II

LAS AMISTADES

«Queridos amigos: No hay amigos», solía decir el viejo Kant a sus contertulios de Königsberg, llevado por su afán de veracidad.

«El hombre es un lobo para el hombre», afirmó un autor romano, y lo repetía Hobbes.

«Somos puercoespines que se reúnen porque sienten frío y buscan un poco de calor al lado de los otros», explicó Schopenhauer en un apólogo.

—¿Hay amigos o no hay amigos? ¿Qué te parece, Joe?

—Los hay, aunque no lo quiera la canalla —ha contestado categóricamente Joe.

«Los amigos», Evocaciones

Los días de invierno fríos y lluviosos, Nelly los pasaba en su casa. Cuando se sentía activa y bien, hacía sus quehaceres cantando, limpiando el polvo con un aspirador eléctrico; arreglaba el fuego y después se sentaba a coser delante de la ventana del despacho.

Desde allí se distinguía un gran panorama de tejados, que comprendía desde la torre de San Lorenzo, la iglesia mayor, que se presentaba muy a la derecha, hasta las torres de la iglesia evangélica alemana y la iglesia del Este, que se erguían en el extremo de la izquierda.

Se veía desde la ventana grande una parte del muelle. La gente que pasaba en medio de la niebla y de la humedad, parecían motas negras en la atmósfera gris.

Por entre los tejados sobresalían las cimas de los árboles sin hojas que bordeaban los canales.

Por la otra ventana pequeña, que caía sobre la calleja, surcada por el canal, el espectáculo era distinto. Los remolcadores pasaban con un resoplido echando bocanadas de humo negro que enturbiaban el aire.

De pronto, en el canal hundido en la calle, se paraba una gabarra panzuda y parecía como en un teatro un cambio de decoración. Se veía al gabarrero, a su mujer, a un chico. Estaban unos minutos y se marchaban en su barco.

A veces se detenía la gabarra delante de un almacén que había enfrente y se veían subir los sacos desde el lanchón. Bajaba la cadena de la grúa, subían primero los sacos por un plano inclinado, juntos, como buenos hermanos; luego ascendían hasta el último piso, en el cual dos hombres los cogían y los metían en el almacén.

Desde la ventana grande se veían casi todas las torres del pueblo, y era el paisaje de tejados fantástico con sus torres y sus chimeneas.

Los campanarios de las iglesias, de noche se iluminaban con la esfera del reloj, y en algunas torres, en las que había cuatro esferas, una a cada lado, de las que no se veían más que dos, parecían los ojos de un monstruo.

Era muy triste el anochecer, cuando brillaba todo húmedo, sin color, gris y negro; pero al lado del recuerdo de los días de Nyborg, aquello a Nelly le parecía alegre.

Muchas noches, sentada a oscuras delante de la ventana, miraba el panorama sombrío de tejados, que le parecía una representación amenazadora de la vida. Cuando se encendían las luces y llegaba Larrañaga, para ella cambiaba todo y comenzaban las horas alegres. Charlaban los dos largo rato, hasta la hora de cenar, en que pasaban al comedor.

Después de cenar jugaban a las cartas con miss Ross. La patrona se quedaba con sus dos hijas mayores y a veces venía Olsen y su mujer.

Larrañaga fumaba su pipa mirando el fuego.

Nelly tenía bastante sentido para no demostrar excesiva familiaridad con Larrañaga, pues se hubiera ofendido miss Ross.

A Olsen le gustaba jugar al ajedrez. Jugaba muchas veces con Nelly, con su mujer y con miss Ross; pero les ganaba a todas con tanta facilidad, que se esforzaba en no aprovecharse de sus olvidos y en alargar la partida. La patrona, la señora Grebber, sentía gran simpatía por Nelly, a quien consideraba como a una niña y tenía con ella grandes atenciones.

Los chicos pequeños de la casa, los hijos de la señora Gebber, buscaban a Nelly, y aunque esta no sabía bien el holandés, les contaba cuentos.

Venía también a veces el pariente de la patrona, el hombre del polder, Juan Campen. Este hombre tenía un cuarto en la buhardilla y se le oía pasar por la escalera con sus botas pesadas.

Larrañaga solía llamarle y le invitaba a tomar una copa de coñac.

El hombre del polder había navegado en alta mar, había estado en las Colonias y por entonces se hallaba empleado en un almacén y conducía una gabarra. Era un viejo grande, pesado, encorvado, huraño y sombrío, con la cara curtida, entre cobre y cuero, la nariz roja y un bigote blanco, tornasolado. Vestía de azul, con sombrero y polainas, y tenía unas manos cuadradas, duras, como si fueran de madera. Campen, el hombre del polder, era un solitario, un contemplativo. Con sus recuerdos y con sus ideas tenía bastante para vivir.

A veces el viejo se sentía locuaz y contaba historias y aventuras muy interesantes de Sumatra y Java, en que figuraban indios y antropófagos. A Nelly le regalaba conchas, que guardaba en su cuarto, cogidas en el mar de las Indias.

Don Cosme, el empleado de Larrañaga, solía venir también algunas noches de tertulia. Don Cosme era muy amigo de Nelly y le llevaba con frecuencia bombones.

Nelly y don Cosme se habían hecho amigos íntimos. Los dos tenían una idea ridícula y absurda de Larrañaga. Le consideraban como un hombre todopoderoso, joven, audaz, capaz de hacer lo que se propusiera. Para él no había dificultades. Era como el prototipo del hombre, y si se burlaba de sí mismo, era para disimular su fuerza, para no ofender con ella a los demás.

Los dos se extasiaban hablando de sus condiciones.

«¡Qué hombre! ¡Qué ingenio ático! —decía don Cosme con su fraseología de maestro—. ¡Cómo maneja la fina sátira! ¡Qué perspicacia la suya!»

Algunas veces, al llegar a casa, Larrañaga preguntaba en broma a Nelly: «¿Ha venido don Cosmético?».

A ella no le gustaba este mote burlón.

—¿Por qué esa crueldad con un hombre tan bueno? —solía preguntar.

Larrañaga se reía y se encogía de hombros.

—En la vida, a los hombres buenos es a los que se mortifica, para que demuestren su bondad. Si a una persona buena no se le da alguna desgracia de cuando en cuando, no puede ejercer su bondad y en el fondo se le defrauda.

—Habla usted en broma.

—Sí; un poco en broma y otro poco en serio. El pobre don Cosme, por lo que me han dicho, es la Cenicienta de la casa. Su hija es una mujerona egoísta y mandona; el yerno creo que es un bestia, y los hijos del matrimonio, sus nietos, lo tienen como a un criado. Don Cosme se levanta temprano, prepara el desayuno de todos, se lo lleva a la cama a su hija, da el biberón al pequeño y luego, según parece, se pone a cepillar las botas de los miembros de la familia. Cuando ha concluido esta sublime ocupación, enciende el fuego, coge un pedazo de carne, probablemente el peor, lo asa, lo mete en un panecillo y viene a la oficina. En la oficina come su pedazo de pan y su trozo de carne, y cuando concluye su trabajo vuelve a la casa, donde tiene que fregar los platos y tener cuidado de los niños. El domingo hace de niñera: lleva a los chicos pequeños a pasear y viene al anochecer con alguno en brazos. El dinero que gana se lo quita su hija en seguida, y si le falta algo le arma terribles escándalos. Don Cosme encuentra todo esto muy natural, y si su hija le pega, le dirá, haciendo gestos amanerados y pedantescos: «¡Hija mía, no me pegues así! Te vas a hacer daño en la muñeca…». Pero ¿qué te pasa?, ¿lloras?

—¿Se puede burlar nadie de un hombre así?

—Es igual burlarse que no burlarse. Don Cosme es de esas pocas naturalezas seráficas que no tienen egoísmo y son felices viviendo mal y trabajando para los demás. Ese pobre don Cosmético irá al cielo… si hay cielo. Yo creo que debía haberlo. Un cielo de amor y de simpatía, por lo menos, para esa clase de tipos. A los demás, si tuvieran la fantasía de hacerlos resucitar en la gloria, después de muertos, les bastaría un asiento de automóvil o un bar con una pianola. ¡Pobre don Cosmético!

—No le llame usted así.

—Le llamaré don Cosme. Es igual. ¡Pobre don Cosme! O quién sabe si ¡feliz don Cosme! El ve el bien donde los demás no vemos más que el mal; él ve simpatía en donde los demás vemos antipatía; él ve cariño en donde los demás notamos odio y rencor… Para él su hija es una mártir, y a los demás nos parece una sargentona; para él su yerno es un hombre excelente, y todo el mundo lo tiene por un bestia; él cree que sus nietos son unos angelitos, y los demás los consideran como unos micos de muy mala intención.

—A usted le quiere mucho.

—Sí, a mí me tiene por un hombre de acción, por un hombre terrible. Eso prueba lo fuerte que es su penetración psicológica.

—Es usted implacable.

—No; no lo digo en son de burla. Está bien que él se engañe, porque es un ser seráfico; pero yo, que soy un hombre con los defectos de la mayoría, es decir, egoísta como todos, no me debo engañar.

—Usted también es bueno.

—Yo, no.

—¡Oh! Sí.

—No, no… Pero doblemos la hoja.