Capítulo 5

Adam de Warfield los acompañó a la iglesia de la abadía. Los pilares de piedra y los pasillos se extendían ante ellos tan silenciosos como una tumba. Se aspiraba en el aire un fuerte olor a moho y Corbett percibió el agridulce perfume del incienso y los efluvios de unas flores marchitas. Las moteadas sombras quedaban iotas aquí y allá por los rayos de sol que penetraban a través de las altas vidrieras de colores de los muros. Mientras avanzaban por el crucero, sus pisadas resonaron por todo el templo y hasta su respiración pareció repetirse como un eco en la inmensidad de la bóveda del techo. Al final, llegaron al crucero sur, cerrado por una gran puerta de madera de roble macizo con refuerzos de acero y tachones de hierro. El borde de la puerta en contacto con el dintel estaba sellado con grandes gotas de cera escarlata, marcadas con el sello del Tesoro. Tres pestillos, cada uno de ellos asegurado con dos candados, cerraban la puerta.

—A cada candado le corresponden dos llaves —les explicó Adam de Warfield—. Una la tiene el rey y otra el señor alcalde. —Señalando el ojo de la cerradura, añadió—: Eso también está sellado.

Corbett se agachó y estudió el gran disco de cera púrpura, sellado por el canciller, y examinó cuidadosamente todos los detalles.

—No se ha roto nada —dijo—. Pero, ¿qué ocurre si el rey quiere entrar?

—Yo también me lo he preguntado —contestó Cade—. Los barones del Tesoro lo han dicho muy claro: la puerta no se puede abrir más que en presencia del rey. Hasta ahora el rey ha tenido suficiente oro y plata y, en caso de que necesitara más, podría fundir los lingotes que todavía quedan en la Torre. —Cade hizo una mueca—. La paz con Francia —añadió— ha permitido que el rey no tenga que echar mano de su tesoro.

Corbett asintió con la cabeza. Todo estaba aparentemente intacto y las palabras de Cade le recordaron los comentarios que circulaban por la corte: varios funcionarios del Tesoro habían presumido en su presencia de que el rey no hubiera tenido necesidad de fundir copas de plata para pagar a sus soldados.

Corbett golpeó la puerta con la mano.

—¿Y aquí detrás están los peldaños?

Adam de Warfield lanzó un suspiro de exasperación.

—Sí, y están rotos. Cualquiera que hubiera intentado abrir esta puerta habría sido descubierto de inmediato. ¿Habéis dicho que deseabais conocer a las Hermanas de Santa Marta?

Sin esperar la respuesta, el sacristán y fray Ricardo encabezaron la marcha y, abandonando la abadía, salieron con ellos al claustro. Una cuadrada galería porticada rodeaba el jardín central, una verde isla de lujuriante vegetación, alrededor de cuya fuente trinaban y revoloteaban los pájaros. Cruzaron una puertecita, recorrieron varios pasadizos y llegaron a la Sala Capitular.

Corbett oyó un murmullo de voces que enmudecieron en cuanto ellos cruzaron el umbral. El escribano parpadeó. A pesar de que los postigos de las ventanas estaban abiertos, la estancia era muy oscura. Unas velas ardían en los sombríos rincones y sobre la mesa de roble, a cuyo alrededor permanecían sentadas varias mujeres. Corbett aspiró en el aire una sensación de tristeza en el momento en que las mujeres dejaron de hablar y le miraron. Al principio, la escasa luz le impidió distinguir los detalles. Forzó la vista y vio que todas las mujeres lucían un tocado azul oscuro ajustado bajo la barbilla con galón de oro. Sus vestidos eran de distintos colores, pero todas llevaban unos mantos del mismo color que los tocados. Trató de distinguir la divisa bordada que lucían y vio la figura de Jesucristo con una mujer arrodillada a sus pies que debía de ser santa Marta. Vio unos tobillos desnudos bajo la mesa y comprendió que aquellas damas, a pesar de su alta cuna, eran como otras muchas viudas que seguían las reglas monásticas en sus vidas espirituales. Avergonzándose del ruido de sus botas sobre el entarimado, Corbett cruzó la estancia con sus acompañantes, y observó que tanto Cade como los monjes se quedaban un poco rezagados, como si quisieran esconderse.

—¿Creéis que siempre visten así? —le preguntó Ranulfo en voz baja.

—Lo dudo —contestó Corbett—. Seguramente sólo lo hacen en sus reuniones.

—¿Qué estáis murmurando? ¿Qué hacéis aquí?

Una anciana de blanco cabello se levantó de la cabecera de la mesa y ahuecó una mano alrededor de su oído. Los volvió a desafiar mientras otra dama de elevada estatura sentada a su derecha les repetía la pregunta.

—Señora —contestó Corbett—, estamos aquí por orden del rey.

Las demás mujeres sentadas alrededor de la mesa empezaron a cuchichear entre sí. La anciana de la cabecera dio unas palmadas para pedir silencio mientras la dama de su derecha se levantaba para acercarse a ellos. Corbett contó rápidamente y vio que eran diecisiete en total.

—Soy lady Catalina Fitzwarren —dijo la espigada mujer—. Mi superiora, lady Imelda de Lacey, os ha hecho una pregunta. ¿Quiénes sois?

Corbett la estudió y observó que, a pesar de los mechones de cabello gris que se escapaban de su tocado, la mujer no era vieja. En su terso rostro no había ni una sola arruga y sus altos pómulos realzaban unos bellos ojos gris pizarra. Lástima que sus labios fruncidos en un desdeñoso mohín le dieran una apariencia un tanto avinagrada. Corbett se mantuvo firme; estaba acostumbrado a la arrogancia y los modales de las gentes de la corte y sabía que, cuanto menos dijera, mejor.

—Bien, ya sé quién sois —los ojos de lady Fitzwarren miraron con desprecio a los monjes—. ¡Y vos —añadió, apuntando con un largo y fino dedo a Cade— sois el alguacil auxiliar incapaz de echar el guante al sanguinario asesino de unas pobres y desventuradas jóvenes!

Mientras la mujer hablaba, Corbett echó un vistazo a la dama sentada a la cabecera de la mesa. «Tengo que andarme con cuidado —pensó—. Esta De Lacey debe de tener setenta y tantos años por lo menos y es la viuda de uno de los grandes mentores de Eduardo, mientras que el marido de Fitzwarren fue uno de los mejores generales del rey en Gales.» Corbett respiró hondo y le dirigió a Ranulfo una mirada de advertencia.

—Señora —dijo, dando un paso al frente—, soy Hugo Corbett, Custodio del Sello Secreto y escribano mayor de la Cancillería.

Lady Catalina extendió rápidamente una blanca y delicada mano para que Corbett se la besara, cosa que éste se apresuró a hacer sin prestar atención a las ahogadas risitas de Ranulfo.

—El rey en persona me ha enviado aquí para investigar las muertes de lady Somerville y... —el escribano tartamudeó— de las otras desventuradas que vos habéis mencionado.

—Pues bien, sed bienvenido, sir Hugo —contestó la dama—, pero, ¿es necesaria la presencia de los monjes?

Adam de Warfield y fray Ricardo no necesitaron una segunda invitación y abandonaron la estancia como conejos asustados.

—¿Y bien? —lady Catalina volvió la cabeza con una relamida sonrisa en los labios—. Necesitamos más sillas. Dio unas palmadas y unas criadas sentadas en el oscuro hueco de una ventana se levantaron a toda prisa para obedecer su orden.

Corbett procuró reprimir una sonrisa mientras las criadas, haciendo comentarios en voz baja, apartaban de la pared tres sillas de alto respaldo y las acercaban al fondo de la larga mesa ovalada. Corbett ordenó a Cade y Ranulfo que las ayudaran. Lady Catalina regresó con majestuosos andares a su sitio mientras los tres hombres se sentaban tímidamente en las sillas.

—Será mejor —anunció la anciana De Lacey con una voz sorprendentemente clara— que le expliquemos al emisario del rey cuáles son las actividades de las Hermanas de Santa Marta. Somos un grupo de mujeres seglares —añadió en tono sarcástico—. Unas viudas que, siguiendo el consejo de san Pablo, nos dedicamos a las buenas obras. Hacemos solemne voto de obediencia al obispo de Londres y desarrollamos nuestra labor entre las mujeres que recorren las calles y callejones de la ciudad. Unas mujeres —sus penetrantes ojos miraron con dureza a Corbett— que tienen que vender sus cuerpos para satisfacer los sucios deseos de los hombres.

Hizo una pausa y miró a Corbett como si éste fuera personalmente responsable de todas las prostitutas de Londres.

Corbett se mordió el labio inferior para reprimir una sonrisa. Ranulfo inclinó la cabeza y recibió un puntapié en la espinilla bajo la mesa.

—Como te rías, Ranulfo —le dijo su amo sin apenas mover los labios—, ¡te retuerzo el pescuezo!

—¿Qué es eso? ¿Qué ocurre? —preguntó De Lacey, ahuecando una vez más la mano alrededor de su oído.

—Nada, señora mía. Le preguntaba a mi criado si había llevado los caballos a las cuadras.

La anciana golpeó la superficie de la mesa con un pequeño martillo.

—¡Será mejor que prestéis atención cuando yo hablo!

Corbett juntó los dedos de ambas manos delante de su rostro y se mordió el labio inferior, recordando ciertas cosas que había oído decir acerca de lady Imelda de Lacey, la cual solía acompañar a su esposo en sus campañas y utilizaba un lenguaje que hubiera hecho ruborizar al más curtido de los mercenarios. Echó un rápido vistazo a su alrededor y observó con asombro que, a diferencia de lady Catalina Fitzwarren, las demás componentes del grupo permanecían sentadas con las cabezas inclinadas. Al ver los estremecimientos de sus hombros, lanzó un suspiro de alivio, percatándose de que no era el único que había visto el lado cómico de la situación. Permaneció sentado sin moverse mientras lady Imelda de Lacey terminaba su mordaz descripción de las actividades de la orden.

—Al final de esta reunión y sólo cuando nosotras hayamos terminado, lady Catalina os prestará la ayuda que necesitéis. Ella y su compañera lady María Neville.

De Lacey chasqueó los dedos hacia una de las mujeres sentadas en torno a la mesa y ésta levantó la cabeza y miró directamente a Ranulfo.

Corbett y Ranulfo contemplaron los delicados rasgos de la morena lady María. Al ver sus ojos azul oscuro, Ranulfo tragó saliva y sintió que se le secaba la garganta y que el corazón le martilleaba en el pecho. Jamás en su vida había visto a una mujer más hermosa. A pesar de las muchas que había conocido, comprendió en lo más hondo de su ser, sentado en aquella extraña Sala Capitular, que por primera y quizá por última vez en su vida, se había enamorado de verdad. La mujer esbozó una gentil sonrisa y apartó la mirada. Ranulfo la miró con ansia y, a partir de aquel momento, el resto de la reunión no fue para él sino un lejano murmullo.

Corbett observó también cómo la joven viuda apartaba el rostro. ¿Puede ser?, se preguntó. ¡No, no podía ser! Experimentó un sobresalto y sintió que se le enfriaban las manos. Lady María tenía el mismo nombre, el mismo aspecto y el mismo porte que su primera mujer, muerta muchos años atrás. No podía creerlo y estaba tan alterado que perdió su habitual perspicacia y no se dio cuenta de que lady María había ejercido un efecto similar en su criado. Cade les miró con recelo a los dos y le dio a Corbett un ligero codazo.

—Vos, señor —gritó lady Imelda desde el otro extremo de la mesa—. ¿Sois acaso un bufón o un miserable sirviente? ¡Estoy hablando con vos!

Corbett esbozó una leve sonrisa e inclinó la cabeza.

—Os pido perdón, señora, pero mi viaje desde Winchester ha sido muy duro.

Estudió el autoritario rostro de la dama, sus firmes mejillas y la mirada de halcón de sus ojos y reprimió el impulso de contestarle en el mismo tono. Trató de concentrarse y, a pesar de la siniestra atmósfera que reinaba en la estancia, empezó a admirar en su fuero interno a aquellas gentiles damas, las únicas personas de Londres que parecían preocuparse por las numerosas mujeres obligadas a ejercer la prostitución.

Las damas discutieron distintos asuntos. Lady Imelda explicó la forma en que se repartían la ciudad. Cada una de ellas se encargaba de un determinado barrio y habían creado unos refugios cerca de Santa María de Belén, en el callejón de Mark a un tiro de piedra de la Torre, en Lothbury y en la confluencia entre la calle del Jinete y la del Támesis. Allí les proporcionaban dinero y ropa, a algunas les buscaban marido y a otras les daban ropa, comida y unos cuantos peniques y las enviaban de nuevo a sus pueblos y aldeas.

Bajo la escueta descripción de lady Imelda Corbett intuyó una auténtico interés y una verdadera preocupación por otras mujeres menos afortunadas que ella. La orden se fundó unos veinte años atrás y las damas consiguieron establecer unos estrechos vínculos con los hospitales de San Bartolomé y San Antonio, donde los médicos ofrecían gratuitamente sus servicios, y con el Gremio de Boticarios que les vendía hierbas y medicinas a precios muy reducidos. «Mejor eso —pensó Corbett— que lo que hacían las superficiales damas de la corte cubiertas de joyas y vestidas de raso cuyas huecas cabecitas sólo pensaban en embellecer sus rostros y llenarse el vientre.»

La reunión terminó con una plegaria y, mientras las demás hermanas se retiraban hablando en voz baja y sonriendo tímidamente a los hombres, lady Catalina y lady María los acompañaron a una pequeña estancia cercana a la Sala Capitular. De repente, lady Imelda levantó la voz y proclamó a voz en grito su esperanza de que el rey se abrigara bien los hombros y bebiera los brebajes de hierbas que ella le enviaba.

—El rey siempre ha sufrido fluxiones —tronó la anciana cuya voz debió de resonar en medio Westminster—. Y de pequeño siempre estaba resfriado. ¡Cuánto desearía estar de nuevo a su lado! ¡Con un buen caballo entre las piernas les daría una buena lección a los malditos escoceses!

La dama bajó la voz cuando la puerta se cerró a su espalda.

Lady Catalina sonrió levemente mientras su compañera se apoyaba contra la pared y se cubría el rostro con una mano para disimular la risa.

—Debéis disculpar a lady Imelda —dijo lady Fitzwarren mientras se sentaban en unas banquetas alrededor de una baja y desvencijada mesa—. Se está quedando más sorda que una tapia y, aunque su lenguaje sea un poco soez, tiene un corazón de oro. —Lady Catalina proyectó los labios hacia afuera—. Me temo que no hay vino.

Corbett se encogió de hombros y dijo que no importaba. Estaba más interesado en estudiar a su criado, cuyos ojos no conseguían apartarse de lady María. Siguió la dirección de la mirada de Ranulfo. «Es muy hermosa —pensó—, y parece tan dulce como una paloma.» Apretó las manos en puño sobre sus rodillas. Tenía que olvidar el pasado y advertir a Ranulfo de que lady María Neville no era una ramera con quien él pudiera tontear y gastar bromas.

—Bien —lady Catalina se inclinó hacia adelante y carraspeó, mirando a su compañera—. ¿Cuáles son vuestras preguntas, mi señor escribano? Sabíamos que ibais a venir —añadió—. El rey nos informó, pero lady Imelda siempre actúa de la misma manera. —Lady Catalina se alisó el manto azul sobre las rodillas—. ¿Queréis preguntarnos algo acerca de las muertes de las chicas? —Sí, señora mía.

—No sabemos nada. Hemos intentado averiguar algo, pero ni siquiera entre las mujeres con quienes trabajamos hemos oído el menor murmullo o la menor sospecha acerca de la identidad del asesino. —La dama se humedeció los labios con la lengua—. Nosotras trabajamos entre las más desgraciadas, entre aquellas que, aparentemente por lo menos, han sido abandonadas por Dios. Pero nosotras creemos que no es así, naturalmente. No nos interesa lo que hacen, a quién conocen, adonde van o qué hombres han utilizado sus cuerpos. Ni siquiera nos interesan sus almas. Nosotras las atendemos como personas, como mujeres atrapadas en la pobreza y la ignorancia, como mujeres que se dejan arrastrar por las vanas promesas de falsas riquezas. Creemos que, si podemos salvarlas de eso, todo se arreglará.

Corbett estudió a la mujer. No la comprendía. Era dura, pero amable; idealista y, al mismo tiempo, pragmática. Miró de reojo a Ranulfo y pensó que ojalá dejara de mirar a lady María y ésta dejara de mirarlo a él con aquellos oscuros ojos de gacela que tan dulces recuerdos despertaban en su propia alma.

—¿O sea que no sabéis nada? —dijo.

—Nada en absoluto.

—¿Es eso cierto, lady María? —preguntó Corbett, volviendo la cabeza sin prestar atención al resoplido de Fitzwarren.

La joven carraspeó.

—Lady Catalina tiene razón.

Su voz era muy suave, pero Corbett percibió en ella la musical cadencia de un ligero acento. Le sonaba un poco a escocés. Recordó que los Neville eran una poderosa familia propietaria de grandes extensiones de tierra en Westmorland y en la frontera norteña.

—No sabemos nada, sólo que alguien con un alma más negra que el carbón está asesinando a estas desventuradas —dijo en un susurro—. Al principio, cuando mataron a las primeras tres o cuatro, asistíamos a los entierros en San Lorenzo de la Judería, pero después yo dejé de hacerlo. Vos comprendéis por qué, ¿verdad, maese Corbett? La muerte tiene que ser algo más que envolver un cuerpo en una sábana sucia y arrojarlo a un hoyo como si fuera un montón de basura, ¿no os parece?

Corbett recordó lo que había visto en la iglesia aquel día y asintió con la cabeza.

—Hablemos de otra cosa.

Corbett hizo una pausa al oír las campanas de la abadía convocando a la misa de la tarde, aunque se preguntó con aire ausente si los monjes se debían de tomar la molestia de cumplir con sus deberes espirituales.

—¿De qué otra cosa tenemos que hablar? —preguntó bruscamente lady Catalina.

—De la muerte de lady Somerville, la hermana de esta orden que fue asesinada el lunes 11 de mayo cuando cruzaba Smithfield.

—En eso yo os puedo ayudar-dijo lady María, inclinándose hacia adelante con las manos sobre el regazo—. Celebramos una reunión aquí el mismo día en que la mataron y terminamos muy tarde. Lady Somerville y yo abandonamos Westminster. Decidimos ir a pie, pues hacía muy buen tiempo. Bajamos por Holborn y visitamos a unos pacientes del hospital de San Bartolomé. Lady Somerville abandonó el hospital, pero jamás regresó a su casa; la encontraron asesinada a primera hora de la mañana siguiente.

—¿Alguien le guardaba rencor por algo?

—No, era una dama muy discreta, austera y reservada. Había sufrido mucho en la vida.

—¿Por qué?

—Su esposo murió años atrás combatiendo en Escocia. Y creo que su único hijo Gilberto le había dado muchos quebraderos de cabeza. —Lady María miró a Corbett con semblante afligido—. A Gilberto Somerville sólo le interesan los placeres de la vida y constantemente le recordaba a su madre que su padre, a pesar de ser un comandante del rey, lo único que había conseguido en la vida era que le clavaran una flecha en el cuello.

Corbett se incorporó en su asiento y posó la mirada en la pared de enfrente. Había demasiados participantes en aquel juego, pensó. El asesino podía ser cualquiera.

—Antes de su muerte, ¿dijo lady Somerville algo extraño o fuera de lo corriente? —preguntó Corbett.

—No —contestó Fitzwarren en tono irritado.

—Vamos —la voz de Corbett adquirió un tono ligeramente cortante—. Me han dicho que no paraba de repetir la frase Cacullus non facit monachum, el hábito no hace al monje.

—Sí, es cierto —terció lady María, acercándose la mano a la boca—. Lo decía constantemente. Es más, incluso me lo repitió el mismo día de su muerte.

—¿En qué circunstancias?

—Estábamos contemplando a los monjes que salían de la iglesia de la abadía. Yo comenté que todos parecían iguales y que, con los hábitos y las cogullas, era difícil distinguirlos. Y entonces ella repitió la frase. Le pregunté qué quería decir, pero se limitó a alejarse con una sonrisa en los labios.

—¿Eso es todo? ¿No hubo nada más?

—Sí, hubo algo. —Fitzwarren se sostuvo la cabeza con las manos—. La semana anterior a su muerte me preguntó si yo pensaba que nuestro trabajo merecía la pena. Le pregunté por qué lo decía y me preguntó a su vez de qué servía todo eso en un mundo perverso. Y el viernes anterior a su muerte, vos lo recordaréis sin duda, lady María, llegó con bastante retraso y parecía muy preocupada y alterada. Dijo que había ido a ver al padre Benito.

—¿Y no explicó por qué? —preguntó Cade.

Lady María dio una palmada y Corbett se volvió a mirarla.

—¡Acabo de recordar una cosa! —exclamó la dama, mirándoles con un destello de emoción en los ojos. Corbett reparó en lo hermoso que era su rostro cuando se despojaba de su recatada moderación—. Poco antes de llegar a San Bartolomé, me dijo que deseaba abandonar la orden. Traté de disuadirla de que lo hiciera y entonces me dijo que la abadía estaba llena de maldad. —Lady María se encogió de hombros—. Sé que suena muy raro, pero eso es lo que dijo.

—¿Participaba lady Somerville activamente en vuestras tareas?

—No —contestó Fitzwarren—. Por eso me resulta tan extraño lo que le dijo a lady María. Debéis saber que Somerville padecía reuma en las piernas y el hecho de caminar por la calle le suponía un gran esfuerzo, aunque los médicos decían que era bueno para ella. Su verdadero trabajo estaba en el lavadero de la abadía o, mejor dicho, en la sacristía del otro lado de la Sala Capitular. Era la encargada de la limpieza de los manteles del altar, las servilletas y las vestimentas.

—¿Y qué podéis decirme de la muerte del padre Benito?

—Murió en un incendio, mi señor escribano —contestó lady Fitzwarren—. Lo lamentamos muchísimo. No sólo era nuestro capellán sino también un buen sacerdote. ¿Por qué lo preguntáis?

—¿Cómo estaba antes de su muerte? ¿Dijo algo que os llamara la atención?

—Es curioso que lo preguntéis, sir Hugo —dijo lady María, interrumpiéndole—. En realidad, no dijo nada, pero se mostraba muy apagado y distante. —La dama se encogió de hombros—. Pero no sé por qué. ¡Dios lo tenga en su gloria!

—¿Observasteis este detalle después de la visita de lady Somerville?

—Sí, pero ignoro de qué hablaron. Lady Somerville tenía muchas preocupaciones y el padre Benito era nuestro capellán.

Corbett se levantó.

—¿Hay algo más, señoras?

Ambas damas sacudieron la cabeza al unísono.

—No sé si me permitiríais ver el trabajo que hacéis —dijo Corbett en tono dubitativo.

—Salimos esta noche —contestó lady Catalina.

Corbett recordó súbitamente el rostro de Maeve y sacudió la cabeza.

—¡No, no, no puede ser!

—¿Pero dónde trabajáis exactamente? —preguntó Ranulfo.

—En nuestro mismo barrio —contestó lady María—. Farringdon.

Corbett experimentó una punzada de celos al ver la sonrisa que le dirigió la joven a Ranulfo.

—Pensamos que es mejor trabajar en un barrio donde nos sentimos más seguras porque nos conocen y siempre podemos contar con los guardias del barrio en caso de apuro —explicó—. ¿Mañana por la noche quizá?

Corbett inclinó la cabeza sonriendo.

—Quizá.

Ambas mujeres se levantaron y regresaron con ellos a la Sala Capitular. Corbett miró con recelo a sus dos acompañantes. Cade tenía fama de ser un hombre taciturno, pero, desde que entrara en la Sala Capitular, se había convertido en una sombra de sí mismo mientras que Ranulfo no cesaba de reírse por lo bajo y decir tonterías.

Una vez en la Sala Capitular, Corbett se detuvo en seco.

—¿Puedo echar un vistazo a la sacristía? Habéis dicho que estaba aquí, ¿verdad?

Lady Fitzwarren lo acompañó y abrió la puerta de la pared del fondo. Corbett asomó la cabeza; la sacristía era una simple estancia alargada, llena de casullas, cogullas y otras prendas sacerdotales colgadas de unos percheros en la pared. En los anaqueles había varios manteles de altar cuidadosamente doblados, servilletas para la ceremonia del lavado de las manos, amitos, estolas y casullas. Corbett no vio nada sospechoso y tanto menos nada que pudiera explicar la profunda desazón de lady Somerville. Se retiró y, al salir de la Sala Capitular, se despidió de ambas damas, besándoles las manos. Mientras se alejaba, se ruborizó, pensando que lady María le había apretado la mano con más firmeza de lo debido. Rodearon la abadía y recogieron sus caballos. Ahora Ranulfo se mostraba muy callado mientras que Cade recuperó repentinamente el habla y comentaba fascinado el temple de lady Imelda. Ranulfo sonrió al oírle describir gráficamente el arrojo de la anciana aristócrata, la cual no tenía el menor reparo en entrar en el Ayuntamiento para reprender al alcalde o los concejales cada vez que tenía alguna queja. Montaron en sus cabalgaduras y salieron por la puerta norte. Una vez en el camino, Corbett se detuvo para contemplar la oscura mole de la abadía de Westminster. Apretó fuertemente las riendas. Cuan grandes debían de ser las maldades que encerraba la gran abadía para haber provocado tantos temores en el padre Benito y lady Somerville. ¿Qué sabían éstos para haber sufrido unas muertes tan bárbaras? Corbett clavó los ojos en una gárgola y le pareció que la criatura de piedra quería abalanzarse sobre él.

—Cuando termine todo este asunto —dijo—, el rey tendrá que intervenir y poner orden. Algo huele a podrido en nuestra gran abadía.

Se volvió y espoleó su montura para lanzarla al medio galope. La figura encapuchada que se ocultaba en una de las estancias de la abadía que daban a la Sala Capitular contempló cómo los tres hombres se alejaban por Holborn. Apretó un rosario en el puño, sonrió y soltó un bisbiseo semejante al silbido de una serpiente venenosa.

Al llegar a la posada del Obispo de Ely, Corbett y sus acompañantes se detuvieron y desmontaron. Cade se excusó, señalando que tenía otras obligaciones que cumplir y Corbett le vio doblar la esquina del callejón del Zapato.

—¿Qué le ocurre a Cade? —se preguntó en voz baja—. ¿Por qué está tan callado? ¿Qué tiene que ocultar?

Ranulfo se encogió de hombros y Corbett decidió reanudar su camino. Se mezclaron con la gente que intentaba abrirse paso por Newgate, donde el camino era más estrecho y estaba bloqueado por los carros que transportaban a la ciudad productos del campo, frutas, centeno, avena, trozos de carne roja, ruidosos gansos y gallinas en jaulas de madera. Los caballos de tiro y las ruedas de los carros producían un estruendo semejante al fragor de los truenos en medio de una gran polvareda. Se oían maldiciones, gritos de repentinas peleas, restallar de látigos y tintineo de jaeces. Corbett giró a la izquierda junto a la puerta de la ciudad, bajando con Ranulfo por una callejuela cuyos rotos adoquines llenaban y bloqueaban el albañal que discurría por el centro. Tuvieron que avanzar con mucho cuidado, pues a veces había haches y profundos agujeros. Algunos estaban llenos de retama y virutas de madera mientras que otros eran letrinas repletas de todas las inmundicias nocturnas que la gente había arrojado desde las ventanas de las casas de ambos lados.

—¿Adonde vamos, amo mío?

—A San Bartolomé. Quiero echar un vistazo al alma de un asesino.