V

RASTROS DE ESPAÑA

Joe se ha sentado en una explanada de las viejas fortificaciones a contemplar el mar.

Cerca hay dos cementerios grandes y solitarios.

Dentro de sus tapias, entre olmos frondosos, cuyo follaje empieza a amarillear, brillan tumbas blancas y cruces de hierro, adornadas con siemprevivas y crisantemos.

Estos dos camposantos, apacibles, soñolientos, cerca del mar gris, no demasiado poéticos, dejan impresión tranquila, sin nostalgia.

Nada exagerado; nada romántico y con contrastes bruscos; ni el mar azul del Mediodía, con meandros de espuma; ni la procesión de los cipreses negros, ni el sol brillante y deslumbrador.

Paz, serenidad, cielo ceniciento, tañido de una campana bien timbrada; deshacerse, perderse en la Naturaleza…

—En un sitio así, querida amiga —ha dicho Joe pensando en una mujer—, al llegar el supremo momento, me gustaría dormir el sueño eterno a su lado. Usted, con sus joyas y sus galas. Yo, con mi traje pobre de trabajador sin éxito.

«Los cementerios», En voz baja

—¡Qué diferente este mar del otro! —dijo Larrañaga, contemplando las aguas del estrecho del Pequeño Belt.

—Completamente. Toda la costa del Atlántico tiene aire bravío y marinero. En cambio, las costas bálticas son como orillas de lago, con sus arbustos y sus hierbas; es un mar este casi sin marea. Los hombres también son distraídos; en el oeste son más duros, más fuertes y más audaces; en el este, más suaves.

Hablaban sentados en un banco, en un paseo, a orillas del mar. Enfrente se destacaba el faro cuadrado de Strib, y a su lado, a la derecha, el caserío de Middelfart.

La costa aparecía baja, oscura; el mar, gris; las orillas, llenas de arbustos y de espadañas.

El campo próximo estaba cortado por murallas de viejas fortificaciones de los siglos XVIII y XIX, abandonadas. En los fosos verdes, llenos de árboles y de malezas, pastaban algunas vacas y caballos.

El pueblo Fredericia lo encontraron bastante lánguido. A Larrañaga aquellas ciudades danesas le daban la impresión de que estaban siempre de día de fiesta. Olsen habló de la batalla que se había dado en Fredericia a mediados del pasado siglo y de una canción popular de El Valiente Soldado que se refiere a esta batalla.

Cerca se veían los dos cementerios del pueblo, con sus letreros que se leían muy claros: Trinitatis Kierkegaard y Michaelis Kierkegaard.

—¿Kierkegaard quiere decir ‘guardián de iglesia?? —preguntó Larrañaga.

—No; en danés quiere decir ‘jardín de la iglesia’ o cementerio.

—¿Así que ese escritor Søren Kierkgaard o Kierkegaard?…

—Es ‘severo cementerio’. Él procedía de aquí, de Jutlandia, de la parte oeste, donde su padre había sido pastor. ¿Lo ha leído usted?

—Algo. Muy poco.

—Es cosa vieja.

—De la época de Víctor Hugo, de Balzac y de Dickens…

—Sí, por ahí. Creo que nació en 1813. Mis abuelos solían leerlo. Es muy viejo.

—¿Pero qué importa que sea viejo? Más viejo era Kant y usted es un kantiano. La cuestión es si las ideas de Kierkegaard tienen algún valor.

—Yo creo que no tienen ninguno.

—Es usted exagerado. A mí lo poco que he leído de él me ha interesado. Ahora, que me parece un hombre tan triste como su apellido. Un tipo muy poco explicable para un meridional.

—Vale más no explicárselo.

—Sí; mirar como un desideratum el llegar a la desesperación más profunda es algo extraño.

—Es insensato. Él pensaba que era un Sócrates y era lo más un San Ignacio de Loyola del Norte. Quizá la diferencia está en que los discípulos de Loyola trataron de hacer del cristianismo una cosa fácil, asequible a todos, y el sistema de Kierkegaard ha sido poner el tipo de cristiano como algo tan superior, que es imposible de realizar. Aquí, hombres como Kierkegaard llevan a la gente a la locura con su cristianismo delirante y su «o lo uno o lo otro». Hay hombres que, aleccionados por tipos como ese teólogo, se pasan la vida torturándose con un masoquismo religioso, pensando en sus pecados y en la condenación eterna; en la que, por otra parte, no creen. Con su hiperestesia moral se martirizan por unos pecados que no son pecados y piensan en una condenación que no es condenación y en la eternidad que tampoco es eternidad. La cuestión, sin duda, es que estas teorías sirvan para hacerle a uno desgraciado y ponerle rabioso y triste.

—Sin embargo, en ello hay algo grande. Al lado de ese bajo sensualismo de un microcéfalo como Anatole France, que a los setenta años anda detrás de prostitutas de boulevard.

—Son extremos igualmente viciosos y absurdos.

—La vida de Kierkegaard es algo trágico —dijo Larrañaga—. En una biografía suya recuerdo haber leído que los chicos seguían al teólogo por las calles de Copenhague, gritándole en burla: «O lo uno o lo otro». Su vida parece que fue muy triste. Es la tragedia sin retórica. Hay otras tragedias que parece que están llamando la retórica; por ejemplo, el destierro de Víctor Hugo cuando triunfó el segundo Imperio francés; entonces parece que el poeta se había de dirigir al nuevo emperador en una actitud pomposa y apostrofarle con unos cuantos alejandrinos de aire raciniano, de esos solemnes llenos de sonidos nasales, de esos que le gustan a usted.

—Ya aparece el antifrancés.

—No; en tal caso, el antiacadémico, el antiretórico… Esta vida de Kierkegaard es sugestiva.

—No hablemos de Kierkegaard. Hablemos de otra cosa.

—Cuando se está dentro de un cementerio piensa uno: Si ahí delante de cada tumba estuviera el conjunto de la vida de cada hombre y pudiera uno repetirlo, ¿qué haría uno si tuviera un poco de cariño por los demás?

—¿Para qué plantearse un problema que no se ha de presentar? —preguntó Olsen.

—Para pasar el rato.

—Me parece un entretenimiento tan malo como el de hablar de Kierkegaard. ¿Estuvieron también aquí los españoles en tiempo de Napoleón?

—Sí; en Fredericia estaba en 1808 el regimiento de Zamora. Aquí parece que se suicidó un oficial español al saber que él había hecho jurar a los soldados obediencia y fidelidad a Napoleón y a José como rey de España.

—Siempre dando el do de pecho —dijo Olsen con ironía.

—O por lo menos intentándolo dar. Es una desdicha de otra clase que la de los partidarios de Kierkegaard, pero es desdicha también. Es la manera de estar siempre en una posición falsa.

—Es el quijotismo. Kierkegaard es una especie de San Ignacio de Loyola y San Ignacio es un Don Quijote con sotana. Quijotismo y Kirkegaardismo se dan la mano. El uno es un misticismo social en acción; el otro, misticismo religioso.

—¿Así que usted encuentra parecido entre Loyola y Kierkegaard?

—Mucho.

—¿Y cómo explicaría este parecido el antropólogo alemán Houston Stewart Chamberlain entre un an-ario como San Ignacio y un ario como Kierkegaard?

—Bah. Arios, an-arios. Todas esas son palabras prematuras, anticipaciones sin base. Etnografía para pasar el rato.

—¿No cree usted en la etnografía?

—No. Son fantasías sin ningún fundamento.

—Pero puede estar en mantillas esa ciencia de la etnografía o lo que sea.

—Lo estará siempre.

Dejaron esta cuestión y preguntaron al guardián de uno de los cementerios por el suicida y les dijo que tenía idea de que un oficial español estaba enterrado en el pueblo, pero que creía que era en la iglesia católica de San Canuto.

—Este señor es de España —le dijo Olsen al guardián, señalando a Larrañaga.

—¡Ah! ¡España! ¡Muy lejos! Debe ser un hermoso país —repuso el guardián.

Como la iglesia de San Canuto estaba cerrada, y el español y el danés no tenían nada que hacer, fueron a la estación de Fredericia, de donde salía el pontón que cruzaba el pequeño Belt para ir a la isla de Fionia. Vieron cerca del mar una mina descargada, una ánfora grande de hierro negro con unas caperuzas.

—Qué aire de juguete estúpido tiene esto —dijo el danés.

—Sí es verdad. Da risa. ¿Ahí, en Fionia, piensa usted cazar? —preguntó Larrañaga.

—Nada. Ahí no hay esperanza de caza —repuso Olsen—. Así que podemos dejar las escopetas en cualquier parte.

Olsen encontró un pequeño bar donde servía una muchacha, y después de hablar con ella, dejó detrás del mostrador las escopetas para recogerlas a la vuelta.