Capitulo 12

Corbett se aposentó en una de las muchas tabernas de la calle del Támesis para aguardar la llegada de Ranulfo y de Cade. Contrató también a cinco pescadores que celebraban una buena noche de pesca y les pidió que buscaran en los muelles y los embarcaderos un barco francés que estuviera preparándose para zarpar con la marea del mediodía. Sus espías regresaron al cabo de una hora diciéndole que habían visto amarrado en Queenshite un barco francés, el Grace de Dieu, en el cual se registraba un auténtico hervidero de actividad. Uno de los pescadores describió con toda precisión a De Craon y Corbett se alarmó al decirle otro que el barco contaba con una numerosa tripulación de hombres armados y estaba vigilado por un contingente de soldados.

—Aparentemente es un bajel de vino —concluyó amargamente el hombre—. Ya sabéis cómo son los franceses, señor. Es un bajel mercante convertido en bajel de guerra.

Corbett soltó una maldición y les pagó a los hombres lo convenido. Si el barco soltara amarras, no quería verse mezclado en una batalla naval en el Támesis o, peor todavía, en el canal, donde el barco pudiera escapar a cualquier perseguidor y dirigirse rápidamente a Dieppe o Boulogne. En aquellos momentos, él ya se hubiera tenido que poner en camino hacia Sheen, pero el rey tendría que esperar. Sólo deseaba que sus deducciones fueran acertadas.

Al final, Ranulfo regresó con Cade, otro alguacil y un contingente de tropas integradas por arqueros y soldados. Estos se distribuyeron por calles y callejuelas provocando el desconcierto de los madrugadores compradores, marineros, comerciantes, mercachifles y vendedores ambulantes de fruta y verdura. El alguacil auxiliar aún estaba nervioso y trastornado, sabiendo que su falta de honradez en la cuestión de Judit aún no se había resuelto por entero.

—¿Alguna noticia de la Torre, maese Cade?

El alguacil auxiliar sacudió la cabeza.

—Han puesto en libertad a fray Ricardo y Adam de Warfield sigue repitiendo la misma versión, pero ¿qué es todo este alboroto, sir Hugo?

—¡Este alboroto —contestó secamente Corbett— se debe a una traición! —Miró a Ranulfo—. ¿Está avisado el responsable del puerto?

El criado asintió con la cabeza.

—Dos bajeles de guerra han sido alertados —añadió Cade—. Se ha cerrado el Támesis por debajo de Westminster, pero, con esta marea, un barco podría abrirse camino y salir a mar abierto. Deduzco que nuestra presa es un barco, ¿verdad?

Corbett asintió con la cabeza.

—Un bajel mercante francés convertido en bajel de guerra, el Grace de Dieu. Está amarrado en Queenshite. No quiero que me vengáis con historias. Os ruego que os dejéis de protestas, protocolos y relaciones diplomáticas. Quiero que el barco sea apresado, que se desarme a los soldados y que se registre de popa a proa.

Cade palideció al oír sus palabras.

—Sir Hugo, confío en que sepáis lo que estáis haciendo. Si os equivocarais, pues sospecho que estamos buscando el tesoro robado, ¡la copa de la cólera del rey se derramaría sobre todos nosotros!

—Y, si no me equivoco —contestó serenamente Corbett—, todos bailaremos alrededor del mayo.

Dicho lo cual, el escribano se puso al frente de los arqueros y los soldados y echó a andar por las tortuosas callejuelas que descendían a los muelles y los embarcaderos. Dio instrucciones a los hombres en voz baja y, al final, llegaron a la orilla del río. Corbett vio el Grace de Dieu; las rampas aún estaban tendidas, pero los marineros ya se habían encaramado a los mástiles, preparándose para zarpar.

—¡Ahora! —gritó Corbett.

Él, Cade y Ranulfo encabezaron la carga corriendo sobre el empedrado y tomaron por asalto las rampas. Dos soldados vestidos con la librea real de Francia trataron de cerrarles el paso, pero fueron derribados por los arqueros y los soldados ingleses que inmediatamente se apoderaron del barco. Los marineros sorprendidos en las jarcias recibieron la orden de bajar y los soldados que se encontraban en las entrecubiertas fueron rápidamente desarmados.

En pocos minutos tomaron el barco y los soldados franceses quedaron reducidos a meros espectadores. Se abrió la puerta del pequeño camarote de popa y apareció de repente De Craon, el cual, seguido de De Nevers, cruzó corriendo la cubierta para acercarse al lugar donde Corbett y Cade permanecían de pie junto al gran mástil.

—¡Esto es indignante! —gritó De Craon—. ¡Somos enviados acreditados del rey Felipe y este es un barco francés! —Señaló la gran bandera que ondeaba en la popa—. ¡Navegamos bajo la protección de la casa de los Capeto!

—¡Me importaría un bledo aunque navegarais bajo la protección directa del Santo Padre! —replicó Corbett—. Habéis estado haciendo nuevamente de las vuestras, De Craon. Quiero recuperar el oro del rey de Inglaterra. ¡Ahora mismo!

En los ojos del francés se encendió un destello de burla.

—¿O sea que somos unos ladrones?

—¡Sí! ¡Lo sois!

—Tendréis que responder de esto.

—¡Responderé en cualquier caso, monsieur! —Corbett se volvió hacia Cade—. ¡Registrad el barco!

El alguacil auxiliar empezó a dar órdenes a los hombres y, a pesar de las protestas de De Craon, los soldados ingleses se entregaron con entusiasmo a la tarea. Registraron el camarote, pero los hombres salieron sacudiendo la cabeza con semblante abatido. Varios hombres fueron enviados a la bodega. Corbett miró fijamente a De Craon, el cual le estaba mirando a su vez con los brazos cruzados mientras golpeaba nerviosamente la cubierta con el pie. El escribano inglés optó deliberadamente por no mirar a De Nevers y, volviéndose hacia Ranulfo, le indicó en voz baja dónde tenía que situarse. Los soldados salieron de la bodega.

—No hay nada —dijeron—. Sólo ropa, sacos de comida y cosas por el estilo.

Corbett procuró dominar su pánico al intuir la consternación de Cade y los oficiales. Sabía que el oro y la plata estaban a bordo, pero ¿dónde?

—Amo mío.

—¡Cállate, Ranulfo!

El criado asió a Corbett por el brazo.

—Amo mío, yo antes tenía por costumbre venir a estos muelles. El barco está a punto de hacerse a la mar, ¿verdad? En las jarcias hay marineros preparando las velas. Quieren zarpar de inmediato.

—¿Y qué?

—Amo mío, el ancla del barco está echada. ¡Y la tendrían que haber levado!

Corbett se volvió de espaldas a De Craon.

—¿Qué estás diciendo, Ranulfo?

—¡No han levado el ancla, amo mío!

Corbett sonrió y se volvió hacia Cade.

—Quiero que tres nadadores comprueben que el ancla de este barco está como debe estar. Convendría que echaran un vistazo a la cadena de la estacha.

De Craon abrió la boca y palideció intensamente. De Nevers hizo ademán de acercarse a la barandilla, pero Corbett lo agarró por el brazo.

—¡Maese Puddlicott —le dijo en un sibilante susurro—, insisto en que os quedéis!

—¿Puddlicott? —preguntó De Craon.

—¡Sí, monsieur, un criminal inglés buscado por los alguaciles de esta ciudad y de otros condados a causa de un historial de crímenes más largo que este río!

De Nevers trató de soltarse. Corbett chasqueó los dedos e indicó por señas a dos soldados que lo sujetaran. Entre tanto, Cade ya había seleccionado a los voluntarios. Tres arqueros se quitaron los yelmos, las celadas, los talabartes y las botas y se deslizaron como ratas de agua en el río cubierto de espuma. Se zambulleron y volvieron a emerger a la superficie, lanzando gritos de triunfo.

—¡Hay sacos! —gritó uno de ellos, sacudiendo la cabeza mientras escupía el agua—. ¡Unos pesados sacos de monedas atados a la cadena del ancla!

—¡Que traigan una barcaza! —ordenó Corbett—. ¡Que los buceadores recuperen los sacos, que se organice una buena vigilancia y que unos carros trasladen los sacos al palacio de Sheen!

Cade se alejó, dando órdenes a gritos. Corbett miró a sus adversarios.

—Monsieur de Craon, a vos os dejo, pero me llevo a maese Puddlicott, pues se trata de Ricardo Puddlicott, no de Raúl de Nevers, ¿no es cierto? Es un súbdito inglés que debe lealtad a nuestro rey y tendrá sin duda que responder de sus terribles delitos.

De Nevers se dirigió a gritos a De Craon, pero el francés se limitó a sacudir la cabeza mientras unos hombres se llevaban al pálido prisionero.

—No sabíamos nada de todo eso —protestó De Craon—. Aceptamos a De Nevers por lo que él decía ser.

Corbett sonrió al oír la descarada mentira y señaló la cadena del ancla.

—Y supongo —replicó— que, cuando hubierais levado el ancla, habríais encontrado unos sacos atados a la cadena con unas resistentes cuerdas. Como es natural, vos hubierais dicho que era un hallazgo fortuito y habríais arramblado con todo para que vuestro regio señor lo utilizara como subsidio para sus ejércitos de Flandes. Más adelante, hubierais comentado en susurros vuestra hazaña y convertido a Eduardo de Inglaterra en el hazmerreír de Europa, un príncipe que pierde su oro para que su enemigo lo use contra sus aliados. —Corbett sacudió la cabeza—. Vamos, vamos, monsieur. Nuestra Cancillería presentará una protesta ante la vuestra. ¡Vos os declararéis inocente, pero sois un embustero y un torpe insensato ¡-Seguido de Ranulfo, Corbett se acercó a la barandilla—. ¿Los enviasteis vos? —preguntó, volviendo la cabeza para contemplar los ojos rebosantes de odio del francés.

—¿Si envié a quiénes? —replicó De Craon.

—A los asesinos que nos atacaron.

De Craon sonrió, sacudiendo la cabeza.

—¡Algún día os aseguro que lo haré, Corbett!

Corbett y Ranulfo descendieron por la rampa donde esperaba el prisionero, encadenado entre dos guardias. A su espalda, el escribano oyó los silbidos de los oficiales, ordenando a sus hombres retirarse del barco francés y los apremiantes gritos del capitán del bajel, deseoso de hacerse cuanto antes a la mar con el Grace de Dieu.

—¿Adonde queréis que conduzcamos al prisionero, sir Hugo?

Éste miró primero al oficial y después a Puddlicott.

—Newgate será suficiente, pero deberá permanecer encadenado entre dos guardias. —Corbett se acercó un poco más para contemplar el anodino rostro de aquel maestro del engaño—. Puddlicott el gran actor —dijo en un susurro, rozando con los dedos el rubio cabello del hombre—. ¿Cuántas veces os lo habéis teñido? ¿Negro, rojo, cobrizo? ¿Y la barba? ¿Larga o rasurada y nuevamente larga según vuestras necesidades?

Puddlicott le miró fríamente.

—¿Qué pruebas tenéis, maese Corbett?

—Todas las que necesito. ¿Sabéis que Adam de Warfield ha sido detenido? Os echa la culpa de todo a vos. Sé todo lo de vuestros disfraces: la barba, los distintos colores del cabello, la cogulla y la capucha, pero nada de eso os salvará de la soga del verdugo. No me causa ningún placer decíroslo, Puddlicott, pero vais a ser ahorcado.

El rostro de Puddlicott perdió su arrogante frialdad al oír las palabras de Corbett.

—Si confesáis —añadió el escribano— y respondéis a ciertas preguntas, es posible que podamos hacer algo.

—¿Como qué? —preguntó Puddlicott en tono despectivo.

—Habéis cometido traición. Conocéis las leyes. Ser colgado, cortado, destripado y descuartizado.

Corbett hizo una mueca al ver el temor que reflejaban los ojos del prisionero.

—En tal caso, mi señor escribano —dijo Puddlicott con voz pastosa—, quizá convendría que habláramos.

Corbett contempló el muelle en silencio. Apenas podría hacer nada por aquel hombre como no fuera aliviar un poco su cautiverio.

—¡Traed al prisionero! —ordenó.

Los soldados, flanqueando a Puddlicott, se acercaron a Corbett y a Ranulfo y los siguieron hasta una pequeña cervecería, donde Corbett pidió que despejaran el local.

—¡Soltadlo! —les dijo a los soldados—. Pero no le quitéis las cadenas. Podéis vigilar en la puerta.

Los decepcionados soldados que esperaban poder disfrutar de una comida de balde soltaron a Puddlicott y aflojaron los grillos de sus cadenas para que pudiera moverse un poco y utilizar las manos. Corbett empujó al prisionero hacia la mesa de un rincón.

—Podéis sentaros tranquilamente en esta banqueta. El mejor plato que tengáis, tabernero. ¿Cuál es?

—Empanada de pescado.

—¿Es fresco?

—Ayer mismo los peces nadaban en el mar.

Corbett sonrió.

—Una abundante ración para mi invitado y un poco de vino blanco.

Con una leve sonrisa en los labios, Puddlicott observó la prisa que se daba el tabernero en servirles, como si él fuera un importante invitado oficial y no un malhechor a punto de ser condenado. Esperaron en silencio hasta que regresó el tabernero. Puddlicott comió con buen apetito mientras Corbett admiraba su temple. Al terminar, Puddlicott apuró su copa de vino y pidió más.

—Hay que aprovechar mientras pueda —dijo sonriendo. Después se puso repentinamente muy serio—. Tengo que pediros un favor, escribano.

—No os debo nada.

—Tengo un hermano —añadió Puddlicott—. Es simple de nacimiento. Los frailes del hospital de San Antonio cuidan de él. Dadme vuestra palabra de que siempre será bien atendido. A cambio de una subvención real, os diré lo que sé. —Levantó ligeramente la copa—. Si tengo que morir, quiero que sea rápido. ¡Ricardo Puddlicott no vino a este mundo para servir de diversión al populacho de Londres!

—Tenéis mi palabra en ambas cosas. Y ahora decidme, ¿robasteis vos el oro y la plata?

—Por supuesto que sí. Adam de Warfield y Guillermo de Senche también participaron. Guillermo es un pobre borrachín, pero Adam de Warfield es un perverso malnacido. ¡Espero que lo ahorquen a mi lado!

—Así será.

—Muy bien, así todo será más soportable.

Puddlicott tomó un sorbo de vino.

—Hace dieciocho meses —dijo—, estuve en Francia tras una breve estancia en Westminster, donde ayudé a Guillermo de Senche a robar una parte del tesoro de la abadía que se encontraba en el refectorio de los monjes. En realidad —añadió sonriendo—, yo no soy un ladrón. Lo que ocurre es que me resulta muy difícil distinguir entre mis bienes y los de los demás. Intenté utilizar la misma estratagema en París en el convento de los frailes menores. Me detuvieron y me condenaron a la horca. Entonces le dije a mi carcelero que conocía un medio de enriquecer al rey de Francia a costa de Eduardo de Inglaterra. —Puddlicott proyectó los labios hacia afuera—. Vos ya sabéis lo que ocurre en este mundo, ¿no es cierto, Corbett? Cuando estás acorralado, echas mano de todo lo que puedes. Pensé que la cosa caería en el olvido, pero la víspera de mi ahorcamiento, De Craon y el Guardián de los Secretos del rey, Guillermo Nogaret, me visitaron en mi celda de condenado. Les expuse mi plan e inmediatamente quedé libre como por arte de magia.

—Hubierais podido incumplir vuestra palabra —dijo Ranulfo, interrumpiéndole—. Hubierais podido dejarles con un palmo de narices.

—¿Y adonde hubiera huido? —replicó Puddlicott—. ¿A Inglaterra convertido en un mendigo harapiento? No —sacudió la cabeza con una sonrisa en los labios—. De Craon me amenazó con que, si no cumplía mi palabra, me perseguiría. Además, yo estaba dolido con Eduardo de Inglaterra. Ah, por cierto, Corbett, De Craon os odia con toda su alma y algún día tiene intención de arreglaros las cuentas.

. —Hasta ahora no me habéis dicho nada que yo no sepa —replicó Corbett.

—Bueno pues, regresé a Inglaterra. Me dejé crecer la barba, me teñí el cabello de negro y organicé las orgías en la abadía.

—¿Por qué?

—Adam de Warfield tiene el cerebro entre las piernas. Su debilidad son las prostitutas, la buena comida y el vino embriagador. A Guillermo de Senche se le puede comprar con una buena jarra de vino. Así me los gané a los dos. Les expuse mi plan. Se prohibió el uso del cementerio. Sembré semillas de cáñamo para llenarlo todo de hierba... crece muy rápido y, de esta manera, podría disimular mis actividades.

—¿Excavabais la galería de noche?

—Por regla general, sí. A veces excavaba también de día. Era un plan brillante, Corbett. A nadie le gusta visitar los cementerios de noche y tampoco de día y, con la protección de Warfield y Guillermo, podía adelantar en mi trabajo todo lo que quisiera. —Puddlicott se encogió de hombros—. Lo demás ya lo sabéis. A mí me interesaban las monedas. ¡Warfield se quedó con parte de la plata, el muy necio! Yo oculté los sacos en un viejo carro de estiércol. Lo adivinasteis, ¿verdad?

—Sí —contestó Corbett—. Ranulfo y yo lo vimos allí. Y nos extrañó que la calle estuviera tan sucia.

—¿En qué otra cosa me equivoqué? —preguntó Puddlicott sonriendo.

Corbett tomó las manos de Puddlicott y las giró con las palmas hacia arriba.

—Cuando os estreché la mano en casa de De Craon, advertí algo extraño pero no supe lo que era hasta más tarde. Vos erais un gentilhombre, Puddlicott, o eso parecíais, pero vuestras manos eran ásperas y estaban encallecidas. La herencia de una juventud disipada y de los trabajos en el cementerio de la abadía. —Corbett volvió a llenar la copa del prisionero—. Ahora vayamos a los asesinatos.

—¿Qué asesinatos? —preguntó Puddlicott, incorporándose en su asiento.

—¡Los de las prostitutas! ¡El del padre Benito y el de lady Somerville! Creemos que las prostitutas fueron asesinadas a causa de las orgías nocturnas y que lady Somerville y el padre Benito fueron asesinados por lo que sabían.

Puddlicott echó la cabeza hacia atrás y estalló en una sonora carcajada.

—Mirad, Corbett, yo soy un pícaro y un ladrón. Si pensara que, matándoos a vos, podría huir, lo haría. Pero ¿matar a unas pobres chicas, a un anciano sacerdote y a una canosa anciana? Vamos, por Dios, maese Corbett. —Tomó un sorbo de vino y la expresión de su rostro se endureció—. ¡Si me prometéis una cómoda celda en la cárcel de Newgate, os diré otra cosa!

Ranulfo soltó una risotada.

—Un poco más, amo mío, y os exigirá la libertad.

—Accedo a vuestra petición —contestó Corbett—. Pero ya no habrá más concesiones. Bueno, ¿de qué se trata?

—Algo que vi la noche en que murió el padre Benito. Yo estaba en el recinto de la abadía descansado después de haberme pasado varias horas excavando. Vi una alta y oscura forma cruzando el recinto. Me intrigó y la seguí. La figura se detuvo delante de la casa del padre Benito y se inclinó hacia la cerradura. Después rodeó la casa, se detuvo delante de la ventana abierta y, a través de ella, arrojó algo al interior. Vi que se encendía una yesca, adiviné lo que ocurría y huí.

—¿Y no sabéis nada más?

—Si lo supiera, os lo diría.

—En tal caso, maese Puddlicott, me despido de vos.

Corbett se levantó y llamó a los guardias mientras Puddlicott tomaba la copa de vino y apuraba su contenido.

Corbett contempló cómo los soldados ajustaban las cadenas de Puddlicott a sus propias muñecas.

—¡Llevadlo a Newgate! —les ordenó—. Deberá ser alojado allí como huésped del rey. La estancia más cómoda y todo lo que desee. El Tesoro real correrá con los gastos.

Después, girando sobre sus talones, Corbett abandonó la taberna mientras en sus oídos resonaba todavía la afectuosa despedida de Puddlicott.

Eduardo de Inglaterra se arrodilló en el asiento de la ventana y contempló los jardines del palacio de Sheen. Corbett y De Warenne, conde de Surrey, lo miraban con cierto recelo. Como era de esperar, el rey se había alegrado mucho. Los barones del Tesoro ya estaban contando las monedas de los sacos y unos escribanos de alto rango se desplazaron a la casa del Tesoro para llevar a cabo una exhaustiva revisión de las cuentas. Se efectuaron registros en los mercados de Londres en busca de la plata del soberano y ahora las tropas reales estaban acuarteladas en el recinto de la abadía. Eduardo ya había enviado una enérgica nota de protesta a su amado hermano el rey de Francia, en la cual declaraba persona non grata a monsieur Amaury de Craon, quien tendría que enfrentarse con todos los rigores de la ley inglesa en caso de que alguna vez volviera a poner los pies en territorio inglés. Corbett recibió varias muestras de agradecimiento del monarca: una cadena de plata con una cruz celta para Maeve; una copa de plata con incrustaciones de oro para la pequeña Leonor; y para él, su más leal y fiel escribano, una cordial palmada en el hombro; pero Corbett no las tenía todas consigo. Eduardo de Inglaterra era un actor consumado: las furias, las lágrimas, la falsa cordialidad, el papel de valeroso comandante del ejército y de severo legisladort Todo ello no eran sino máscaras que Eduardo se podía quitar y poner a su conveniencia. Ahora el rey se mostraba frío, sereno y reposado, pero Corbett adivinaba su furia por lo que él consideraba una traición, un abuso de confianza y un sacrilegio.

—Sería capaz de ahorcar a Cade —dijo el rey, volviendo la cabeza.

—Este hombre es todavía muy joven e inexperto, Majestad —añadió Corbett—. Ha demostrado tener muy buenas cualidades. Es el único funcionario de Londres que me ayudó. Si en lugar de hacerle un reproche, le ofrecierais una recompensa, os ganaríais toda su lealtad.

Eduardo se rió para sus adentros.

—Así lo haré. Conocía al padre de Cade. Empezó como alabardero y arquero de mi casa. Cade fue su decimotercer hijo. ¿Sabéis que ya de niño Cade se dedicaba constantemente a levantarles las enaguas a las niñas? Aún no ha aprendido que un funcionario real tiene que vigilar muy bien con quién se acuesta y con quién hace negocios.

—¿Y la joven Judit?

—Tendrá su recompensa.

Corbett arrastró nerviosamente los pies por el suelo y miró de reojo a De Warenne.

—¿Y Puddlicott y los demás?

—¡Ah! —Cuando Eduardo se volvió, a Corbett no le gustó la expresión de su rostro—. ¡Serán ahorcados!

—¡Warfield es sacerdote y monje!

—Tiene un cuello como el de cualquier otro hombre.

—La Iglesia pondrá reparos.

—No lo creo. Diré que los monjes de Westminster no sólo traicionaron sus votos sino también a su rey. ¿Os imagináis al viejo Winchelsea de Canterbury? —Eduardo sonrió para sus adentros—. Dios bendito, cuánto me agrada ser rey algunas veces. Estoy deseando decirles a nuestro venerable arzobispo de Canterbury y a sus hermanos los restantes obispos que han sido muy descuidados en su celo pastoral. Hubieran tenido que vigilar mejor sus viñas y lo que ellos santurronamente llaman «su rebaño».

—Le di mi palabra a Puddlicott de que sería ahorcado pero tendría una muerte rápida —dijo Corbett interrumpiendo a su soberano—. Sin mutilaciones. Y está la cuestión de su hermano...

El rey se repantigó en el asiento de la ventana.

—No tengo nada en contra de los simples; el chico será debidamente atendido. Pero Puddlicott... —el rey sacudió la cabeza.

—Empeñé mi palabra, Majestad.

El rey hizo una mueca.

—Empeñé mi palabra —repitió Corbett—. Sabiendo que vos la respetaríais, Majestad.

Eduardo hizo un amplio gesto con las manos.

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Puddlicott será juzgado por los tribunales de Westminster. Se le hará un juicio justo y después será ahorcado. —El rey se frotó las manos y miró con una maliciosa sonrisa a De Warenne—. Qué desastre, ¿verdad, Surrey?

—Como vos queráis, Majestad. —El conde miró fijamente a Corbett—. Pero queda todavía la cuestión del asesino que anda suelto por las calles y aún no ha sido atrapado. Es una tarea que os corresponde a vos, Corbett.

—¡Tuve que atender otros asuntos, Majestad! —replicó Corbett.

—¿No tenéis ni siquiera una idea? —preguntó Eduardo.

—Ninguna en absoluto. Vagas sospechas, eso es todo.

—¿Y las Hermanas de Santa Marta os prestan su colaboración?

—Por supuesto que sí.

—¿Sobre todo lady Neville? —preguntó el rey, mirando al escribano con una sonrisa.

—¡Sobre todo, lady Neville!

—¿Y la anciana De Lacey sigue pegando sustos a todo el mundo?

—Yo suelo mantener más tratos con lady Fitzwarren.

—Ah, sí. —El rey entornó los ojos—. Recuerdo cuando murió su esposo. Estábamos en Gales, cerca de Conway, y era la festividad de San Martín, papa y mártir. Era un buen hombre Fitzwarren. —Se levantó y dio unas palmadas—. Bueno, en cualquier caso, vos ya estáis de vuelta en Londres, Corbett. —El soberano alargó la mano para que Corbett se la besara al tiempo que murmuraba—: No olvidaré vuestra lealtad y vuestra entrega en este asunto, Hugo.

Eduardo cerró la puerta detrás de su escribano y permaneció apoyado en ella hasta que el rumor de las pisadas del exterior se desvaneció. De Warenne esbozó una relamida sonrisa.

—¿Cumpliréis vuestra palabra, Eduardo?

—¿En qué?

—En la cuestión de Cade y la mujer llamada Judit.

Eduardo se encogió de hombros.

—Por supuesto que sí. Ya conoces el lema de Eduardo de Inglaterra: «Mantente fiel».

—¿Y en lo de Puddlicott?

—Cumpliré mi palabra, naturalmente —contestó el monarca con una sonrisa—. Pero ahora tengo que encomendarte una misión, Surrey. Deberás reunirte con Corbett en Londres, felicitar de mi parte al alguacil, alabar públicamente a Cade, supervisar la ejecución de Puddlicott y asegurarte de que su muerte sea rápida.

—¿Y después, Majestad?

—¡Quiero que el cuerpo de ese malnacido sea tieso liado! —contestó en un sibilante susurro—. ¿Me has entendido, De Warenne? ¡Quiero que le arranquen la piel y que la claven como la de un cerdo en la puerta de la abadía para que todo el mundo se entere del precio que se paga por robar a Eduardo de Inglaterra!