Capítulo 11
M ^ espués de su viaje por el río, Corbett entró en la V-s taberna mientras Ranulfo se quedaba fuera para lavarse en los toneles de agua que había junto al abrevadero de los caballos. Cuando el criado se reunió con su amo, el tabernero ya estaba sirviendo dos cuencos de carne de cordero y de buey asada al espetón y aderezada con especias, en una densa salsa de cebollas, puerros y otras hortalizas. Corbett había comprado una pequeña jarra del mejor vino de la casa. Mientras llenaba las copas, alabó hasta tal extremo la valentía de Ranulfo que el criado se ruborizó hasta las cejas.
—¿Creéis que hemos llegado al final de la historia, amo mío? —preguntó Ranulfo, tratando de encauzar la conversación por otros derroteros que no fueran los de sus hazañas.
—No lo sé. ¿Qué es lo que tenemos de momento, Ranulfo? Unos monjes indignos y un sutil ladrón que ha robado el tesoro real. Eso lo podemos demostrar, pero lo más difícil es establecer una relación entre las orgías de la abadía, el robo del tesoro real y las muertes de esas pobres prostitutas de Londres, sin olvidar los asesinatos de la desventurada lady Somerville y del padre Benito. —Corbett rebañó el cuenco con su cuchara de asta, envolvió la cuchara en una servilleta y se la guardó en la bolsa—. Todo lo que sabemos parece demostrar que existe una relación, pero un buen abogado demostraría que hemos tejido una red con tantos agujeros como hilos. Además, no sabemos quién es el ladrón.
—Tiene que ser Puddlicott, ¿verdad?
—Sí, creemos que sí, sabemos que sí. Tú lo sabes; yo lo sé. Aquí lo sabemos todo —contestó Corbett—. Pero no tenemos pruebas. ¿Quién es Puddlicott, dónde está Puddlicott? Ni siquiera podemos responder a estas preguntas. —El escribano tomó su copa de vino y la removió suavemente—. Y, por encima de todo, no sabemos quién es el asesino. —Ingirió un generoso sorbo de vino mientras su criado lo miraba con curiosidad, pues sabía que tenía fama de moderado.
—¿Estáis nervioso, amo mío?
—Sí, Ranulfo, estoy nervioso porque, cuando el rey me pregunte, le expondré los problemas, pero le ofreceré muy pocas soluciones.
—Habéis descubierto que han robado el tesoro.
—Eso al rey le importará un comino. Le interesará mucho más recuperarlo y ahorcar al malnacido que se lo robó. No, no. —Corbett se aflojó los cordones del cuello de la túnica—. Lo que más me preocupa son los asesinatos y a este respecto tengo dos pesadillas, Ranulfo. Primero, ¿están los asesinatos relacionados con la abadía? Y, segundo, ¿estamos hablando de dos o tal vez de tres asesinos? El asesino de las prostitutas, el asesino de lady Somerville y el silencioso asesino del padre Benito.
—Habéis olvidado una cosa, amo mío. Amaury de Craon, ese taimado malnacido, tiene que estar metido en toda esta basura.
Corbett miró fijamente a Ranulfo. Las palabras de su criado despertaron un recuerdo en su mente. Se había olvidado por entero de su adversario francés.
—Pues claro —dijo en voz baja—. Amaury de Craon. ¿Has terminado, Ranulfo? ¡Muy bien pues! Vuelve al callejón del Gallo. —Sacudió la cabeza al ver la sonrisa de su criado—. No, no, guárdate tus aficiones para otro momento. Quiero que montes guardia a la puerta de la botica y busques a un pequeño mendigo vestido de harapos. Llévalo a la calle de la Iglesia de la Gracia y dile que vigile la casa de un francés. Si viera algo que le llamara la atención, como, por ejemplo, una visita inesperada o unos rápidos preparativos de partida inminente, que me deje un mensaje en mi casa de la calle del Pan.
Ranulfo asintió con la cabeza y se retiró. Corbett apuró el resto del vino y, con las mejillas ligeramente arreboladas y la mente medio dormida, se encaminó a la entrada principal de la Torre. Mostró sus órdenes a los hombres que montaban guardia, cruzó el foso, pasó por debajo de varias arcadas y entró en los patios que rodeaban la torre central del homenaje o Torre Blanca. Cada vez que intentaba cruzar una entrada le impedían el paso, pero bastaba con que presentara la orden del rey para que se lo franquearan. Al final, llegó al patio interior, muy tranquilo a aquella hora de la mañana de un apacible día estival, a pesar de que la Torre estaba en obras, pues el rey temía de un momento a otro un desembarco francés en Essex o incluso en el estuario del Támesis. Los ladrillos aparecían amontonados alrededor de unos enormes hornos, junto a grandes montículos de arena y grava y de gruesas vigas de roble.
La Torre era una aldea en sí misma, con establos, palomares, cocinas abiertas al patio, graneros y gallineros adosados a los lienzos interiores de las murallas. En un rincón había un pequeño huerto cerca de las casas de madera y yeso de los oficiales de la Torre. El escribano pasó por delante de unos gigantescos mandrones y arietes que unos hombres estaban preparando y, cuando cruzó el prado para dirigirse a la Torre Blanca, un oficial de ancho rostro le cerró el paso. El oficial aún estaba intentando leer la orden de Corbett cuando, de repente, apareció Limmer y se apresuró a intervenir.
—Maese Corbett, los interrogatorios ya han empezado. —Sacudió la cabeza—. Hasta ahora, no hemos conseguido averiguar gran cosa.
Hizo señas a Corbett de que se acercara y bajó con él unos peldaños adosados al muro de la Torre Blanca que conducían a una mazmorra situada en la base de uno de los torreones. El escribano se estremeció. El lugar tenía un techo muy bajo, y estaba húmedo y frío a pesar de las antorchas encendidas que chisporroteaban en medio de la oscuridad. Aspiró el olor de la húmeda tierra que pisaban sus pies, mezclado con el olor del humo, el carbón, el miedo y el sudor. En la estancia no había más que unos grandes braseros de hierro en cada extremo. De las paredes colgaban cadenas y esposas, pero sus ojos se centraron inmediatamente en un apartado rincón y en el siniestro grupo de hombres que allí se encontraba. Mientras se acercaba, vio a los torturadores desnudos de cintura para arriba y con unas cintas anudadas alrededor de la frente para evitar que el sudor les resbalara hacia los ojos. Les brillaban los cuerpos como si se los hubieran untado con aceite mientras se inclinaban casi amorosamente sobre los braseros, de los que sacaban e introducían unas barras de hierro envueltas en trapos para protegerse las manos. Uno de los torturadores levantó una barra, sopló la candente punta al rojo vivo y se acercó al oscuro rincón. El tipo murmuró algo e inmediatamente Corbett oyó un grito desgarrador. Se acercó un poco más y vio que Adam de Warfield, fray Ricardo y Guillermo de Senche habían sido despojados de toda su ropa menos de los calzones y que sus manos estaban esposadas a la pared. El torturador dijo algo, soltó un gruñido y acercó el hierro a un cuerpo que gritó aterrorizado mientras las cadenas golpeaban la pared. Se aplicó otra barra de hierro y se oyeron los murmullos de un amanuense que, sentado en un pequeño escabel, anotaba fielmente todo lo que oía. Una maldición, un grito, un alarido, así se realizaban los interrogatorios. Corbett se volvió.
—¡Ya basta, Limmer! —dijo con voz sibilante—. ¡Basta! Decidle al amanuense que se reúna con nosotros fuera.
Corbett salió al exterior.
—Jesús —exclamó—. ¡De estos terrores líbrame, Señor!
Se sentó en una de las vigas de madera y pensó que ojalá no hubiera bebido vino, pues se notaba la garganta seca y no podía soportar estar sentado en medio de la verde hierba bajo un cielo inmensamente azul, recordando los terrores que acababa de presenciar en la mazmorra. Limmer y el amanuense se acercaron a él. Este último era un sujeto calvo, regordete y rubicundo que parecía disfrutar con su trabajo y consideraba los horrores de los cuales estaba obligado a ser testigo como una desagradable necesidad de la vida.
—¿Han confesado los prisioneros? —preguntó Corbett.
Limmer se encogió de hombros.
—Sí y no —contestó el amanuense con un hilillo de voz.
—¿Qué queréis decir?
—Pues veréis, sir Hugo, hay que trazar una línea. Fray Ricardo no es culpable más que de beber demasiado vino y haber incumplido los votos monásticos. Se le ha aterrorizado pero no se le ha torturado. Aconsejo que sea puesto prontamente en libertad.
Corbett contempló los azules ojos del amanuense y asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Pero deberá ser retenido hasta que todo se aclare, en cuyo momento pasará a la custodia del obispo de Londres. ¿Qué más?
—El mayordomo Guillermo de Senche es culpable de varios delitos de menor cuantía contra el rey.
—¿Nada más?
—Tened un poco de paciencia, sir Hugo. También ha confesado conocer a un delincuente llamado Ricardo Puddlicott. Maese Guillermo tiene ciertos conocimientos acerca de los ladrones, pues su hermano es guardián de la prisión de Newgate. Resulta que Guillermo de Sen-che entró en contacto con Puddlicott y juntos planearon enriquecerse a costa de los demás. —El amanuense se humedeció los labios con la lengua—. Según la confesión de Guillermo, Ricardo Puddlicott... antes de que lo preguntéis, sir Hugo, os diré que no tenemos ninguna descripción de este villano, aparte la barba y el cabello negro de los que habla todo el mundo y la cogulla y la capucha que siempre lleva puestas. —El amanuense se encogió de hombros—. Podéis creerlo si queréis... sea como fuere y según su confesión, un día el mayordomo y el pícaro estaban paseando por los claustros de la abadía cuando vieron las preciosas bandejas de plata que llevaban los criados que atienden a los monjes en el refectorio. —El amanuense se rió por lo bajo—. Y se les ocurrió la idea de que toda aquella plata podría ser suya. Un día apoyaron una escala de mano contra el muro del refectorio y consiguieron un rico botín que posteriormente vendieron.
—¿Y nadie se dio cuenta de su desaparición?
—Bueno, es lo que suele ocurrir —contestó el amanuense con una leve sonrisa en los labios—. El anciano abad está enfermo y no tienen prior. Sí, maese Corbett, yo también lo pensé. Me pregunto si al buen prior le dieron un empujoncito para que pudiera abandonar este valle de lágrimas. En fin, ahora vamos a la cuestión de Adam de Warfield. Éste observó que la plata había desaparecido, supo de las orgías que Guillermo organizaba en el palacio y exigió participar en aquellas infames actividades so pena de denunciarlas directamente al rey. Maese Guillermo y Puddlicott se mostraron de acuerdo. Entregaron a Warfield un tercio del dinero obtenido con la venta de la plata de la abadía. Entonces se les ocurrió la brillante idea de robar el tesoro real. —El amanuense acarició los rollos de pergamino que sostenía en la mano—. Sus planes estaban muy bien concebidos. Hace dieciséis meses Adam de Warfield prohibió la entrada al cementerio; se sembraron semillas de cáñamo, que crece muy rápido, y Puddlicott empezó a excavar la galería. Hace unos días consiguió entrar en la cripta; no quería la plata, nuestro buen sacristán ya la había vendido. —El amanuense sonrió—. Estoy seguro, maese Corbett, de que hay en la ciudad varios orfebres que saben muy bien que la plata que han comprado procede de un robo.
Hizo una pausa mientras Corbett soltaba un silbido de incredulidad.
—¿Y cuándo excavó Puddlicott la galería?
—Según Warfield, lo hacía de noche, pero, como el cementerio estaba desierto, algunas veces lo hacía incluso de día.
—¡Dios mío! —exclamó Corbett, acercándose la mano a la boca.
—¿Qué ocurre, señor? —preguntó Limmer.
Corbett sacudió la cabeza. No quería confesar que probablemente había visto a Puddlicott, pues recordaba haber observado, durante su primera visita a la abadía, la presencia de un anciano jardinero encapuchado, de espaldas a él. No era un jardinero, pensó tristemente, sino maese Puddlicott con uno de sus hábiles disfraces.
—¿Qué más? —preguntó bruscamente—. ¿Han dicho algo acerca de Puddlicott?
—No, el muy bribón era un maestro de las sombras. Él era quien siempre se ponía en contacto con ellos y jamás les dijo dónde vivía. Llegaba o muy temprano o muy tarde y desaparecía sin despedirse de nadie. A veces, los visitaba con mucha frecuencia y otras se pasaba varias semanas ausente.
—¿Y el oro y la plata robados?
—Recibieron su parte, pero, como es natural, Puddlicott se quedó con la parte del león.
—¿Y en cuanto a los asesinos?
—Bueno, ellos niegan cualquier participación en las muertes —contestó el amanuense, sacudiendo la cabeza—, tanto en la de lady Somerville como en la del padre Benito o en las de las prostitutas de la ciudad. —El amanuense se sacó una pluma de ave que llevaba detrás de la oreja y golpeó con ella un pergamino—. Pero Warfield es un asesino —añadió en tono esperanzado—. Es tan poco hombre de Dios como las criaturas del jardín de fieras real, sir Hugo. He asistido a muchos interrogatorios.
Corbett contempló sus ojos tan duros como el pedernal y le creyó.
—He asistido a muchos interrogatorios similares —prosiguió diciendo el amanuense—. Warfield es un asesino y ha matado una vez. Estoy seguro de que tuvo parte en la muerte del prior. Vos ya sabéis lo que ocurre, ¿no es cierto, sir Hugo? El hombre que ha matado una vez, siempre vuelve a matar. —El amanuense enrollo fuertemente el pergamino—. Más que eso ya no os puedo decir —terminó diciendo con una débil sonrisa en los labios—. Pero, como es natural, aún tenemos asuntos pendientes con fray Adam.
Corbett le dio las gracias y el hombrecillo se retiró para regresar a sus ocupaciones.
—¿Qué más podemos hacer? —preguntó Limmer.
—Tal como ya he dicho, dejad a fray Ricardo en manos de la Iglesia. Interrogad a Warfield. Quiero también que se envíe un mensaje a los alguaciles y los representantes de los gremios. Por orden del rey, deberán efectuar un exhaustivo registro por toda la ciudad. Tienen que buscar en el mercado objetos de plata con el escudo real y establecer un posible aumento de la circulación de monedas recién acuñadas. Los alguaciles deberán entregarme un resumen de sus investigaciones en mi casa de la calle del Pan. ¿Habéis entendido?
Corbett le hizo repetir al soldado sus instrucciones, se despidió de él y abandonó la Torre.
Cuando llegó a la calle del Pan, Ranulfo ya había regresado de su recado. Maeve se había ido con su hijita y su criada Ana a uno de los tenderetes de Cornhill. Cansado y abatido, Corbett subió a su dormitorio del piso superior, se quitó las botas y se tendió sobre la colcha de seda blanca y roja. Se quedó dormido y se despertó varias veces, con la mente atormentada por terribles pesadillas de torturadores, cadáveres de muchachas vagando sin rumbo con las gargantas cortadas de oreja a oreja, los ojos rebosantes de odio de Adam de Warfield y los rugidos de cólera de su regio señor. Al despertar, contempló la colgadura de la pared en la que se representaba la danza de Salomé en presencia de Herodes. Se preguntó por qué razón Maeve la habría colocado allí. Se agitó y dio vueltas en la cama, pensando en la muerte de Hawisa, la última prostituta. ¿Por qué la habían asesinado en la fecha en que lo habían hecho? Él pensaba que el siguiente asesinato se produciría a mediados de junio. Pensó en lady María y en su dulce sonrisa tan parecida a la de su primera esposa. Se sumió en un sueño más tranquilo y lo despertó Maeve, sacudiéndolo por los hombros.
—¡Hugo! ¡Hugo! ¡La cena ya está lista!
Corbett bostezó y se incorporó, apoyando los pies en el suelo.
—¡Vamos, escribano! —le dijo Maeve con fingida severidad—. Con el trabajo que hay y tú aquí, durmiendo. Pero, lo más importante es que la mesa ya está puesta y la comida a punto.
Las bromas de Maeve consiguieron sacarlo de su oscura depresión. Además, su mujer estaba firmemente decidida a resolver con él ciertas cuestiones domésticas. Se habían recibido unas cartas de los administradores de su mansión de Leighton en Essex y ella quería comentarle ciertas disposiciones que había tomado con vistas a la inminente visita de lord Morgan. ¿Podría dedicarle un poco de tiempo? A instancias de su mujer, Corbett se pasó unos cuantos días en casa, jugando con la pequeña Leonor, sentado con su mayordomo Griffin en el jardín examinando las cuentas de la casa y tratando una vez más de aconsejar prudencia al impetuoso Ranulfo en sus citas amorosas con lady María Neville. Pero Ranulfo estaba perdidamente enamorado de la dama y Corbett había observado un visible cambio en su aspecto: llevaba el cabello pelirrojo pulcramente peinado y untado con aceite, su jubón, sus calzones y sus botas eran lo mejor que se podía encontrar en Cheapside y su piel despedía las embriagadoras fragancias de los perfumes con que se la había frotado. A Maeve le hacía mucha gracia. Cuando Ranulfo contrató a unos músicos para que le dieran una serenata a lady María, no pudo reprimir un ataque de risa.
Sin embargo, toda aquella paz familiar quedó repentinamente truncada por el regreso de Maltote desde Winchester. El joven estaba muy pálido y alterado cuando Corbett y Ranulfo se reunieron con él en el gabinete privado que tenía el escribano en la Cancillería.
—¿Le comunicaste mi recado al rey?
—Sí, amo mío.
—¿Y cuál fue su reacción?
—¡Desenvainó la daga y, si lord De Werenne no hubiera estado allí, me la habría arrojado!
—¿Y después qué ocurrió?
—Casi todo el mobiliario de la estancia quedó destrozado. El rey tomó una maza que había en la pared y empezó a romperlo todo. ¡Creí que le había dado un ataque, amo mío! Soltó maldiciones y empezó a desvariar. Dijo que mandaría ahorcar a todos los malditos monjes de la abadía.
—¿Y qué dijo de mí?
—Os enviará al destierro a la isla de Lundy, os despojará de todos los cargos y os obligará a ayunar a pan y agua.
Corbett soltó un gruñido y se sentó. Las cóleras del rey eran terribles y seguramente Eduardo tenía intención de hacer todo lo que había dicho, por lo menos hasta que se le pasara el enfado.
—¿Y ahora qué?
—Dejé Winchester aquella misma tarde. El rey se encontraba en el patio del palacio, dando órdenes a gritos a los mozos, los soldados y los funcionarios de su casa. Tenían que llenar arcones, cargar varias acémilas y enviar mensajeros a distintos lugares. Mañana por la mañana estará en Sheen y exige vuestra presencia allí.
Corbett vio la maliciosa sonrisa de Ranulfo.
—¡Tú irás conmigo, Ranulfo! —le dijo—. ¡Ay, Dios mío! —musitó—. ¡Mañana el rey y pasado, lord Morgan! ¡Te aseguro, Ranulfo, que la Santa Madre Iglesia tiene razón al decir que el matrimonio es un estado al que sólo se lanzan los necios!
—¿Qué vamos a hacer, amo mío?
El gozo que solía experimentar Ranulfo ante los apuros de los grandes de la tierra se había disipado. Siempre vigilaba cautelosamente al rey y, cuando pensaba que la carrera de maese «Cara Larga» corría peligro, se mostraba más solícito que nunca. Corbett miró a través de la ventana. El sol ya se ponía y se oía a lo lejos el tañido de las campanas de la ciudad tocando a vísperas.
—Vamos a salir por ahí —dijo—. Nos comportaremos como tres alegres compañeros, nos pondremos morados de cerveza y de vino seco y regresaremos a casa cantando. Ya sabéis lo que solían decir en la antigua Roma, cuando estás a punto de morir, lo mejor que puedes hacer es divertirte.
Ranulfo miró a Maltote haciendo una mueca. Ambos tenían intención de ir a ver a lady María en Farringdon, pero Corbett insistió y no tuvieron más remedio que tomar sus capas y sus cintos y salir de casa para subir al ya desierto Cheapside. Corbett caminaba a grandes zancadas como si el ejercicio físico lo ayudara a librarse de los malos presagios que poblaban sus pensamientos ante su inminente encuentro con el rey. Entraron en la taberna de las Tres Rosas de Cornhill y, mientras Ranulfo y Maltote hablaban de lo humano y lo divino, Corbett se dedicó a examinar los problemas que aún debía resolver sin cesar de beber. Cuanto más bebía, mayor era su desesperación, pues se daba cuenta de que sólo había conseguido demostrar dos cosas. En primer lugar, que los monjes de Westminster habían quebrantado sus votos y, en segundo lugar, que el tesoro real había sido saqueado por el mayor ladrón del reino.
Tres horas más tarde, un Corbett profundamente abatido salió tambaleándose de la taberna y, con la ayuda de Ranulfo y Maltote, emprendió el largo camino de vuelta a casa a través de las oscuras y desiertas calles. Ranulfo pensaba que maese «Cara Larga» no estaba borracho sino que simplemente llevaba unas cuantas copas de más, pues se había pasado la última hora echándole un sermón y diciéndole que los matrimonios entre personas de distinta condición jamás daban resultado y que, a lo mejor, lady María Neville estaba jugando con él y burlándose de su afecto. Ahora Corbett había enmudecido tras recordar de repente a De Craon, pero no lograba establecer qué detalle le había llamado la atención durante su visita al francés. Llegaron al final de Walbrook y doblaron la esquina para subir por el callejón del Pellejo, después cruzaron el arroyo cubierto por una endeble reja y bajaron por una callejuela que discurría por el lateral de la iglesia de San Esteban. Mal-tote caminaba delante de ellos cantando una estúpida canción cuando unos hombres encapuchados se abalanzaron sobre él. Al parecer, esperaban que Corbett y Ranulfo caminaran a su lado, pero al no ser así, el joven mensajero recibió toda la fuerza de aquel ataque por sorpresa y de los ardientes puñados de cal. Maltote lanzó un grito de dolor cuando la cal le alcanzó los ojos e inmediatamente se desplomó sobre el barro. El resto de la cal fue a parar al cabello y la mejilla de Corbett y también a los de Ranulfo, pero no les alcanzó los ojos. Los encapuchados, que eran cuatro e iban armados con espada y escudo, emergieron de las sombras para atacar al sorprendido escribano y a sus acompañantes. No prestaron atención a Maltote, que, de rodillas en el suelo, gritaba que se había quedado ciego. Sorprendidos y desconcertados, Corbett y Ranulfo pegaron un brinco hacia atrás. Ante la violencia del ataque, Ranulfo desenvainó la espada y la daga y se abalanzó sobre los agresores como un loco. Éstos, que eran unos ladronzuelos de poca monta acostumbrados a las peleas callejeras, no estaban preparados para el arrojo y la valentía de Ranulfo, el cual derribó al que los mandaba y lo dejó espatarrado en el suelo sin sentido. Otro recibió toda la fuerza de la daga del criado en el hombro, se acercó la mano a la ensangrentada herida y retrocedió a las sombras de la calleja mientras Ranulfo atacaba al tercero. Cuando el cuarto agresor se recuperó un poco del ataque, Corbett, libre de los vapores del vino, se incorporó a la refriega. El combate tuvo varios altibajos. Corbett y Ranulfo se acercaron el uno al otro luchando espalda contra espalda y dando tajos con sus espadas y sus dagas hasta que en toda la callejuela se escucharon los ecos del metal, de las botas arrastradas por el suelo y de los jadeos de los hombres. Ranulfo lanzó una vez más un furibundo ataque, consciente de que Maltote, cubriéndose todavía los ojos con las manos, necesitaba desesperadamente su ayuda. Los atacantes ya habían recibido suficiente y decidieron alejarse cual si fueran unas sombras. Ranulfo envainó la espada mientras Corbett, tambaleándose, intentaba perseguir a sus agresores. Gritando y soltando maldiciones, el escribano se percató de la inutilidad de su enojo y regresó al lugar donde Ranulfo, agachado sobre el barro, acunaba en sus brazos a Maltote al tiempo que intentaba apartarle las manos de los ojos.
—¡El pobrecillo se ha quedado ciego! —gritó Ranulfo—. ¡Vos tenéis la culpa, maldito escribano! Vos y vuestros melancólicos humores! ¡Hubiéramos tenido que ir a Farringdon!
—¡Cállate! —le replicó Corbett con voz ronca.
Después se arrodilló junto a Maltote y consiguió apartarle las manos del rostro. En medio de la oscuridad de la callejuela, vio que la piel que le rodeaba los ojos estaba tan enrojecida como si le hubieran arrojado encima ceniza caliente mientras que los ojos propiamente dichos estaban inflamados y llorosos. Corbett regresó corriendo al Walbrook y llamó a varias puertas hasta que un hombre más valiente que los demás le abrió. Maltote fue conducido a rastras hasta una puerta iluminada, donde pudieron ver con más claridad el grave daño que había sufrido. Corbett le limpió la herida con agua fría hasta eliminar la cal. Alertada por el ruido y las voces, la guardia formada por cuatro soldados y un regidor entró en el Walbrook. Corbett les dijo que se largaran y no se entrometieran en aquel asunto a menos que quisieran ayudarles. El regidor consiguió encontrar dos caballos. Ayudaron a Maltote a montar y, con Ranulfo trotando a su espalda, Corbett cabalgó con toda la rapidez que le permitía su compañero herido. Subiendo por el callejón del Pellejo hasta West Cheap para atravesar después el Matadero en dirección a Newgate. Los guardias de la ciudad les permitieron cruzar una poterna. Maltote no cesaba de gemir y quejarse y Ranulfo, cabalgando a su lado, le pedía a gritos que no se tocara los ojos.
No se detuvieron hasta llegar al hospital de San Bartolomé. Empapados de sudor y cubiertos de tierra y polvo, aporrearon la puerta, llamando a gritos al padre Tomás. Les abrieron la puerta y unos hermanos legos ayudaron a Maltote a desmontar. El padre Tomás, que estaba rezando en la iglesia, salió corriendo y se llevó al joven mensajero. Corbett y Ranulfo se quedaron esperando impacientes en el largo y desierto pasillo. Desde el otro lado de la puerta cerrada, les llegaban los gritos de Maltote mezclados con la serena voz del padre Tomás y las afables palabras de consuelo de los hermanos legos que iban de un lado para otro con cuencos de agua y bandejas de ungüentos y remedios preparados con hierbas. Corbett se cansó de los reproches de Ranulfo y se tendió en un banco para dormir una hora mientras su criado paseaba nerviosamente arriba y abajo del pasillo. El escribano se despertó más descansado y envió a un hermano lego con un recado a la calle del Pan mientras esperaba a que el padre Tomás terminara de trabajar con los ojos de Maltote. El sacerdote salió poco después del amanecer.
—No, ahora no podéis verle —anunció con voz cansada—. Se ha tomado una copa de vino con un calmante y dormirá hasta el mediodía.
—¿Y sus ojos? —preguntó Ranulfo, agarrando al clérigo por la manga—. ¿Ha perdido la vista?
El sacerdote se libró suavemente de su presa.
—No lo sé —contestó en voz baja—. El agua que le habéis arrojado a la cara lo ha salvado de lesiones más graves. Le he limpiado la piel y la cal de los ojos; de momento, es lo único que puedo hacer.
—¿Y sus ojos? —repitió Ranulfo—. ¿Se quedará ciego?
—No lo sé. Sólo el tiempo lo dirá. Puede que pierda la visión de un ojo y también es posible que se quede ciego para toda la vida.
Ranulfo se volvió y empezó a aporrear la pared con el puño.
—Corbett-añadió el padre Tomás—, tengo que irme. Os mantendré informado.
Corbett le estrechó afectuosamente la mano, tomó a Ranulfo por el brazo y lo empujó fuera del hospital sin prestar atención a sus protestas y maldiciones.
En la puerta se cruzaron con el hermano lego que regresaba de la calle del Pan.
—Se lo he contado todo a lady Maeve. Está preocupada. Desea que regreséis a casa enseguida —dijo el lego.
Corbett le dio las gracias y reanudó la marcha. Ya se encontraban hacia la mitad de la calle que conducía a Newgate cuando Corbett oyó la voz del hermano lego a su espalda.
—¡Sir Hugo! ¡Sir Hugo!
—¿Qué ocurre, hermano?
—Bueno pues, que, cuando salía de vuestra casa, se me ha acercado un pilluelo que no paraba de saltar arriba y abajo como un diablillo del infierno. Dijo que tenía un mensaje para lord Corbett.
—¿Cuál?
—Dijo que el francés preparaba el equipaje para partir.
—¿Eso es todo?
—Sí, sir Hugo.
El hermano lego se alejó corriendo. Ranulfo estaba un poco más calmado y abatido, aunque su rostro y sus ojos conservaban todavía la furia de la reciente batalla. Tomó una piedra y la lanzó calle abajo lo más lejos que pudo.
—¿Qué es todo eso, amo mío?
Corbett se limitó a permanecer de pie, viendo alejarse al hermano lego.
—¡Os he hecho una pregunta, amo mío!
—Lo sé muy bien, Ranulfo, pero procura guardarte el malhumor. Lo más probable es que los atacantes nos hayan seguido toda la noche. Si hubierais ido a Farringdon, seguramente os habrían estado esperando allí. Y creo que, si no hubiéramos salido, es posible que hubieran atacado la casa.
—¿Y quién habrá enviado a esos malnacidos?
Corbett le miró con una triste sonrisa en los labios.
—Maltote está en buenas manos. Lady Maeve sabe dónde estamos. Vamos a desayunar. —Señaló la pequeña taberna de la Mesa del Flechero que abría muy temprano para atender a los carniceros y los matarifes que trabajaban en el matadero—. ¿Qué tal un poco de comida y un poco de cerveza aguada?
—¡Maltote yace medio muerto en una cama! —contestó Ranulfo en tono malhumorado.
—Sí, lo sé —contestó Corbett—. Pero tenemos que pensar en el mensaje que nos ha traído el hermano lego; De Craon está preparando su partida. Sospecho que ha sido él quien nos ha enviado a los agresores.
Ranulfo se encogió de hombros y dejó que Corbett lo acompañara al otro lado de la calle y al interior de la todavía desierta y silenciosa taberna. Unos soñolientos sollastres y unos cocineros de rostro enfurruñado les sirvieron unas empanadas recién hechas y unas jarras de cerveza. Corbett le dijo a Ranulfo que dejara de quejarse y se sentó a comer y a beber, tratando de recordar todos los detalles de su encuentro con De Craon.
—Amo mío, ¿qué os induce a pensar que De Craon estaba detrás de los atacantes?
—Tú visitaste la casa del francés, Ranulfo, o, por lo menos, la viste en la calle de la Iglesia de la Gracia. ¿Viste en ella algo que te llamara la atención?
—La vi muy sucia y destartalada. Me pareció una residencia un poco extraña para el enviado de un rey francés. Las calles de los alrededores estaban llenas de basura y desperdicios, amo mío, y, sin embargo, los carro» de recogida de estiércol estaban vacíos.
Corbett se atragantó con el trozo de empanada que estaba comiendo.
—Claro —dijo en un susurro. Unas imágenes pasaron fugazmente por su mente: el encuentro con De Craon y De Nevers, el anciano jardinero del cementerio de la abadía de Westminster, la silenciosa calle, el carro de estiércol vacío, Puddlicott en París y después en Londres.
—Mira, Ranulfo, ahora mismo vas a hacer dos cosas. Contrata un caballo y ve al Ayuntamiento como si Mal-tote cabalgara contigo. Allí encontrarás a Cade. Deberás decirle que ordene a los responsables del puerto del Támesis que interrumpan toda la navegación. Además, todos los soldados de la ciudad deberán reunirse en la esquina de la calle del Támesis en el plazo de una hora. —El escribano le arrebató a Ranulfo la jarra de cerveza que éste sostenía en la mano—. ¡Date prisa, hombre! ¡Puede que no podamos hacer nada por los ojos de Maltote, pero es posible que atrapemos a los hombres que contrataron a sus atacantes!
En cuanto Ranulfo se fue, Corbett permaneció sentado maldiciendo su propia estupidez. Había conseguido establecer el robo del tesoro y la abertura de un boquete en el muro en los últimos días. Puddlicott habría trabajado en la galería a lo largo de muchos meses como un campesino que desbroza lentamente un campo. Buena parte de la plata no se había tocado porque pesaba demasiado y no era fácil de manejar ni de vender enseguida. A lo mejor, los ladrones habían decidido repartirse el botín, Warfield la plata y Puddlicott las monedas. Corbett se mordió los labios y se levantó muy despacio. Pero ¿no se hubiera podido decir lo mismo de los sacos de monedas? Puddlicott las hubiera podido sacar, pero, en caso de que hubiera empezado a utilizarlas, lo más probable hubiera sido que le siguieran el rastro... ¡Claro! Soltó un gruñido, tomó la capa y salió a toda prisa de la taberna.