Capítulo 4

Corbett y Ranulfo esperaron a que Cade recogiera sus pertenencias. Después abandonaron el Ayuntamiento y bajaron por la calle Catte para dirigirse a la Judería Vieja, donde se levantaba la oscura e impresionante mole de la iglesia de San Lorenzo. Un numeroso grupo de personas se había congregado alrededor de los cepos colocados delante del portillo del cementerio. Casi todos los mirones eran gentuza que se estaba burlando de un hombre encerrado en el cepo por haber vendido cuerdas de arco defectuosas mientras su miserable producto era amontonado y quemado bajo su nariz. El pobre desgraciado, con la cabeza atrapada entre las tablillas de madera, se veía obligado a respirar el acre humo que le irritaba la boca, la nariz y los ojos. De vez en cuando, el hombre insultaba a sus torturadores y experimentaba unos violentos accesos de tos que le impulsaban a golpearse la cabeza contra las tablillas de madera. Corbett y sus acompañantes se abrieron paso entre la gente y entraron en el desolado cementerio. Cade se encaminó hacia la casa del cura, llamó a la puerta y habló con alguien de dentro. A los pocos minutos, salió una menuda y obesa figura con un enorme llavero en la mano. Corbett le dirigió a Ranulfo una mirada de advertencia para que se reportara, pues la voluminosa panza del cura, sus sonrosadas mejillas y sus femeninos contoneos daban a entender con toda claridad que era un clérigo más interesado en los frutos de la tierra que en la salvación de las almas. Llevaba una capa verde aceituna ribeteada con piel de ardilla y sus dedos y muñecas estaban cuajados de joyas baratas. Sus pequeños ojos negros miraron enfurecidos a Corbett. No se hicieron presentaciones. En su lugar, el cura abrió una pequeña bolsa de cuero que llevaba y sacó tres esponjas empapadas en hierbas y vinagre.

—Las vais a necesitar —advirtió con aspereza, entregándole una esponja a cada uno—. Y ahora, seguidme.

Los acompañó a un alargado edificio sin ventanas situado detrás de la iglesia. Abrió el candado de la puerta y les indicó por señas que entraran.

—Confío en que os regaléis la vista —les dijo en tono de chanza—. Enterraré a esta pobrecilla dentro de una hora. Encontraréis una vela en la repisa de la derecha de la puerta.

Corbett entró en primer lugar e inmediatamente aspiró una vaharada de putrefacción. Se alegró de contar con la esponja y de tener un estómago fuerte. En cambio, a Ranulfo se le puso la cara de color gris, por lo que, tras haber encendido la vela con una yesca, Corbett le pidió que esperara fuera.

—¡No os preocupéis por las ratas! —les gritó el cura—. El ataúd está colocado sobre una mesa de tijera en el centro.

Corbett sostuvo en alto la vela y, a pesar de lo desagradable de la situación, experimentó una punzada de tristeza al ver la solitaria y alargada caja. Soltando maldiciones por lo bajo, Cade levantó la tapa suelta del ataúd y dejó al descubierto el horrible espectáculo de la mujer que yacía en su interior. Al parecer, la iban a enterrar tal como la habían encontrado y nadie se molestó en amortajarla. Su rostro, más blanco que la tiza, ofrecía un aspecto espantoso bajo el parpadeo de la llama de la vela, la piel se estaba levantando y el cuerpo ya aparecía hinchado a causa de la putrefacción. Corbett examinó la larga herida de color morado que le había cortado la tráquea. Cubriéndose la nariz y la boca con la mano, Cade levantó el vestido de la pobre chica. Corbett echó un vistazo a la mutilación, volvió la cabeza y vomitó el vino que acababa de beberse. Después regresó tambaleándose hacia la puerta y salió a la luz del sol, seguido de Cade, más pálido que la cera. Corbett arrojó la esponja y la vela a los pies del cura.

—Dios se apiade de ella —murmuró entre accesos de náuseas—. Era la hija de alguien y la hermana de alguien. —De repente, pensó en su hijita Leonor. En otros tiempos, aquella masa de carne mutilada que acababa de ver debió de ser una criatura que gorjeaba en una cuna—. Dios tenga misericordia de ella.

Se agachó y se secó la boca con el dorso de la mano. Ranulfo fue por una jofaina de agua a la casa del cura y, sin pedir permiso, se la acercó a Corbett para que se lavara la cara y las manos. Después el escribano se levantó, miró enfurecido al cura y abrió su bolsa.

Dos monedas de plata salieron volando en dirección al clérigo.

—¡Aquí tenéis, padre! —murmuró Corbett—. Quiero que se celebre una misa por ella. Y, por lo que más queráis, antes de enterrarla, rociad el ataúd con una mezcla de vinagre y agua de rosas y cubrid el cadáver con un lienzo blanco. Tuvo seguramente una vida desdichada y sufrió una muerte horrible. Merece que se la honre.

El cura golpeó las monedas de plata con la punta de su bota de alto tacón.

—No lo haré —dijo con voz chillona.

—¡Vaya si lo haréis! —rugió Corbett—. Os encargaréis de buscar a alguien que lo haga y, si no lo hacéis (cosa que yo pienso comprobar), haré que os priven de este beneficio. Tengo entendido que Su Majestad el rey necesita capellanes para su ejército en Escocia. —Mirando despectivamente al atemorizado sacerdote, añadió—: Soy sir Hugo Corbett, Custodio del Sello Secreto, amigo y consejero del rey. Haréis lo que os digo, ¿verdad?

La arrogancia del cura se deshinchó como una vejiga pinchada. Éste asintió con la cabeza y recogió cuidadosamente las monedas de plata. Corbett regresó al portillo donde habían dejado atados los caballos y respiró hondo varias veces.

—Quienquiera que lo haya hecho —dijo, señalando hacia la iglesia con la cabeza— tiene ser alguien no sólo malo sino también perverso.

Cade, que aún estaba mareado, musitó unas palabras y sacudió la cabeza mientras Ranulfo miraba a su alrededor como si acabara de ver un fantasma. Bajaron al Gallinero y se les revolvieron las tripas al pasar por delante de las hediondas mesas y las cubas de los pellejeros que, con los cuchillos en la mano, rascaban la grasa seca del interior de los pellejos de los animales antes de arrojar las piezas a las cubas de agua.

Ranulfo, ya recuperado, lanzó unos silbidos contra los aprendices que, hundidos hasta la cintura en las cubas, estaban pisoteando las pieles con los pies descalzos. Los aprendices no tardaron en contestarle con insultos, aunque buena parte de su veneno se dirigía contra un hombre al que los guardias habían encadenado al palo de uno de los tenderetes. En un letrero que colgaba de su cuello se explicaba que la víspera, estando borracho, aquel hombre había pasado por delante de las casas de los pellejeros maullando como un gato. Una indirecta muy mordaz, pues quería insinuar con ello que algunos pellejeros intentaban vender piel de gato en lugar de piel auténtica.

Al final, Corbett y sus acompañantes llegaron a la Mercería, donde los comerciantes proclamaban a gritos desde sus tenderetes las bondades de sus encajes, cintas, gorros, amuletos, peines de madera de boj, molinillos tic pimienta e hilos para coser. Pasaron por delante del gran mercado cubierto de West Cheapside, donde tuvieron dificultades con los caballos a causa de las vacas que eran conducidas a través del desolladero hacia el matadero de Newgate. Los animales parecían presentir su inminente muerte y avanzaban con paso cansino, moviendo la cabeza como si quisieran librarse de la soga que les rodeaba el cuello. Los nerviosos caballos percibieron el temor de las vacas y se encabritaron. Más arriba, cerca de Newgate, los matarifes habían estado muy ocupados y los adoquines aparecían cubiertos de sangre amarronada y viscosos despojos. Cruzaron Newgate, donde la brisa estival se llevó los fétidos olores de la cárcel y el nauseabundo hedor de la zanja de la ciudad que discurría a su lado.

—Es una mañana de malos olores —murmuró Cade, señalando la zanja, una repugnante caldera de agua estancada, ratas, perros y gatos muertos, desperdicios, basura y despojos de los mercados.

Cade le dio a Ranulfo un codazo en las costillas.

—Seguid el camino recto y estrecho —le aconsejó—. A partir del lunes que viene los alguaciles tienen intención de usar a los presos de la cárcel para vaciar la zanja y trasladar la basura en barcos de remo para arrojarla al mar.

Corbett, pensando todavía en el cadáver que acababa de ver, se detuvo al llegar al Puente del Fleet para comprarles un balde de agua a los aguadores que la sacaban de unos grandes cubos y toneles. Los otros se reunieron con él y los tres se limpiaron la boca antes de bajar por Holborn hacia la Ribera. Pasaron por delante de la iglesia de San Dunstan al oeste, el archivo de la Cancillería y el colegio de abogados del Temple, y llegaron a la ancha Ribera que bajaba hacia Westminster, la cual estaba flanqueada por unas grandes posadas recién pintadas y encaladas cuyos propietarios eran miembros de la nobleza. La avenida estaba llena de jueces, abogados y escribanos, vestidos con sus vistosas túnicas y sus birretes blancos, yendo y viniendo de los tribunales.

En el exterior del hospital de Nuestra Señora de Roncesvalles, cerca de la aldea de Charing, Corbett se detuvo para admirar la nueva cruz de piedra labrada erigida por su regio señor en memoria de su amada esposa Leonor. Más adelante, doblaron una esquina y pudieron contemplar cara a cara los gabletes, las torres y la sillería del palacio y la abadía de Westmins-ter. Entraron en el recinto real a través de una pequeña poterna del muro norte y vieron a la derecha la gran mole de la abadía y, más cerca de ellos, entre la abadía y los jardines del palacio, la hermosa iglesia de Santa Margarita. Pero tanto la abadía como la iglesia estaban afeadas por los oxidados andamios que los albañiles habían amontonado de cualquier manera contra sus muros tras la interrupción de las obras por falta de dinero con que pagarles.

Cade señaló hacia el norte, al otro lado de la abadía.

—Por allí, en el centro de un pequeño huerto, encontraréis las ruinas de la casa del padre Benito y, detrás de la iglesia de la abadía —añadió moviendo el brazo—, está la Sala Capitular donde se reúnen las Hermanas de Santa Marta. ¿Queréis que vayamos primero allí?

Corbett sacudió la cabeza.

—No. Primero visitaremos el palacio y hablaremos con el mayordomo. Tal vez éste nos pueda facilitar más información.

Cade hizo una mueca.

—El mayordomo es Guillermo Senche. Suele estar siempre medio borracho y no sabe ni siquiera la hora del día que es. Ya sabéis lo que ocurre, señor, cuando no está el gato, las ratas bailan.

Entraron en el patio del palacio conduciendo los caballos por las bridas. El rey llevaba varios años ausente de aquel palacio y los signos de abandono eran visibles por todas partes; en el patio crecían las malas hierbas, las ventanas estaban cerradas, las puertas atrancadas, las caballerizas vacías y los macizos de flores invadidos por la maleza. Un perro callejero salió corriendo y, con los pelos del cuello erizados, empezó a ladrarles hasta que Ranulfo lo apartó. Cerca del edificio de la Hacienda, junto a los huertos a la orilla del río, encontraron a un criado de triste mirada y lo enviaron en busca de Guillermo Senche. Éste apareció en lo alto de los peldaños que conducían a la capilla de San Esteban. Al verle, Corbett soltó una maldición. Guillermo Senche parecía lo que era: un borrachín. Tenía unos saltones ojos de pescado, una babosa boca y una nariz tan colorada como un faro. Su ralo cabello rojizo y su huidiza frente contribuían a acrecentar su fealdad. Ya le había dado a la jarra de vino, pero, al darse cuenta de quién era Corbett, puso a mal tiempo buena cara; sus respuestas fueron claras y directas, pero desviaba la mirada como si ocultara algo.

—No, no —dijo en tono malhumorado—, yo no sé nada de las Hermanas de Santa Marta. Se reúnen en la abadía y allí manda el abad Wenlock, que está muy enfermo —añadió.

—¿Pues quién es el responsable? —Bueno, sólo hay cincuenta monjes y casi todos son viejos. El prior Rogelio ha muerto y, por consiguiente, el responsable es el sacristán Adam Warfield.

El hombre empezó a saltar alternativamente sobre uno y otro pie como si tuviera ganas de orinar. Su nerviosismo se intensificó cuando Cade se situó a un lado y Ranulfo al otro.

—Vamos, vamos, maese Guillermo —le dijo Corbett en tono burlón—. Sois un importante funcionario, no un mariposón de la corte. Hay otras cuestiones sobre las cuales deseamos hablar con vos. —¿Como qué?

—Bueno, una en particular, la muerte del padre Benito.

—Yo de eso no sé nada —replicó el mayordomo. Corbett dio una ligera palmada a la pechera de su sucio jubón.

—Ésa va a ser la última mentira que me digáis. La noche del martes 12 de mayo descubristeis que la casa del padre Benito estaba ardiendo.

—Sí, sí-dijo el mayordomo abriendo mucho los ojos. —¿Y cómo lo descubristeis? La casa no se puede ver desde el patio del palacio.

—No podía dormir y salí a dar un paseo. Vi humo y llamas y toqué a rebato. —¿Qué ocurrió después?

—Hay un pequeño pozo entre los árboles. Sacamos cubos, pero el incendio era demasiado grande. —El hombre curvó los labios hacia abajo como una carpa recién pescada—. Cuando se extinguieron las llamas, examinamos el interior de la casa. El padre Benito estaba tendido en el suelo justo detrás de la puerta. —¿Sostenía una llave en la mano?

—Sí.

—¿Visteis algo que os llamara la atención?

—No.

—¿Y sabéis cómo se inició el incendio?

—El padre Benito era viejo. A lo mejor, se le cayó una vela o una lámpara de aceite. Puede que la causa fuera una chispa de la chimenea.

—¿Y no observasteis nada sospechoso?

—No, nada en absoluto. No os puedo decir nada más. Adam de Warfield os podría ser más útil.

Dicho lo cual, el hombre dio media vuelta y salió disparado como un conejo que hubiera visto una raposa.

Corbett miró a Cade, arqueó las cejas y volvió a cruzar la poterna para entrar en el recinto de la abadía mientras el alguacil auxiliar se reía de buena gana con la imitación que hacía Ranulfo del acento y los extraños gestos del mayordomo.

Ante sus ojos se levantaba la impresionante mole de la iglesia de la abadía con sus figuras labradas en piedra: gárgolas de siniestra sonrisa y visiones infernales. Corbett se detuvo a contemplar estas últimas, fascinado por los horrores que el escultor tan sutilmente supo representar. A los pies de un Cristo Juez triunfante, unos monstruosos demonios conducían a los condenados hacia unas grandes calderas de aceite hirviente, donde los diablos pinchaban a las desventuradas almas perdidas con lanzas y espadas tal como hubiera hecho un cocinero que estuviera cociendo unos trozos de carne. Corbett oyó un ruido y miró a la izquierda hacia la desierta inmensidad del viejo cementerio. La hierba y el cáñamo alcanzaban casi cinco palmos de altura, pero Corbett vio a un anciano jardinero ocupado en la tarea de arrancar las malas hierbas que rodeaban los sepulcros.

—Señor —le dijo—, tenéis mucho que hacer aquí.

El hombre de pálidos ojos y mugrientas mejillas se medio volvió para mirar a Corbett.

—Es cierto —replicó con un acusado acento de pueblo, dando una palmada a una lápida—. Pero mis clientes no se quejan.

Corbett sonrió y sus ojos se posaron en unos grandes edificios de redondeada techumbre que daban al cementerio.

—¿Ésa es la Sala Capitular?

Cade asintió con la cabeza.

—¿Y debajo está la cripta?

—Sí.

Corbett estudió los sólidos contrafuertes y el grueso muro de granito.

—Decidme otra vez cómo se entra en la cripta.

—Bueno, detrás de la Sala Capitular-dijo Cade— está el claustro, pero en la cripta sólo se puede entrar a través de una puerta en la esquina sudeste de la iglesia de la abadía. Tal como ya he dicho, la puerta está sellada. Detrás hay un pasadizo abovedado que baja a la cripta por medio de unos empinados peldaños. Éstos se destruyeron deliberadamente y ahora, para bajar a la cripta donde están los tesoros, hay que utilizar unas escalas de mano especiales. —Cade entornó los ojos—. Ya os lo he dicho, ¿a qué viene tanto interés?

—Estaba pensando en el críptico mensaje del padre Benito. —El escribano se rió del retruécano—. A lo mejor, su advertencia se refería al tesoro. Puede que viera algo.

Cade sacudió la cabeza.

—Lo dudo. La puerta del tesoro está sellada, cerrada y atrancada y, aunque pudierais entrar, necesitaríais material de asedio para llegar al corazón de la cripta. Además, dudo que los buenos monjes permitieran que alguien saliera de su cripta con las bolsas del tesoro.

Corbett se mostró de acuerdo muy a pesar suyo y los tres volvieron a cruzar el recinto para dirigirse a los principales edificios de la abadía. Un legañoso hermano lego se hizo cargo de los caballos y después los acompañó a través de unos pasadizos de suelo embaldosado hasta la cámara de Adam de Warfield. Corbett experimentó una inmediata antipatía por el sacristán, un alto, anguloso y remilgado sujeto de larga nariz aguileña y desdeñosos labios fruncidos. A Corbett le pareció que, bajo las pobladas cejas, sus ojos le miraban con recelosa inquietud. Sin embargo, Warfield los recibió amablemente y, agitando sus largos y huesudos dedos, les ofreció pan y cerveza, cosa que Corbett rechazó a pesar de los murmullos de protesta de Ranulfo. Acomodados en un banco como unos niños en la escuela, los tres se sintieron ligeramente cohibidos en presencia del sacristán, sentado en un alto sillón con las manos ocultas en las holgadas mangas de su hábito de color pardo. «Demasiado tranquilo —pensó Corbett—, demasiado sereno: no es la clase de hombre que suele estar al frente de una gran abadía.» Al principio, la conversación fue un tanto inconexa. Corbett preguntó por el anciano abad que se pasaba prácticamente el día en la cama y expresó sus condolencias por el reciente fallecimiento del prior Rogelio. Adam de Warfield no pareció conmoverse. —Hemos comunicado la noticia a Roma —dijo con áspera voz—. Pero aún no se nos ha autorizado a convocar elecciones para un nuevo prior. —Sonrió casi como si quisiera disculparse—. Pero yo hago lo que puedo.

—¡No me cabe la menor duda! —dijo Corbett.

No soportaba la santurrona sonrisa de aquel hombre, por lo que prefirió estudiar el austero aposento y el sencillo mobiliario. Intuyó que Warfield era un hipócrita, vio unos restos de azúcar en su hábito y el cerco dejado por una copa de vino sobre la mesa. Comprendió que aquel monje era tan amante de los placeres del estómago como el cura de San Lorenzo de la Judería.

—Habladme de la muerte del padre Benito —le dijo bruscamente.

Adam de Warfield se tensó.

—Ya se lo he contado todo a maese Cade —dijo el monje con voz quejumbrosa—. Nos despertó en nuestro dormitorio maese Guillermo, el mayordomo de palacio. Hicimos todo lo que pudimos, pero la casa fue pasto de las llamas.

—¿No os parece extraño —añadió Corbett— que el mismo día de su muerte el padre Benito enviara un mensaje a Cade, diciéndole que ocurría algo terrible y sacrílego? Y yo os pregunto ahora a vos, Adam de Warfield, ¿qué es lo que sucede en la abadía real que tanto turbó a aquel anciano y piadoso sacerdote?

El sacristán lanzó un profundo suspiro. Corbett aspiró una vaharada de vino.

—Nuestro señor el rey —prosiguió diciendo Corbett-apreciaba profundamente al padre Benito y a mí me intriga cualquier cosa que preocupe a mi señor. Tened por cierto que conseguiré satisfacer mi curiosidad.

El sacristán se puso visiblemente nervioso y sus dedos aletearon por encima de su hábito pardo.

—El padre Benito era viejo —balbució—. Tenía visiones.

Estiró el huesudo cuello y Corbett vio de repente una señal morada en el lado derecho de la garganta del sacristán. ¿Cómo era posible que un sacerdote ordenado y monje de Westminster hubiera recibido un amoroso mordisco en el cuello? Volvió a mirar y no le cupo la menor duda de que la señal no era un corte o un arañazo de una navaja de afeitar. Se levantó y miró a través de una ventanita romboidal.

—¿Qué sabéis de las Hermanas de Santa Marta, fray Adam?

—Son un generoso grupo de devotas damas que se reúne todas las tardes en nuestra Sala Capitular. Rezan, se dedican a las buenas obras, especialmente entre las prostitutas y las mujeres perdidas de la ciudad.

—¿Y vos apoyáis su labor?

—¡Por supuesto que la apoyo!

Corbett se medio volvió.

—¿Os horrorizó la muerte de lady Somerville?

—¡Pues claro!

—Tengo entendido que se encargaba de la colada de la abadía, ¿no es cierto? ¿En qué consistía exactamente su trabajo?

Corbett volvió la cabeza hacia el sacristán y vio que éste había palidecido intensamente. ¿No había unas gotas de sudor en su frente?, se preguntó.

—Lady Somerville lavaba y cuidaba de una manera especial los manteles del altar, las servilletas, las vestiduras y otros lienzos litúrgicos, aparte los hábitos de los monjes.

—¿Sabéis lo que quiso decir lady Somerville con la frase Cacullus non facit monachum?

—¿El hábito no hace al monje? —El sacristán esbozó una leve sonrisa—. Es una frase que suelen usar nuestros enemigos, y quieren decir con ella que hace falta algo más que un hábito para ser monje.

—¿De veras? —preguntó Ranulfo—. ¿Y vos estáis de acuerdo, hermano?

Warfield le dirigió una mirada de desprecio mientras Corbett tamborileaba con los dedos sobre el alféizar de la ventana.

—O sea que no sabéis a qué se refería, ¿verdad?

—No, mis relaciones con las Hermanas de Santa Marta son prácticamente inexistentes. Bastantes cosas tengo entre manos. A veces me reúno con ellas en la Sala Capitular, pero eso es todo.

—¡Vaya, vaya, vaya! —Corbett regresó al banco—. Parece ser que aquí en Westminster nadie sabe nada, ¿verdad, hermano? Pues bien, yo quiero ver tres cosas: primero, la casa del padre Benito; después, la puerta de la cripta y, finalmente, a las Hermanas de Santa Marta. ¿Decís que se reúnen todas las tardes?

El sacristán asintió con la cabeza.

—En tal caso, mi querido hermano, vamos a empezar.

Abandonaron los edificios de la abadía y siguieron a Warfield cruzando el jardín cubierto de maleza hasta llegar a un pequeño huerto.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Ranulfo en un susurro—. Esta es la abadía del rey y la casa del rey y, sin embargo, todo está abandonado.

—En realidad, la culpa la tiene el rey —contestó Corbett en voz baja—. Está demasiado ocupado en Escocia como para ejercer presión sobre el papa Bonifacio y conseguir que se celebren las debidas elecciones. Se ha llevado a toda su servidumbre de Westminster y en su tesoro no hay dinero para pagar a los albañiles y los jardineros. No creo que conozca la gravedad de la situación. Cuando termine todo este asunto, se enterará.

—Y a los demás les da igual —terció Cade—. Nuestros acaudalados burgueses piensan que Westminster es un villorrio mientras que los obispos de Canterbury y Londres se alegran de ver su decadencia.

El espesor de la hierba del huerto se fue aclarando hasta que, en el interior de un pequeño cercado con la valla rota, vieron las negras ruinas de la casa del padre Benito. Corbett rodeó lentamente el edificio. No se había construido con juncos y argamasa sino con ladrillos cortados por los canteros, de lo contrario, hubiera quedado reducida a un humeante montón de escombros. Corbett estudió el marco de madera de la ventana de la parte superior de la pared, la cual se elevaba a más de diez palmos por encima del huerto.

—¿Es la única ventana? —preguntó.

—Sí.

—¿Y la techumbre era de paja o de tejas?

—De tejas rojas.

Corbett se acercó a la puerta, que todavía colgaba de sus goznes de acero. Era de roble y muy gruesa, provista de unos refuerzos de acero.

—¿Y ésta es la única puerta?

—¡Sí, sí!

Corbett la empujó y los tres entraron en el ennegrecido edificio derruido, arrugando la nariz a causa del fuerte olor de la madera quemada y del humo. El interior del edificio estaba totalmente destruido y las paredes encaladas, calcinadas. El hogar de piedra del fondo había quedado reducido a un montón de cascotes.

—Un lugar muy sencillo —comentó Corbett en voz baja—. La cama del padre Benito debía de estar en aquel rincón del fondo, al lado de la chimenea, ¿verdad?

Warfield asintió con la cabeza.

—Y probablemente dormía, comía y estudiaba aquí, ¿verdad?

—Sí, maese Corbett, la casa sólo tenía una habitación.

—¿Y qué había en el suelo?

—Probablemente juncos.

Corbett se acercó a un rincón y rebuscó entre las cenizas del suelo. Sacó una especie de hilos y los restregó entre sus dedos; sí, eran juncos y debían de estar muy secos, por cuyo motivo el fuego prendió fácilmente en ellos.

Corbett se situó en el centro de la estancia y contempló la pared de la ventana en la que la violencia de las llamas convirtió el marco de madera en una negra y fina ceniza; las llamas habían dejado unos profundos huecos negros en la pared y habían convertido el suelo en una alfombra de fina ceniza. Corbett se acercó a la chimenea y a los restos de la cama de madera. Permaneció allí un buen rato sin prestar atención a los murmullos de impaciencia de sus acompañantes y restregó los pies entre la ceniza.

—¡Tráeme un palo, Ranulfo!

El criado salió al huerto y regresó con una larga rama de tejo que afiló con su daga. Corbett empezó a rebuscar entre la ceniza, hundiendo el palo en la reseca tierra. Se concentró en una línea que bajaba directamente desde la ventana y regresó a la puerta donde aguardaban los demás.

—El padre Benito fue asesinado —anunció.

El sacristán le miró boquiabierto de asombro.

—Sí, fray Adam. Decidme de nuevo qué ocurrió cuando intentasteis apagar las llamas.

—Pues que no pudimos acercarnos a la puerta porque el calor era insoportable. Arrojamos cubos de agua contra las paredes y a través de la ventana. Era lo único que podíamos hacer.

—¿Y después?

—Cuando se apagaron las llamas, forzamos la puerta.

—¿Aún estaba cerrada bajo llave?

—Pues sí, pero los goznes se habían aflojado.

—Y encontrasteis el cuerpo medio quemado del padre Benito, ¿verdad?

—Junto a la puerta; a su lado se encontraba el cuerpo del gato. —El sacristán sacudió la cabeza—. No comprendo cómo pudo ser asesinado. La puerta estaba cerrada a cal y canto y sólo había una llave. ¡El padre Benito no hubiera abierto la puerta para que alguien entrara, provocara un incendio, saliera y cerrara la puerta a su espalda!

El sacristán esbozó una sonrisa triunfal como si acabara de hacer un brillante silogismo.

—El asesino no entró —dijo Corbett—. Si el fuego se hubiera iniciado cerca de la chimenea, las llamas más violentas se habrían producido allí. Sin embargo, observad la pared bajo la ventana y la pared del otro lado. Ambas están muy quemadas, lo mismo que la línea del suelo que discurre entre ellas. El incendio se inició en el centro de la habitación. Ocurrió lo siguiente: alguien arrojó hacia el centro de la habitación una jarra o un pellejo de aceite, de aceite muy puro porque es más difícil de descubrir. La jarra se rompió o el pellejo reventó y entonces arrojaron una yesca o una vela y los resecos juncos empapados de aceite se convirtieron en un rugiente infierno.

—¡Pues claro! —exclamó Cade—. Por eso el gato no pudo saltar a través de la ventana: estaba demasiado alta para él y el suelo al pie de la ventana, saturado de aceite.

—Y la pared de enfrente está muy quemada porque la brisa que entraba por la ventana empujaba las llamas hacia allí —añadió Ranulfo.

—¡Tonterías! —dijo el sacristán.

—Ni hablar —replicó Corbett—. He examinado el suelo del centro de la habitación bajo los juncos. No hay más que tierra reseca y, sin embargo, la arcilla de allí está manchada de aceite no del todo quemado.

—Pero el padre Benito alcanzó la puerta —dijo el monje.

—En efecto —replicó Corbett—. El sonido de la jarra de aceite al tocar el suelo y el rugido de las llamas lo debió de despertar. Toma la capa y la llave que guarda debajo de la cama y, sosteniendo al gato en sus brazos, corre hacia la puerta.

—¿Qué me decís de la muralla de fuego que cruzaba la estancia?

—Las llamas debían de ser bastante altas, pero seguramente la brisa aún no las había avivado. El padre Benito debió desesperarse y decidió enfrentarse a ellas antes de que alcanzaran el techo.

—¿Y cómo sabéis que la llave no se hallaba en la cerradura? —preguntó Cade.

—Porque, si hubiera estado allí, el padre Benito habría sobrevivido y el asesino hubiera elegido otro plan. —Corbett contempló el talabarte del alguacil auxiliar—. Vuestra daga, maese Cade, es de estilo italiano, fina y delgada. ¿Me la prestáis un instante?

Cade se encogió de hombros y se la entregó.

—Bueno —dijo Corbett—. ¿Queréis salir todos ahí fuera? Ranulfo, cubre el ojo de la cerradura con la mano.

Los acompañantes de Corbett, un tanto perplejos, salieron de la casa incendiada. Corbett cerró la puerta y la empujó con una mano antes de introducir el fino estilete de Cade a través del ojo de la cerradura. Al principio, el ojo estaba bloqueado; por lo que Corbett siguió empujando con cuidado hasta que oyó la exclamación de asombro de Ranulfo. Corbett abrió la puerta y le devolvió la daga a Cade.

Su criado le mostró un pequeño tarugo de madera medio quemado, largo y tan redondeado como si lo hubiera cortado un maestro carpintero.

—Ocurrió lo siguiente —dijo Corbett—. El asesino sabía muy bien dónde guardaba la llave el padre Benito. La noche en que asesinó al cura, introdujo este pequeño tarugo de madera en el ojo de la cerradura, rodeó la casa, arrojó el aceite y la tea encendida a través de la ventana y huyó corriendo. El padre Benito alcanza la puerta rodeado de llamas por todas partes; inserta la llave, pero la cerradura está bloqueada. Saca la llave, quizá lo intenta de nuevo, pero ya es demasiado tarde. —Corbett miró fijamente al sacristán—. No es posible que el tarugo estuviera antes allí, pues de otro modo el padre Benito no hubiera podido cerrar la puerta por dentro—. No, mi señor sacristán, el padre Benito fue asesinado a sangre fría. ¡Y yo tengo intención de descubrir por qué y por quién!

Corbett se volvió al oír unas pisadas. Un monje obeso y de baja estatura, cuyo mofletudo rostro revelaba no sólo inquietud sino también una cierta arrogancia, salió corriendo de entre los árboles y se acercó a la casa del cura.

—¡Fray Warfield! ¡Fray Warfield! —gritó—. ¿Qué es lo que ocurre? —Se detuvo, echó la cabeza hacia atrás como un pequeño gorrión y frunció los labios mientras sus negros ojos estudiaban al grupo—. ¿Quiénes son estas personas? ¿Necesitáis ayuda?

—¡No, fray Ricardo, no necesito nada! —contestó Warfield.

El orondo monje introdujo los pulgares en la parte interior del cordel con borlas que le ceñía la cintura.

—Bueno pues —dijo, mirando con expresión desafiante a su alrededor—. ¡Yo creo que sí!

—¡Fuera de aquí, hombrecillo! —le replicó Ranulfo—. ¡Estáis en presencia de sir Hugo Corbett, Custodio del Sello Secreto y emisario especial del rey!

—Perdón, perdón —tartamudeó el monje, mirando con ojos suplicantes a Warfield.

—No os preocupéis, fray Ricardo. —El sacristán le dio una fuerte palmada en el hombro—. ¡Todo va bien! —Mirando con una sonrisa a Corbett, explicó—: Fray Ricardo es mi ayudante y cumple celosamente con sus deberes.

—Me parece muy bien —dijo Corbett—. Pues ahora los dos me vais a enseñar la entrada de la cripta.

Corbett se volvió, no sin antes haber reparado en las miradas dé advertencia que intercambiaron Warfield y su obeso ayudante.