocurrir. Acercó una banqueta y sirvió el vino. Ajenjo agitó los dados en la copa.

—¡Vamos, amigo, el invitado primero!

Ranulfo agitó los dados, sacó un diez y le pasó la copa al sujeto que tenía a su izquierda. Todos echaron los dados entre maldiciones y tragos de vino y todos sacaron números más bajos que los de Ranulfo. Decidieron echar por segunda vez los dados.

—¡La mejor tirada de tres! —anunció enojado—. ¡Pero primero queremos ver el color de tu oro por si pierdes!

Ranulfo depositó una moneda sobre la mesa y los hombres la contemplaron con avidez mientras él tomaba la copa de los dados.

—¡Qué curioso! —exclamó Ajenjo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Ranulfo con una sonrisa.

—Hemos visto tu oro, pero, ¿qué es lo que nos estamos jugando?

Ranulfo posó la copa sobre la mesa.

—Ah, ¿no os lo había dicho? —preguntó, sonriendo con dulzura—. ¡Vuestras vidas!

Las manos de Ajenjo se deslizaron hacia su cinto, pero, antes de que los demás pudieran recuperarse de su asombro, Ranulfo se puso en pie de un salto y empujó la banqueta hacia atrás con un puntapié. Sacó la pequeña ballesta que escondía bajo la capa y el dardo de lengüetas alcanzó a Ajenjo en el pecho antes de que la mano del malhechor pudiera acercarse a su daga. Sus compañeros fueron demasiado lentos o tal vez estaban demasiado atontados por la bebida. Uno de ellos se levantó y tropezó cayendo sobre la daga de Ranulfo. Inmediatamente retrocedió gritando de dolor mientras se cubría con las manos la sangrante herida del vientre. A los otros dos no les fueron mejor las cosas; moviéndose con gran agilidad, Ranulfo empujó la mesa con la bota y acorraló a uno contra la pared. Después dio un brinco hacia atrás y desenvainó la espada mientras otro malhechor, blandiendo la daga y profiriendo maldiciones de borracho, se abalanzaba sobre él. Ranulfo hizo una finta, el hombre pasó tambaleándose por su lado, lanzó un grito de dolor y cayó al suelo mientras él empuñaba de nuevo la espada y la hundía profundamente en su región lumbar. El cuarto asesino, todavía inmovilizado entre la mesa y la pared, trató de liberarse. Ranulfo tomó una pequeña bolsa atada al cinto de uno de los hombres caídos al suelo, se echó la cal en la mano y la arrojó al rostro del que estaba sentado. El hombre se apartó hacia atrás gritando y golpeando el suelo con los pies. Ranulfo se volvió y miró a su alrededor en la silenciosa taberna.

—¡Se ha hecho justicia! —gritó—. ¿Hay alguien que quiera intercambiar unas palabritas conmigo?

Nadie contestó. Ranulfo arrancó su daga del cuerpo del asesino muerto y se encaminó hacia la puerta. El único sonido fue el de las banquetas empujadas sobre el suelo y las maldiciones por lo bajo del compañero de Ajenjo que aún quedaba vivo, suplicando agua. Ranulfo salió a la noche del exterior y corrió por las oscuras callejuelas que conducían a la orilla del río. Allí limpió sus armas, las volvió a envainar y se dirigió al muelle para alquilar una chalana. Entregó una moneda y saltó a la embarcación. Mientras el barquero se apartaba de la orilla, Ranulfo contempló el rápido fluir de la corriente. No sentía el menor remordimiento por lo que acababa de hacer. Aquellos hombres lo habían atacado sin motivo y sólo porque la muy bruja de lady Fitzwarren los había contratado. Habían estado a punto de matarles tanto a él como a su amo y solo Dios sabía el daño que le habían causado a Maltote. Ranulfo se reclinó en su asiento de la popa. A su debido tiempo, le diría a Corbett lo que había hecho. Pensó sonriendo en lady María Neville. ¿Y si le dijera algo más a maese «Cara Larga»? Por encima de su cabeza una gaviota lanzó un estridente grito, pero él apenas se movió. Recordó su fanfarronada en presencia de Corbett: él, Ranulfo de Newgate, valía tanto como el mejor; hincaría la rodilla ante el rey, sería nombrado caballero, se le concedería un elevado cargo y tomaría a lady María Neville por esposa. ¿Y qué podría hacer entonces maese «Cara Larga»? Ranulfo cerró los ojos y soñó en sus futuras glorias.

Cuando llegó a las Gradas del Muelle del Pescado, estaba tan perdido en sus ensoñaciones que el barquero tuvo que pegarle un grito y sacudirlo enérgicamente por los hombros. Ranulfo arrojó distraídamente unas cuantas monedas a la palma del hombre y permaneció un momento en el muelle, recordando la conversación de Corbett con Puddlicott. El embaucador, ahora encerrado en la cárcel del Fleet, no había resuelto un pequeño misterio; algo en lo que maese «Cara Larga» no había caído; un pequeño detalle que a él lo había dejado perplejo. El criado recordó sus ambiciosos sueños y se preguntó si no habría llegado el momento de dar el primer paso para cumplirlos. ¿O quizá sería mejor regresar a casa? Miró al fondo de una callejuela hacia la calle del Támesis. Una rata con el rabo mojado correteó por encima de su bota. Se la sacudió de encima con rabia, pero lo consideró una señal. Estaba cansado de correr en medio de la oscuridad de la noche cumpliendo los recados que le encomendaba su amo. Sí, pensó, había llegado el momento de que Ranulfo de Newgate se preocupara por su propio futuro. Mientras apuraba el paso subiendo por la callejuela, dos oscuras sombras emergieron de un portal. Ranulfo se echó la capa hacia atrás y desenvainó la espada.

—¡Largo! —gritó.

Las figuras se alejaron y él siguió adelante, recorriendo aún varias callejuelas hasta llegar a la del Arquero y al callejón de los Deanes junto a la oscura mole de San Pablo. Picado por la curiosidad, se detuvo y se encaramó al alto muro del cementerio de la catedral. Como de costumbre, las inmediaciones del cementerio eran un hervidero de actividad; el criado aspiró los efluvios de la comida que se estaba cociendo y vio unas borrosas figuras sentadas alrededor de las hogueras y los destartalados tenderetes de baratijas que no cerraban ni siquiera de noche. San Pablo era el refugio de los delincuentes que huían de la jurisdicción de las autoridades de la ciudad o de los representantes de la justicia del rey. Ranulfo se detuvo y contempló en silencio la oscuridad de la noche. Si su amo no lo hubiera arrancado de la prisión de Newgate, aquél hubiera sido su futuro. Más decidido que nunca, bajó del muro, se limpió las manos y se encaminó hacia Newgate. Sobornó a un adormilado guardia para que le permitiera entrar a través de una poterna y atravesó los prados comunales de Smithfield para dirigirse al priorato de San Bartolomé. Se detuvo cerca del patíbulo; los cadáveres putrefactos le traían sin cuidado.

—¿Estás ahí, Hierbacana? —preguntó en voz baja.

—El viejo Hierbacana no está ni aquí ni allá —contestó enojado el pordiosero loco.

Ranulfo sonrió, arrojó una moneda en dirección al patíbulo y llamó a la puerta del priorato. A los pocos minutos un hermano legó abrió la puerta y le franqueó la entrada al hospital. Ranulfo se pasó un rato esperando en un pasillo lleno de corrientes de aire, preguntándose qué noticia lo esperaba.

—Ranulfo, Ranulfo —dijo el padre Tomás, acercándose presuroso a él—. ¿Vienes por Maltote?

—Pasaba por aquí, padre. No quisiera molestaros.

—No te preocupes, Ranulfo. Yo trabajo mejor de noche que de día.

—Bueno, ¿se ha quedado ciego Maltote? —se apresuró a preguntar Ranulfo.

El padre Tomás lo asió suavemente por un brazo y lo acompañó a un banco.

—Maltote se curará —contestó el padre Tomás, sentándose a su lado—. Le dolerán los ojos durante algún tiempo, pero le debieron de lavar o limpiar la lima con mucha rapidez. Le quedará la parte lateral de la cara un poco marcada pero es joven y su cuerpo se recuperará enseguida.

Ranulfo miró al clérigo con inquietud.

—Pues entonces, ¿dónde está el problema, padre?

—Estoy preocupado sobre todo por su espíritu.

—¿Qué queréis decir?

—Es posible que sienta horror por la violencia y particularmente por las armas.

Ranulfo se mordió el labio.

—Seguid, padre.

—Bueno, le dimos un cuchillo para que cortara la carne. Se hizo más cortes en los dedos que en la comida.

Ranulfo se reclinó contra el respaldo del banco y soltó una carcajada de alivio mientras le daba al padre Tomás una suave palmada en la mano. El boticario contempló perplejo la reacción de Ranulfo.

—Perdón, padre, os pido disculpas. ¿Acaso no lo sabíais?

El padre Tomás sacudió la cabeza.

—No le deis jamás a Maltote un cuchillo, una espada o cualquier otra cosa que corte. ¡Sólo conseguirá lastimarse a sí mismo y a todos los que estén en San Bartolomé! Pero os agradezco, padre, los cuidados que le estáis dispensando.

—¿No quieres verle?

—¿Está durmiendo?

—Sí.

—Pues dejémosle, padre. Tengo otros asuntos que atender.

Al salir de San Bartolomé, Ranulfo volvió a cruzar el prado cubriéndose el rostro para no aspirar los nauseabundos olores de la zanja de la ciudad y descendió por una angosta callejuela adoquinada que conducía a la entrada de la prisión del Fleet. El portero no se mostró demasiado amable con él; sólo una moneda de plata le permitió a Ranulfo entrar en el sucio y hediondo vestíbulo de la prisión. Inmediatamente se le acercó un corpulento carcelero con cara de borrachín y grasiento cabello de punta.

—¿Qué queréis? —le interrogó, secándose las manos en la pechera de un manchado jubón de cuero.

—Hablar un momento con Puddlicott.

Los labios del carcelero se entreabrieron en una sonrisa.

—¡Ah, el ladrón del tesoro del rey! Tenemos órdenes de no permitir que nadie se acerque a él?

—¿Órdenes de quién?

—De sir Hugo Corbett, Custodio del Sello Secreto.

Ranulfo rebuscó en su bolsa y sacó una orden con el sello de Corbett.

—¡Me envía mi amo! ¡Haz lo que te digo!

El hombre no sabía leer, pero el sello le causó una gran impresión y mayor todavía se la causó la moneda de plata que Ranulfo depositó encima de la orden.

—Será mejor que me acompañéis. Ahora se encuentra muy a gusto. Tiene un alojamiento muy cómodo, lejos del resto de la escoria.

El carcelero lo acompañó a través de una sala tan oscura como una cueva, donde los delincuentes comunes se hacinaban encadenados al muro. Las cadenas eran lo bastante largas como para que pudieran levantarse y caminar un poco, pero ahora todos estaban acurrucados bajo unas raídas mantas, gimiendo y lloriqueando en sueños. Ranulfo contempló con desagrado la larga mesa común cubierta de grasa, donde los ratones, sin inmutarse ante la presencia de extraños, aún roían los sucios restos de comida y las manchas de grasa. Algunos prisioneros se despertaron y se acercaron a ellos tambaleándose; eran unos pestilentes hombres y mujeres envueltos en andrajos, con la piel cubierta de llagas y magulladuras moradas. Un guardia les pegó un grito y ellos se retiraron.

Ranulfo y el carcelero bajaron por un largo pasillo de baldosas de piedra, pasando por delante de unas ventanas con barrotes, donde los prisioneros condenados a muerte agitaban unos cuencos a través de los barrotes, gemían y proferían insultos. Subieron unos agrietados peldaños y salieron a un largo pasillo iluminado por antorchas, en el que había varias celdas. Ranulfo adivinó inmediatamente dónde se encontraba Puddlicott por los dos guardias que vigilaban la puerta, sentados en el suelo. Éstos apenas se movieron cuando el carcelero abrió la puerta y le hizo pasar.

—¡Puddlicott, muchacho mío! —gritó el carcelero—. ¡Malnacido del demonio, tienes una visita!

Ranulfo miró a través de la oscuridad. La celda era cuadrada y estaba impecablemente limpia. En un rincón había un retrete cuyo desagüe debía de ir a parar a la zanja de la ciudad y la estancia contaba incluso con algunos muebles: una mesita, una desvencijada banqueta y una larga cama con un colchón de paja. Puddlicott se incorporó con cara de sueño. Al final consiguió despertarse, se desperezó y bostezó. Ranulfo no tuvo más remedio que admirar su frialdad. El prisionero le miró con una sonrisa.

—Hay una vela encima de la mesa, pero no tengo pedernal.

Ranulfo sacó el suyo y encendió la vela. Puddlicott se fue a orinar al retrete, se puso la capa y se sentó en el borde de la cama.

—O sea que Corbett te ha vuelto a enviar, ¿eh? ¿Ha olvidado algo?

Ranulfo se sentó en la mesa.

—Pues no, ahora ya sabemos lo que ocurrió. Al parecer, vos entrabais y salíais del país cuando queríais y trasladasteis los sacos de monedas desde la calle de la Iglesia de la Gracia al muelle, utilizando un carro de estiércol.

Ranulfo levantó la cabeza y miró al techo. Él y Corbett habían cometido un error: jamás habían preguntado por qué razón un enviado tan importante como De Craon no había elegido una vivienda de más categoría. Pero, por otra parte, los enviados acreditados podían elegir el alojamiento que quisieran.

—¿Jamás os preguntasteis —dijo bruscamente Ranulfo— por qué algunas de las prostitutas que invitasteis a la abadía fueron asesinadas? Algunas de vuestras mujeres debieron de figurar entre las víctimas, ¿no es cierto?

Puddlicott se encogió de hombros y se arrebujó en la capa.

—Así es el mundo. Tú eres Ranulfo, ¿verdad?

El criado asintió con la cabeza.

—Muchos hombres mueren violentamente y lo mismo les ocurre a las mujeres y los niños, ¿por qué iban a ser distintas las prostitutas? —Puddlicott estiró las piernas—. ¿Tu amo cumplirá la palabra que me dio acerca de mi hermano?

—Sí —contestó Ranulfo—. Y si me decís algo más, os juro que dos veces al año yo iré a San Antonio para ver cómo está.

Puddlicott se levantó y se acercó a Ranulfo.

—Corbett no te ha enviado. Has venido por tu cuenta. Ya he dicho todo lo que sé y, aunque pienso que todos los representantes de la ley son unos malnacidos, sé que no has venido para burlarte de mí. Por consiguiente, ¿de qué se trata? ¿De las muertes de las prostitutas?

—No —contestó Ranulfo a la defensiva—. Ya tenemos nuestras ideas a este respecto.

—Pues entonces, ¿qué?

—¡Información!

—¿Para Corbett?

—No, para mí.

Puddlicott se partió de risa y fue a sentarse de nuevo en el borde de la cama.

—¿A qué estás jugando, maese Ranulfo? ¿A ser un criado que compite con su amo? ¿Por qué crees que yo tengo más información?

Ranulfo se inclinó hacia adelante.

—Creo que De Craon vino a Inglaterra para llevarse el tesoro a su país. Y comprendo por qué razón lo escondió, ¡pero lo que no entiendo, maese Puddlicott, es por qué razón vos, que estabais excavando la galería para entrar en la cripta, tuvisteis que interrumpir aquella importante tarea para ir y venir de Francia! —Ranulfo miró al prisionero—. Éste es el único cabo suelto. ¿Por qué no os quedasteis en Londres? ¿Qué era eso tan importante que os obligaba a ir y venir constantemente de París? Sabemos que lo hicisteis; vuestros cómplices declararon que a veces desaparecíais durante varias semanas seguidas. ¿Qué otra cosa os llevabais entre manos?

—Eres muy listo, maese Ranulfo. Eso Corbett no me lo preguntó.

—A lo mejor, pensó que ibais allí para recibir nuevas instrucciones.

Puddlicott se encogió de hombros.

—¿Y qué?

—¿Queréis decirme la verdadera razón? —replicó Ranulfo.

Puddlicott volvió a tenderse en su cama y cruzó las manos detrás de la cabeza.

—No tenéis nada que perder.

—Ni nada que ganar —replicó Puddlicott.

—Tenéis a vuestro hermano y, tal como vos sabéis, Puddlicott, el verdugo conoce medios para aliviar el dolor. Y, además, estoy seguro de que nuestro buen amigo el carcelero os proporcionaría un buen cuenco de vino con especias antes de vuestro último viaje en el carro de la muerte.

Puddlicott permaneció tendido en la cama, silbando entre dientes.

—De acuerdo —dijo bruscamente, levantándose de la cama—. Soy un moribundo, Ranulfo. Tú sabes que cualquier juramento que se me haga es sagrado.

—Lo cumpliré.

Puddlicott golpeó el suelo con los pies.

—¿Te gustaría contemplar el rostro de Cristo? —preguntó de repente.

—¿Cómo?

—Que si te gustaría contemplar el rostro de Cristo.

—Pues claro. ¿Qué queréis decir?

—¿Conoces la orden de los Templarios?

—¡Por supuesto que sí! —contestó Ranulfo.

—Pues bien. —Puddlicott respiró hondo—. No conozco toda la historia, pero a veces De Craon se iba de la lengua cuando llevaba unas copas de más. Su señor Felipe de Francia necesita desesperadamente dinero; los caminos del norte de Francia están llenos de soldados, pues Felipe está reuniendo un ejército para lanzar un ataque contra Flandes. —Puddlicott levantó la mano—. Sé que eso ya lo sabes. El caso es que Felipe se ha enterado de la existencia de una preciosa reliquia, el Sudario de Cristo que conservan los Templarios.

—¿Y ahora quiere apoderarse de él para venderlo en el extranjero?

Puddlicott hizo una mueca.

—Aún hay más. Me encomendaron tres misiones: una de ellas era entrar en la cripta, las otras dos eran obtener información acerca de los Templarios en Inglaterra y del paradero de su famosa reliquia.

—¿Y por qué esta información?

—¡Ah!

Puddlicott se levantó y le susurró algo al oído a Ranulfo. Después se apartó, contemplando complacido la expresión de asombro del rostro de Ranulfo.

—¿Decís la verdad? —preguntó Ranulfo.

Puddlicott asintió con la cabeza.

—El robo de la cripta no es nada comparado con los planes de Felipe para el futuro. Sólo otras cuatro personas saben ahora lo que tú sabes. —Puddlicott levantó los dedos—. Felipe de Francia, maese Nogaret, De Craon y yo. —Se encogió de hombros—. Pronto habré muerto. Reconozco que el malnacido de De Craon no ha hecho nada por salvarme.

Ranulfo se levantó de la mesa y aporreó la puerta de la celda.

—¿Cumplirás tu palabra? —le preguntó Puddlicott con voz suplicante.

Ranulfo volvió la cabeza.

—¡Por supuesto que sí, siempre y cuando sea verdad lo que me habéis, dicho!

Al llegar a la garita del portero, Ranulfo rebuscó en su bolsa y depositó unas monedas de plata en la palma del carcelero.

—¿Harás lo que te he dicho? —le preguntó.

—Lo he entendido muy bien, señor —contestó el hombre—. La mañana de su muerte Puddlicott beberá una buena copa de vino antes de subir los peldaños del verdugo.

Ranulfo le aseguró que se cercioraría de que su plata hubiera sido bien gastada; lanzó un suspiro de alivio y abandonó la prisión. La puerta con tachones de hierro se cerró ruidosamente a su espalda. Permaneció un rato aspirando el fresco aire nocturno mientras contemplaba las estrellas del cielo.

—Ranulfo de Newgate —murmuró para sus adentros—. El buscador de secretos.

Recordó lo que Puddlicott le había revelado en voz baja. Pensaba decírselo a maese Cara Larga, por supuesto, pero su perspicaz ingenio elegiría el lugar y el momento. La revelación del terrible secreto de Puddlicott sería la clave de su fortuna.