IV

EN KOLDING

El pequeño fiordo de Kolding se ensancha como un lago bordeado de flores.

El cielo se muestra este día de azul espléndido, el agua tan azul como el cielo; el viento, suave, es una caricia.

Hay un gran encanto, quizá un poco banal, en el paisaje. Los cisnes blancos, grandes copos de nieve, rompen la tersura del agua, dejando estelas de cristal. Con su aire petulante, parecen puros objetos decorativos en el escaparate de una tienda de lujo.

Sobre un cerro próximo al lago se levantan grandes muros, negros, cubiertos de hiedra, y el paredón de una torre muy alta, con restos de balaustradas y una estatua.

—¿Qué edificio es este, señor? —pregunta Joe a un pacífico ciudadano.

—Es Koldinghus. El antiguo palacio de los reyes daneses, edificado en el siglo trece.

—¿Qué le pasó a Koldinghus? ¿Se arruinó?

—No; lo quemaron los españoles.

«El azul de los fiordos», Las sorpresas de Joe

Los días siguientes, Olsen y Larrañaga marcharon a campo traviesa, ojeando los matorrales próximos a los estanques; pero no llegaron a cazar más que una cerceta y un ave fría. A medida que se alejaban de la costa, el campo era menos arenoso, el aire más seco, la vegetación más rica, y aparecían grupos de árboles.

Antes de llegar a Kolding pernoctaron en una granja. Casi no pudieron dormir por el viento, un viento terrible. Larrañaga llegó a creerse embarcado y en alta mar. Se hubiera dicho que las ráfagas tanteaban la casa y querían arrancarla de cuajo. Eran verdaderos clamores, rugidos, gritos desesperados. La casa temblaba; se oían como cañonazos, explosiones; de cuando en cuando golpeaba una puerta; a veces el viento parecía silbar, gruñir, disertar y hasta perorar.

—¿Ha podido usted dormir con el viento? —le preguntó Olsen a la mañana siguiente.

—Mal.

—¡Qué ruido! Este Noroeste, el skai, como le llaman aquí, es terrible. Es viento que trae mucha arena del mar, y por eso es malo para el campo. No tiene obstáculos a su paso. En este país no hay árboles ni montes.

—Pero en la parte Este, sí.

—Allí hay árboles; pero montes, no. El monte más alto de toda Jutlandia, el Olimpo de Dinamarca, no tiene más que ciento ochenta metros.

—Qué Olimpo más pequeño tienen ustedes.

—Pequeñísimo. El que necesitamos. Algunos le llaman en broma el Monte Blanco y la Montaña del Cielo.

—Con estos ventarrones se comprende lo torcidos que están los árboles en las carreteras.

—Y lo hundido de las casas en el suelo.

—Tendrán ustedes aquí también el Sudoeste.

—Sí, el viento caliente y de lluvia; pero es menos fuerte que el skai.

Olsen y Larrañaga siguieron su camino. El tiempo había mejorado; el cielo estaba azul; el sol, brillante; el aire, puro y casi templado.

Al acercarse a la parte Este de Jutlandia, el paisaje y la vegetación cambió, y comenzaron a entrar en una zona de bosques y de campos cultivados.

El cuarto día de salir de Esbjerg durmieron en Kolding, donde se hallan las ruinas del antiguo castillo o palacio real, que se dice quemaron los españoles.

—¿Qué pasó aquí? —preguntó Olsen a Larrañaga.

—En 1808, Bernadotte, príncipe de Ponte Corvo, estableció en Kolding un cuartel general, con su guardia de soldados españoles. Dicen que, por la imprudencia de uno de estos, estalló un terrible incendio y que ardió el palacio casi por completo.

—¡Nada, nada! ¡No vengamos con subterfugios! Los españoles lo quemaron ustedes deliberadamente —dijo Olsen riendo—. Son ustedes de raza violenta y satánica.

—¿A mí me ha encontrado usted el satanismo?

—Sí, más de una vez.

Vieron Olsen y Larrañaga el patio en ruinas de Koldinghus, con sus grandes ventanas, sus puertas y sus plantas parásitas, y un museo que había al lado.

—Este azul del agua parece del Mediterráneo —dijo Larrañaga—; se me figura que estoy en Túnez o en Bizerta.

—¡Bah! El Mediterráneo es seguramente más chic —dijo Olsen.

—¿Por qué? Usted también es un amanerado.

Estuvieron los dos sentados a orillas del fiordo. Por el aspecto del agua tranquila, con las orillas verdes y llenas de flores, con sus cisnes blancos, más parecía lago que fiordo; pero era una ensenada que comunicaba con el mar por el pequeño Belt.

—¿Cómo se llama ese lago? —preguntó Larrañaga.

—Se llama Koldingfjord (Fiordo de Kolding) y también Slotsø.

Para Olsen estos países tenían grandes extremos; en el verano, el paisaje parecía un cromo, y en el invierno estaban helados.

—¿Usted ha leído a Ibsen? —preguntó de pronto el danés.

—Sí, algunos dramas ya hace tiempo.

—¿Le recuerda a Ibsen un fiordo como este?

—Nada; pero esto no es Noruega.

—Noruega tampoco recuerda mucho a Ibsen.

—¿No?

—No. ¿A usted le gusta Ibsen?

—La verdad. No me entusiasma tanto como antes.

—Sí; es también lo kolossal del siglo XIX. Wagner, Nietzsche, Rodín, Ibsen… Son todos por el estilo. Mucho aparato y no siempre mucha base.