III

CAMPOS DE JUTLANDIA

Campos de Jutlandia, cielo azul, un horizonte inmenso, tierra sin un árbol, con algunas ligeras ondulaciones en lo lejano.

Los grandes matorrales de brezo morado, cubren el enorme pedregal, triste, de aire salvaje.

«Esta llanura jutlándica, desierta, plana y pedregosa, tiene su encanto —murmura Joe—: es país para ir y venir, país para andariegos, para vagabundos.»

Aquí y allá, entre las rocas negruzcas, brillan los charcos grandes, a veces como pequeños lagos.

Es una tierra deshabitada, algo como el mar, sin obstáculos. Los caminos, estrechos y encharcados, son regueros de arena llenos de piedras. A veces aparecen pequeños cerrillos, quizá dólmenes, con su túmulo; a veces se presenta, con su rebaño y su perro, algún pastor haciendo media.

En esas landas de horizonte inmenso todo el prestigio está en el cielo, en las nubes, en sus colores, en sus luces, en su manera de agruparse; la tierra se presenta humillada, oscurecida, con sus piedras, sus matorrales y sus caminos serpenteantes; algo sin valor al lado del cielo, como la vida ante la gloria en un poema místico.

El viento frío sopla con fuerza en la llanura, sobre el mar morado de los brezales. En el último término de la landa, al anochecer, los pastores parecen gigantescos.

En las proximidades de los caminos, alguna choza se hunde en el suelo, rodeada de árboles para defenderse del vendaval. Ese viento en la landa jutlándica, de noche, principalmente, tiene todos los tonos y todas las voces; tan pronto es tenor como bajo profundo, aria de tiple, como canción patriótica de un pueblo cantada a coro en la plaza de una vieja ciudad germánica.

En las carreteras, donde los árboles están torcidos por el viento en una misma dirección, los carros, con caballos enormes, pasan cargados con marmitas de leche. A veces en una finca grande, con vallas de madera recién pintadas de verde, dos o tres chicos sonrosados muestran sus cabezas de rubio lino y su cara de luna.

Y al anochecer, la brisa áspera del mar canta su ruda canción sobre los pedregales manchados de brezo.

«Campos de Jutlandia», Las estampas iluminadas

Salieron Olsen y Larrañaga de Esbjerg muy de mañana. El cielo estaba azul, después de una noche de lluvia. El campo de los alrededores de Esbjerg era una landa arenosa: dunas, turberas, arroyos y algunos estanques pantanosos. Olsen conocía las plantas con sus nombres científicos, y señaló las saxífragas, los juníperos, las anémonas, y la erica, palabra latina con la cual los alemanes designan el brezo, y que uno no sabe por qué parece que le cuadra bien.

Habló también Olsen del período eneolítico en Dinamarca, que se caracteriza por los restos de cacharros de cocina y los montones de ostras y de huesos.

En el camino, el español y el danés tuvieron grandes conversaciones y discusiones.

Al mediodía levantaron el vuelo unos ánades entre los matorrales de un estanque; dispararon los dos cazadores y Larrañaga mató a uno de ellos.

—¡Demonio! —exclamó Olsen—. Es la suerte del mal cazador.

—¡Mal cazador! Lo que usted quiera; pero con éxito —replicó Larrañaga en broma.

—No se le quita el éxito. Asaremos el ánade nosotros mismos.

Efectivamente, cogieron ramas y malezas secas, las encendieron y asaron el pato salvaje y lo comieron sentados en unas piedras.

—¿Le gusta a usted esta tierra? —preguntó Olsen, mientras encendía su pipa.

—Me encanta. Esta tierra sin árboles me da una impresión admirable de libertad. Es tierra a propósito para andar a caballo. En España se ha pasado uno la vida suspirando por los árboles, y ahora esta comarca árida, de brezos y sin árboles, me gusta mucho más que los campos de remolacha y de colza de Holanda interrumpidos por bosques.

—¿Se siente usted andariego?

—Sí. Pensando, ¡claro!, en otra época, me gustaría vivir en una tierra así, un poco desnuda y fría, habitar en una casa hundida en el suelo y con una mujer salvaje y chicos tan salvajes como la mujer. Me gustaría poseer rebaños y un caballo para correr por el campo y ver cerca el mar. Y de cuando en cuando, por las primaveras, emprender excursiones de rapiña en barco por las tierras del Sur y traer de las ciudades ricas cosas de oro y ornamentos de iglesia, hasta quedar en una de estas expediciones en cualquier lado.

—¿Eso le gustaría a usted?

—Sí; mucho.

—¿Y usted es un antimilitarista? —preguntó con indignación Olsen.

—Hoy, sí. Porque la guerra decente ya es imposible.

—Yo creo que lo ha sido siempre.

—Yo no conozco la guerra; pero a mí me parece que debe tener su belleza cuanto más primitiva y menos científica sea. Ahora, el ejército organizado me parece cosa odiosa. El campamento debe tener sus atractivos. El cuartel, no. Eso es un amontonamiento de basura humana.

Largamente discutieron sobre las condiciones en que se desarrollaba la guerra moderna. Descansaron, después de comer al sol, y reanudaron la marcha.

En el camino encontraron un pastor, viejo, afeitado y con melenas, un palo debajo del sobaco y entre las manos la media que iba tejiendo.

Olsen le saludó y habló algún tiempo con él.

—Este hombre se parece al retrato de Momsem, el historiador, que he visto en una librería de Rotterdam —dijo Larrañaga.

—No tiene nada de raro. Momsem era de aquí cerca.

—¿Qué dice? —preguntó Larrañaga al notar que el viejo se refería a él.

—Me ha preguntado si es usted extranjero. Le he dicho que sí, que es usted español. «¡Muy de lejos!», ha exclamado, y ha añadido que se alegra de conocer a un español. Dice que España fue grande en otro tiempo; pero que, como país noble, peleó por su religión y por sus ideales, y que por eso se hundió. Inglaterra, en cambio, según él, no ha pensado nunca más que en su egoísmo por el comercio. El cree que todo va degenerando, porque los hombres no quieren inclinarse ante la voluntad de Dios.

—¿Cuánto tiempo está sin ir a la aldea?

—Una semana o dos. A veces, hasta un mes.

—Pregúntele usted si no se aburre solo.

—Dice que no. Que sólo los locos y los vanidosos se aburren; que él cuida de sus ovejas, hace media y lee la Biblia, y que cuando se acerca a la majada y piensa que ha pasado un día más, da las gracias a Dios.

—Resignación cristiana y sabiduría —exclamó Larrañaga—. ¿Y habrá leído más libros que la Biblia?

—Sí, probablemente. Este es uno de los países de Europa en donde la pedagogía está más adelantada. Todo el mundo sabe leer y escribir. Se enseña bien, mejor que en ninguna otra parte; pero aun así no crea usted que la gente danesa es toda tan filósofa como este pastor. La mayoría cree en supersticiones y en muchas cosas misteriosas.

Se despidieron del pastor y echaron a andar de prisa, porque necesitaban cuatro o cinco horas para llegar a un poblado donde les dijeron que había una venta mediana.

Al paso, en una granja Olsen compró pan y queso para merendar.

Al anochecer llegaron al pueblo que les habían indicado, precedidos de un rebaño de ovejas, torrente gris, seguido del pastor. En la aldea ladraban los perros y las estrellas comenzaban a brotar en el cielo sombrío. Preguntaron por la posada. Hallábase esta edificada en las afueras del pueblo, hundida en el suelo, rodeada de árboles, las paredes blancas y el techo de ramaje lleno de musgo. A ambos lados de la puerta se veían fijadas varias anillas de hierro para atar los caballos. Todo parecía en el albergue muy primitivo, muy arcaico y muy limpio. Los muebles de pino y el suelo de madera. Había un reloj de cuco. La gente tenía un aire vivo e inteligente, todavía un poco marino.

Al entrar en la cocina les sorprendió muy agradablemente el calor del fuego, y se sentaron delante del hogar. Después de la cena hablaron de las supersticiones del país y fumaron en pipa.

—¿Así que la gente aquí es supersticiosa? —preguntó Larrañaga.

—En el campo, yo creo que la gente es supersticiosa en todas partes —contestó el danés—. Aquí, además, el misterio lo llevan las gentes dentro de la cabeza. En el Mediodía la base de una superstición es un hecho maravilloso que naturalmente es falso o que está falsamente interpretado; pero aquí, no; aquí se habla de un caballo que se ha visto de noche o del carnero que aparece en un prado como de algo extraordinario que necesita explicación extranatural.

—Pero ¿aquí hay también supersticiones clásicas?

—¡Ah, claro! En todas estas costas del Norte perdura una mitología, sobre todo marina. Los marineros no van nunca solos, sino siempre acompañados de espíritus. Hay enanos malos en estas costas y enanos buenos, a los que es conveniente poner un poco de comida en los rincones de las casas para tenerlos propicios. Hay trasgos blancos y negros: los hulder, los nisse, los troll

—¿Y en el mar?

—En el mar hay el kraken, gran pulpo monstruoso, gigantesco; las enormes ballenas, en donde han vivido los marineros como el Jonás bíblico. Islandia misma, según algunos, es una ballena. En el mar suelen verse espectros horrorosos, con manojos de algas marinas a manera de barbas. Estos espectros son muy cínicos y burlones, y de ellos se cuenta mil hazañas chuscas y de mal gusto. Luego hay maleficios de muchas clases. En la manera como quedan los remos en la barca se nota muchas veces las brujerías y el mal de ojo. Un piloto a quien conocí en la infancia me quería convencer a mí de que el martín pescador muerto y colgado de una cuerda dentro de una habitación sirve de brújula.

—¡Convencerle de eso a un futuro kantiano! —dijo Larrañaga en broma.

—¡Figúrese usted!

Después de charlar, a cada uno le acompañaron a su cuarto. Larrañaga entró en su alcoba blanca, con azulejos, lo que le hizo pensar si estaría en Andalucía o en Valencia. La cama tenía copete y colgaduras; Larrañaga estuvo largo tiempo sin dormir, oyendo el ruido del viento entre los árboles.

Por la mañana, al levantarse e ir a la cocina, donde ardía fuego de turba, se encontró a Olsen hablando con mucho interés con tres hombres jóvenes. Eran marineros: un inglés y dos alemanes; uno de los alemanes era chófer de un camión; el otro, dueño de un pequeño taller de reparaciones de automóviles y de bicicletas, y el inglés trabajaba en el ferrocarril. Uno de los alemanes había estado en la batalla de Jutlandia, en un torpedero. El otro, en un submarino que había alcanzado por entonces cierta fama no muy halagüeña, porque torpedeó a un gran barco neutral, hundiéndolo y produciendo muchas muertes. El inglés había estado en la tripulación de un crucero.

Olsen convidó a tomar una copa a los marineros, y fueron luego al taller de uno de los alemanes, que era una barraca con la fragua en el fondo y el techo lleno de bicicletas colgadas.

—¿Qué dicen? ¿Qué cuentan de lo que han visto en la guerra? —preguntó Larrañaga a Olsen.

—Dicen que no quieren recordar lo pasado.

—¿Les parece triste?

—Les parece asqueroso —contestó el danés—. El del submarino añade que no quiere ya ver el mar. Es extraño; esta gran guerra que pasa por delante de nosotros, en vez de desatar las lenguas y hacer fantasear a la imaginación, deja en la mayoría de los que están tomando parte en ella un sentimiento de vergüenza.

—¿Y el de la batalla de Jutlandia no cuenta nada interesante?

—Nada. Él iba de maquinista en un torpedero cuando encontraron a la escuadra inglesa y comenzó el combate. Parece que pudieron lanzar dos o tres torpedos bien, con puntería; pero luego empezó el barco a temblar con las granadas que caían encima, y al último se incendió. Entonces intentaron alejarse del lugar del combate, marchando hacia el Sur. Cerca de Esbjerg el barco comenzó a hundirse. Otros compañeros suyos se tiraron al mar y se ahogaron; él esperó, encontró un salvavidas y se puso a nadar hacia donde suponía que estaba la costa. El barco sueco Para lo recogió y lo llevó a Esbjerg. Aquí se escapó y se escondió en un almacén del puerto.

—¡Ah!, pero ¿era aquí cerca la batalla?

—Aquí mismo. Al lado de los arrecifes de Horn. La batalla naval fue el último día de mayo y duró toda la tarde, hasta que oscureció.

—¿Y la impresión suya cuál fue?

—Dice que el día le pareció larguísimo. Para él lo más desagradable fue el ruido de las detonaciones. El resplandor de los cañonazos y de los reflectores todavía hacía un efecto de fantasmagoría curiosa sobre el mar.

—¿Y se dieron cuenta de la marcha general de la batalla, de quién llevaba la mejor parte?

—Nada, ni idea. Durante la noche el hombre estuvo contemplando el resplandor de los reflectores entre la bruma, y al amanecer del otro día vio a toda la flota inglesa preparada para el combate; pero la alemana había desaparecido. Dice que la batalla tuvo menos interés que un partido de fútbol. Luego estuvo trabajando seis meses en un pequeño taller de la costa, y casi todos los días veía cadáveres con salvavidas flotando en las aguas, hombres muertos sin duda por el hambre y el frío; según parece, el mar echaba cuerpos de marineros desfigurados, carcomidos. Algo horrible y aterrador. Entonces encontró trabajo en esta aldea, y ya no piensa volver a la costa.

—¿Y el del submarino?

—Ese no quiere hablar. Dice que ahora está muy bien y no quiere recordar momentos desagradables.

—¿Y el inglés?

—El inglés se ríe. Cree que sus paisanos ganarán la guerra, y que cuando la ganen volverá a su pueblo.

—Es raro. Casi todos los que están interviniendo en la gran guerra la encuentran fea y estúpida —dijo Larrañaga.

—¿Pero antes no sería igualmente fea la guerra?

—Seguramente que lo debía ser. Pero quizá en pequeño una batalla pudiera estar más dominada por los directores y, por lo tanto, mejor dirigida.

—Sin embargo, yo creo que lo principal es que antes había fuerza para poetizar la brutalidad, y ahora no la hay —alegó Olsen.

—Es el predominio de la mecánica, cada vez más grande —añadió Larrañaga—. Esta guerra se ha parecido en su aspecto al libro de Tolstoi La Guerra y la Paz, sin la belleza de esa novela. No ha habido nada genial, ningún hombre extraordinario; todo se va realizando a fuerza de tiempo y de paciencia.

—Y, sin embargo, Tolstoi, aunque gran artista, no parece hombre de profundas intuiciones sociales; por lo menos su ideal de vida es bastante simplista —dijo Olsen.

—¿Cree usted?

—Así me parece.

—La verdad es que, al menos hasta ahora, siempre ha habido guerra y siempre se han cometido toda clase de atropellos, de incendios, de robos y de saqueos. Siempre ha habido un Estado Mayor estólido, generales ineptos, encuentros absurdos, disfrazados con nombres pomposos de batallas por la pedantería militar. Pero nunca ha dejado la guerra una impresión de estupidez como la guerra actual. Desde su comienzo hasta el momento en que estamos todo tiene un aire de pesadez y de falta de originalidad y de ingenio verdaderamente desagradable.

—¿Qué quiere usted que sea un mundo entregado a los militares, a los periodistas y a los fotógrafos? —preguntó Olsen—. Tiene que ser un mundo de necedad inconmensurable. Entre esas tres clases de gentes tienen que intensificar la estupidez del planeta.

—Estamos viviendo en una época rara —aseguró Larrañaga—. Se va notando que la oleada del siglo XIX se acaba; que todos esos tópicos de la democracia, del parlamentarismo, del arte como culto, de la Prensa como palanca del progreso, de la fraternidad humana, del internacionalismo, se vienen abajo. Vemos que nos apartamos de los parajes conocidos; pero adónde marchamos, eso no lo vemos.

—Lo que habría que hacer para acabar con la guerra sería exterminar el sentido del mando —dijo Olsen—. A todo el que tuviera sentido de mando, aislarlo, inutilizarlo.

—¿Y quién lo iba a hacer? —preguntó Larrañaga—. ¿Otro mandón?

—Será imposible; pero no cabe duda que el sentido del mando, unido a la holgazanería y al gusto de vivir sobre los demás, es lo que produce el militar y el cura, y estos eternizan la guerra.

Salieron Olsen y Larrañaga de la aldea en dirección del Este. La tierra de Jutlandia empezaba a ser menos pedregosa. Iban apareciendo algunos arbustos aislados de fruto rojo y agrio: el berberis, y después ya boscajes y grupos de árboles.