II
LA CENA
El auto ha llegado a la plaza, al pie del cerro. En la plaza hay un funicular, funicular un poco viejo, con ese aire marchito que es algo muy parisiense y que no se parece a lo destartalado y pobre de lo madrileño ni a lo pomposo y un poco sucio de lo romano.
Se sube. Se cruza un square en cuesta. La ladera del cerro empieza a llenarse con la bruma del crepúsculo.
Ahora, arriba, se destaca la iglesia del Sagrado Corazón, como una masa blanca enorme.
Se ha llegado. Se ve abajo París, con alguna pincelada de sol pálido en las torres…, el Panteón, Nuestra Señora, San Sulpicio; todo muy esfumado y nebuloso…
Ahí está el convento de religiosas, en cuya cripta se reunieron por primera vez San Ignacio de Loyola y sus amigos un día de la Asunción.
—¡Qué tipo este San Ignacio! —dice Joe.
—Sí; tenía fibra —contesta un amigo español.
—Era un bandido —afirma otro.
Se ha llegado a la plaza alta de Montmartre, plaza que parece de aldea, con árboles mezquinos, tiendecillas pequeñas y restaurantes con las mesas en medio del arroyo.
—Vamos —dice una dama elegante y pintada—. Esto no es alegre.
Abajo, se ve la enormidad de París, envuelto en una nube de color de ceniza.
«Anochecer en Montmartre», Croquis sentimentales
Todos los restaurantes estaban llenos en la plaza de Montmartre.
—Esto no me parece agradable —dijo Pepita.
—¿No?
—No.
—Pues es pintoresco.
—Sí, demasiado pintoresco; pero está oscuro y triste.
—Así, que nos vamos.
—Sí, vámonos.
Habían producido cierta curiosidad en algunos bohemios de aire sucio y petulante y en algunas muchachas de tipo desvergonzado.
Bajaron de la plazoleta por unas escalerillas, en aquella hora oscura, y llegaron en poco tiempo al bulevar de Clichy.
—Aquí, en uno de estos cafés, cenaremos.
Al ir a entrar, un mendigo con aire de señor les pidió limosna de manera lacrimosa.
—Hay gente que tiene hambre y no tiene que comer, y gente que tiene que comer y no tiene apetito —dijo Larrañaga con indiferencia—. Esta gran armonía de la vida les induce a unos a creer que hay Providencia y a otros a hacer política conservadora para que no se pueda perder un estado de cosas tan halagüeño.
—Bueno; basta de ironías inútiles de artículo de periódico —dijo Pepita—, y vamos a cenar.
—Tienes razón.
Entraron y se sentaron cerca del ventanal.
—¿Aquí nos vamos a sentar? —preguntó Larrañaga.
—¿No te gusta este sitio? —dijo Pepita, que vio a su primo con cierta vacilación.
—Me parece que hay mucha corriente de aire —contestó Larrañaga en voz baja, con indecisión un poco cómica.
—Cambiemos —dijo Pepita.
—No, no; de ninguna manera. Prefiero coger una bronquitis.
—No. ¡Cambiemos! Vosotros, Soledad y tú, sois muy frágiles. A mí no me hace daño nada. Hala ven.
—Si te empeñas, cambiaremos.
Se mudaron de sitio y comenzaron a cenar.
—Creo que todo el mundo en el café me envidia —dijo Larrañaga.
—¿Crees tú?
—Sí; y yo a mi vez os envidio a vosotras.
—¿ Por qué?
—Las dos tan guapas, tan limpias…
—¿Limpias? Por Dios, Joshé, ¡qué elogio! —dijo Pepita irónicamente, juntando las manos.
—¡Limpias! ¿Te parece poco? Mira las mujeres de aquí; todas tienen aire de sucias, de artificiales entre polvos, afeites y composturas. Es posible que sin ese camouflage estuvieran mejor. Vosotras, limpias, resplandecientes, con unos trajes tan bonitos, con joyas, admiradas por todos, deseadas por todos, y uno, en cambio, viejo, triste, feo, con este traje raído que ni siquiera le va a uno bien, con botas que le sobran dos dedos, con la corbata, que invariablemente se queda torcida y con los bolsillos llenos de motas de tabaco…
—¡Chico, qué descripción para una agencia de matrimonios! —exclamó Pepita burlonamente—. ¿No podrías añadir alguna cosa desagradable más?
—Es el contraste. Yo soy necesario para el contraste; sirvo de fondo para que os destaquéis vosotras. Además, ¿qué le vamos a hacer?
—¡Qué le vamos a hacer! Eso es muy fácil de decir. ¿Quién tiene la culpa de eso? Tú.
—No digo que no.
—¡No dices que no! Me indignas. Si fueras un viejo decrépito comprendo que tomaras esa actitud de abandono; pero no lo eres. No está justificado el que te descuides así.
—¡Qué quieres! No soy presumido. Si alguna persona amiga se preocupara de mí, yo me arreglaría por ella; pero nadie se preocupa de mí… y me abandono.
—Pues aquí tendrás que arreglarte —dijo Soledad.
—¿Por qué?
—Porque Pepita y yo nos preocupamos de ti.
—Tú, sí; Pepita, no. Pepita me desprecia.
—No, no.
—Tú así lo crees, Soledad, porque eres bondadosa, indulgente, humana; pero Pepita, no; Pepita es de la raza de los amos; es una reina que debe pasar en su palanquín por encima de las cabezas de los demás mortales.
—Pero no creo que solo yo debe ser una reina, sino que los demás deben aspirar a todo. Que cada uno se presente lo mejor que pueda.
—¡Se presente! ¡Qué pensamiento goethiano! —dijo José con la cuchara de sopa en el aire—. La cuestión es presentarse, según tú. Ser para los demás.
—Claro. Para ti, ¿cuál es la cuestión?
—Para mí la cuestión no es presentarse, sino ser.
—¡Ser! ¿Pero cómo van a saber los demás si somos o no somos?
—Es que la opinión de los demás no es el eje de nuestra personalidad.
—¿Pues cuál es?
—La conciencia, el ideal.
—Sí, pero no se puede prescindir de los demás —dijo Soledad—. Hay que tenerlos en cuenta.
—No comprendo qué quieres decir —agregó Pepita.
—Hemos defendido rápidamente tres teorías —replicó Larrañaga—. Yo, que digo: «Hay que ser; no hay que aparentar nada». A esto le llamaremos individualismo, cinismo, insociabilismo. Tú, que dices: «Hay que presentarse ante todo, como algo que principalmente tiene que ser juzgado por los demás. A esto le llamaremos sociabilismo». Por último, Soledad dice: «Es indudable que hay que ser; pero debe tenerse en cuenta a los demás». Esto es el eclecticismo. Es decir, que yo digo que el libro debe ser bueno; que tú dices que la encuadernación es importante, y que Soledad asegura que las dos cosas son necesarias y están bien.
—Estamos de acuerdo. Es ingenioso; pero creo que eso no impide el que puedas llevar la corbata derecha.
—Pero ¿por qué voy a aceptar ese punto de vista de los demás que no quiero aceptar? Es como si le dijeras al que no le gustan las espinacas: Si te gustaran las espinacas, tendrías el gusto de comerlas. ¡Pero si no le gustan!
—Eres imposible, chico. Pues nada: sigue así, abandonado, sucio y feo. Dentro de poco, no te se podrá coger ni con tenazas. Yo no seré quien me acerque a ti.
—Tú, no, porque eres una reina; pero Soledad, sí. Si yo estuviera enfermo en un rincón, en una buhardillita, Soledad vendría a verme, me hablaría y me diría algunas palabras de consuelo.
—Te desprecio, chico; te desprecio. No eres de mi casta.
—¿No soy un Larrañaga auténtico?
—No.
—¿Por qué?
—Porque veo que la idea de estar enfermo, de que te vayan a ver y te digan ¡pobrecito!, te gusta. Comprendo que mi padre te tenga rabia.
—Él y tú sois dominadores. A ti te gusta sentirte fuerte, sana, activa.
—¡Naturalmente! Otra cosa no la comprendo más que en un idiota.
—Tendrás que decir que tienes un primo idiota.
—¿Tendré? No, lo digo ya.
—Es verdad que en la familia todo el mundo lo cree.
—No es cierto; todos, no —dijo Soledad.
—¡Qué se le va a hacer! —exclamó Larrañaga—. Ella me desprecia y yo le admiro. A ti, Soledad, estoy más cerca de quererte como a una hija; a ella le admiro, porque tiene en todo lo que dice y hace algo señorial.
—¡Muchas gracias!
—Ahora, que indudablemente, en mí, vale más el cariño que la admiración.
—¡Cochino! ¡Farsante! Adulas a Soledad. Quieres tenerla de tu parte —exclamó Pepita.
—¿Pero para qué os ponéis así? —dijo Soledad—. Tú te ríes, pero Pepita se incomoda.
—¡Bah! Se le pasa en seguida. Todavía le queda un poco de mal humor. Cuando lleguemos al postre, entre las uvas y el queso, ya se le ha pasado.
—¿O no? ¿Tú qué sabes?
Cerca de ellos cenaban un señor ya machucho y dos mujeres, que debían de ser madre e hija, las dos muy pintadas. La hija llevaba un escote tan pronunciado, que se le veía casi todo el pecho y la espalda.
—¡Qué barbaridad! —dijo Pepita.
—¡Y ahí delante de la ventana! —añadió José.
—¿Qué tiene que ver que esté delante de la ventana? —preguntó Pepita.
—Que se puede enfriar.
Pepita y Soledad se echaron a reír por el contraste de las dos ideas, porque ellas veían lo escandaloso del escote y José la desnudez ante las corrientes de aire.
La dama descotada traía una maniobra disimulada de miradas y sonrisas con un joven afeitado y moreno que estaba en una mesa lejana.
—El señor parece que nota la cosa y se escama —dijo Larrañaga.
—Sí, está muy cabreado —añadió Pepita.
José se echó a reír.
—¿De qué te ríes?
—De las palabras que empleas; ¡Cabreado!
—¿No se dice así?
—Sí, así se dice. Pero es una palabra de café, de taberna o de cuarto de banderas, más que de una señora.
—Yo se lo he oído decir a mi marido; pero no lo diré más.
—Aquí lo podemos decir; no nos oye nadie que nos entienda. El señor está cabreado. El hecho es evidente y palmario. El ciudadano ese lleva en el pecado la penitencia.
—¿Por qué?
—Esta gente quiere prolongar la juventud casi indefinidamente, cosa que es muy difícil. Nadie acepta el ser viejo y, para pasar por joven, hay que afrontar situaciones difíciles y ponerse en ridículo. Es lo que le está ocurriendo a ese señor.
—Envejecer es cosa triste —dijo Pepita—. ¿A ti no te da tristeza?
—Yo no noto mucho el haber perdido la juventud. Se comprende que, al que haya desempeñado un gran cargo, le duela luego vivir de incógnito; pero como yo siempre he sido incógnito, el seguir siéndolo no me molesta nada.
—Tú no envejecerás nunca.
—¿Tú crees? ¿Por qué? Ya empiezo a ser viejo.
—Siempre serás como un chico grande, aunque tengas canas y aparezcas como gruñón y misántropo. A mí no me engañarías, y a ti creo que te engañaría cualquiera.
—No digo que no. No lo niego. En parte es una ventaja. Eso mismo me hace no tener miedo de envejecer.
—Sí; pero en las mujeres, la vejez es otra cosa.
—¡Ah, claro! Es la caída por un acantilado cortado a pico. Sobre todo aquí. Aquí, la vida es esencialmente galantería, no en sentido romántico, sino en sentido un poco bajo. Aquí parece que las gentes se ocupan mucho de arte, de ciencia, de literatura; pero no se ocupan más que del dinero y de todo lo que tenga relación con la cuestión sexual: amor, placer, sensualidad, galantería, como se la quiera llamar.
—¡Qué científico te pones!
—El cocinero también emplea su ciencia para sus salsas; no se le puede reprochar el ser científico; lo que se le puede reprochar es que sus guisos sean malos.
—Tienes razón; sigue.
—Todo ese refinamiento de las mujeres de las grandes ciudades son tonterías, supersticiones. Comer, vestirse y tener un amante. En la mujer mandinga, como en la parisiense, o en la berlinesa, de ahí no salen, y probablemente no saldrán.
—¿Tú crees?
—Sí. La verdad es que, colectivamente, en conjunto, las mujeres no sois nada poéticas.
—¿Ni aun las angelicales?
—Eso lo dice por ti, Soledad.
—No le hago caso.
—Haces bien. Sí; no sois nada poéticas. Individualmente, hay excepciones admirables; pero el sexo en bloque es un poco terre à terre. Los escritores, claro, necesitan poetizar a la mujer en conjunto. Todos, instintivamente, la poetizamos, queriendo o sin querer. Es el impulso natural; pero no es la verdad. ¡Qué cabeza la de la mujer! ¡Qué de cercados por todas partes! ¡Qué de lugares comunes, aceptados porque sí! El hombre romántico se forja un tipo de la mujer que no comprueba nunca.
—Bien, muy bien. Nosotras no tenemos la culpa de eso.
—También es verdad.
—Y, probablemente, nuestro camino no es el que nos ha trazado el hombre.
—Cierto, muy cierto. Eres de las excepciones, Pepita; de las grandes excepciones en la ramplonería general del sexo.
—¿Y el hombre, qué es?
—El hombre, en general, es lo mismo que la mujer. Del orden de los primates; es decir, un milímetro por encima del mono, cuando no está un centímetro por debajo del cerdo. Ahora que hay tipos extraordinarios, hay que reconocerlo, capaces de sacrificarse por cosas lejanas: por ir al Polo, por resolver un problema difícil, por enterarse de lo que pasa en el lago Tanganica, por analizar el sudor de un apestado o las deyecciones de una rata enferma. Esa es la humanidad grande. Para la mayoría de los hombres vulgares la vida intensa es también la época en que en el fondo de sus actos, presidiendo sus instintos y sus emociones, hay una mujer que es un ser individual, o sencillamente, el sexo contrario en bloque, y esa época pasa pronto.
—¿Crees tú?
—Sí, muy pronto. No porque falte el instinto sexual en el hombre viejo y machucho, sino porque falta el poder de ilusionar y de ilusionarse, y sin eso, toda relación sexual es algo feo. La idea del porvenir, que es la que exalta la imaginación, está muerta delante del viejo, y sin un poco de imaginación, el amor no es más que fisiología. De ahí lo desagradable de la situación del viejo entre mujeres jóvenes. Lo mejor que tiene el amor es el ansia del porvenir, la idea del hijo, y el viejo no tiene porvenir. Por eso es mejor retirarse pronto, que no que le retiren a uno.
—El orgullo.
—Claro; ¿por qué no? Es un orgullo digno. El erotismo senil no puede ir bien más que con gentes de un carácter envilecido e innoble. ¿Tú no habrás leído ese libro Anatole France en zapatillas?
—No.
—Pocas cosas dan una impresión de vileza como esas aventuras de prostitución de ese viejo escritor académico y amanerado.
Este punto relacionado con la literatura no le interesaba gran cosa a Pepita, y volviendo a la idea anterior, añadió:
—No creo eso que decías de que aquí o allá sea más triste la vejez de las personas.
—Es una cuestión de matiz. La vida, en todas partes, es casi igual; es difícil que sea diferente. Se come lo mismo, se viste lo mismo; la gente del mismo oficio se parece. Un empleado de Banco de Rotterdam o de Copenhague viste igual, tiene costumbres muy parecidas y hasta las mismas actitudes que otro de Nápoles o de Sevilla. Solamente el campo se defiende de la monotonía; pero también le va entrando la uniformidad con las máquinas agrícolas y las formas de vivir internacionales. El maquinista de la segadora o de la trilladora mecánica del cortijo andaluz se parece al maquinista del campo alemán o húngaro. La misma película que están exhibiendo en Nueva York y en París, la pondrán dentro de quince días en Madrid, en Barcelona o en Bilbao, y dentro de un mes, en las ciudades pequeñas y aldeas de América y Europa, y el público reaccionará de la misma manera. Esa canción, que creo que se llama La Java, que en la primavera pasada la cantaban en París, la oía poco después en los fonógrafos de Schiedamschedyk, de Rotterdam, y unas semanas más tarde, a la moza de una posada de Lequeitio.
—¿Y tú lo sientes o te alegras de esto? —preguntó Pepita.
—Yo lo siento.
—Entonces tenía razón el médico Arregui, de Bilbao, que es amigo tuyo.
—¿Por qué?
—Porque hablaban de ti en casa, y mi padre decía:
«Joshé es un revolucionario», y Arregui replicó: «Joshé no es un revolucionario; es un conservador».
—¿Así que en tu casa se discuten mis opiniones? No creí que tuviera tanta importancia.
En esto entró una muchachita con un señor. Iba tan pintada, con la boca en forma de corazón, con los ojos sombreados de khol y el pelo recortado, que parecía una muñeca.
—Esto de cortarse el pelo sistemáticamente es de una perfecta majadería —dijo Larrañaga—. No digo que algunas veces no esté bien; pero mostrar la nuca afeitada es una cosa, para mí al menos, fea y desagradable. Sobre todo, en la mujer morena. Porque la nuca es una de las cosas más bonitas, más femeninas de la mujer. La nuca de Pepita es preciosa. Tiene un color de nácar y esos remolinos que suelen tener las hierbas en agosto, las avenas locas y las gramas, entre los vilanos ligeros y las florecidas azules.
—Es verdad —dijo Soledad.
—¡Muchas gracias! Cómo sabe halagar este farsante.
—No soy más que verídico. Si tú te afeitaras la nuca, merecerías que te emplumaran.
—Pues te lo voy a decir para que la desprecies, para que veas que no es tan inteligente ni tan diosa como crees —dijo Soledad, riendo—. Ha estado a punto Pepita de cortarse el pelo y de dejarse melena este invierno.
—¡Oh! ¡No me digas, Soledad! ¡Qué estupidez!
—A mi marido le parecía bien —replicó Pepita.
—Veo que tu marido es un imbécil.
—¡Muchas gracias!
—Es extraño lo poco que entienden las mujeres de la belleza —exclamó Larrañaga—. Les crean un tipo los modistos y quieren realizarlo. Van como los patos, una detrás de otra. Luego dicen: esto del pelo cortado es cómodo, y andan con zapatos con tacones de a cuarta. Van desnudas en el invierno y con pieles en el verano. Es como si los Ñam ñam nos hablaran de lo útil que es tatuarse el entrecejo, o los Botocudos nos explicaran lo cómodo que es llevar un anillo colgado del labio. La moda nunca ha tenido que ver nada con la comodidad.
—¿No?
—Nada. La gente no comprende más que la moda, que es todo aquello que está iluminado con la luz fuerte del momento. Lo demás no lo comprende, ni le interesa.
—¿Y quién comprende lo que no está a la moda? ¿Los eruditos?
—Esos, menos. Esos son como carpinteros; tienen un oficio: el de descifrar letras antiguas o leer papelotes, y lo cumplen; pero que les hablen a esos hombres de otra cosa que no tenga relación con su oficio, y no les interesa nada.
—A ver: ¿qué quiere el violinista? —preguntó Soledad, viendo que este se acercaba a ellos con el arco en una mano y el violín en la otra.
—Quiere que le digáis si deseáis que toque algo especial.
—A mí lo mismo me da.
—A mí también.
—Bueno; pues ya que hemos hablado de La Java, que toque La Java.
Y José deslizó un billete pequeño en la mano del violinista, que se puso a tocar al poco rato.
—¡Ah! ¿Esto es La Java? —dijo Pepita.
—Sí. Ahora resulta que esta canción, en vez de recordarme París, me recuerda Lequeitio —añadió Larrañaga.
—La canción no tiene la culpa —dijo Pepita.
—Cierto. ¡Qué cantidad de sentimentalismo bajo hay en todas estas canciones! En España hay una inundación de canciones así. Ese romanticismo de music-hall ha perturbado la cabeza a todas las cocineras filarmónicas. Las cocineras se salen de madre. El novio, la novia, el relicario, la manola, la molinera que le han llevado sus amores a la guerra, el chulo sentimental. Vuelve el reinado del vizconde de Arlincourt. Parece que todos los Guidos de Varona de las cocinas y de los fregaderos se han desatado. Cuando yo era joven no había este sentimentalismo llorón. Las canciones eran más duras y más burlonas.
—La gente se va civilizando.
—Es posible, sí. Es muy posible que esa tendencia a la sensiblería sea civilización.
Habían acabado de cenar y de tomar café.
—Ahora, ¿qué haremos?
—Si queréis, iremos a uno de esos music-halls, como Moulin Rouge; pero me parece que a Soledad no le va a gustar; si no queréis, nos sentaremos en la terraza de uno de estos cafés.
—Bueno; vamos.
Entraron en el café y se sentaron. Soledad contemplaba distraída la animación de la plaza.
—¿Has visto? —preguntó Larrañaga a Pepita.
—¡Qué!
—Dos mujeres que están ahí sentadas, dos cocottes: aquella y aquella, tienen piernas de madera.
—No. ¡Qué locura!
—¡Fíjate!
—¡Toma! ¡Pues es verdad! Si te lo hubiera oído contar, hubiera creído que era una invención tuya.
—Se ve que hay aficionados.
—¡Qué cosa más rara!
—Sí; yo recuerdo ahora que, cuando vivía en París había en una esquina del bulevar una mujer que hacía la guardia, y era también coja, con una pierna postiza, y una vez que estuve parado en la esquina vi que había varios letreros en la pared, y uno de ellos decía: «¡Viva la mujer de la pierna de palo!»
—¡Qué cosas ves y qué letreros más estrambóticos encuentras!
—¿Qué dice Joshé? —preguntó Soledad.
—Fantasías.
—Fantasías que son verdad. Ahora, lo que podíamos hacer es ir de paseo, bajando hacia los bulevares.
—Sí; pero no quiero que Soledad ande demasiado.
—Lo que queráis.
—Es temprano todavía. ¿Qué haríamos?
—Yo no conozco el París de los espectáculos. Cuando estoy aquí me acuesto, generalmente, a las nueve de la noche.
—En París, a las nueve de la noche, y en la aldea, a la una. La cuestión es hacer lo contrario de los demás.
—Quizá. Esto no me divierte.
—¿No vas al teatro alguna vez?
—No. Nunca.
—¿Y al cinematógrafo?
—Tampoco.
—¿Tú no has oído hablar de un baile elegante, que se llama El Jardín de ma Soeur?
—No; no ha llegado hasta mí la noticia de ese baile.
—Preguntaremos al mozo.
El mozo les dijo que aquel baile estaba en la rue Caumartin y que era muy elegante y muy caro. Costaba el sentarse y tomar una friolera ciento veinte o ciento treinta francos por persona, más la propina, lo que no era obstáculo para que estuviese lleno. Así, con estos precios no acudía más que gente chic al baile —añadió el mozo—. Ahora, que el baile comenzaba a las once o las doce de la noche.
—¿Sabéis lo que vamos a hacer? —dijo Pepita.
—¿Qué?
—Vamos a ir al hotel a vestirnos y luego nos iremos a ese baile.
—Bueno.
—¿Tú tendrás un smoking? —preguntó Pepita a Larrañaga.
—Yo, no.
—Veremos en el baúl de mi marido. Debe haber uno.
—Pero ¿me vendrá bien?
—Sí; también mi marido está ahora un poco gordo.
Tomaron un auto y fueron al hotel.
Pepita dio a José un traje de noche, que, aunque un poco apretado, no le venía mal.
Larrañaga estuvo esperando a las dos hermanas a que se vistieran. Se asomó a la orilla del Sena y estuvo contemplando el río.