Capítulo 3
A la mañana siguiente Corbett se levantó temprano.
Apagó la vela del candelabro de pared y abrió la ventanita con celosía que daba al jardín y al pequeño huerto de la parte de atrás de la casa. Estaba a punto de amanecer y en el cielo ya habían aparecido algunos retazos de clara luz. Se oían las campanas de San Lorenzo de la Judería, la acostumbrada señal que marcaba el momento de apertura de las puertas de la ciudad y el comienzo de las actividades de la nueva jornada. Regresó a la cama, besó en la mejilla a su esposa todavía dormida y permaneció unos instantes junto a la cuna de su hijita, contemplando cómo ésta le miraba con la cara muy seria. Estaba asombrado de la placidez y serenidad de la niña. Poco antes de levantarse la había oído gorjear, chasquear los labios y tratar de conversar con la muñeca de madera que Maeve había colocado a su lado sobre un pequeño travesero. Se apartó a regañadientes de ella y se vistió a toda prisa con las prendas que Maeve dejara la víspera sobre la cómoda: unas polainas azul oscuro, una suave camisa blanca y un jubón sin mangas con un cordel anudado alrededor de la cintura. Desechó esta última prenda. Sabía los horrores con los que quizá tendría que enfrentarse y decidió tomar la espada que colgaba de un gancho de la pared y ceñirse el talabarte. Tomó las botas y la capa y salió de puntillas de la habitación justo en el momento en que Leonor se dio cuenta de que tenía hambre y se puso a berrear como si quisiera mostrarle a su padre una nueva faceta de su carácter.
—Es digna hija de su madre —musitó Corbett, subiendo sigilosamente unos peldaños y abriendo la puerta del cuarto de Ranulfo.
Como de costumbre, la estancia daba la impresión de haber sido escenario de una violenta pelea. Corbett sólo pudo adivinar la presencia de su criado por toda una serie de sonoros ronquidos. El escribano disfrutó sacudiéndolo por los hombros para que despertara y bajó a esperarle a la despensa. Los sollastres aún no habían encendido el fuego y, por consiguiente, decidió tomarse una jarra de cerveza aguada. Ranulfo se presentó legañoso y sin afeitar. Corbett permitió que su adormilado criado apagara su sed antes de empujarlo hacia la puerta y dirigirse con él a la taberna de enfrente. Hubo las habituales discusiones en tono de chanza hasta que un corpulento mozo sacó sus caballos y se los ensilló. Ranulfo se lavó la cara con el agua de un enorme tonel que allí había y le echó al sujeto un buen rapapolvo, diciéndole que algunas personas tenían que trabajar y no se pasaban el santo día tumbadas sobre la paja como otras que él sabía. Aún estaba soltando silbidos de burla cuando salieron a la Mercería y bajaron al Ayuntamiento.
El día sería espléndido y tanto los aprendices como los comerciantes ya estaban montando sus tenderetes delante de las casas, clavando los postes, extendiendo los toldos y colocando las mercaderías. En el aire se aspiraba el olor del denso humo de los artesanos que trabajaban en sus chozas de la parte de atrás de Cheapside. Los carros que transportaban los productos del campo a la ciudad bajaban ruidosamente sobre el empedrado y los carreteros maldecían a los caballos y hacían restallar sus látigos. Los aprendices, con sus jubones de lona o cuero, vigilaban a los pordioseros que acechaban en las sombras de los pasadizos de separación entre las casas. No eran pobres de verdad sólo chiflados y cuentistas que trataban de birlar lo que podían antes de que comenzara la jornada. Pasaron cuatro guardias conduciendo a una fila de maleantes, borrachos, ladronzuelos, vulgares prostitutas y alborotadores hacia un gran conducto de agua que llamaban el Canal, donde casi todos ellos se pasarían el día entero encerrados en una jaula, soportando los insultos de los buenos ciudadanos cuyo sueño habían turbado.
Corbett levantó los ojos al oír las campanas del chapitel de Santa María Le Bow y vio cómo se apagaba la gran luz nocturna, la almenara que guiaba a los londinenses durante las horas de oscuridad. Otras campanas empezaron a tañer convocando a los fieles a la misa de primera hora de la mañana. Ranulfo miró a su alrededor absorbiendo todo aquel espectáculo y después se volvió hacia su amo y empezó a quejarse de que tenía hambre. Se detuvieron en una casa de comidas y se enrollaron las riendas de sus cabalgaduras alrededor de los brazos mientras se tomaban unos pequeños cuencos de carne de buey sazonada con especias. Ranulfo se puso a hablar de su hijo, el fruto ilícito de uno de sus muchos amoríos. Corbett lo escuchó con atención. Ranulfo deseaba llevarse al niño una temporada a la casa de la calle del Pan. Corbett esbozó una valerosa sonrisa, pero sintió que su alma se hundía en la desesperación. Lord Morgan, Ranulfo y el hijo de Ranulfo destruirían por completo la paz y la tranquilidad de su hogar.
Corbett se terminó la carne y se lavó las manos en una jofaina de agua de rosas que le ofreció un demacrado chiquillo. El muchacho tenía cara de hambre y sus ojos eran casi tan grandes como su rostro. Corbett depositó una moneda en su mano.
—Cómprate un poco de comida, chico.
Se secó las manos con una servilleta y esperó hasta cerciorarse de que el niño hiciera lo que él le había dicho. Después, conduciendo por la brida a sus monturas, amo y criado bajaron por Cheapside. Mientras escuchaba con aire ausente la entusiasta descripción que le hacía Ranulfo de su hijo, recordó los acontecimientos de la víspera: después de hacer apasionadamente el amor con Maeve, bajó a tomar un bocado con ella en la cocina antes de regresar otra vez a la cama. Recordó las bromas de Maeve y sus propios comentarios acerca de los asuntos de la corte. Cuando le reveló la razón de su regreso a Londres, su mujer se preocupó.
—¡He oído hablar de esos asesinatos! —Maeve se incorporó en la cama, envolviéndose el cuerpo con las sábanas—. Al principio, nadie se dio cuenta. En una ciudad como ésta, las mujeres son asesinadas o desaparecen sin que a nadie le importe, pero la muerte de esas mujeres, la forma en que las mataron... ¿tú crees que es verdad?
Tendido boca arriba en la cama, Corbett se volvió con rapidez hacia ella.
—¿Si es verdad qué?
—Dicen que el asesino... —Maeve se estremeció y dobló las rodillas bajo el mentón—. Dicen que el asesino mutiló los cuerpos de las mujeres.
Corbett la miró asombrado.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Es del dominio común. Muchas mujeres temen salir de noche, pero el último asesinato se produjo de día.
Maeve le habló a su esposo del más reciente asesinato y del hallazgo del cadáver mutilado de una prostituta en el pórtico de una iglesia cerca del convento de los franciscanos.
Corbett le acarició suavemente el brazo desnudo.
—Pero, ¿por qué tener miedo? Todas las mujeres asesinadas eran prostitutas y cortesanas, ¿no es cierto?
—¿Y qué? —replicó Maeve, echando la cabeza hacia atrás—. ¡No por eso dejan de ser mujeres y lady Somerville no era una prostituta, desde luego!
Corbett la miró en silencio. Le parecía que la muerte de lady Somerville había sido en cierto modo distinta de las demás. ¿Acaso la anciana descubrió algo? ¿Habría sorprendido al asesino?
Miró a su alrededor y vio que Cheapside se estaba llenando de gente. Algunas prostitutas ya habían salido a la calle con sus multicolores atuendos y sus llamativas pelucas. De repente, el día ya no le pareció tan agradable y, recordando los comentarios de Maeve acerca de las mutilaciones, experimentó una punzada de inquietud. Sus habituales adversarios, tanto De Craon como cualquier astuto asesino con el que se hubiera tenido que enfrentar, siempre actuaban por algún motivo. En cambio, lo de ahora, ¿qué? ¿Y si estuviera persiguiendo a algún chiflado, a algún lunático que odiara a las mujeres y al que le resultara más cómodo asesinar a las pobres prostitutas callejeras, sin desdeñar a cualquier otra mujer solitaria y vulnerable que pudiera cruzarse en su camino? Pensó que ojalá pudiera dar media vuelta y regresar a casa. Era como si estuviera a punto de entrar en una casa oscura llena de tortuosos pasadizos en los que lo aguardara un asesino. «Dios mío —rezó en silencio—, sácame sano y salvo de este peligro; de los lazos del cazador, líbrame, Señor.»
Al llegar al Ayuntamiento su desánimo se intensificó al ver a un corchete en los peldaños de la entrada, vendiendo en subasta las pertenencias de un delincuente ahorcado: una vieja mesa, dos sillas desvencijadas, un colchón destripado, dos dedales, unos calzones, una camisa, un jubón y una maltrecha copa de peltre con incrustaciones de plata. Al parecer, el hombre había cometido un robo en una iglesia, pero su cómplice consiguió escapar, por cuyo motivo un clérigo envuelto en unas raídas prendas, sosteniendo una vela en una mano y una campanilla en la otra, proclamaba a voz en grito su excomunión por medio de toda una sarta de letanías.
—Que sea maldito dondequiera que se encuentre. En casa o en el campo, en el camino o en un sendero, en el bosque o en el agua. ¡Que sea maldito en la vida y en la muerte, cuando coma y cuando beba, cuando tenga hambre y cuando tenga sed, cuando duerma, cuando camine, cuando permanezca sentado o cuando se levante, cuando trabaje o descanse, cuando orine, defeque o sangre. ¡Que sea maldito en el pelo de su cabeza, en sus sienes, en la boca, en el pecho, en el corazón, las vergüenzas, los pies y las uñas de los pies!
La terrible y sonora lista parecía no tener fin.
—¡Creo —le dijo Ranulfo a Corbett en voz baja— que ese pobre desgraciado ya habrá recibido el mensaje!
Corbett le miró sonriendo y le entregó las riendas de su caballo.
—Llévalo al establo de una taberna —le ordenó—. Nos reuniremos dentro.
Un mendigo encapuchado y enmascarado estaba acurrucado junto a la entrada del Ayuntamiento pidiendo limosna con voz quejumbrosa mientras al otro lado un mercachifle vendía unas preciosas cintas. Corbett se detuvo y les indicó por señas que se apartaran de su camino.
—Ya sé lo que sois, unos cuentistas. Mientras yo estoy ocupado con el mendigo, el otro intentará aligerarme el bolsillo.
Los dos hombres se alejaron a toda prisa y Corbett bajó por un pasadizo, cruzó un patio y entró en una pequeña mansión. El Ayuntamiento propiamente dicho era un simple recinto vallado con varios edificios alrededor de una gran casa de tres pisos. Corbett esperó en la puerta hasta que Ranulfo se reunió con él. Subieron por una desvencijada escalera de madera y entraron en una espaciosa estancia de paredes encaladas donde varios amanuenses permanecían sentados alrededor de una mesa, escribiendo en grandes rollos de vitelas y pergaminos. Ninguno de ellos levantó los ojos cuando entraron Corbett y Ranulfo, pero un orondo sujeto sentado al fondo de la estancia se levantó y se acercó a ellos. Corbett reconoció el mofletudo y rubicundo rostro que asomaba por encima de una túnica muy mal cortada y un sayo manchado con restos de comida.
—Maese Nettler —dijo Corbett alargando una mano que Nettler, alguacil de los barrios del norte de la ciudad, estrechó en la suya mientras en sus pálidos ojos azules se encendía un brillo de placer.
—Os estábamos esperando, Hugo. Anoche llegaron las cartas del rey. —Nettler miró a los amanuenses y bajó la voz—. No se puede fiar uno de nadie —murmuró—. El asesino podría ser cualquiera de los presentes en esta habitación. Yo no llevo el asunto. Uno de los alguaciles auxiliares os informará. ¡Venid! ¡Venid!
Los acompañó por un pasadizo hasta llegar a una pequeña y polvorienta estancia donde un amanuense sentado junto a un alto escritorio copiaba unas cartas. A su lado se encontraba un alto, fornido y apuesto personaje, a quien Nettler presentó como Alejandro Cade, alguacil auxiliar de la ciudad. Tras hacer las presentaciones, Nettler se retiró. Corbett estudió al alguacil auxiliar mientras éste completaba la carta. Había oído hablar de Cade, un extraordinario cazador de ladrones cuya astuta mirada era capaz de descubrir a un bribón en una taberna abarrotada de gente. Con razón lo temían los malandrines de la mala vida de Londres y, sin embargo, a pesar de su corpulencia, Cade parecía un gentil cortesano, con su adornada capa, sus botas de montar de cuero, su camisa de holanda y el casquete que llevaba echado hacia atrás sobre su espeso cabello negro. Su bifurcada barba cuidadosamente recortada, junto con sus morenos rasgos y la lánguida mirada de sus ojos, le conferían el aspecto de un hombre más amante de los placeres de la vida que de la implacable persecución de los villanos y los bribones. Cade les indicó a Corbett y Ranulfo el asiento de una ventana mientras él terminaba la carta. Después se volvió hacia ellos con un ceremonioso gesto.
—¿Habéis venido por lo de las prostitutas asesinadas? —Cade hizo una mueca—. ¿O preferís que hable con franqueza? Vuestra presencia aquí no es por ellas sino por la muerte de lady Somerville y del padre Benito. —El alguacil auxiliar le dijo algo a su amanuense, el cual se levantó de su asiento, se acercó a una de las estanterías, sacó un montón de documentos y se lo entregó—. Gracias —le dijo Cade en voz baja—. Puedes retirarte.
Esperó a que el anciano cerrara la puerta a su espalda y entonces tomó una banqueta y se sentó delante de Corbett.
—Hay tres cuestiones que me preocupan —explicó—. Las muertes de las rameras, las muertes de lady Somerville y del padre Benito y la llegada de Puddlicott a Londres.
Corbett le miró boquiabierto de asombro.
—Pues sí —dijo Cade—. Nuestro amigo el rey de los disfraces, Ricardo Puddlicott, el de los doce nombres y las mil caras, se encuentra de nuevo en la ciudad. Cade abrió enormemente los ojos—. ¡Esta vez lo quiero atrapar! Quiero ver encadenado a ese inteligente mal-nacido.
—¿Cómo sabéis que está aquí?
—Leed todo eso. —Cade le entregó a Corbett el fajo de documentos—. Leedlo —repitió—. No hay prisa, maese Corbett. ¿O acaso debo llamaros sir Hugo? —El alguacil auxiliar esbozó una sonrisa—. Nos hemos enterado de la noticia. Aceptad nuestra felicitación. Lady Maeve debe de estar muy complacida.
—Pues sí —dijo Corbett—, lo está.
Cade se levantó, llenó dos copas de vino y se las ofreció a Corbett y Ranulfo.
—Os dejaré solo. Cuando lo hayáis leído, hablaremos.
Cade se retiró mientras Ranulfo se volvía para contemplar a través de la ventana cómo sacaban una hilera de presos al patio de abajo y Corbett empezaba a estudiar los documentos. Los dos primeros eran unas cartas en las que se transmitía a los alguaciles de Londres el enfado del rey por los sangrientos asesinatos que se habían cometido en la ciudad y, en particular, por la terrible muerte de lady Somerville y las misteriosas circunstancias que rodearon el incendio en el que había muerto el padre Benito. El tercer documento era un memorando redactado al parecer por el propio Cade, con el número de las mujeres asesinadas y las fechas de sus muertes. Corbett soltó un silbido por lo bajo. Eran dieciséis en total, sin contar a lady Somerville. Todas las muertes se habían producido dentro de los confines de la ciudad; hasta la posada Grays por el oeste; Portsoken por el este; la calle de la Cruz Blanca por el norte y, por el sur, la Cordelería que limitaba con el Támesis. Corbett observó que los asesinatos empezaron unos dieciocho meses atrás y estaban regularmente espaciados a razón de uno por mes, alrededor del día 13 de cada mes. Las únicas excepciones fueron lady Somerville, asesinada el 11 de mayo, y la última víctima, la prostituta encontrada en una iglesia de las inmediaciones del convento de los franciscanos, asesinada apenas dos días antes. Las prostitutas solían ser asesinadas en sus habitaciones, pero tres de ellas, incluida la última, lo habían sido en otro lugar. Todas murieron de la misma espeluznante manera: con la garganta cortada de oreja a oreja y los órganos genitales mutilados y vaciados con un cuchillo. La única excepción era lady Somerville, asesinada en Smithfield de un rápido tajo en la garganta. Cade había escrito que no mostraba ninguna otra señal de violencia y que los vestidos de las prostitutas siempre aparecían cuidadosamente alisados. Corbett contempló el memorando y levantó la vista.
—Una muerte al mes —murmuró—. El mismo día 13 o alrededor de él.
—¿Qué decís, amo mío?
—Las prostitutas; las mataron a todas hacia la misma fecha, les cortaron la garganta y les mutilaron los órganos genitales.
Ranulfo soltó un grosero ruido con los labios.
—¿Y vos qué pensáis, amo mío?
—En primer lugar, podría ser un loco, aficionado a matar a las mujeres... y especialmente a las prostitutas. En segundo lugar, podría ser alguien que andará en busca de una prostituta en particular o...
—¿O qué?
—Algún practicante de la magia negra... a los magos siempre les gusta la sangre.
Ranulfo se estremeció y apartó la mirada. Desde la ventana podía ver la impresionante mole de Santa María Le Bow, donde Corbett había luchado contra un conciliábulo de brujos, encabezados por la bella asesina Alina de Bowe.
—La verdad es que no lo sé —musitó Corbett mientras reanudaba la lectura del memorando en el que también se incluía un breve y cáustico informe del escribano del forense acerca de la muerte del padre Benito. Según dicho informe, la noche del 13 de mayo los monjes de Westminster se despertaron a causa del rugido de un incendio y corrieron a la casa del padre Benito, la cual se levantaba en un solitario rincón del recinto ele la abadía. La casa estaba envuelta en llamas. Los monjes, a las órdenes de Guillermo Senche, mayordomo del cercano palacio de Westminster, trataron de apagar el fuego con el agua de un pozo que había allí cerca, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Sólo quedaron en pie las paredes del edificio y dentro encontraron el cuerpo medio quemado del padre Benito tendido en el suelo junto a la puerta, con una llave en la mano y, a su lado, los restos de su gato. No se veía ninguna causa aparente del incendio. Una ventana abierta en la parte superior de la pared pudo haber permitido la entrada de una ligera brisa que tal vez dio lugar a que una chispa de la chimenea o de una vela prendiera en algún sitio.
—¡Qué extraño! —dijo Corbett levantando los ojos.
Ranulfo, que estaba contemplando cómo maniataban a los delincuentes en el patio de abajo, dio un respingo.
—¿Cómo decís, amo mío?
—La muerte del padre Benito. Era un anciano, Ranulfo, y, por consiguiente, debía de tener un sueño muy ligero. Se levanta en mitad de la noche, despertado por un incendio de origen misterioso. Es demasiado viejo para encaramarse a la ventana y, por tanto, toma la llave, llega hasta la puerta, pero no la abre. Y lo más curioso es que su gato muriera con él. Es más fácil que un perro permanezca junto a su amo, pero un gato se hubiera largado y habría saltado, sobre todo teniendo en cuenta que la ventana estaba abierta. Y, sin embargo, el gato también murió.
—A lo mejor, se asfixió con el humo —apuntó Ranulfo.
—No —Corbett sacudió la cabeza—. No acierto a comprender que un hombre llegara hasta la puerta con la llave en la mano y no luchara unos cuantos segundos más para introducir la llave en la cerradura y hacerla girar. Pero lo que más me desconcierta es lo del gato. Los pocos que he conocido me recuerdan a ti, Ranulfo. Tienen muy desarrollado el instinto de supervivencia y les horroriza especialmente el fuego.
Ranulfo apartó la mirada e hizo una mueca. Corbett estudió los garabatos de Cade al pie del memorando. Según el alguacil auxiliar, aquel mismo día el padre Benito había enviado una breve carta al alguacil anunciándole que era conocedor de que algo terrible y sacrílego estaba a punto de ocurrir, pero no disponía de más detalles. Corbett sacudió la cabeza mientras echaba un vistazo a un pequeño y grasiento trozo de pergamino. Era un escueto informe de un confidente acerca de unos rumores, según los cuales Ricardo Puddlicott, el rey de los falsarios, fue visto en el callejón de la Esposa, cerca de la posada del Obispo de Salisbury. Corbett se golpeó las rodillas con el rollo de pergamino y contempló los sucios juncos del suelo. Todo era muy misterioso, pero lo que más lo intrigaba era Puddlicott. Los emisarios del rey habían estado persiguiendo al villano por toda Europa. ¿Cómo era posible que hubiera regresado a Inglaterra? ¿Estaría su presencia relacionada con aquellas muertes? ¿O acaso se encontraba en Londres por otro infame propósito? ¿Por su propia cuenta o por la de Amaury de Craon? Corbett pasó un rato sumido en sus propias reflexiones entre trago y trago de vino hasta que regresó Cade.
—¿Os han parecido interesantes los pergaminos, Corbett?
—Pues sí. ¿No tenéis ninguna pista acerca del asesino de las prostitutas?
—Ninguna en absoluto.
—¿Y lady Somerville?
—Regresaba con una compañera de una reunión de las Hermanas de Santa Marta en Westminster. Bajaron por Holborn y se detuvieron brevemente en el hospital de San Bartolomé. Después lady Somerville dijo que tomaría un atajo cruzando Smithfield para regresar a su casa en las cercanías de la Barbacana. Su compañera puso reparos, pero lady Somerville se burló de sus temores. Dijo que todos los bribones de mala vida la conocían y sabían que se dedicaba a las buenas obras, por lo que no se atreverían a atacarla. —Cade se encogió de hombros—. Lady Somerville tenía un hijo que había salido a divertirse con sus amigos. Regresó de madrugada, descubrió que su madre no había vuelto a casa y organizó su búsqueda. Sus criados encontraron el cuerpo cerca del patíbulo de Smithfield con la garganta cortada de oreja a oreja.
—¿Pero el cadáver no presentaba ninguna mutilación?
—Ninguna en absoluto.
—Y, antes de su muerte, ¿lady Somerville estaba disgustada o preocupada por algo?
—Más bien no.
—Os ruego que seáis más preciso, maese Cade.
El alguacil auxiliar disimuló su irritación.
—Bueno, una de sus compañeras dijo que se mostraba un poco reservada y no paraba de musitar para sus adentros cierto proverbio.
—¿Cuál era?
– Cacullus non facit monachum, es decir, «el hábito no hace al monje».
—¿Y qué quería decir con eso?
—No lo sé. A lo mejor, se refería a otra de sus actividades benéficas.
—¿Cuál era?
—A menudo lavaba la ropa de los monjes de Westminster. Resulta que su abad, Walter Wenlock, está enfermo. El prior ha muerto y lady Somerville supervisaba a menudo la colada de la abadía.
Corbett le devolvió al alguacil auxiliar el fajo de pergaminos.
—¿Y la muerte del padre Benito?
—Ya sabéis lo que hicimos.
—Es curioso que no abriera la puerta.
—A lo mejor, se asfixió con el humo o el fuego prendió en su ropa.
—¿Y el gato?
Cade se apoyó contra la pared y golpeó el suelo con el pie.
—Maese Corbett, tenemos cadáveres por todo Londres, ¿y vos me preguntáis por un gato?
Corbett le miró sonriendo.
—No comprendo por qué razón el gato no pudo saltar a través de la ventana abierta.
Cade arqueó las cejas y entornó los ojos.
—Pues claro —murmuró—, no se me había ocurrido pensarlo.
—Me gustaría ver la casa o lo que queda de ella. ¿Y el mensaje que os envió el padre Benito?
—No sabemos qué significaba, podía ser cualquier cosa. Ya sabéis que las vidas de los curas y los monjes están plagadas de escándalos. Pudo ser algo así o algo relacionado con Westminster.
—¿En qué sentido?
—Bueno, la abadía y el palacio están desiertos. Todas las obras se han interrumpido porque el rey no puede pagar.1 los albañiles. Ahora la Hacienda y el Tesoro viajan con el rey y, por consiguiente, la corte lleva años ausente de allí. El abad Wenlock está enfermo y las costumbres de la comunidad se han relajado. En realidad, Westminster sólo l ¡ene importancia porque el rey ha trasladado buena parte de su tesoro a la cripta de la Sala Capitular.
—¿Por qué? —preguntó Corbett, asombrado.
—Porque el edificio de la Torre está en obras. Ahora casi ninguna estancia es segura. En cambio, la cripta de Westminster es probablemente el lugar más seguro de Londres.
—¿Y sabéis con certeza que el tesoro se encuentra a salvo?
—Sí, el mismo día en que murió el padre Benito yo fui a verle, pero no estaba y entonces bajé a la cripta. Los sellos de la puerta estaban intactos y, por consiguiente, supe que el tesoro estaba seguro. Resulta que la cripta sólo tiene una entrada, que es la puerta sellada. Además, aunque alguien entrara, el corto tramo de escalera que baja a la cripta ha sido deliberadamente demolido y el resto del edificio está protegido por unos muros muy gruesos.
—¿Y maese Puddlicott?
—Lo único que os puedo decir —contestó Cade— es que ese malnacido ha sido visto en Londres, pero la información no es de primera mano.
—¡Ha venido para cometer alguna fechoría!
Cade soltó una amarga carcajada.
—Por supuesto, ¿pero qué?
Corbett sacudió a Ranulfo, que se había quedado dormido.
—Decidme, maese Cade, vos sabéis que el emisario francés De Craon y su compañero De Nevers se encuentran en Londres, ¿verdad? Oficialmente han venido para entregar unos mensajes de amistad de su amo a nuestro rey, pero su presencia aquí no obedece en realidad a ningún motivo.
—¿Estáis diciendo que podrían estar relacionados con Puddlicott?
—Es posible. Puddlicott ha sido visto en compañía de maese Guillermo Nogaret, el Guardián de los Secretos de Felipe IV.
Cade cruzó la estancia y se llenó una copa de vino a la que añadió un generoso chorro de agua.
—Pues sí-dijo Cade—, sabemos que De Craon está en Londres. Asistió a una recepción oficial y presentó sus credenciales al alcalde. Desde entonces hemos mantenido su casa de la calle de la Iglesia de la Gracia bajo una discreta vigilancia, pero ahora ya estamos hartos. Al parecer, no ha hecho nada malo y se muestra más interesado por nuestra navegación comercial por el Támesis que por cualquier otra cosa. Y, como no estamos en guerra con Francia, eso no constituye ningún delito.
Corbett se levantó y se desperezó.
—En fin —dijo, lanzando un suspiro—. ¿Por dónde empezamos?
El alguacil auxiliar extendió las manazas.
—Tal como ha dicho mi señor, estoy a vuestro servicio.
—Pues entonces, ¿os parece que sigamos el consejo del maestro Cicerón, Et respice corpus?
—¿Cómo decís, maese Corbett?.
—Veamos el cadáver. —Corbett tomó su capa—. ¿Me podéis prestar la lista de los nombres de las mujeres asesinadas?
Cade se la entregó.
—¿La última víctima ya ha sido enterrada?
—No, yace en el osario de San Lorenzo de la Judería. —Cade apuró su copa de vino y se ajustó el talabarte—. Si deseáis echarle un vistazo, será mejor que os deis prisa. El buen cura tiene intención de enterrarla junto con las demás esta misma mañana.
—¿Qué decís? —farfulló Ranulfo—. ¿Habéis dicho «junto con las demás»?
—Bueno —contestó Cade—, las prostitutas muertas siempre se trasladan allí en un carro desde una pequeña dependencia anexa del Ayuntamiento. Les pagamos una módica cantidad a los curas de San Lorenzo de la Judería para que las entierren... un chelín por cada una, si no recuerdo mal.
—¿Y todas ellas menos lady Somerville han sido enterradas allí? —preguntó Ranulfo.
—Sí. Por un penique no se les dispensan muchos honores que digamos: un sucio lienzo de lona, un hoyo superficial en el suelo y un recuerdo en la misa de la mañana.
—¿Y nadie reclama jamás los cadáveres?
—Por supuesto que no. Algunas de esas pobres chicas proceden de Escocia, Irlanda y Flandes o de ciudades y aldeas tan al oeste como Cornualles y tan al norte como Berwick del Tweed.
—¿Y nadie asiste a los entierros?
—No. Una vez sentimos curiosidad y organizamos una cuidadosa vigilancia. —Cade se estremeció—. Se las entierra como a los perros —murmuró—. Y ni siquiera sus clientes habituales acuden a despedirse de ellas.
Corbett se terminó el vino y le devolvió la copa a Cade.
—Por más que os ruboricéis, maese Cade, no tengo más remedio que deciros que el rey os tiene en gran estima.
El alguacil auxiliar se turbó visiblemente y restregó sus grandes botas por el suelo.
—Sin embargo —añadió Corbett cerrando limpiamente la trampa—, ¿no resulta un poco raro que no hayáis elaborado una lista de los clientes de esas prostitutas? ¿Quién utilizaba sus servicios? Es curioso que vuestros confidentes os hayan informado de la presencia de ese bribón de Puddlicott y no os hayan dicho nada acerca de los clientes de las prostitutas asesinadas.
La sonrisa de Cade se borró como por arte de ensalmo.
—Veréis —dijo éste sentándose en una banqueta y marcando los distintos puntos con sus rechonchos dedos—. En primer lugar, algunas de las mujeres eran cortesanas de alto rango. Sí, en la muerte son pobres, pero en vida gozaron de los favores de algunos de los hombres más ricos y poderosos de la ciudad...
—Un momento —dijo Corbett, interrumpiéndole—. Algunas de esas damas ganaban plata y oro en abundancia. ¿Qué fue de todo eso?
Cade hizo una mueca.
—Casi todas se gastan enseguida lo que ganan. Cuando mueren, sus bienes son saqueados por gentes que no debieran hacerlo. Al final, como no tienen herederos ni parientes, los bienes restantes son inmediatamente confiscados por la Corona.
—Seguid —dijo Corbett, asintiendo con la cabeza.
—Bueno pues, tal como os estaba diciendo, los grandes propietarios de tierras y los mercaderes no se tomarían demasiado a bien que sus nombres se relacionaran con los de esas que ahora se llaman mujeres de la calle. En segundo lugar —repitió Cade—, la forma de sus muertes me inspira un cierto recelo: casi todas ellas fueron asesinadas en sus cámaras, lo cual significa que conocían a su asesino, pues de otro modo no le hubieran abierto la puerta. Yo soy un alguacil auxiliar, maese Corbett, y el sueldo me lo pagan los acaudalados burgueses de la ciudad. No quiero ser el funcionario que averigüe que uno de los que me pagan visitó a una prostituta la noche en que ésta murió. —Ahora Cade se ruborizó de auténtica vergüenza y se frotó la mejilla con la mano—. Sí, sí, confieso que estoy asustado —añadió—. Soy capaz de atrapar a cualquier bribón, tanto si es un cura como si es un mercader o un señor, pero eso es distinto, mi señor escribano. Podría descubrir que el alcalde visitó a una prostituta, ¿pero eso qué demostraría?
—Podríais buscar una pauta, un rasgo común a todos los asesinatos.
Cade alargó una mano hacia Corbett.
—No, señor escribano, vos gozáis de la confianza del rey, acabáis de ser nombrado caballero por él. ¡Vos lo tenéis que averiguar! ¡Vos sois el que tiene que descubrirlo! ¡Para eso os han enviado aquí, hombre de Dios, y os lo digo sin ánimo de ofender!
Corbett se mordió el labio, se desperezó y tocó suavemente la mano de Cade.
—Comprendo —dijo en voz baja.
Y era cierto y también comprendía que le hubieran encargado a un alguacil auxiliar un asunto que ninguno de sus superiores hubiera querido tocar ni con pinzas. El escribano sonrió para sus adentros. También comprendía por qué razón el rey lo había enviado de nuevo a Londres.
Echó un vistazo a la lista que Cade le acababa de entregar.
—Sois muy observador, maese Cade —comentó—. Esas prostitutas debían de conocer a su asesino, pues actuaron con gran confianza. Incluso la última, esta Inés cuyo cuerpo vamos a examinar. La mataron en una iglesia —añadió—. Sospecho que su asesino se debió de citar con ella allí.
—Puede ser —dijo Cade—. Pero dejemos a un lado las muertes de esas pobres chicas. ¿Cómo explicáis el asesinato de lady Somerville?
—No lo sé —contestó Corbett—. Tal vez la anciana sabía algo. Pero os diré una cosa, Cade, vuestras inquietudes están justificadas. Cuando detengamos al asesino, y tened por cierto que lo haremos, apuesto a que será algún malnacido de noble cuna con muchas cosas que ocultar.
—¡Dios bendito! —exclamó Cade.
Corbett desvió y clavó la mirada en la pared del fondo.
—Lo que más me desconcierta —añadió— es el incremento de los asesinatos. Según vuestra lista, maese Cade, una prostituta muere asesinada alrededor del día 13 de cada mes, pero en mayo la pauta varía: a Somerville la asesinan el lunes, 11 de mayo; el cura muere a la noche siguiente; la prostituta Isabeau muere el miércoles 13 de mayo y poco después muere la chica cerca del convento de los franciscanos. ¿Qué circunstancia ha obligado al asesino a cambiar la pauta?
—A menos... —dijo Cade, interrumpiéndole.
—¿A menos qué?
—A menos que haya más de un asesino.