Capítulo 8
Corbett levantó la cabeza y miró enfurecido a Ranulfo.
—¡No me apetece andar vagando por la ciudad en mitad de la noche! —rugió.
Miró a Maeve de pie detrás de Ranulfo y vio que se estaba cubriendo la boca con el puño de la manga para disimular la risa.
—Pero, amo mío, yo pensaba que eso nos podría ayudar. Tenemos que interrogar a ambas damas, especialmente a lady María. A fin de cuentas, ella fue la última que vio a lady Somerville con vida.
Corbett restregó la punta de la bota por la alfombra. Aún se oían desde la salita de abajo los berridos de Leonor y los gritos de alegría del pequeño Ranulfo. Miró con el ceño fruncido primero a Ranulfo y después a Maeve. Quizá sería mejor que salieran, pensó; en la casa reinaba un barullo espantoso, Maeve estaba ocupada con la inminente llegada de su tío y los dos niños no paraban de alborotar. Allí no podría disfrutar de un solo momento de paz y él tenía asuntos urgentes que atender.
—De acuerdo —dijo—. Pero envía primero a Maltote. Antes de visitar a las Hermanas de Santa Marta, deseo ver a las siguientes personas: Guillermo de Sen-che, fray Adam de Warfield y su gordinflón amigo fray Ricardo. Diles a esos tres temibles personajes de Westminster que tendrán que reunirse conmigo en la taberna de las Tres Grullas de la Vinatería. Protestarán e intentarán dar excusas, te dirán qué deberes tienen que cumplir, cabe incluso la posibilidad de que estén bebidos. ¡Diles que me importa un bledo! ¡Se les convoca por orden del rey y, como no acudan, se pasarán dos semanas en la cárcel del Fleet tanto si son curas como si son monjes o sacristanes!
Sonriendo satisfecho, Ranulfo se retiró. En su cuarto se lavó, se cambió de ropa y se acicaló delante del disco de metal que le servía de espejo.
—De momento, todo va bien —murmuró.
No podía olvidar a lady María ni la cordial acogida que ésta le había dispensado cuando él le hizo una visita de cortesía en nombre de su amo. Como es natural, le había dicho que lo enviaba su amo. Esperaba que Corbett no interrogara demasiado a la dama, la cual, a pesar del sencillo vestido oscuro que llevaba en su casa, parecía una visión celestial. Se había sentado delante de él en el pequeño salón de su casa y le había servido una copa de vino frío de Alsacia y un trozo de mazapán en un platito de plata. Él le explicó que era hijo de un caballero arruinado y que tenía un buen empleo en la Cancillería y se ganaba muy bien la vida, todo lo cual lo ponía a su entera disposición. Lady María había agitado seductoramente las pestañas y él había regresado a la calle del Pan tan contento como el caballero Galahad de la Tabla Redonda a su regreso a Camelot.
Se alisó el húmedo cabello y se roció el jubón con agua de rosas. Después bajó, le dio un beso de buenas noches a su hijito y salió con el malhumorado Maltote para ir a recoger los caballos en la taberna.
Corbett salió de casa una hora después, todavía molesto por todos los preparativos que estaba haciendo Maeve para recibir a su tío. Se acarició el dolorido codo que el pequeño Ranulfo le había lastimado con su espada de juguete, tras haberle convencido de que jugara un rato con él en la despensa.
—Mal día es aquél en que un hombre no puede disfrutar de sosiego ni siquiera en su propia casa —rezongó.
Soltando maldiciones, recorrió las oscuras callejuelas de la Trinidad hasta llegar a la calle del Pez y desde allí se dirigió a la Vinatería y entró en la caldeada atmósfera de la taberna de las Tres Grullas. Se pasó una hora sentado en un oscuro rincón cerca del gran hogar abierto de la taberna, pero, al final, Ranulfo y Maltote se presentaron con sus tres malhumorados visitantes: el mayordomo Guillermo estaba medio borracho y los dos monjes, apartados sin contemplaciones de su cena, tenían las mejillas arreboladas a causa de la irritación. Corbett los invitó a sentarse y pidió unas jarras de cerveza aguada, pues, a juzgar por las congestionadas mejillas, los adormilados ojos y la colorada nariz de Guillermo, temía que, si éste bebiera más vino, se quedara dormido allí mismo. El sacristán parecía el más sereno de los tres.
—Hemos sido convocados aquí-dijo, arrebujándose en su capa— sin ninguna causa justificada.
Corbett hizo una mueca.
—Es el rey el que os ha convocado aquí, monje —replicó—. Por consiguiente, si tenéis alguna queja, decídselo a él.
—¿Qué queréis?
—Sinceras respuestas a sinceras preguntas.
—Ya he respondido a vuestras preguntas.
—¿Qué está ocurriendo en la abadía y en el palacio de Westminster?
—¿A qué os referís?
Corbett se sacó del bolsillo el dibujo de lady Somerville y se lo arrojó al sacristán, empujando hacia él la gruesa vela de sebo para que pudiera estudiarlo mejor.
—¿Qué deducís de todo eso, Adam de Warfield?
El sacristán estudió el dibujo.
—Es un dibujo muy tosco —dijo.
Corbett comprendió que estaba disimulando e intuyó su temor. Fray Ricardo se inclinó hacia adelante y examinó el dibujo con los ojos entornados.
—¡Escandaloso! —musitó—. Quienquiera que lo haya dibujado ofende a la Iglesia.
—Lo dibujó lady Somerville —dijo Corbett—. Una destacada miembro de las Hermanas de Santa Marta. Trabajaba en la sacristía y el lavadero de la abadía. ¿Qué descubrió esta viuda de intachable reputación, esta piadosa aristócrata? ¿Qué la indujo a dibujar esta cruel parodia de unos llamados «hombres de Dios»? Maese Guillermo, quizá vos podáis ayudarnos.
El mayordomo sacudió la cabeza y Ranulfo, sentado detrás de los invitados de Corbett, esbozó una ancha sonrisa de satisfacción.
Se divertía muchísimo siempre que a los llamados «piadosos», a los egoístas y los poderosos, se les pedían cuentas de sus actos. Corbett siempre citaba la frase de san Agustín, Quis custodiet custodios ? [1] Y él siempre la repetía y ahora no pudo resistir el impulso de murmurársela al oído a Adam de Warfield. El monje se volvió y le enseñó los dientes como un perro.
—¡Cállate, criado! —le contestó en tono despectivo.
—¡Ya basta! —dijo Corbett, tratando de apaciguar los ánimos—. Fray Adam, fray Ricardo, maese Guillermo, ¿conocíais a alguna de las prostitutas recientemente asesinadas en la ciudad?
—¡No! —contestaron los tres al unísono.
—¿Significan algo para vosotros los nombres de Inés o Isabeau?
Adam de Warfield se levantó de un salto.
—¡Somos hombres de Dios! —contestó—. Somos sacerdotes, monjes obligados a guardar castidad. ¿Por qué íbamos a tener algo que ver con las prostitutas y las cortesanas? —Se inclinó sobre la mesa con los ojos rebosantes de furia—. ¿Tenéis alguna otra pregunta, escribano?
Corbett hizo una mueca de desagrado.
—No —contestó muy despacio—. Pero vos aún no habéis respondido a las que os he hecho.
—No conocemos a ninguna prostituta.
—¿Y no sabéis nada acerca de la muerte de lady Somerville?
—¡No! —gritó el monje, llamando la atención de los restantes parroquianos.
—¿Tampoco sabéis qué quería decir con la frase «El hábito no hace al monje»?
—Me voy, maese Corbett. ¿Maese Guillermo, fray Ricardo?
El monje se encaminó hacia la puerta y sus dos embriagados compañeros lo siguieron haciendo eses. Mientras el manto del monje volaba a su alrededor, Corbett vio fugazmente sus costosas botas de montar de cuero español y las espuelas de oro ajustadas a sus altos tacones.
—¡Monje! —tronó, levantándose.
—¿Qué queréis, escribano?
—También habéis hecho voto de pobreza. Habéis comido y bebido muy bien antes de venir aquí. Vuestro compañero fray Ricardo está bebido y vos calzáis unas botas que el mismo rey os envidiaría.
—Eso es asunto mío, escribano.
Corbett esperó a que el monje ya casi hubiera alcanzado la puerta.
—¡Una última pregunta, Adam de Warfield!
El sacristán se volvió y se apoyó contra el dintel con un irónica sonrisa en los labios. Al fin y al cabo, había acudido a ver al escribano, había contestado a sus preguntas y el asunto ya había terminado.
—Por el amor de Dios, escribano, ¿qué queréis ahora?
Corbett cruzó la silenciosa taberna y asió la puerta entreabierta.
—¿Conocéis a alguien llamado Ricardo Puddlicott?
—No, no lo conozco.
Dicho lo cual, Warfield dio media vuelta y salió al patio de la taberna, cerrando ruidosamente la puerta a su espalda.
Corbett se reunió con sus compañeros. Ranulfo seguía sonriendo y Maltote se había quedado boquiabierto de asombro, pues aún no estaba acostumbrado a aquel amo tan extraño que trataba con tanta dureza a los grandes de la tierra. Corbett se sentó y se reclinó contra el respaldo del banco.
—¿No habéis descubierto nada, amo mío? —le preguntó Ranulfo, pinchándole con astucia.
—He descubierto tres cosas. Primero, Adam de Warfield y sus compañeros, por lo menos uno de ellos, conocían a las prostitutas muertas. Verás, Ranulfo, a pesar de lo furioso que estaba, fray Adam no ha querido saber en ningún momento por qué se lo preguntaba. Es más, yo no le he dicho que Inés e Isabeau eran unas prostitutas, por consiguiente, ¿por qué ha llegado él a esta conclusión?
La sonrisa de Ranulfo se esfumó.
—Sí, sí, es cierto. ¿Y qué más?
—En segundo lugar, algo está ocurriendo en la abadía. No sé qué es. Una vez más, Adam de Warfield no me ha preguntado la razón de mi pregunta. Como todos los culpables, quería que sus respuestas fueran lo más breves y lacónicas posible.
—En otras palabras —dijo Maltote, interrumpiendo a su amo como un colegial que acabara de resolver un problema—, ¡cuanto menos se habla, antes se termina!
—¡Exacto!
—¿Qué más? —preguntó Ranulfo, molesto por la interrupción de Maltote.
—Lo más importante de todo... —Corbett miró hacia el fondo de la taberna, donde una moza recogía los platos de una mesa—. ¡Chica, ven aquí!
La criada se acercó a toda prisa. Corbett deslizó una moneda en el bolsillo de su sucio delantal.
—Dime, chica, ¿tú conoces a un tal Ricardo Puddlicott?
—No, señor, ¿quién es?
—Eso no importa ahora —contestó Corbett—. Simple curiosidad. ¿Lo veis? —dijo en un susurro mientras la moza se retiraba—. Cuando le he preguntado por Puddlicott, inmediatamente ha contestado a mi pregunta con otra pregunta. En cambio, nuestro buen sacristán no ha preguntado nada sobre las prostitutas, ni sus nombres ni sobre lo que ocurría en la abadía y, por encima de todo, por qué le preguntaba por un completo desconocido llamado Ricardo Puddlicott. —Corbett apuró el contenido de su jarra, tomó la capa y se levantó—. Por lo menos, hemos hecho algún progreso —murmuró—. Pero sólo Dios sabe adonde nos llevará.
Corbett, Ranulfo y Maltote alquilaron una barca en Queenshithe y navegaron río arriba hasta la Aduana, cerca del Muelle de la Lana. Echaron a andar por la orilla del río, pasando por delante de la oscura mole de la gran Torre y salieron a los campos en los que brillaban las luces del hospital de Santa Catalina. Ranulfo guardaba silencio y mostraba un semblante enfurruñado, pues siempre la gustaba pillar a su amo en alguna falta y el hecho de que Maltote presumiera de ingenioso no contribuía a mejorar la situación. El portero del hospital de Santa Catalina les franqueó la entrada y los acompañó a una pequeña iglesia que se levantaba al lado del principal edificio del hospital.
—Las hermanas siempre se reúnen aquí —les dijo—. Creo que ya han llegado.
Corbett abrió la puerta y entró. La iglesia era muy sencilla; una larga y estrecha nave abovedada bajo un elevado techo de vigas de madera, un antealtar al fondo y unas gruesas columnas a ambos lados de la nave. Al principio, Corbett y sus acompañantes no fueron objeto de la menor atención por parte de las damas que andaban de un lado para otro encendiendo braseros y juntando varias alargadas mesas de tijera, sobre las cuales extendieron unos manteles limpios y cortaron unas grandes hogazas de pan, colocando a su lado unos cuencos de sal, varias bandejas de cecina y unos cuencos de manzanas y peras cortadas a trocitos y espolvoreadas con azúcar. Lady Fitzwarren entró a través de una puerta lateral, sonrió y los saludó con la mano. A su espalda, lady María miró tímidamente a Ranulfo.
—¿Habéis venido a vernos trabajar, sir Hugo?
—Sí, señora. Pero también a haceros algunas preguntas.
La sonrisa de Fitzwarren se desvaneció.
—¡Cuando esté preparada! ¡Cuando esté preparada! —dijo—. ¡Aún no hemos sacado la jarra de vino! Creo que está a punto de cambiar el tiempo y podríamos tener una noche muy agitada.
Corbett y sus acompañantes tuvieron que sentarse en un banco y armarse de paciencia a la espera de que Fitzwarren y lady María se reunieran con ellos.
—Y bien, mi señor escribano, ¿qué preguntas os quedan todavía por hacernos?
Corbett percibió en el tono de su voz una cierta irritación.
—Primero, lady María, vos estuvisteis con lady Somerville la noche en que ésta murió, ¿no es cierto?
La mujer asintió con la cabeza.
—¿Y cuándo abandonasteis San Bartolomé?
—Aproximadamente un cuarto de hora después que lady Somerville.
—¿Y no visteis nada que os llamara la atención?
—Nada en absoluto. Todo estaba negro como la pez. Contraté a un muchacho para que llevara una antorcha y regresé a mi casa de Farringdon.
—Lady Fitzwarren, ¿conocíais a alguna de las muchachas que murieron?
—A algunas, pero no olvidéis que las víctimas eran en su mayoría cortesanas de más categoría y nosotras solemos atender a las de más baja condición.
—¿Conocíais a Inés, la chica que fue asesinada en la iglesia cercana al convento de los franciscanos?
—Sí, y me sorprende que mencionéis su nombre. Después de su muerte, recibí un incomprensible mensaje de alguien que la conocía, en el que se me informaba de que la chica quería hablar conmigo.
—¿Quién os transmitió el mensaje?
Lady Fitzwarren sacudió la cabeza.
—Conozco a muchas chicas, fue una de ellas.
—¿O sea que vos no conocíais personalmente a Inés?
—¡Por supuesto que no!
—¿Hay alguna otra cosa, lady Catalina?
—¿Como qué?
—Bueno, os reunís en la Sala Capitular de la abadía de Westminster. ¿No habéis visto nada que os haya llamado la atención en la abadía o el palacio?
—Ambos lugares están prácticamente desiertos —terció lady María—. El viejo abad está enfermo y no tienen prior. El rey tendría que regresar a Westminster.
Lady Fitzwarren miró a su compañera y después volvió a mirar a Corbett.
—Sir Hugo, creo que hay algo que debéis saber —la mujer bajó la voz al ver a lady De Lacey entrando en la iglesia tan ligera como una brisa de marzo—. Hace más de un año —añadió en un susurro—, poco después de que empezaran estos terribles asesinatos, lady María se enteró de un rumor que circulaba entre las cortesanas y las prostitutas de la calle, según el cual algunas mujeres habían sido conducidas a la abadía o más bien al palacio, donde se celebraban fiestas y orgías que duraban toda la noche. —La mujer se encogió de hombros—. Ya sabéis vos cómo son estas cosas. Suele ocurrir. Los palacios reales se quedan a menudo desiertos, sobre todo en tiempos de guerra. Los mayordomos y servidores se vuelven holgazanes y deciden divertirse a expensas de sus superiores. Creo que hasta Jesucristo expuso parábolas que se refieren a eso —añadió con una leve sonrisa en los labios. Volvió la cabeza y saludó con la mano a lady De Lacey, que la estaba llamando a gritos—. Es todo lo que sé. Pero decidme, ¿tenéis alguna idea de quién es el culpable de estos terribles asesinatos?
—No, mi señora, pero espero impedir que haya otros.
—En tal caso, os deseo suerte, mi señor escribano.
—Por cierto, lady Catalina...
—¿Sí?
—¿Sabéis vos o sabe lady María algo acerca del enviado francés sir Amaury de Craon? ¿O acerca de un tal Ricardo Puddlicott?
Ambas mujeres sacudieron la cabeza.
—De Craon no significa nada para mí —se apresuró a responder lady Fitzwarren—. Pero he oído hablar de Puddlicott. Es un villano y un embaucador. Algunas mujeres de la calle hablan de él con tanto respeto y temor como yo hablaría del rey.
Corbett asintió con la cabeza y permaneció de pie mientras ambas mujeres se alejaban. Se volvió a sentar en el banco y miró a Ranulfo, el cual parecía ciego y sordo a cualquier cosa que no fuera lady María Neville. El escribano parpadeó y apartó la mirada. Había visto a Ranulfo borracho, enfurecido, triste, lujurioso y sentimental, pero jamás lo había visto enamorado y ahora le resultaba muy difícil aceptar que lo estuviera hasta semejante extremo. Lanzó un suspiro y procuró concentrarse en lo que acababa de averiguar. Todo apuntaba a que algo extraño estaba ocurriendo en Westminster. Lady Fitzwarren tenía razón: muy a menudo los servidores de los palacios reales abandonados se dedicaban a organizar orgías —en cierta ocasión, él mismo había actuado como representante de la casa real para llevar a juicio a aquellos delincuentes—, pero, ¿serían tales orgías el origen de aquellos terribles asesinatos? ¿Habrían participado los monjes de Westminster en las bacanales nocturnas? ¿Habría ocurrido algo y los asesinatos se habrían cometido para acallar las lenguas y los escandalosos rumores?
La puerta del hospital se abrió lentamente y Corbett observó boquiabierto de asombro cómo dos viejas entraban tambaleándose en la iglesia; los vestidos que envolvían sus escuálidos cuerpos eran unos simples andrajos, llevaban el ralo cabello sucio y desgreñado y parecían un par de brujas gemelas, con sus narices aguileñas, sus húmedos ojos y sus babosas bocas. Parloteando y soltando risotadas como si no estuvieran en sus cabales, las viejas se acercaron a las mesas y empezaron a engullir grandes bocados de pan y a beber ruidosamente vino de las copas de peltre. El hedor de sus cuerpos sin lavar despertó a Ranulfo de sus ensueños.
—¡Dios misericordioso! —musitó el criado entre dientes—. ¡No hace falta que esperemos a la muerte para ver visiones infernales, amo mío!
Lady De Lacey se dio cuenta de la repugnancia que sentían y se acercó a ellos.
—Maese Corbett, ¿cuántos años diríais que tienen estas mujeres?
—Son unas viejas brujas.
—Estáis equivocado. Ninguna de las dos ha alcanzado todavía los treinta años. Son mujeres de la calle devastadas, envejecidas y podridas por las enfermedades, objetos desechados de la lujuria de los hombres.
Corbett sacudió la cabeza.
—No estoy de acuerdo.
—¿Qué queréis decir? ¡Los hombres las han explotado!
—Y ellas han explotado a los hombres... aunque sospecho que los hombres podían elegir y ellas no.
De Lacey le dirigió una penetrante y perspicaz mirada.
—Los llamados «hombres buenos» han utilizado a estas mujeres —prosiguió diciendo Corbett—. Honrados ciudadanos, burgueses pertenecientes al concejo municipal que toman parte en las procesiones de las cofradías y van a misa los domingos del brazo de sus esposas mientras sus hijos corretean delante de ellos. —Corbett se encogió de hombros—. Tales hombres son unos embusteros y sus matrimonios están vacíos.
—Casi todos lo están —replicó De Lacey—. Una esposa es como un bien mueble, un trozo de tierra, una posesión, un caballo, una vaca o un tramo de río.
Corbett sonrió, pensando en Maeve.
—No todas las esposas lo son.
—Lo dice la Iglesia. Graciano escribió que las mujeres están sometidas a sus maridos. Son una propiedad suya.
—La ley de Inglaterra —replicó Corbett— también dice que un hombre culpable de traición tiene que ser ahorcado, arrastrado por caballos y descuartizado, pero eso no significa que sea una ley justa. —Miró con una sonrisa a De Lacey—. Deberíais leer a san Buenaventura, señora. Dice entre otras cosas que «entre marido y mujer debería existir la más singular amistad del mundo».
El severo rostro de lady De Lacey se iluminó con una sincera sonrisa de complacencia.
—Ya —dijo alejándose—, y, ¡si los cerdos tuvieran alas, habría en los árboles carne de cerdo en abundancia!
Corbett la vio acercarse a una de las envejecidas prostitutas y conversar afectuosamente con ella.
—Es extraordinaria —murmuró Ranulfo.
—Casi todos los santos lo son. Vámonos.
Aquella noche, tendido al lado de la dormida Maeve en su gran lecho matrimonial, Corbett contempló el oscuro dosel que lo cubría. Su cansada mente examinaba una y otra vez los problemas con que se enfrentaba, pero, a pesar de albergar ciertas sospechas, no había llegado a ninguna conclusión definitiva. Recordó lo que viera en el hospital de Santa Catalina, a las dos mujeres de la calle, la gentileza de lady De Lacey y sus propios comentarios acerca de la amistad que debería reinar entre marido y mujer. Contempló a Maeve, tranquilamente dormida a su lado. ¿Sería cierto?, se preguntó. Qué curioso. No hacía más que pensar en María, su primera mujer. Los recuerdos se habían vuelto más claros tras haber conocido a lady María Neville. Corbett cerró los ojos, sabiendo que no debía seguir por aquel camino y que no convenía hurgar en el pasado. Se mordió el labio y se preguntó qué haría cuando terminara aquel asunto. Había visto la suciedad y la degradación de las prostitutas callejeras. Quizá convendría hacer algo en lugar de arrugar la nariz y cruzar la calle. Por lo menos en Francia, pensó, trataban de controlar la situación. Un funcionario llamado el Rey de los Acertijos imponía un poco de orden y ofrecía protección a las damas de la noche. En Florencia, la acción era más drástica y los burdeles estaban controlados por las autoridades de la ciudad, cuyos representantes trabajaban en lo que se llamaba «el Despacho de la Noche». Pero la Iglesia debería hacer algo más que condenar. ¿Tal vez construir hospitales y refugios? Tendría que aconsejarle al rey que interviniera, pero, ¿qué? Su adormilada mente examinó las distintas posibilidades.
Justo cuando su amo se dormía, Maltote y Ranulfo, con las botas envueltas en unos trapos para amortiguar sus pisadas, bajaron de puntillas, abrieron la puerta lateral de la casa y salieron a la oscura calle. Ranulfo le ordenó a Maltote que dejara de murmurar y maldecir y ambos descendieron por la calle del Pan, donde Ranulfo había escondido un ramillete de rosas en la grieta de un pasadizo. Las robó horas antes en el jardín de un mercader de West Cheap. Lanzó un suspiro de alivio al ver que nadie las había tocado. Siguieron adelante, cruzando varios callejones y pasadizos hasta llegar a la vieja muralla de la ciudad; pasaron por delante de la prisión del Fleet y entraron en el callejón del Zapato donde vivía lady María Neville. Ranulfo ni siquiera permitió que Maltote hablara en susurros y, vigilando atentamente para no tropezarse con la guardia nocturna, acercó una mano a la daga para protegerse de los ladronzuelos, maleantes y mendigos que vagaban por las calles en busca de alguna presa.
Se detuvo al llegar a la casa a oscuras y, recurriendo a sus antiguas habilidades de ladrón, se encaramó por la pared, apoyando los pies en el negro entramado de madera de la fachada. Soltando maldiciones por lo bajo, le dijo a Maltote que trepara al alféizar de una ventana inferior y le entregara las rosas que el pobrecillo sostenía en la mano. Ranulfo trabajó con gran pericia, utilizando todos los huecos y asideros que había alrededor de la que él suponía que era la ventana del dormitorio de lady María hasta conseguir rodearla por entero con una guirnalda de rosas. Algunas de ellas se caerían, pero muchas quedarían prendidas el tiempo suficiente como para fascinar e intrigar al único amor de su vida. Después saltó de nuevo a la calle riéndose por lo bajo y regresó corriendo a la calle del Pan, seguido de Maltote.
En otro barrio de la ciudad, Hawisa, una joven cortesana recién llegada a Londres desde Worcester, bajó por la calle Monkwell cerca de Cripplegate. Había pasado la noche con un anciano mercader en una habitación situada detrás de la tienda, aprovechando la ausencia de su esposa y su familia que se encontraban en peregrinación al sepulcro de Santo Tomás en Canterbury. Hawisa se levantó el dobladillo de la falda morada, procurando sortear cuidadosamente los montones de basura, pegando saltitos y reprimiendo la risa mientras las ratas correteaban a su alrededor. Al final, llegó a una casa adosada a la vieja muralla de la ciudad y al sótano que el mercader de lanas había comprado para ella. Estaba cansada y se alegraba de poder regresar a la casa que ella misma había decorado y amueblado a su gusto. Insertó la llave en la cerradura, la giró y se quedó paralizada al oír un ruido a su espalda. ¿Otra rata? ¿O alguna persona? Se detuvo en la certeza de que era una pisada de alguien en la calle de arriba. Se apartó de la puerta y miró hacia lo alto de los peldaños. Nada. Se acercó de nuevo a la puerta y, cuando estaba a punto de introducir de nuevo la llave en la cerradura, sintió que alguien le rozaba ligeramente el hombro.
—¡Hawisa —murmuró la voz—, te estaba esperando!
Hawisa sonrió y levantó el rostro justo en el momento en que el cuchillo del asesino se acercaba a su cuello y se lo desgarraba con una larga y sangrienta herida.