Capitulo 1
Eduardo de Inglaterra permanecía sentado en el asiento de una ventana de la pequeña cámara de las vestiduras situada detrás del salón del trono del palacio de Winchester. Se pasó un rato observando cómo uno de sus lebreles se terminaba las sobras de unos barquillos azucarados de una bandeja de plata y después cruzaba pausadamente la estancia y se agachaba en un rincón para defecar ruidosamente. El rey sonrió para sus adentros y miró por debajo de sus pobladas cejas a los dos hombres sentados en sendas banquetas delante de él. El mayor, Juan de Warenne, conde de Surrey, le devolvió en silencio la mirada. Eduardo estudió el cruel semblante del conde, su aguileña nariz, su barbilla cuadrada y aquellos ojos que en cieno modo le recordaban los del lebrel del rincón. De Warenne, pensó el rey, debía de tener un cerebro dentro de aquella cabeza de cabello cortado casi al rape, pero él no se hubiera atrevido a jurarlo. A De Warenne jamás se le había ocurrido una idea original, su habitual reacción ante cualquier acontecimiento era atacar y matar. Eduardo llamaba en secreto a De Warenne su lebrel, pues fuera lo que fuera que él le señalara, el conde lo atrapaba. Ahora éste se mostraba perplejo ante la enfurecida letanía de preguntas del rey y miraba en silencio a su amo a la espera de le diera una nueva orden. A pesar de la tibia mañana de principios de verano, De Warenne aún llevaba una gruesa capa de lana y, como de costumbre, un camisote y unas pardas polainas de lana de soldado, remetidas en unas botas de montar con las espuelas todavía puestas. Eduardo se mordió el labio. ¿Se quitaría alguna vez el conde la ropa?, se preguntó. ¿Y qué ocurría cuando se iba a la cama? ¿Llevaba su esposa Alicia la huella del camisote grabada en su blanco y delicado cuerpo?
Eduardo miró al hombre sentado al lado de De Warenne, vestido con un sencillo jubón azul oscuro ceñido con un ancho cinturón de cuero. Aquel hombre era tan distinto de De Warenne como la tiza del queso, con su melancólico y moreno rostro, sus ojos profundamente hundidos en las cuencas y una desgreñada mata de cabello oscuro ahora entremezclado con algunas hebras de plata. Eduardo le guiñó lentamente el ojo a su escribano mayor Hugo Corbett, emisario especial y Custodio del Sello Secreto.
—¿Vos comprendéis mi problema, Hugo? —le preguntó casi con un ladrido.
—Sí, Majestad.
—¡Sí, Majestad! —repitió el rey en tono burlón.
El atezado rostro del monarca se iluminó con una sonrisa y sus labios se curvaron en una mueca más propia de un perro fiero que del Ungido del Señor. El rey se levantó y se desperezó hasta que le crujieron los músculos del poderoso cuerpo y después se alisó con los dedos la leonina melena gris acero que le llegaba hasta la nuca.
—Sí, Majestad —volvió a repetir—. Por supuesto que sí, Majestad. ¿Así lo desea Vuestra Majestad? —Eduardo extendió la bota y rodeó con ella una pata de la banqueta de su escribano—. Pues bien, maese Corbett, ¿cuál es mi problema?
El escribano hubiera deseado poder decirle al rey con toda franqueza que era arrogante y tenía muy mal genio, y cruel y vengativo y muy dado a unos estallidos de cólera que no le servían de nada. Pero, en su lugar, cruzó las manos sobre las rodillas y miró al rey sin decir nada.
Eduardo aún iba vestido con su atuendo de caza verde oscuro y tanto sus botas como sus polainas y su jubón estaban enteramente cubiertos de gruesos glóbulos de barro. Por si-fuera poco, cada vez que se movía, despedía unos fuertes efluvios de sudor. Corbett no sabía quien era peor, si el rey o su lebrel. El rey se inclinó hacia él y Corbett contempló fríamente sus enrojecidos ojos y las ambarinas manchas de sus iris.
El rey estaba de muy mal humor. Siempre le ocurría lo mismo después de una partida de caza. La sangre aún ardía en las venas reales.
—Decidme —preguntó Eduardo con fingida dulzura—, decidme cuál es nuestro problema.
—Tenéis una rebelión en Escocia, Majestad. El cabecilla Guillermo Wallace es un auténtico soldado y un caudillo nato. —Corbett vio una mueca de hastío en el semblante del rey—. Wallace —añadió— utiliza los pantanos, las ciénagas, las brumas y los bosques de Escocia para lanzar sus ataques, planear sus salidas y urdir de vez en cuando alguna sangrienta emboscada. No hay manera de atraparlo, pues aparece donde menos se le espera. —Corbett hizo una mueca—. En una palabra, Majestad, está haciendo bailar a vuestro hijo el príncipe de Gales y comandante de vuestras fuerzas al son que él toca.
Los labios del rey se curvaron en una hipócrita sonrisa.
—Pero, en una palabra, maese Corbett, ¿cuál es el resto del problema?
El escribano miró de reojo a De Warenne, pero no encontró en él el menor apoyo. El conde permanecía sentado tan inmóvil como si fuera de piedra y Corbett se preguntó, no por primera vez, si Juan de Warenne, conde de Surrey, estaría en pleno uso de sus facultades mentales.
—La segunda parte del problema —añadió el escribano— consiste en que Felipe de Francia está reuniendo tropas en sus fronteras norteñas y, antes de que transcurra un año, lanzará un ataque concentrado contra Flandes. Dios quiera que sufra una derrota, pero, si se alzara con la victoria, extendería su imperio, destruiría un aliado, obstaculizaría nuestro comercio de la lana y hostigaría nuestros bajeles.
Eduardo se levantó y dio una lenta palmada.
—¿Y cuál es la tercera parte del problema?
—Dijisteis que habíais recibido una carta del alcalde de Londres, pero hasta ahora, Majestad, no habéis revelado su contenido.
El rey se sentó en una banqueta, rebuscó en el interior de su jubón y sacó un blanco rollo de pergamino. Lo desenrolló y miró a su alrededor con semblante adusto.
—Sí, es cierto —dijo—. Una carta del alcalde y del Concejo de Londres. Solicitan nuestra ayuda. Anda suelto un sanguinario asesino que se dedica a cortar las gargantas de todas las cortesanas, prostitutas y rameras de Londres de una a otra punta de la ciudad.
Corbett soltó una desdeñosa carcajada.
—¿Desde cuándo se preocupan los prohombres de la ciudad por las muertes de unas pobres prostitutas? Si recorréis en pleno invierno las calles de Londres, Majestad, veréis cadáveres de pintarrajeadas prostitutas congelados en las zanjas o muertos de inanición a las puertas de las iglesias.
—Eso es distinto —terció De Warenne, volviendo lentamente la cabeza hacia Corbett como si acabara de percatarse de su presencia.
—¿Y por qué es distinto, mi señor?
—No se trata de prostitutas callejeras sino de cortesanas de alto rango.
Corbett le miró sonriendo.
—¿Os parece gracioso, escribano?
—¡No, de ninguna manera! Pero hay algo más, ¿verdad?
Eduardo sostuvo el pequeño rollo de pergamino entre sus dedos.
—Pues sí —contestó en tono cansado—. Hay algo más. En primer lugar, estas cortesanas conocen muchos secretos. Han advertido claramente a las más altas autoridades de la ciudad que, si no se hace algo al respecto, puede que las señoras de la noche empiecen a contarle a codo el mundo lo que saben.
La sonrisa de Corbett se ensanchó.
—Daría hasta el último penique que tengo por estar allí cuando eso ocurriera. Ver cómo se sacan todos los trapos sucios de todos nuestros virtuosos representantes ciudadanos.
Eduardo sonrió al pensarlo.
—Yo podría decir lo mismo, pero esos virtuosos representantes son los que me cobran los tributos. La ciudad de Londres ofrece préstamos sin interés. —Su voz se endureció—. Ahora ya veis cuál es el problema, Corbett. Necesito plata para mantener a Felipe alejado de Flan-des y para expulsar a De Wallace de Escocia, de lo contrario, mis ejércitos se fundirán como el hielo delante de una hoguera—. El rey se volvió de repente, carraspeó y soltó un escupitajo sobre los juncos que cubrían el suelo—. No me importan las prostitutas y tanto menos me importan los representantes ciudadanos. Pero quiero su oro. ¡Y exijo venganza!
—¿Cómo decís, Majestad? —preguntó Corbett bastante intrigado.
Eduardo contempló con aire ausente al lebrel que en aquel momento se disponía a levantar la pata contra uno de los tapices que cubrían la pared. Se quitó distraídamente una bota y se la arrojó a! perro, el cual se alejó con un gañido.
—Han muerto unas cuantas prostitutas —contestó Eduardo—. Pero hay dos muertes que no quiero aceptar. —El rey respiró hondo—. Existe en la ciudad una asociación de viudas de noble cuna. Se llaman las Hermanas de Santa Marta y constituyen una orden seglar dedicada a las buenas obras. Concretamente, al bienestar físico y espiritual de las mujeres que recorren las calles. Yo ofrecí a estas hermanas mi protección personal. Se reúnen en la sala capitular de la abadía de Westminster, donde rezan y organizan sus actividades. Las hermanas desempeñan una labor muy meritoria y su superiora es lady Imelda de Lacey, cuyo esposo me acompañó en una cruzada. ¿Tuvisteis ocasión de conocerle, Corbett?
El escribano sacudió la cabeza sin dejar de estudiar al rey. Eduardo era un hombre muy extraño. Soltaba maldiciones, era violento, taimado, traidor, codicioso y vengativo, pero siempre cumplía su palabra. La amistad personal era para él tan sagrada como la misa. El rey recordaba especialmente a los compañeros de su juventud, a los caballeros que los habían seguido tanto a él como a su muy amada y ya difunta reina Leonor en sus viajes para combatir en Ultramar. En caso de que alguno de aquellos compañeros o sus intereses sufrieran algún daño, el rey actuaba con toda la rapidez y energía que podía. Corbett abrigaba un secreto temor. Le había prometido a su esposa Maeve regresar a Londres y llevarla junto con su hija de tres meses Leonor a visitar a su familia de Gales. Ahora se estremeció al pensar en lo que el rey pudiera exigirle.
—Pues bien, entre las Hermanas de Santa Marca —añadió lentamente Eduardo— se encontraba la viuda de uno de mis amigos del alma, lady Catalina Somerville. Hace dos semanas lady Catalina salió de Westminster, pasó por Holborn, en San Bartolomé se separó de su compañera y decidió tomar un atajo cruzando Smithfield para regresar a su casa, cerca de la Barbacana. Jamás llegó a su casa. A la mañana siguiente encontraron su cuerpo tendido en el suelo cerca del patíbulo con la garganta cortada de oreja a oreja. Murió de la misma manera que las prostitutas a las que trataba de ayudar. ¿Quién pudo matar a una anciana de una manera tan bárbara? —preguntó Eduardo, mirando enfurecido a De Warenne—. Quiero venganza —añadió en un susurro—. Quiero que atrapen al asesino. Los prohombres de la ciudad están indignados. No quieren que su buena fama sufra el menor menoscabo y piden que las viudas de los señores de alto rango sean debidamente protegidas.
—Habéis mencionado una segunda muerte, ¿no es cierto, Majestad?
—Pues sí. En el recinto de la abadía de Westminster hay una casita. Yo convencí al abad y a los monjes de que la cedieran en calidad de estipendio, sinecura y beneficio a un anciano capellán mío, el padre Benito. Era un santo varón que amaba al prójimo y practicaba las buenas obras. La noche en que asesinaron a lady Somerville, el padre Benito murió quemado en su casa.
—¿Y vos creéis que fue un asesinato, Majestad?
El rey hizo una mueca.
—Bueno, parecía un accidente, pero yo creo que fue un asesinato. El padre Benito era un nombre muy anciano, pero también muy prudente y estaba muy ágil. No comprendo como es posible que llegara a la puerta de su casa e incluso tuviera la llave en la mano pero no saliera. —El rey extendió los dedos y estudió cuidadosamente una vieja cicatriz de herida de espada que le cruzaba el dorso de la mano—. Antes de que me lo preguntéis, Corbett, os diré que hay una relación. El padre Benito era el capellán de las Hermanas de Santa Marta.
—¿Hay algún motivo para que se hayan cometido estos asesinatos?
—¡Por Dios bendito, Corbett, no lo sé!
El rey se levantó y cruzó la estancia a la pata coja para recoger su bota. Corbett intuyó que su regio señor le ocultaba algo.
—Hay algo más, ¿no es cierto, Majestad?
De Warenne empezó a tirar de un hilo suelto de su capa como si acabara de descubrir la cosa más interesante de la estancia. La inquietud de Corbett se intensificó.
—Sí, Corbett, hay algo más. Uno de vuestros viejos amigos ha regresado a Londres.
—¿Un viejo amigo mío?
—Sir Amaury de Craon, emisario personal de Su Muy Cristiana Majestad el rey Felipe de Francia. Ha alquilado una casa en la calle de la Iglesia de la Gracia, lo acompaña un pequeño séquito y es portador de unas misivas de amistad de mi regio hermano el rey de Francia. Le he expedido salvoconductos, pero, si ese malnacido está aquí, eso significa que en Londres se están cociendo más problemas de los que yo quisiera.
Corbett se cubrió el rostro con las manos. De Craon era el agente especial de Felipe. Dondequiera que fuera surgían dificultades: traición, sedición, conspiración e intriga.
—Puede que De Craon sea un malnacido —contestó Corbett—, pero no es un asesino cualquiera. ¡No puede estar implicado en estos asesinatos!
—No —dijo De Warenne—, pero las moscas que se alimentan de mierda tampoco son responsables de ella.
—Lo habéis expresado con mucha elocuencia, mi señor. —Corbett se volvió hacia el rey, que ahora estaba apoyado contra la pared—. Majestad, ¿qué tiene todo eso que ver conmigo? ¡Me disteis vuestra palabra de que, cuando terminara el avance real por el oeste, yo sería eximido de mis deberes durante los dos meses siguientes!
—Sois un escribano —dijo De Warenne torciendo los labios en gesto burlón.
—¡Valgo tanto como vos, mi señor!
El conde soltó un prolongado eructo y apartó la mirada.
—¡Me disteis vuestra palabra, Majestad!
—Podríais besarme el real trasero y de nada os valdría. Os necesito en Londres. Quiero que pongáis fin a estos asesinatos, encontréis al asesino y os encarguéis de que lo ahorquen en Tyburn. Quiero que averigüéis qué se llevan entre manos De Craon y su compañero Raúl de Nevers. ¡Quiero saber qué montones de mierda están revolviendo!
—¿Quién es De Nevers?
—Sólo Dios lo sabe. Algún representante de la pequeña nobleza francesa con ínfulas de cortesano. —El rey esbozó una sonrisa—. Ambos han mostrado interés por vos. Incluso le han hecho una visita de cortesía a lady Maeve.
Corbett experimentó un sobresalto y un estremecimiento de inquietud. Una cosa eran las intrigas de De Craon y otra que éste se presentara en su casa donde estaban su mujer y su hija.
—¿Iréis a Londres, Hugo?
—Sí, Majestad, iré a Londres, recogeré a mi mujer, a mi hija y a los sirvientes de mi casa y me iré a Gales tal como estaba previsto.
—¡Vive Dios que no lo haréis!
Corbett se levantó.
—¡Por Dios os juro que pienso hacerlo, sire! —Se detuvo al pasar junto a De Warenne y le miró—. Y vos, mi señor, deberíais beber más leche. Os aliviaría las flatulencias del vientre.
El escribano se encaminó hacia la puerta y se volvió al oír el silbido del acero. Ahora Eduardo se encontraba de pie junto al trono y había extraído su enorme espada de la vaina que colgaba del respaldo del asiento.
—¿Vuestra Majestad quiere matarme?
Eduardo se limitó a mirarle con rabia y entonces Corbett comprendió que el rey estaba a punto de sufrir uno de sus espectaculares arrebatos de furia. Todos los signos precursores estaban presentes: palidez facial, tendencia a morderse los labios, gesto amenazador con la espada, nerviosos puntapiés contra los juncos del suelo. «Es como un niño —pensó Corbett—, un chiquillo malcriado que no logra salirse con la suya.» El escribano se volvió hacia la puerta. La copa que el rey le arrojó pasó casi rozando su cabeza y se estrelló contra la puerta antes de que Corbett la alcanzara. El escribano estaba a punto de levantar la aldaba cuando sintió el cosquilleo de una daga en la parte lateral del cuello. De Warenne se había situado a su espalda; Corbett sabía que, a una palabra del rey, el conde lo mataría. Acarició el puño de la daga que llevaba sujeta en el cinto.
—¿Y ahora qué, mi señor conde? —murmuró volviendo la cabeza para mirar al rey, el cual se había dejado caer en su trono, libre ya de todo signo de cólera.
—Volved, Hugo —musitó el rey, mirándole con ojos suplicantes—. ¡Volved, por el amor de Dios! —Eduardo arrojó la espada al suelo. El escribano se volvió y se acercó a él; era lo bastante listo como para comprender cuándo estaba a punto de superar los límites de la paciencia real—. ¡Envaina la daga, De Warenne! ¡Santo cielo, somos amigos, no tres viajeros borrachos en una taberna! ¡Os ruego que os sentéis, Corbett!
El rey miró a su escribano mayor. Corbett vio las lágrimas que pugnaban por asomar a los ojos de Eduardo y se estremeció. Podía soportar los ataques de furia del soberano, pero sabía que, cuando Eduardo se ponía sentimental, la situación no sólo era patética sino también altamente peligrosa. El escribano había estado presente durante una reunión entre el rey y su hija mayor, la cual se había casado en secreto con alguien a quien el soberano consideraba por debajo de su rango. Al principio, Eduardo echó mano de la furia y de las lágrimas, pero, al ver que ninguna de las dos cosas le daba resultado, había golpeado a su hija, arrojado sus joyas al fuego y desterrado a la desventurada princesa y a su esposo a la más desolada mansión de Inglaterra. Corbett había oído hablar de ciertas ciudades escocesas que tuvieron la audacia de resistir los asedios del rey y después fueron tomadas por asalto sin que se respetara ni a las mujeres ni a los niños.
El rey chasqueó los dedos y De Warenne, con la daga ya envainada, sirvió vino para todos. A continuación, el viejo conde se sentó y empezó a tomar ruidosos sorbos de su copa, mirando de vez en cuando a Corbett con mal disimulado enojo, como si deseara cortarle la cabeza sin contemplaciones.
—Todo el mundo me abandona —dijo el rey con voz lastimera—. Mi amada Leonor ha muerto, Burnell ya no está... ¿os acordáis del viejo bribón, Hugo? Por los clavos de Cristo, ojalá lo tuviera ahora aquí a mi lado.
El rey se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y Corbett contempló con admiración al rey-actor interpretando uno de sus papeles preferidos... el de un anciano rey que rememora con tristeza las glorias de antaño. El escribano recordaba muy bien a Leonor, la bella esposa española de Eduardo. Mientras ella vivió, la cólera del rey jamás se había desbocado. Y recordaba también al canciller Burnell, obispo de Bath y de Wells, un viejo y astuto zorro que le amaba como a un hijo.
—Todos han desaparecido —añadió el rey en tono quejumbroso—. Mi hijo me odia, mis hijas se casan con quien ellas quieren. Ofrezco la paz y la prosperidad a los escoceses y ellos me las arrojan a la cara mientras Felipe de Francia baila a mi alrededor como si yo fuera un maldito mayo. —Eduardo se inclinó hacia adelante y asió a Corbett por la muñeca—. Pero os tengo a vos, Hugo. Mi brazo derecho, mi espada, mi escudo y mi defensa.
Corbett se mordió fuertemente el labio. No quería sonreír ni mirar a De Warenne, cuyo rostro estaba ahora profundamente hundido en su copa de vino.
—Os lo suplico —dijo el rey con voz quejumbrosa—. Os necesito, Hugo. Sólo por esta vez. Os ruego que vayáis a Londres y aclaréis este embrollo. Veréis a vuestra esposa y a vuestra hija. —El rey le comprimió la muñeca—. La habéis bautizado con el nombre de Leonor. No lo olvidaré. Iréis, ¿verdad? —preguntó el soberano, apretando todavía con más fuerza la muñeca de su escribano.
—Sí, Majestad, iré. Pero cuando todo termine y el juego toque a su fin, ¿cumpliréis vuestra palabra?
El rey sonrió valerosamente, pero Corbett vio un destello burlón en sus ojos.
—No soy una pieza de ajedrez, Majestad —musitó el escribano, mirando de soslayo a De Warenne. ¿Se estaba el conde burlando de él?—. ¡De Warenne! —le gritó.
El conde levantó la vista.
—¡La próxima vez que desenvainéis la daga contra mí, os mataré!
Dicho lo cual, Corbett se levantó y se encaminó hacia la puerta.
—Volved, Hugo. —Ahora el rey se había levantado a su vez y sostenía la espada con ambas manos—. No sois una pieza de ajedrez, Corbett, pero yo os convertí en lo que sois. Vos conocéis mis secretos. Os he dado riquezas y una mansión en Leighton. Y ahora os voy a dar algo más. ¡De rodillas!
Sorprendido, Corbett hincó una rodilla en tierra mientras el rey, con la mayor rapidez que pudo, lo tocaba una vez en la cabeza y otra en cada uno de los hombros, dándole después una ligera palmada en el rostro.
—Os nombro caballero.
La proclamación fue muy breve y sencilla. Turbado, Corbett se sacudió el polvo de la ropa. Eduardo volvió a envainar la espada.
—Dentro de un mes, la Cancillería os enviará vuestra carta de ennoblecimiento. Bien, Corbett, ¿qué decís?
—¡Os lo agradezco, Majestad!
—¡Tonterías! —replicó Eduardo—. Si De Warenne os vuelve a amenazar y vos lo matáis, os tendré que ejecutar. Pero ahora que sois un caballero con título y espuelas, será un combate entre iguales. —El rey tomó la mano de Corbett—. Será mejor que os retiréis, mis escribanos redactarán las cartas necesarias, concediéndoos mi permiso para intervenir en estos asuntos.
Corbett se retiró a la mayor rapidez que pudo, alegrándose en su fuero interno del honor que se le había dispensado, pero maldiciendo también al rey por haberse salido con la suya.
—Juan —musitó Eduardo—, te quiero como a un hermano, pero si alguna vez vuelves a desenvainar la daga contra Corbett, ¡por mi corona que yo mismo te mato!
Corbett regresó a su cámara y empezó a recoger con aire ausente sus efectos personales, arrojándolos al interior de las alforjas. Maeve se pondría furiosa, pensó. Su bello y sereno rostro se contraería en una mueca de cólera, entornaría los ojos y, cuando le salieran las palabras, empezaría a soltar maldiciones contra el rey, contra su corte y contra las obligaciones de su marido. Pero no tardaría en calmarse. Se enorgullecería de que su esposo hubiera sido nombrado caballero y haría una pausa antes de volver a despotricar contra su regio señor. Y estaba también Leonor: a los tres meses de su nacimiento, ya mostraba los signos de una belleza semejante a la de su madre. Era una niña sana y estaba muy bien proporcionada. A Corbett le habían echado cariñosamente en cara que quisiera un varón, pero, en realidad, le daba igual con tal de que Maeve y la niña estuvieran sanas. Se sentó en el borde de la cama escuchando con aire distraído los ruidos del interior de las murallas. ¡La niña tenía que estar sana! Pensó en su primera esposa María y en su hijita, muertas muchos años atrás. A veces recordaba sus rostros con toda claridad y otras los perdía en medio de una densa niebla.
—No puede volver a ocurrir —dijo en un susurro, golpeando el suelo con las botas—. ¡No puede volver a ocurrir!
Tomó la flauta que descansaba sobre la cama y tocó suavemente unas cuantas notas. Cerró los ojos y, en un abrir y cerrar de ojos, regresó al pasado. María se encontraba a su lado y la chiquilla que tan prematuramente le arrebatara la peste estaba dando unos vacilantes pasos delante de ella. Evocó otras imágenes, la perspicaz y astuta mirada de Robert Burnell; el bello y apasionado rostro de Alicia de Bowe. Vio otros rostros, muchos de ellos pertenecientes a personas muertas o atrapadas en sus terribles traiciones o sus sutiles asesinatos. Pensó en el irascible temperamento del rey y en sus peligrosos cambios de humor, y se preguntó cuánto tiempo permanecería al servicio del soberano.
—Tengo oro suficiente —murmuró—. Y la mansión de Essex. —Sacudió la cabeza—. El rey no permitirá que me vaya, pero, ¿cuánto tiempo durará el rey? —Corbett bajó los ojos al suelo y acarició la flauta con ambas manos disfrutando de la suave textura de la madera pulida—. El solo hecho de pensar en la muerte de un rey es un delito de traición —añadió en voz baja.
Pero el rey superaba ya con creces los sesenta años y, ¿qué ocurriría cuando muriera? El rubio príncipe de Gales era harina de otro costal, con su afición a la caza, los apuestos jóvenes y los placeres de la cama y de la mesa.
«Cuando muera el anciano rey —se preguntó Corbett—, ¿qué hará su sucesor? ¿Me va a necesitar o me buscará un sustituto? ¿Qué dirá Maeve?» La imagen de su mujer le hizo recordar las palabras del rey acerca de De Craon.
—Me pregunto qué querrá ese pelirrojo y taimado malnacido —musitó.
Se levantó y se acercó a una mesa cubierta de pergaminos. Dos cosas atrajeron especialmente su mirada. Primero, un sucio trozo de pergamino con una mezcla de números y extraños signos, la clave que su espía había utilizado en París. A su lado, cuidadosamente escrita en tinta verde azulada, estaba la traducción de la clave llevada a cabo por uno de los escribanos del Sello Secreto. Corbett la tomó, la leyó rápidamente y soltó una maldición. Quería comentárselo al rey. El espía, oficialmente un mercader inglés que había ido a comprar vinos en el mercado de París, había visto al fugitivo y proscrito inglés Ricardo Puddlicott en compañía del Guardián de los Secretos de Felipe IV Guillermo Nogaret en una taberna situada a un tiro de piedra de la entrada principal del palacio del Louvre. Puddlicott era un hombre buscado por la ley, un ladrón y un asesino de un emisario real, pero, por encima de todo, un estafador. Nadie podía facilitar una descripción clara de Puddlicott, pero su tramposa conducta hizo desaparecer los beneficios de más de un mercader. Había sido escribano en Cambridge en otros tiempos, pero ahora utilizaba su extraordinario ingenio y su inteligencia para despojar a la gente de las riquezas que tanto esfuerzo les costara acumular y aparecía constantemente en Francia e Inglaterra con sus infames intrigas. Ningún representante de la ley había conseguido atraparle y detenerle. El espía de París de Corbett envió la descripción de un hombre rubio de rubicundas mejillas que renqueaba ligeramente al andar. Pero el senescal del rey en Burdeos lo describía como un hombre moreno de pálida tez y bien proporcionadas extremidades.
Corbett volvió a leer la carta. Lo único que había averiguado el espía era que el Guardián de los Secretos había estado hablando con Puddlicott, pero no sabía sobre qué. Sólo podía decir que Nogaret parecía muy contento e interesado.
—¡Eso se lo hubiera tenido que decir al rey! —repitió y, acercándose a la puerta con los documentos fuertemente apretados en su puño, llamó a gritos a un escribano para que se los llevara inmediatamente al soberano.
Después contempló la desordenada estancia. Aún no se había librado de la inquietud que le causara su reciente reunión con el rey. Sería mejor salir enseguida, pensó.
—Cuanto antes me vaya, tanto antes terminaré murmuró—. ¿Dónde estará mi honrado Ranulfo?
Ranulfo, el honrado criado de Corbett, estaba sentado en un rincón de la gran sala con unos guardias del séquito real a los que pretendía convencer de que jugaran una partida de dados con él. El pelirrojo y pálido criado miró solemnemente a su alrededor con sus verdes ojos de gato.
—No juego muy bien a los dados —murmuró.
Los soldados le miraron con una sonrisa, pensando que acababan de atrapar a un primo.
Ranulfo hizo sonar su bolsa.
—Tengo un poco de plata —añadió— y mi compañero también.
Se volvió hacia el mozo de cuadra de Corbett, el rubio y mofletudo Maltote, sentado a su lado con cara de ingenuo chico del campo. Maltote miró a los soldados con expresión bobalicona y Ranulfo sonrió mientras los atraía a la trampa. Se echó el dado y Ranulfo perdió. Después, entre exclamaciones de «¡Es la suerte del principiante!», empezó a ganar. Estaba totalmente inmerso en el juego cuando los soldados levantaron la vista atemorizados y él sintió en el hombro el puño de hierro de su amo.
—Ranulfo, amigo mío —dijo Corbett en un suave susurro—. Tengo que decirte una palabrita al oído.
Ranulfo le miró con enojo.
—Amo mío, estoy jugando una partida.
—Y yo también, Ranulfo —replicó Corbett—. Una palabra lejos de tus amigos.
Ranulfo se levantó y Corbett se apartó con él sin soltarle el hombro.
—¿Qué ocurre, amo mío? —preguntó Ranulfo, gesticulando de dolor mientras los dedos de Corbett se hundían en su hombro.
—En primer lugar, Ranulfo, te dije que no usaras esos dados contra los soldados del rey. Son hombres que trabajan muy duro y tú no estás aquí para birlarles todos los peniques que ganan. En segundo lugar —añadió, soltándolo—, tienes que regresar inmediatamente a Londres.
Ranulfo se despojó de su máscara de fingida inocencia y esbozó una picara sonrisa de complacencia.
—Y, en tercer lugar —prosiguió Corbett—, tenemos que hacer el equipaje.
—Estaba ganando, amo mío —protestó Ranulfo en un áspero susurro.
—¡Bien lo sé, Ranulfo, y ahora mismo les vas a devolver todos los peniques! ¿Maltote?
Ranulfo se alejó tristemente y levantó los ojos al cielo en el momento en que Maltote pasaba por su lado. Corbett miró con inquietud a su joven mozo de cuadra.
—No irás armado, ¿verdad?
El mozo le miró sonriendo.
—¡Menos mal! —dijo Corbett, devolviéndole la sonrisa mientras contemplaba asombrado la inocente expresión de los ojos azul aciano del muchacho.
Jamás en su vida había conocido a un soldado como Maltote tan hábil y experto con los caballos, pero tan inútil con las armas. Si Maltote llevaba un cuchillo, o se lastimaba él mismo o le hacía daño a cualquiera que tuviera al lado. De haber tenido un arco, hubiera tropezado y dejado tuerto a cualquier pobre desgraciado que anduviera por allí y, armado con una espada o una lanza, hubiera sido tan peligroso como un enemigo.
—¡Maltote, Maltote! —le dijo Corbett en voz baja—. Antes eras un ingenuo soldado y un excelente jinete, pero ahora has conocido a Ranulfo. —Corbett hizo una mueca al ver la admiración que expresaban los ojos de su sirviente—. Sí, sí, ya lo sé —añadió—. Lo que no sepa Ranulfo de mujeres, de dados y de vino no merece la pena. Pero nos vamos a Londres. Tenemos que salir de inmediato. Toma dos caballos de las caballerizas reales, cabalga lo más rápido que puedas y dile a lady Maeve que Ranulfo y yo te seguimos. Dile —el escribano mayor del rey se humedeció los labios con la lengua— que no vamos a Gales sino que nos quedaremos un poco más en Londres.
El joven mensajero asintió enérgicamente con la cabeza y se retiró a toda prisa, deteniéndose tan sólo un instante para contemplar cómo un afligido Ranulfo devolvía las ilícitas ganancias de su tramposa partida de dados. Corbett le vio alejarse, cerró los ojos y confió en que Dios y Maltote le perdonaran su cobardía, pues el pobre mensajero sería quien primero sufriera las consecuencias de la cólera de lady Maeve.