Prólogo
Sólo el crujido de la cuerda del patíbulo turbaba el siniestro silencio que se cernía como una nube sobre los vastos campos que rodeaban el hospital de San Bartolomé en West Smithfield. De día el lugar rebosaba de bullicio y color, pero de noche los fantasmas se adueñaban de él. El gigantesco patíbulo con sus cuatro brazos proyectándose hacia afuera y sus retorcidas y amarillentas sogas era un espectáculo tan habitual como los cadáveres que colgaban de él, con los cuellos doblados, los ojos desorbitados y las hinchadas lenguas apretadas entre los amarillos dientes. Los prohombres de la ciudad habían decretado que los malhechores ejecutados permanecieran colgados durante tres días hasta que sus cuerpos empezaran a descomponerse y los afilados picos de los cuervos les arrancaran los ojos y la tierna carne del rostro.
Nadie se acercaba al cadalso de noche. Las viejas aseguraban que los señores del infierno se reunían a danzar en aquel lugar. Hasta los perros, los gatos y los picaros de la ciudad se alejaban de allí en cuanto oscurecía. Pero el mendigo Hierbacana no era de la misma opinión. De día Hierbacana permanecía sentado en la esquina del callejón de San Marcos de West Cheap, donde alargaba el cuenco de cobre y pedía limosna con voz lastimera a los fieles que visitaban la iglesia, los ricachos y los que le miraban con aire de superioridad mientras cruzaban el gran mercado de Londres para dirigirse a sus negocios de San Pablo. Pero de noche Hierbacana regresaba a Smithfield y se tumbaba a dormir al pie del patíbulo. Allí se sentía protegido. Nadie se atrevería a acercarse a él, y aceptaba a los siniestros cadáveres que colgaban por encima de su cabeza no sólo como compañeros sino también como protectores contra los ladrones, asesinos y gentes de mal vivir que poblaban las angostas callejuelas de Londres. A veces, cuando no podía dormir, Hierbacana se acurrucaba sobre las tablillas de madera que le servían de piernas y parloteaba como una urraca con los cadáveres. Se preguntaba cómo habrían sido sus vidas y qué desgracias les habrían ocurrido. Eran los mejores, más aun, los únicos oyentes de su triste historia: había sido soldado, nacido y criado en Lincolnshire, antes de convertirse en arquero del ejército de Eduardo de Inglaterra en Escocia. Había atacado un castillo con gran número de compañeros suyos, trepando por las escalas de asedio, de las que Dios, con la complicidad de un pelirrojo escocés, lo derribó hasta los abismos del infierno. La escala se había ladeado y él había caído en el foso seco y, cuando trató de alejarse a rastras, las piernas le quedaron empapadas de negro, pegajoso y ardiente aceite. Se pasó varios días gritando como un condenado y se retorció varios meses en medio de unas angustias de muerte después de que los cirujanos le hubieran cercenado limpiamente ambas piernas por debajo de las rodillas y le ajustaran unas tablillas de madera a los muñones. Le dieron unas pocas monedas, lo colocaron en un carro y lo enviaron al sur hacia Londres para que se pasara el resto de su vida mendigando.
Hierbacana se había acostumbrado a su condición. Tenía buenos clientes y tanto los grandes señores como los orondos abogados eran unos benefactores muy generosos. Comía bien, se bebía una jarra de vino tinto cada día y, cuando hacía frío, los buenos frailes del hospital de San Bartolomé siempre le permitían dormir en sus sótanos. Hierbacana tenía visiones, extrañas imágenes poblaban sus sueños: a veces creía ver demonios de rojos cuernos paseando por las calles de Londres. La noche del 11 de mayo de 1302, mientras trataba de ponerse cómodo bajo los cadáveres que colgaban del patíbulo, tuvo otra premonición de una inminente desgracia: le dolían los muñones de las piernas, sentía un hormigueo en la nuca y el estómago le borboteaba como una caldera de sebo hirviente. Se quedó ligeramente dormido, tuvo un sueño muy agitado y se despertó justo en el momento en que se acababa de levantar una fuerte brisa que hacía girar y torcerse los cadáveres colgados en una especie de macabra danza de la muerte. Hierbacana dio unas palmadas a las plantas de los pies de uno de los cadáveres.
—¡No hagas ruido! —le dijo en un susurro—. ¡Deja que el viejo Hierbacana preste atención!
El mendigo se agachó como un perro y aguzó el oído en medio de la oscuridad. Después oyó el rumor de unas sandalias sobre los adoquines y el susurro de una afanosa respiración: una negra figura apuró el paso acercándose a él. Hierbacana retrocedió hacia las sombras, medio escondiéndose detrás de las piernas de los cadáveres que colgaban del patíbulo. Miró a hurtadillas a la figura. ¿Quién era? ¿Una mujer? Sí, una mujer. Vestía de oscuro y sus pasos eran algo pesados. Una anciana, pensó Hierbacana, al distinguir un retazo de cabello gris bajo la capucha y ver los hombros ligeramente encorvados de la figura. No parecía tener demasiada prisa y no suponía ninguna amenaza para él, por cuyo motivo Hierbacana se extrañó de que el corazón le latiera con tal fuerza en el pecho y se le hubiera secado de repente la garganta y sintiera en la nuca una terrible sensación de frío, como si uno de los ahorcados se hubiera inclinado para hacerle una dulce caricia. Pero enseguida comprendió la razón. Oyó las pisadas de alguien que estaba siguiendo de cerca a la mujer. La persona caminaba más rápido y parecía tener un propósito más definido. La primera figura se detuvo al oír las pisadas a su espalda.
—¿Quién anda ahí? —preguntó la anciana, levantando la voz—. ¿Qué es lo que quieres?
Hierbacana se tensó y se introdujo los dedos en la boca. Sentía la presencia del mal. Hubiera deseado gritar una advertencia. Algo terrible estaba a punto de ocurrir. Una segunda forma surgió de las sombras y se acercó a la anciana.
—¿Quién eres? —repitió ella—. ¿Qué deseas? Estoy cumpliendo una misión en nombre de Dios.
Hierbacana ahogó un gemido. ¿Acaso la mujer no se daba cuenta?, se preguntó. ¿No percibía la maldad que acechaba a través de la oscuridad? La segunda figura se acercó un poco más. Hierbacana sólo pudo ver una capucha y una capa. Mientras la luna se ocultaba entre las nubes distinguió un destello de blanca piel y vio que la segunda figura también calzaba sandalias. La anciana se tranquilizó.
—¡Ah, sois vos! —exclamó—. ¿Y ahora qué ocurre?
Hierbacana no pudo oír el murmullo de la respuesta. Ambas figuras se juntaron. El mendigo vio un brillo de acero y se cubrió los ojos. Oyó el suave rumor de un cuchillo al cortar la piel, la vena y la tráquea. Un grito desgarrador rompió el silencio, seguido por un terrible gorgoteo mientras la anciana, asfixiándose con la sangre que le subía a borbotones por la garganta, se desplomaba sobre los adoquines. Hierbacana abrió los ojos. La segunda figura había desaparecido. La anciana yacía formando un desmadejado bulto en el suelo. Se movió una sola vez, pero Hierbacana no pudo acercarse a ella, pues se había quedado petrificado por el terror mientras sus ojos contemplaban horrorizados el hilillo de sangre que serpenteaba hacia él sobre el empedrado.
Unos días después, en una buhardilla de un ruinoso edificio que se levantaba en la esquina de la Judería Vieja y Lothbury, Isabeau la flamenca contó las monedas y las fue ordenando en cuidadosos montones. Eran el fruto de su duro trabajo nocturno. Había recibido tres visitas: un joven, saludable y vigoroso aristócrata, un alabardero de la guarnición de la Torre y un anciano mercader de Bishopsgate que gustaba de atarla mientras permanecía tendido a su lado. Isabeau esbozó una sonrisa. El viejo era el más fácil de contentar y agradecía generosamente sus favores. Isabeau se soltó la cinta con que se recogía el sedoso cabello pelirrojo y éste se derramó sobre sus hombros. Después se quitó el vestido de damasco azul y lo arrojó al suelo junto con la camisa y los calzones con jarreteras. Acto seguido, se situó delante de la reluciente plancha de metal que le servía de espejo y se dio la vuelta. Cada noche se entregaba al mismo ritual. La vieja Madre Ojos Tiernos le había aconsejado hacerlo.
—Una cortesana que se cuida, Isabeau —le había dicho la vieja bruja soltando una trémula carcajada—, se conserva más joven y vive más años. Recuérdalo siempre.
Isabeau se acercó al cuenco de peltre del lavabo y, utilizando una esponja y un trozo de jabón de Castilla, regalo de un agradecido capitán genovés, se lavó cuidadosamente el suave cuerpo más blanco que el alabastro. Experimentó un sobresalto cuando un pajarillo que revoloteaba bajo los aleros de la vieja mansión se golpeó contra los postigos. Un gato que intentaba cazar algo en la oscura callejuela de abajo entonó un estridente canto a la luna. Isabeau prestó atención a los crujidos de la vieja madera de!a casa. Tendría que andarse con mucho cuidado. El asesino ya había matado a catorce hermanas suyas, ¿o acaso habían sido más? Les cortaba la garganta con tal fiereza que la cabeza sólo quedaba unida al resto del cuerpo por medio de unas tiras de hueso y músculo. Había visto a una de ellas, el cadáver de Amasis, la joven prostituta francesa que con tanto donaire solía pasear por la calle de la Leche en busca de clientes. Isabeau reanudó su tarea, complaciéndose en la sensual sensación de la esponja contra su piel. Acunó en sus manos los jóvenes y exuberantes senos y se acarició el musculoso y liso vientre. Oyó un ruido en la escalera, pero lo atribuyó a una rata; tomó un lienzo y empezó a secarse. Se volvió, colocando la vela en una pequeña cómoda que había junto a la enorme cama cubierta con un colchón de plumas de cisne y se puso un arrugado camisón.
—Isabeau.
La voz sonaba muy dulce.
La cortesana se volvió y clavó los ojos en la puerta.
—¡Isabeau, Isabeau, por favor, tengo que verte!
La muchacha reconoció la voz, sonrió y se acercó sigilosamente a la puerta. Descorrió los grandes pestillos de hierro, abrió la puerta y miró a la oscura figura encapuchada que sostenía una pequeña vela en la mano.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó Isabeau, retrocediendo—. ¿No pretenderás que te atienda a esta hora cíe la noche? —añadió en tono burlón.
—Toma —replicó su inesperado.
—¡Sujétala.
Isabeau alargó la mano y, por un instante, vio la ancha hoja del cuchillo dirigido hacia su suave y delicada garganta. Sintió un agudo y terrible dolor, y se desplomó al suelo mientras la sangre bajaba como un río por su cuerpo recién lavado.
En el palacio del Louvre de la Isla de Francia, bajo la impresionante mole de la catedral de Notre Dame, había iodo un laberinto de secretos pasillos y pasadizos. Algunos de ellos desembocaban simplemente en unas paredes desnudas. Pero otros se torcían y daban tantas vueltas que cualquier intruso se hubiera perdido y desanimado enseguida. Al final de aquel laberinto, como Ni fuera el centro de una inmensa telaraña, se encontraba la cámara secreta de Felipe IV. La estancia en forma de octágono tenía las paredes revestidas de madera y sólo dos angostas ventanas se abrían en lo alto de una de ollas. El suelo estaba cubierto de pared a parecí con una mullida alfombra de lana de casi un palmo de grosor. A Felipe IV le gustaba aquella cámara en la que jamás se oía el menor sonido. Hasta la puerta había sido construida con tal habilidad en los paneles de madera de la pared que hubiera sido muy difícil entrar y más difícil todavía le habría resultado salir a cualquier incauto que lo hubiera intentado. La cámara permanecía permanentemente iluminada por docenas de velas de pura cera de abeja, de la mejor que el chambelán de la corte podía encontrar. En el centro había una mesa cuadrada de madera de roble cubierta con un tapete verde. Detrás de ella, una silla de alto respaldo y, a ambos lados, dos enormes arcones provistos de seis cerraduras.
Cada uno de ellos contenía un cofre cerrado con cinco candados en el que se guardaban las cartas secretas de Felipe de Francia junto con los memorandos y los informes de los espías de toda Europa. Allí Felipe se sentaba en el centro de su telaraña y tejía su madeja de mentiras y enredos para atrapar a los demás gobernantes de Europa, tanto si eran príncipes como si era el mismísimo papa.
Felipe de Francia permanecía ahora sentado en su enorme sillón, contemplando las estrellas de oro y plata pintadas en el techo mientras sus dedos tamborileaban suavemente sobre la superficie de la mesa. Delante de él se sentaba su canciller y custodio de los secretos, el apóstata Guillermo de Nogaret. Aquel guardián de los secretos reales solía hablar en un apresurado susurro y se movía de una corte de Europa a otra sin dejar en ningún momento de vigilar a su imperturbable soberano. Felipe, a quien los hombres llamaban «el Hermoso», con su blanco y alargado rostro, sus pálidos ojos azules y su cabello del mismo color que el oro bruñido, tenía todo el aspecto de un rey. Exhalaba majestad, de la misma manera que una mujer hubiera podido exhalar un perfume o un gentil cortesano una exótica fragancia, pero Nogaret sabía que su señor era un zorro muy taimado cuyo inescrutable rostro e impasibles modales jamás traicionaban sus verdaderas intenciones.
—¿Por qué callas, Guillermo? —preguntó el rey en un susurro.
—Majestad, estaba pensando en la cuestión de la financiación.
Los azules ojos de Felipe se desviaron indolentemente hacia Guillermo de Nogaret.
—Tenemos nuestros impuestos.
—¡Majestad, una guerra contra Flandes vaciará las arcas del Tesoro!
—Podemos pedir préstamos.
—¡Los lombardos no querrán concederlos!
—Hay mercaderes dispuestos a concederlos.
—Están agobiados por los tributos.
—En tal caso, ¿qué aconsejas, Guillermo?
—Nos queda la Iglesia.
Felipe sonrió levemente mientras miraba con dureza al guardián de sus secretos.
—Te gustaría, ¿verdad? ¿Te gustaría que impusiéramos tributos a la Iglesia? —Felipe se inclinó hacia adelante y entrelazó los largos dedos de sus manos—. Algunos hombres, Guillermo —añadió—, algunos hombres sostienen que tú no crees en la Iglesia. Que no crees ni en Dios ni en Le Bon Seigneur.
Nogaret miró con semblante inexpresivo al soberano.
—Algunos hombres dicen lo mismo de vos, Majestad.
Los ojos de Felipe le miraron con fingida inocencia.
—Pero mi abuelo fue el piadoso Luis mientras que tu abuelo, Guillermo, fue condenado como hereje junto con tu madre, colocado en un barril de alquitrán y quemado en público en la plaza del mercado.
Felipe observó cómo los músculos del rostro de Nogaret se tensaban de furia. Le encantaba. Le gustaba que los demás perdieran la calma y dejaran al descubierto la verdadera naturaleza de sus almas. El rey se reclinó contra el respaldo de su asiento y lanzó un suspiro.
—¡Ya basta! ¡Ya basta! —musitó—. No podemos imponer tributos a la Iglesia y no lo haremos.
—Pues entonces —replicó Nogaret imitando el tono de voz del rey—, «no podemos invadir Flandes y no lo haremos».
Felipe reprimió un arrebato de cólera y sonrió acariciando con sus dedos el tapete verde de la mesa.
—Ten cuidado, Guillermo —dijo en voz baja—. Tú eres mi mano derecha. —El rey levantó los dedos—, ¡Pero si mi mano derecha supiera lo que está haciendo la izquierda, me la cortaría!
Felipe se volvió, tomó la jarra de vino, llenó una copa a rebosar y observó cómo el vino centelleaba y burbujeaba en el borde mientras se la ofrecía a Nogaret.
—Bien, Custodio de mis Secretos, ya basta de palabras. Necesito dinero y tú tienes un plan.
Nogaret tomó un pequeño sorbo de vino y le miró en silencio.
—Tienes un plan, ¿no es cieno? —repitió Felipe.
—Sí, Majestad, lo tengo. Nos obligará a intervenir en los asuntos de Inglaterra.
Nogaret se inclinó hacia adelante y empezó a hablar en voz baja.
Felipe escuchó con semblante impasible, pero, mientras su consejero le describía el plan, cruzó los brazos sobre el pecho casi como si quisiera abrazarse y saboreó las dulces palabras y frases que brotaban de los labios de Nogaret.