VI

EL FARSANTE, EN LA CALLE

La moza flamenca, un poco mujerona y pesada, se ha quedado dormida, vencida por el vino, recostada en el regazo de su acompañante, un viejo flaco y crapuloso.

El corsé escarlata muestra el seno blanco; la falda, levantada a medias, enseña la enagua violeta y las medias rojas. La mano derecha suelta una pipa que sin duda la buena moza estaba fumando.

El viejo de esta orgía es un viejo calvo, grotesco, frenético, una caricatura de Don Quijote. Está sentado en un banco, con la ropa en desorden, las medias en los talones y las pantorrillas al aire. No parece un viejo holandés, tranquilo y pesado, sino un meridional exaltado, un tanto mefistofélico, con los ojos turbados y la boca con una mueca agria.

Quizá es algún personaje caricaturizado, algún profesor, algún notario, algún burgomaestre de la ciudad.

Con la mano derecha levanta el vaso lleno y grita o canta con el aire furioso de un hombre que quiere aprovechar las fuerzas que se le van escapando con el alcohol.

Mientras tanto, unos músicos con aire burlón salen de la taberna, y una mujer, quizá la criada, roba la capa al juerguista.

Entre los restos de la orgía, un gato contempla pensativo a la mujer dormida.

Por encima de la cabeza del viejo hay una hoja en donde están dibujados un búho, unas velas y unos anteojos, y escrito en holandés un refrán que, traducido al castellano, dice así: «¿Para qué velas o anteojos, si el búho no quiere ver?».

«La orgía de Jan Steen», Las estampas iluminadas

Durante algunos días la situación quedó estacionaria. Nelly no mejoraba ni empeoraba en su enfermedad. Se decía que su padre seguía vagabundeando por los garitos y las tabernas del pueblo. Como no aparecía por la casa, Nelly expresó varias veces su deseo de verle.

Una noche, Larrañaga, al pasar por el muelle de Leuvenhaven, vio en un callejón al cómico, le siguió hasta la calle de Schiedamschedyk y entró tras él en una taberna.

Guillermo Baur se acercó a una mujer gruesa, que sin duda le esperaba.

Estaba el cómico flaco, mojado, harapiento, con las mejillas rojas; tenía un aire más desagradable que nunca. Se parecía al viejo de la orgía de Jan Steen. En la taberna había algunas mujeres de vida airada y algunos chulos.

Larrañaga se acercó al cómico y le dijo que su hija quería verle.

—Ya iré —contestó él, de una manera malhumorada.

—Que vea que no sólo va usted a pedirle dinero.

La mujer que acompañaba a Baur era una alemana gruesa, de aire brutal, que al parecer se reía de él.

De pronto Guillermo Baur exclamó:

—Yo no puedo vivir así. Me voy a matar.

—¡Bah! —exclamó Larrañaga.

—Sí; usted no lo cree, pero me voy a suicidar. Un día me encontrarán ustedes muerto.

—Eso sería una gran solución —le dijo Larrañaga—. Yo, naturalmente, me alegraría, y su hija lo sentiría unos días, pero después podría vivir tranquila. Aquí tiene usted medios magníficos de suicidarse. Estos canales están invitando a los aficionados.

—Eso querría usted, que yo me suicidara —gritó Baur.

—¡Ah! Naturalmente. Ahora, que ya sé que no se suicidará usted. Tiene usted de cobarde todo lo que tiene de farsante. Es usted un cómico en todo menos en el escenario, en donde no pasa usted de ser un detestable histrión.

—Le odio a usted y le desprecio —chilló el cómico.

—¿Usted que va a despreciar, pobre miserable? ¿A quién va usted a despreciar? Si usted mismo se reconoce bajo, vil y sin ningún talento. Es usted un parásito, un bufón sin asomo de dignidad.

—¿Ha concluido usted?

—Sí.

—Este bufón sin asomo de dignidad se llevará a su hija.

—¿Para dejarla en un hospital? ¿Para que se muera en el camino?

—Para que viva a mi lado. Para que viva con su padre.

—¿Con qué la va usted a alimentar? ¿Es que piensa usted dejar su borrachera habitual y ponerse a trabajar?

Larrañaga esperó a que el padre de Nelly quisiera ir con él a ver a su hija.

—Estoy avergonzado —dijo de pronto el cómico—. ¡He sufrido tanto!

Luego se puso a hablar irónicamente, con sarcasmo. Él era, sobre todo, un artista, que no se había rebajado nunca a pedir favores, y menos a los filisteos, incapaces de comprender lo que él era y lo que él valía. Larrañaga, incomodado, le dijo:

—No sé si se rebaja usted a pedir favores; pero a pedir dinero, sí. Al menos me lo ha pedido usted a mí, que soy un filisteo que indudablemente no comprende su arte, quizá porque me parece una cosa ridícula.

—Le tengo odio a usted, le detesto —gritó el cómico.

—Me parece muy bien. Nos pagamos con la misma moneda. Si no fuera porque su hija, que le quiere ver, es amiga mía, quizá yo, al pasar por el canal, le empujara para que fuera usted a hundirse en el cieno, que es donde debía estar.

De pronto, al oír que Larrañaga le negaba todas sus condiciones artísticas, Baur comenzó a llorar.

—Es verdad, es verdad —dijo—. No soy nada. Estoy perdido.

—Bueno; vamos a verle a su hija, que le llama a usted. Sea usted alguna vez un poco generoso y un poco fuerte.