VII

NELLY Y SU AMIGA

En Nyborg los campos de trigo de los alrededores tienen muchas amapolas. Tantas amapolas, según los habitantes, se deben al trigo malo llevado allí por los españoles del marques de la Romana cuando estuvieron de guarnición en el pueblo.

Estas amapolas de origen hispánico, que aparecen como gotas de sangre en los sembrados, son el recuerdo en tierras nebulosas del Norte de un país violento y abrasado por el sol.

Nyborg, ciudad lánguida y triste, mira de cara al gran Belt. Es pueblo de ladrillo, con una iglesia gótica también de ladrillo, con campanario forrado de cobre y relojes con la esfera del mismo metal.

Desde cerca del puerto se ve una punta avanzada en el mar, la punta de Knudshoved, y algunas islas bajas, oscuras, casi siempre confusas y desvanecidas en la niebla.

Nyborg, con sus siete a ocho mil habitantes, es silencioso y un poco conventual. Tiene casas pequeñas, algunas muy bonitas, como muebles barrocos, con las ventanas adornadas por muchas flores y con esos espejos de gentes curiosas e hipócritas llamados espías, para ver desde el interior quién pasa por la calle.

Como en casi todos estos pueblos, hay una plaza del mercado y una calle larga, comercial, próxima al puerto, con almacenes y varias tiendas; pero todo ello es opaco, vulgar y gris… Lo único extraordinario son esas amapolas rojas de origen español que manchan en pleno verano como gotas de sangre los sembrados amarillentos de trigo.

«Amapolas de Nyborg», Evocaciones

La pequeña distancia de Odense a Nyborg la hicieron en tren. El tiempo claro, hermoso, ya de principio de otoño, mostraba el cielo con algunas nubes blancas y el mar gris y lleno de espuma. Fueron en Nyborg a un hotel viejo, grande, colocado en una plazoleta: el hotel Postgaarden. Este hotel era una fonda antigua, edificio un poco destartalado, con galerías cubiertas alrededor del patio, probablemente utilizado en otra época para albergar coches y diligencias.

La alcoba adonde llevaron a Larrañaga, grande y empapelada, tenía el papel despegado en muchas partes por la humedad.

Después de comer, Larrañaga fue al puerto y estuvo contemplando aquellas aguas de nácar del Gran Belt, la punta de Nyborg, que avanzaba azul en el mar; los barcos que cargaban en el muelle y los que se alejaban, dejando humaredas en la niebla, y a lo lejos las vagas siluetas negras de las islas en el horizonte gris. En estos países del Norte a veces el paisaje parece una cosa tan interior, que al verlo se siente la impresión de estar contemplando la propia alma.

Olsen había ido a hacer sus exploraciones. Por la tarde se reunión con Larrañaga.

—Me he hecho amigo del maestro —le dijo el danés—. Es un hombre joven, de talento, que escribe versos. He hablado de usted como de un historiador español.

—Hombre, ¡qué fantasías!

—Mañana iremos a tomar café con él. Usted aquí es un personaje interesante. Un historiador español en un pueblo tranquilo y aburrido, donde no pasa nada, es casi un acontecimiento.

Cenaron en el hotel muy temprano, antes de que se hiciera de noche, y salieron después. Todavía estaba claro. Fueron a ver el castillo, colocado en una pequeña eminencia, edificio grande, con ventanas en arco de medio punto, con salones espaciosos, vacíos; con vigas en el techo y alguno que otro escudo. Este edificio, de ladrillo, dominaba la ciudad; a sus pies se veía un arroyo y un estanque.

Recorrieron los fuertes abandonados, vieron los cañones de bronce con sus números y sus letreros.

—¿No oye usted una campana y algo como música? —preguntó Olsen.

—Sí.

Dieron vuelta alrededor del castillo. Pasaron un arco y un túnel, y en una parte de los glacis se encontraron con que había feria. En el camino estaban en fila siete u ocho galeras con sus toldos de titiritero, barracas de madera iluminadas con luces eléctricas y de acetileno y un tiovivo.

No había mucha gente en la feria. A Olsen le dijeron, para explicar esta desanimación, que era ya el tercero o el cuarto día de la fiesta.

El público lo formaba gente joven. Muchachos y muchachas, algunos viejos marineros y campesinos y sobre todo, niños, para quienes el tiovivo constituía un gran atractivo.

Las muchachas, muy decididas y alborotadas, daban vueltas en el tiovivo y se columpiaban con verdadera furia. Los chicos miraban con admiración aquel torbellino de figuras doradas, y de espejos, todo rojo, reluciente, que daba vueltas vertiginosas, acompañado de las notas chillonas de un orquestón. A los chicos se les veía con los ojos brillantes enrojecer de placer cuando les subían las madres sobre el caballo o el cerdo de cartón. Los mozos no parecían tan animados como las chicas, y muchos de ellos, en vez de tomar parte en la fiesta, miraban indiferentes y flemáticos, con las manos en los bolsillos de los pantalones, dar vueltas a los caballitos, a los elefantes y a los leones del tiovivo y agitarse los columpios. Los viejos contemplaban el aparato con atención, la pipa en la boca.

Olsen, según su costumbre, entró entre los grupos arrastrando a Larrañaga, y apareció poco después en el tiovivo con dos muchachas. Luego se acercó a Larrañaga y se las presentó.

Una de ellas era del pueblo, una chica alta, rubia, con ojos azules y aire un poco de muñeca. La otra era alemana, bajita, con los ojos oscuros, la cara seria y pálida.

La danesa, a la que acompañaba Olsen, tenía una cara que podía recordar la cara de un gato. Ojos grises claros, rostro cuadrado, el color de rosa, el pelo rubio, casi blanco, alta, fuerte y sonriente, y con una risa alegre para todo. A su lado, la alemana parecía pequeña, frágil y de tez pálida y enfermiza.

Esta última estaba de institutriz en casa de unos alemanes del pueblo. Sabía francés y Larrañaga pudo hablar con ella.

Pasearon por delante de la feria repetidas veces Olsen con la danesa rubia y Larrañaga con la alemana. Larrañaga compró a su pareja unas chucherías. Aquella muchachita alemana tomó confianza en seguida con José y le habló de su vida. Se llamaba Elena, era hija natural de un actor de music-hall. A ella le hubiera gustado dedicarse al teatro, pero estaba un poco enferma. Además, con la guerra era imposible.

Larrañaga contempló a su compañera. Elena tenía los ojos azules oscuros brillantes y la tez pálida. Por cualquier cosa se ruborizaba. Entonces su cara se cubría de color de rosa; pero en general su palidez y el brillo de los ojos le daban aire un poco enfermizo y dramático. Tenía la nariz pequeña y sonrosada, la boca grande y fresca y el pelo rubio, muy bonito, un rubio meridional brillante. Se llamaba Elena Baur. Su padre y sus amigos le llamaban Nelly.

Su padre cantaba, recitaba poesías e imitaba en el teatro a tipos célebres. Tenía la muchacha un cuadernito y en él guardaba dos fotografías del padre; en la una con el traje y la actitud de Goethe, en el retrato de Stieler, con un papel en la mano, y en la otra con el tipo y la indumentaria de Uhland.

La muchacha no estaba a gusto en la casa donde vivía en Nyborg, que era de un alemán de Flensburg, hombre de mal genio, almacenista de papel. La chica se encontraba desesperada.

—¿Y su padre no sabía a qué casa venía usted?

—No.

—¿Y cómo le ha dejado venir lejos y sin saber adónde? —le preguntó Larrañaga.

—Allí, en Berlín, no podíamos vivir, y cuando encontré esta colocación me pareció una gran suerte.

Elena contó con detalles la entrevista que tuvo en el tren, al salir de Berlín, con un señor mormón, que le invitó a ir con él a América.

—¿Pero usted no sabe que los mormones practican la poligamia? —preguntó Larrañaga.

—¿La poligamia? No sé qué es eso.

—Pues que cada hombre tiene varias mujeres.

—Pero no puede ser.

—Sí. Sí.

—Pues no lo sabía.

La muchacha se quedó asombrada.

—Qué sorpresa la de usted si llega a ir allá y se encuentra que es la cuarta esposa legítima de un mormón.

La muchacha se echó a reír.

Luego habló de su vida. Estaba desesperada en aquel pueblo tan triste. Pensaba muchas veces en suicidarse; pero la esperanza de cambiar de vida, y quizá de subir a un escenario, le sostenía.

—Cuando acabe la guerra, todo mejorará —le dijo José.

—Dios lo quiera. ¿Usted es de España?

—Sí.

—¡Qué hermoso debe ser ese país!

—De todo hay en él.

Elena soñaba con el sol del Mediodía, con Italia y con España. No hubiera querido morir sin ver aquellas tierras. Mientras la muchacha y José paseaban, Olsen y la danesa rubia corrían en un tiovivo, a medias columpio, con unos cajones que se desviaban a un lado y a otro. La chica andaba en el columpio como una loca.

Cuando empezó a decaer la fiesta, Olsen y Larrañaga acompañaron a las dos muchachas a sus respectivas casas.

Las dos se despidieron de sus acompañantes y se prometieron que se verían al día siguiente.