III
EL «DANCING» ELEGANTE
El Sena, de día, con su aspecto tranquilo, burgués y pacífico, refleja serenamente el cielo gris sobre sus aguas quietas. Al hacerse de noche se transfigura, toma en sus orillas aire de fiesta y en su corriente un carácter sombrío y siniestro.
«Quizá influye la literatura», piensa Joe. A fuerza de hablar de París, de citarlo y de manosearlo, ha convertido la ciudad en símbolo, en algo espiritualizado y sin materia.
Ante la mirada, turbada por los posos de la literatura, París, en esa hora de la luz artificial, se torna en algo monstruoso. Para unos es la hora espléndida de fiestas, de embriaguez, de juegos, de teatros, de bailes iluminados, de terrazas, de cafés en los bulevares, de restaurantes llenos de animación y de ruido.
Para otros es la hora triste. La hora de los vagabundos en las calles desiertas, de gentes miserables en los rincones y en los bancos, de siluetas extrañas y amenazadoras en los bulevares exteriores y de figuras famélicas que marchan por las aceras como sombras, arrimados a las casas.
Los unos piensan en los miles de mujeres de los cafés, de los teatros y de los bailes; en ojos sombreados por el khol y en labios pintados. Los otros en los hambrientos y en los apaches, dispuestos a cualquier fechoría; los unos se imaginan las cenas al lado de cortesanas hermosas e incitantes; los otros, las aventuras de los cadáveres de los suicidas, al resbalar por las aguas turbias y cenagosas del río, con los brazos abiertos en cruz, huyendo de las miserias de la existencia.
Unos ven alegría donde otros ven horror.
… Luces blancas y luces rojas iluminan los puentes y tiemblan en el agua. Los faros de los automóviles pasan centelleando; arriba, por encima de las casas, el cielo tiene color de rosa sombrío, como si reflejara un incendio lejano…
«El Sena de noche», Las estampas iluminadas
Bajaron Pepita y Soledad con traje de baile. Soledad llevaba escote pequeño; en cambio, Pepita no se había quedado corta. Vestía un traje de color heliotropo muy escotado. Tenía pintados los ojos y la boca.
—¿Qué tal? —preguntó Pepita.
—Estás muy subversiva, chica. Gracias que viene Soledad con nosotros; si no, no iría contigo. No se me fuera a ocurrir alguna barbaridad.
—¡Bah! Eres muy civilizado tú, Joshé.
—¿No me tienes miedo?
—Ninguno.
Salieron a la puerta, tomaron un auto y fueron al dancing.
El local se hallaba lleno; la gente iba entrando. El medio estaba libre el espacio para bailar, y alrededor había muchas mesas. La decoración era un tanto cubista, de baile ruso. Las paredes, bastidores pintados con grandes rosas y girasoles de casi medio metro de diámetro. En lo alto de los bastidores cantaban canarios metidos en sus jaulas.
La orquesta la formaba un jazz-band de negros, negrazos grandes, con color agrisado y violáceo, de ojos y dientes blancos, con unos instrumentos de latón amarillo, descomunales.
Pepita avanzó valientemente entre el gentío y se sentó en una mesa.
—Yo no sé lo que se pide aquí, chica —dijo Larrañaga—. Me figuro que todo debe ser muy caro.
—No te ocupes de eso —contestó Pepita. Y pidió una botella de champagne.
—¡Champagne! ¿No le hará daño a Soledad? —preguntó José.
—No, no; puede tomarlo. Me lo ha dicho el médico.
Trajeron el vino y las copas.
—¿Ya se te ha pasado el miedo? —preguntó Pepita a Larrañaga.
—Sí.
—Eres un hombre pusilánime.
—Es verdad.
—Hasta que tomas confianza y te conviertes en desvergonzado.
—Si quieres, no tomaré confianza.
—No, no; habla. ¿Qué te parece esto?
—Mucha purpurina… y mucha pedagogía.
—¿Pedagogía? ¿Por qué?
—¡Encuentras que es poco enseñar! La que más y la que menos está escotada hasta el ombligo. ¡Qué barbaridad!
—¿Te asustas?
—Yo, no. En estas cosas, donde se conoce el fin no se puede uno asustar. Después de esto, la hoja de parra, y luego, la desnudez. ¿Por qué se va uno a asustar?
—Es verdad. Pero es bonito, tiene aspecto.
—Sí. ¡Y bailan con gusto estas damas! Se ve que se divierten como las mujeres de los pueblos, o como las fregonas, en un baile de las afueras, bailando y sudando.
—¿Te choca?
—No; ¡qué me va a chocar! En eso de las diversiones no se ha adelantado nada desde la Edad de Piedra acá.
—Así que no te choca.
—Nada. Le chocaría a Paul Bourget; pero a mí, no.
—¿Y por qué a Paul Bourget?
—Porque Paul Bourget pinta unas damas muy exquisitas y complicadas, que tienen ciento y tantos componentes, como la triaca magna o electuario teriacal de la antigua Farmacopea.
—¿Y estas no tienen más que tres o cuatro, según tú?
—Si llega. Ganas de comer, ganas de beber, ganas de tener dinero y ganas de tener un amante o… dos.
—¿Todas?
—Claro que habrá excepciones. Siempre hay excepciones. Unas en lo bueno, y otras en lo malo; pero habrá muchas que por el espíritu no se diferenciarán gran cosa de una mujer mandinga u hotentota.
—¿Qué clase de gente supones tú que será esta?
—Es difícil imaginarlo. Ahora se puede asegurar que hay poca gente aquí que tenga vida interior. Naturalmente, el que tiene una vida interior no frecuenta estos lugares. Todos los que hay aquí son como monedas borrosas. A lo más, tienen un carácter muy general, como de nación o de fortuna.
—Vamos a ver, ¿quién crees tú que será ese?
—¿Ese? Ese es un braquicéfalo de treinta a treinta y cinco años. Tipo un poco pesado, estilo de novela, también pesada, de Maupassant. Es un francés de familia rica, quizá aristocrática, de esos hombres sensuales que dentro del cráneo tienen más cerebelo que otra clase de sesos. Se llama Max, a no ser que se llame Gontran, y tendrá amores con alguna mujer casada.
—No me parece mal tu diagnóstico. ¿Y esos otros de esa mesa?
—Esos son yanquis. Tienen ese aire un poco brutal y satisfecho de los americanos del Norte. Serán algunos grandes industriales o comerciantes de Nueva York o de Chicago. Las tres muchachas, sus hijas, que están con ellos, se les ve que tienen a gala exagerar su naturalidad: se ríen con fuerza, se agitan violentamente en las sillas, cruzan las piernas, fuman.
—¿Y esa otra?
—De esa te diré lo que acabo de oír aquí atrás. Que es artista americana de cinematógrafo, que se ha hecho una operación en la cara para no parecer vieja.
—¿Pero es muy vieja?
—No sé; dicen que tiene sesenta años, pero esto me parece una fantasía.
—¿Y ese grupo de jóvenes?
—Es un grupo de parisienses. Ellos, los jovencitos tienen aire de chicas, como ellas de chicos. Serán hijos de algún fabricante o de algún industrial que ha hecho buenos negocios en la guerra.
—¿Y esa pareja?
—Esos son argentinos.
—Sí, me parecen que hablan castellano.
—Gentes de buen aspecto. Pura superficie. Vivirán en alguno de esos hoteles de la calle de Rivoli.
—¿Y ese señor?
—Ese es un parisiense boulevardier ya del tiempo en que era elegante Le Bargy. Por la mañana paseará con su terno claro, su corbata de plastrón, su bigote pintado, polainas blancas y flor en el ojal. Será aristócrata, amigo de Boni de Castellane, o algún señor que ha sido secretario de Embajada, y vivirá hacia el Arco de la Estrella o cerca del parque de Monceaux. Se ve que nadie le hace caso. Esta es una época de gente joven y todas las anécdotas que el buen señor recuerda de la Rejane y de Sarah Bernhardt, de Coquelín, de Sadi-Carnot o del general Boulanger, no le interesan a nadie, como mañana no interesarán las de hoy.
—¿Y ese?
—Ese jovencito es bailarín de oficio. Su madre es planchadora, madame Duval, y la pobre tiene que velar para que su hijo se presente aquí con su frac elegante y peripuesto.
—¡Qué cosas inventa! —exclamó riendo Soledad.
—¿Y ese? —indicó Pepita.
—Ese es un príncipe indio.
—Tiene los ojos que se le caen por los lados.
—Y una cara de bestia completo. Este indio vive en el Gran Hotel. Tiene cuatro habitaciones para sus criados y sus mujeres, un mago que le hace el horóscopo y un eunuco que duerme en el cuarto de baño. Ahora, si queréis más informes, os diré que ese señor pequeño de nariz corva y barba en punta, es judío rumano, que esa señora alta y guapa es una italiana que tiene un apellido ilustre y un gran palacio en Nápoles, alquilado a bancos y compañías de seguros. Que esa mujer alta que lleva un capital en perlas, es inglesa. Ese jovencito muy afeminado es un poeta que va a tener dentro de poco gran éxito en París. Hace un momento ha sacado un espejito y un lápiz de los que usan las señoras y se ha pintado los labios.
—No.
—Si lo he visto yo.
—¡Qué asqueroso! —dijo Pepita.
—¿Por qué? No veo que los hombres no van a tener el derecho de pintarse, si se pintan las mujeres.
—Tú no ves muchas cosas. Yo creo que un hombre debe ser varonil.
—¡Psch! Es una tesis plausible, como diría Bergson; pero que no tiene gran valor metafísico.
—Si los hombres no fueran varoniles se acabaría el mundo.
—Quizá no se perdería gran cosa.
—¡Qué estupidez! No sé para qué dices tonterías.
—No son tanto. Para mí el mundo se acaba cuando me duermo; más se acabará cuando me muera. Después de mí, me tiene todo sin cuidado. Algunos creen que esta humanidad va a algo y tiene algún objeto. Es lo que se llama por los filósofos la teleología. Yo dudo mucho. Creo que esto no va a ningún lado.
Soledad descubrió en el baile una mujer de gran aspecto en compañía de un negro.
—Ella es muy guapa —añadió.
—Sí. En cambio, él es un negro muy antipático —indicó Pepita.
—¿Has encontrado negros simpáticos?
—Sí, a mí no me parecen mal.
—Es curioso que las mujeres no tengan una idea de la dignidad física tan exagerada como los hombres —dijo Larrañaga—. A una mujer no le parece denigrante ir acompañada de un viejo, de un negro o de un mulato. En cambio, un hombre no va a gusto con una vieja, ni con una negra.
—Tenéis más vanidad vosotros.
—No lo sé. Creo que tenemos menos seguridad en nosotros mismos. Somos menos… inmanentes.
—No sé lo que es eso.
—Yo quizá tampoco lo sepa con exactitud; por eso lo he dicho con timidez. Esto quiere decir, a mi modo, que la mujer acaba en sí misma, sirve para sí misma, y nosotros nos dedicamos a cosas y nos hacemos como servidores de ellas. La mujer que se siente guapa no experimenta como disminución social por la compañía del negro, y en cambio, el hombre se siente achicado al acompañar a una negra.
—Tienes mala idea de las mujeres.
—En conjunto, quizá; pero vosotras la tenéis peor en detalle.
—¿Crees tú?
—Sí; las mujeres que en general hablan mal de sus amigas, como los hombres que también hablan mal de sus amigos, cuando se refieren al sexo entero, poetizan. Los sentimientos de la mujer… el alma de la mujer… la sensibilidad de la mujer… ¿Y qué opinión tiene usted de la Fulana? Es una víbora. ¿Y de la Zutana? Es muy envidiosa. ¿Y de la Perengana? Es muy chismosa. Luego es muy extraño el ver cómo de la suma de la envidiosa, de la tonta, de la vanidosa y de la chismosa se forma un ser ideal. Los hombres tenemos mala idea de los demás, en detalle y en conjunto. Somos animales más lógicos.
—Soledad se ríe de tus observaciones.
—Yo me explico a mi manera las cosas.
—Está muy bien. ¿Y tú crees que la situación de la mujer vieja aquí es mejor o peor que en España?
—Es peor. Porque la feminidad se aprecia aquí más. Como decía, yo creo que la cuestión sexual, el amor, o la galantería es en casi todos los pueblos lo más importante. Para la mujer joven está bien: se defiende, o no se defiende a su gusto. Pero para la mujer que va siendo vieja y tiene instintos de guerrera, el licenciamiento tiene que ser terrible. De aquí ese aire grotesco y lastimoso de las mujeres que no quieren parecer viejas y que lo son.
La palabra guerrera hizo reír a Pepita.
—Eso de guerrera me ha hecho gracia.
—Sí, es por el estilo de tu palabra cabreado.
—No habrás cogido la palabrita en Rotterdam.
—No; allí no se estila.
—¿Y para los hombres que se hacen viejos, será mejor Francia o España?
—Probablemente, mejor Francia. Si es que se puede creer que las mujeres alguna vez no disimulan, hay que pensar que en España mienten un poco menos que aquí. Allí, por lo menos, son secas con los hombres que no les gustan, con los viejos, con los gordos, con los jorobados… Aquí saben ser amables con jóvenes y viejos; naturalmente, con estos con amabilidad superficial un poco comercial. Así un hombre a mi edad se puede hacer la ilusión de que no es todavía desagradable.
—No es siempre una ilusión.
—¡Muchas gracias, Pepita! Soledad, querida prima, ¿te aburres sin hablar?
—No. Todo lo contrario. Me divierto mucho estando aquí y oyéndoos.
—A Soledad le gusta oír y reírse un poco de lo que oye.
—No es verdad. No me río.
—Es demasiado bondadosa para reírse.
—¡Uf, Joshé!, ¡qué meloso estás!
—¿Me encuentras almibarado?
—Mucho. Vas a gastar con Soledad todo el tarro de la miel.
—Sí; veo que a ti te molesta que no te admire, como admiro a tu hermana.
—¿Por qué?
—Lo noto, aunque no sea más que un insignificante empleado…
—De una compañía naviera.
—Y un vil gusano…
—Sin luz…
—Sin ninguna luz; la admiración de uno se cotiza.
—Yo no lo niego. No lo he negado nunca…
La animación había crecido en punto. Comenzaba ese aire febril de agitación y de cansancio que tienen los bailes en su momento álgido.
Uno de los danzarines profesionales invitó a bailar a Pepita, que dio con él unas vueltas de vals. Al volver, dijo a Larrañaga:
—¡Qué aire de preocupación tienes! ¿En qué piensas?
—Este gran torbellino del mundo —contestó José— me produce un poco de miedo. Todas esas gentes, que tienen que ganar su comida, que correr en automóvil, sentarse en el café y engañarse unos a otros; esas mujeres que andan a la caza de un marido, de un novio o de un amante, que tienen que lucir y que vestirse y que pintarse; toda esa turbamulta, con sus necesidades, sus ansias, sus vanidades y sus vicios; los sitios donde habitan: los palacios, los hoteles, los quintos pisos, y luego, las fábricas, las tiendas, las iglesias, los asilos, los hospitales, los manicomios, las casas de prostitución; todo junto me produce, como digo, terror, y a veces algo de asco también.
—Lo que me parece completamente estúpido —dijo Pepita—. Porque eso es tener asco por la vida.
—¡Ah, claro! Es tener asco por la vida. ¡Qué se le va a hacer! Yo lo tengo. Y no es por pura moral, no. Es como el hombre que tiene un estómago delicado y no le gusta la grasa ni la carne fría. Yo veo a un alemán que se traga el tubo de grasa fría de una salchicha y me estremezco. En cambio a un esquimal, que se llena el estómago de grasa cruda, eso le parecerá un caramelo.
—No me convences con la comparación.
—¡Para qué te voy a convencer! Vale más que no te convenzas. La vida, mirada en espectador, pierde su interés; hay que tomar parte en la comedia para encontrarla divertida. Es lo que ocurre con un baile cuando no se oye la música. Parece estúpido y grotesco. Siempre habrá pasado lo mismo. Contemplada como puro espectáculo, yo creo que la vida de la sociedad actual tiene mucho el tipo de las sociedades de raza negra, en que se vive en medio de la mediocridad, sin poner el espíritu en tensión para una obra fuerte, buscando sólo el placer y la satisfacción de la vanidad. Hay algo muy vulgar en esta vida de los apetitos.
—Si lo crees así, chico, vete al convento.
—Me das el mismo consejo que le da Hamlet a Ofelia; pero yo no soy ningún personaje poético como Ofelia. No puedo ir al convento.
—¿Por qué?
—¿Qué iba a hacer? ¿A qué me iba a dedicar? No creo que allí me fuera a divertir. Lo que se hace en el convento me parece una manera bastante estúpida de pasar el tiempo.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—Seguir viviendo como hasta aquí. En mi rincón. Lo que sucede es que un hombre como yo, con mis aficiones, ha quedado poco a poco fuera de la corriente. No cojo el ritmo general y llega uno a no interesarse con lo que hace la gente que bulle. Naturalmente, no voy a pretender yo que mis cosas interesen a la gente.
—¿Y por qué ese desprecio por el mundo? Yo no creo que la gente sea tan mala.
—Según el concepto que se tenga de la maldad. Si se llama solamente malo al criminal, al hombre atravesado, sanguinario y perverso, es indudable que esa gente no abunda; ahora, si se le llama malo al hombre egoísta, vanidoso, adorador del éxito, capaz de una bajeza para triunfar e incapaz de un impulso noble, entonces, casi la humanidad entera es mala.
—Vamos, que, según tú, vivimos todos en la porquería, en la inmundicia.
—No tanto.
—Un centímetro por debajo del cerdo, como decías antes.
—Yo no creo gran cosa en el progreso moral de los hombres. El material y el científico, se ven, se palpan; pero el otro, no. Hay más policía, es verdad. Hay menos posibilidad de cometer crímenes ahora que antes. Pero no se pasa de ahí.
—¿Tú crees que si no hubiera policía seríamos todos unos bandidos?
—Si pudiéramos obrar sólo con la voluntad haríamos horrores. En esta sala habría veinte o treinta asesinos.
—¿Tú crees que seríamos peores que antes?
—Igual. Si hubiera circo romano, se iría a verlo. Si se hicieran las ejecuciones en público, la plaza de la Concordia, o Piccadilly, la Plaza del Popolo o la Puerta del Sol estarían llenas.
—¿Tú crees?
—Igual que antes.
—Es triste pensarlo.
—El sadismo, el instinto sanguinario y cruel lo llevamos muy dentro. Luego hay otra cosa fea que se acentúa por momentos. Es la envidia del pobre por el rico, cosa muy natural. Antes, el rico no exhibía tanto su riqueza, al menos ante los ojos del pobre; ahora, sí, gracias sobre todo al automóvil. El campesino vivía en su rincón tranquilo, sin conocer al rico, sin verlo. Eran dos mundos sin relación. Hoy el pobre ve al rico aparatoso, petulante, en un coche charolado, al lado de una mujer pintada, que pasa como una exhalación, y yo tengo la evidencia de que le envidia. El rico le da la impresión de vivir una vida superior, aunque profundamente quizá no haya tal superioridad; pero es lógico que el hombre del campo lo crea así y busque la manera de salir de su rincón, de ir a la gran ciudad y de hacer todas las porquerías necesarias para enriquecerse y triunfar.
—Eres un predicador, chico. Hablas como un fraile.
—Eso quiere decir que a veces los frailes pueden tener sentido común.
—Lo que veo es que te alegras. No comprendo cómo se puede tener gusto en comprobar una cosa mala.
—¿Por qué no? Es como el médico que comprueba un pronóstico fatal. ¿Qué, nos vamos?
—Sí, parece que Soledad se cansa. ¿Quieres más champagne, Joshé?
—Venga. Aunque vaya uno un poco alegre al hotel, no importa. Además, que esto lo bebo yo como si fuera agua.
—Bueno. No pretendas pagar, porque tengo que pagar yo.
Efectivamente, pagó ella y se dirigieron los tres a la salida. La calle estaba llena de automóviles. Tomaron uno y fueron de prisa al hotel.
—Voy a ver si tengo carta de mi marido —dijo Pepita—. Ya te avisaré.
Se despidieron y cada cual se fue a su cuarto.
Larrañaga se sentó en una butaca a fumar una pipa. Al poco rato se oyó el murmullo del teléfono y se encendió el botón.
—¿Qué hay? —pregunto—. ¿Has recibido carta?
—Sí. Mi marido viene mañana por la noche. Nosotras nos iremos a Berlín pasado mañana. ¿Tú no puedes venir?
—Yo, no. Tengo que ir a Rotterdam.
—Pero, por unos días.
—No, no. ¡Bueno se pondría tu padre!
—Mañana tenemos que ir a casa de la modista. ¿Nos acompañarás?
—Si queréis, sí.
—Soledad me ha estado hablando de ti. Dice que eres muy simpático y muy bueno.
—Yo creo sinceramente que ella es angelical.
—Sí, es muy buena chica. Si tú fueras más joven me gustaría que te casaras con ella; pero tú eres ya un vejete a su lado.
—Es indudable. Sin contar que para mí sería un peligro terrible.
—¿Por qué?
—Porque tu padre me asesinaría.
—¿Tú crees que te odia?
—Cordialmente.
—Yo creo que no.
—Todo lo que hago le parece mal.
—No seas exagerado.
—No es exageración.
—Quizá te quiere a su manera.
—Sí; lo que pasa es que a esa manera de querer todo el mundo llama odio.
—No te quejes de la familia. Si mi padre no te quiere, Soledad y yo te queremos.
—Entonces salgo ganando.
—¿Por Soledad?
—Y por ti.
—Soledad vale más que yo.
—No sé. A mí siempre me ha parecido que tú vales mucho.
—¿Así lo crees?
—Firmemente.
—Pero ella es mejor que yo. No tiene pequeñeces ni envidias, ni es tampoco orgullosa. Es algo sano.
—Es verdad. Es muy buena.
—Y sabe mucho. Mucho más que yo. Verdad es que no es muy difícil. Yo no tengo ortografía. Mi padre dice que escribo como una cocinera.
—Y te lo dirá con saña.
—Sí.
—A la mayoría de esos viejos vascongados habría que matarlos.
—Cuando tengo que escribir a papá hago un borrador con lápiz y Soledad lo corrige. A veces, para que no crea que me han corregido, pongo a propósito una falta insignificante de ortografía, un faltita muy pequeña… pues no la pasa.
—¡Qué bárbaro!
—Me la tiene que señalar siempre.
—Eso de los padres es una superstición que queda todavía. Habría que acabar con ella cuanto antes.
—Allí, en Bilbao, reprochan a Soledad que es romántica.
—¿Pero en Bilbao, qué saben lo que es romanticismo?
—¿Tú crees que no?
—Nada. Si el romanticismo es hablar de la luna cuando no está en el cielo, decir cosas afectadas y sin oportunidad, odiar la casa y la cocina; Soledad no es romántica. Pero si es idealismo, entusiasmo por lo noble, entonces, sí que lo es.
—Me gusta que la defiendas.
—Ella misma se defiende.
—Oye, mañana no podremos comer juntos. Tenemos que ir a almorzar con unos americanos al Hotel Regina y luego a probarnos unos vestidos. ¿Podrás esperar aquí, en el hotel, a las cinco?
—Sí; con mucho gusto.
—Bueno; pues vendremos a buscarte y nos acompañarás.
—Muy bien.
—Ya mañana no podremos hablar a solas.
—¿Lo sientes?
—Sí.
—Yo también.
—Eres un amigo confortable. ¿Te choca la palabra?
—No.
—Esto de los amigos confortables se lo he oído decir a una inglesa, y está bien. Porque hay gente con quien parece que hay que estar siempre como en visita, lo que no es muy agradable.
—Es verdad.
—Adiós, Joshé. ¡Hasta mañana!
—Adiós, Pepita.