IV

DE INSTITUTRIZ

Dos cosas igualmente tristes recordaba Joe como impresiones paralelas: unas filas de ciegos, vestidos de negro, en una ciudad de Marruecos, con los ojos como cicatrices, tostándose al sol, y un colegio de asiladas en una ciudad del norte de Europa.

En un lado, la tristeza del sol; del polvo y de la miseria; en el otro, la tristeza del frío, de la lluvia y del cielo gris.

Estas dos impresiones paralelas resumían para él la dureza implacable de la vida.

«Los ciegos y el colegio», Las estampas iluminadas

Nos escribieron de Nyborg y yo preparé mi viaje.

Los señores a cuya casa fui eran unos alemanes establecidos en la ciudad hacía unos veinte años. Aunque ellos venían de Flensburg, no eran naturales de Schleswig-Holstein, sino que procedían de Silesia.

Estos alemanes eran de una tristeza y de un humor negro. Vivían pensando únicamente en la guerra, dominados por un ansia patriótica, y a medida que la situación se hacía peor para Alemania su carácter se volvía más sombrío.

Creían que mientras durase la guerra no había ni que respirar. La gente de la vecindad no les quería. Estaban aislados. Su patriotismo alemán se mostraba completamente intransigente.

El señor Brinckmann era como una máquina; siempre hacía lo mismo, sin variar.

La señora de la casa, la señora Brinckmann, pasaba todo el día trabajando desde la mañana hasta la noche. No quería tener un momento de descanso; aseguraba que para ella el momento de descanso era el momento de las malas ideas. Después de trabajar, no había, según ella, más que rezar y acostarse. La señora Brinckmann pensaba que todos tenían que hacer como ella: trabajar y rezar.

La dueña, de por sí tan severa, se mostraba más severa aún con las noticias adversas de la guerra. Tenía siempre una mirada fría e imperiosa y una voz seca y dura cuando mandaba.

La casa era tan antipática como sus amos. Todo lo que no fuese útil, serio y piadoso, se consideraba como malo.

Una frase un poco viva, un deseo expresado con alguna energía, era una impertinencia. La vida debía ser dura, triste, implacable.

El matrimonio Brinckmann dividía su simpatía o su antipatía por los países del mundo, según que tuvieran amistad o no con Alemania. ¡Eran tan pocos los países que simpatizaban con Alemania! De aquí que el español les pareciese pasablemente simpático.

Para Frau Brinckmann, el que yo fuera católica, era un error. Los buenos alemanes, según ella, no podían ser más que protestantes. La Reforma era la gloria mayor de Germania.

El matrimonio Brinckmann tenía varios hijos. Los dos mayores estaban en el servicio militar. Había en la casa dos muchachas, de dieciséis y dieciocho años, y un joven de quince, y una niña. Las dos muchachas eran coquetas y frías. El joven, Carlos, era un bruto, que no quería más que mandar y pegar. Únicamente la niña pequeña, de nueve años, era simpática y cariñosa. A esta le tenía que dar yo mis lecciones.

Las dos hijas mayores eran muy robustas; pero poco inteligentes, pesadas, sin gracia, sin ninguna simpatía ni atractivo.

Por sus gustos, eran completamente danesas, y hablaban danés más que alemán. Habían estado en Copenhague, y habían vuelto entusiasmadas de la capital. En cambio, el hijo que quedaba en casa, era alemán intransigente, y afirmaba que viviría con gusto en Dinamarca, pero siempre que Dinamarca fuese de Alemania, por conquista, por fusión o por otra razón cualquiera.

Los dos hijos mayores, que estaban en la guerra, escribían constantemente cartas patrióticas; pero a medida que la situación de Alemania iba empeorando, su patriotismo decaía, y decaían también sus esperanzas.

Yo no tenía ninguna simpatía por las dos muchachas mayores; pero al joven Carlos le odiaba profundamente.

Este era un bruto y no pensaba más que en hacerse grande y en ir a la guerra.

Quería tratarnos a todos como si él fuera un capitán y nosotros sus soldados. Se pegaba con los demás chicos y empleaba siempre malas artes, porque ni era valiente ni noble, sino principalmente malintencionado y agresivo.

El joven Carlos, muy orgulloso, creía que era una gran ventaja ser alemán.

Las dos muchachas mayores, tontas, egoístas y orgullosas, le respetaban por su violencia.

La señora de Brinckmann, como su marido y su hijo, creían que Alemania era el país elegido por Dios; todos los demás estaban hundidos en el vicio y en el pecado. Frau Brinckmann suponía que la gente de les países del Mediodía de Europa eran todos como gitanos. Los mismos alemanes del Sur y los austriacos, infectados con la religión católica, andaban, según ella, muy cerca del gitanismo. Los italianos y los españoles eran, naturalmente, mucho peor; aunque los españoles estaban algo purificados por no haber entrado en la guerra con los aliados. De todas maneras, era indudable para ella que los católicos eran idólatras y paganos, adoradores de imágenes y que no pensaban más que en placeres y en vicios. Los cómicos y los cantantes le parecían por el estilo de los católicos y de la gente del Sur. Únicamente los actores que representaban obras que incitasen al trabajo, al patriotismo, a la religión y al engrandecimiento del Estado alemán podían ser buenos.

En esta casa sufrí yo lo indecible.

Los primeros meses no sé cómo los pude soportar. Luego me fui acostumbrando. El doctor Wegerland, que era el médico de la casa, dijo a los Brinckmann que yo no podía trabajar mucho, y gracias a esto el régimen se suavizó con respecto a mí.

La vida era triste en la casa de Nyborg. La sirena de los barcos en el silencio de la noche y las riñas de la señora Brinckmann se me antojaban algo parecido. En medio de la niebla, los silbidos de las sirenas en medio del aburrimiento, las pragmáticas del deber seco y adusto, me parecían igualmente desoladas.

El invierno, los días de frío, de hielo, las nevadas, el cielo negro, y luego el viento del mar, siempre rugiendo, me ponían en un estado de aburrimiento y de desesperación.

Algunas veces, dentro de mi cuarto, solía hacer trajecitos para mi muñeca, y me divertía en quitárselos y en ponérselos. Creo que le reñía también. Las hijas de la señora Brinckmann descubrieron que cosía estos trajecitos, y para defenderme le dije a mi ama que se los enviaba a unos sobrinitos que no tenían juguetes.

Teníamos en Nyborg una biblioteca circulante. La señora Brinckmann se consideraba con derecho para inspeccionar los libros que leíamos. Le chocó que, después de conocer a Larrañaga, yo pidiese con frecuencia libros sobre asuntos españoles. Me preguntó el porqué de este capricho y le dije que tenía parientes en España. A ella no le chocaba que tuviera parientes en España, porque, según ella, un cómico como mi padre no podía tener parentesco más que en sitios absurdos y poco honestos.

A raíz de llegar mi amigo don José, conocí al maestro Sinding y a la señorita Nord, y llegué a hacerme amiga de ambos.

El señor Sinding parecía tener un gran entusiasmo por la señorita Nord; pero ella no se rendía, y se presentaba siempre en una actitud fría y hermética. Alguien dijo que Julieta Nord estaba casada; pero otros arguyeron que, aunque estuviera casada, podía divorciarse.

El maestro, el señor Sinding, era hombre simpático, y en cierta época me pareció que tenía veleidades de hacerme la corte. Me dijo que yo le había hecho las únicas observaciones inteligentes acerca de su libro de poesías, porque los demás, según él, no le habían dicho más que vulgaridades, sin ningún sentido.

Yo le repliqué que era difícil que mis observaciones valieran algo; que había comprendido que sus poesías estaban muy bien, pero que yo no conocía bastante el danés para poder apreciar de una manera concreta sus bellezas.

Sinding no se convenció. La misma señorita Nord, según él, no le había dicho nada. No había hecho más que sonreír.

Julieta Nord, mujer muy inteligente, se manifestaba muy reservada, como la reserva en persona. Era muy difícil conocerla y poder juzgarla. Estaba siempre en su puesto. No decía nunca más que lo que quería, ni más ni menos. Así estaba en una actitud hermética, siempre sonriendo, como con una gran seguridad de que no diría sus secretos. Tampoco quería oír confidencias de nadie; las rechazaba con un gesto amable que ocultaba su profundo desdén.

Como me dijo Larrañaga, a él esta mujer le había hecho la impresión de una avispa.

A Julieta Nord no le gustaba que le llamaran Frau Nord, como se dice en el país; prefería ser llamada Miss Nord y mejor Mademoiselle Juliette.

A pesar de su reserva, la señorita Nord se hizo amiga mía; me contó que había estado en Francia y en Italia.

—¿Son bonitos estos países? —le pregunté yo.

—¡Oh, son muy chic! —contestó ella.

Julieta Nord me dijo confidencialmente que ella era de familia católica. Su padre se había convertido al catolicismo; pero ella apenas practicaba la religión.

La señorita Nord me prestó también algunos libros. Una vez, al maestro Sinding, al doctor Wegerland y a mí nos convidó a comer en un hotel de misiones cerca del puerto donde ella vivía.

Yo le conté a la señorita Nord que tenía correspondencia con el señor español que había estado en Nyborg. Ella me dijo que había tenido amores en Suiza con un italiano, pero este italiano había ido a la guerra, y ya no sabía nada de él.

Algún tiempo después, un médico joven nos convidó en el hotel Postgaarden a cenar cuando se casó. Las dos chicas de la casa fueron también al banquete, y se mostraron muy celosas porque otro médico joven, condiscípulo del que se casaba, estuvo hablando conmigo de Berlín, donde había pasado dos años de estudiante.

En este invierno algunos profesores dieron conferencias. Sinding dio una, con proyecciones, sobre Rusia, que nos entretuvo mucho; otro profesor disertó sobre el Renacimiento italiano, y un joven estudiante de Teología nos habló de las ideas religiosas de Schleiermacher y de Kierkegaard.

Esto fue lo que más nos apasionó. Únicamente Julieta Nord se sentía hostil a tales ideas y no quería ni oír hablar de ello.

Las demás personas que conocía discutieron con apasionamiento si debía uno apartarse del mundo o no y buscar la salvación en la soledad, y si las acciones tenían valor únicamente por su intención.

Al parecer, la guerra había provocado en algunas personas un gran fervor religioso.

Tiempo antes de dejar Nyborg me llamó la madre del maestro. La señora Sinding era una mujer ya vieja, muy simpática, muy trabajadora y con un aire muy bondadoso.

Se hizo amiga mía, y al cabo de algún tiempo me habló confidencialmente. Ella tenía miedo de que su hijo se dejase arrastrar por la señorita Nord.

Esta mujer era para ella una mujer misteriosa, ambigua y de poco fiar. ¿De dónde venía? ¿Qué se proponía? Ella no lo podía comprender.

—Mi hijo está muy entusiasmado con usted —me dijo una vez Frau Sinding, y añadió—: ¿Por qué no entenderse con él? Es un hombre joven, fuerte, bondadoso, de talento y de porvenir.

Yo le dije que comprendía que su hijo era un hombre joven y de talento, un buen partido para una muchacha; pero que a mí no me había dicho nunca nada, y que yo, por otra parte, estaba comprometida con el caballero español. Además, no tenía salud. Mi corazón había quedado débil, enfermo, después de unas fiebres, y yo no tenía resistencia para vivir como ella.

—Yo —terminé diciendo— necesito ir a un país donde haya sol. Si no, me moriré.

Ella me abrazó y me besó. Después me dijo que si en casa de los Brinckmann me trataban mal, fuera a la suya, donde me consideraría como a una hija.

Decidí no ir. Salir de casa de los Brinckmann no me costaba nada; salir de la casa de la madre del maestro me hubiera costado más.

Por este tiempo intimé con la señorita Nord. El misterio de esta mujer no estaba en lo que había hecho hasta entonces, sino en su carácter descontento.

Tenía un romanticismo enfermizo que probablemente ni en el Norte ni en el Mediodía hubiese podido satisfacer. Aseguraba siempre que prefería el hombre del Mediodía, aunque fuera canalla, al tipo del Norte, con todas sus virtudes, porque le parecía pesado y aburrido. Soñaba con unos hombres que supongo que no existen en ninguna parte: extraños, decadentes y perversos.

Yo creo que aquella mujer era un poco enferma y estaba envenenada por la literatura. Tenía una melancolía, una ansiedad siempre insatisfecha. Era, al mismo tiempo, inquieta y perezosa, curiosa e indiferente. Cuando esperaba algo, vivía anhelante, y cuando llegaba lo que esperaba, se desilusionaba en seguida. Si emprendía algo, los primeros obstáculos le fatigaban y le descorazonaban. Yo intenté tranquilizarla, convencerla de que debía abandonar fantasías absurdas. Ella sonreía al hablarme y me acariciaba…

Esa ha sido mi vida los tres años que he estado en Nyborg. El primer año lo pasé aburrida y desesperada; los otros dos, soñando en salir de aquí. Ahora, al pensar en este pueblo, que pronto voy a dejar, lo recuerdo con complacencia y con cariño.