Capítulo 39
A la mañana siguiente, Marcela estaba en el jardín de la villa cuando un tribuno de la Guardia Pretoriana llegó a caballo. Ató el caballo a un aro de hierro de la valla, inclinó la cabeza ante Marcela y se llevó la mano al pulido casco.
—Buenos días, señora de Tácito.
—Buenos días, tribuno Lucio Calpurnio —contestó ella.
—Tengo noticias para vuestro esposo. ¿Está aquí?
—Lo encontrará en el peristilo.
Calpurnio volvió a llevarse la mano al caso y entró. Marcela se volvió a la glicinia en flor hasta que desapareció. Después, corrió hacia la otra entrada y se ocultó tras una de las columnas que rodeaban el peristilo, un patio cerrado situado en el centro de la villa.
—Buenas noticias, excelencia. Hemos localizado a Di— mas bar-Dimas —anunció el oficial romano.
—¡Fantástico! —replicó Rufino—. ¿Está detenido?
—Todavía no. Solo espero su orden para detenerlo.
—Sí, por supuesto, hágalo —dijo Rufino con impaciencia.
—Reuniré a mis hombres y detendré al criminal esta misma tarde —declaró Calpurnio con un elegante saludo.
Viendo que el soldado se marchaba, Marcela corrió al jardín. Cuando Calpurnio llegó al vestíbulo, un momento después, Marcela estaba de nuevo dedicada a cuidar las glicinias.
—Con su permiso, señora —dijo mientras se acercaba a su caballo y lo desataba.
—Vaya en paz —replicó Marcela.
Poco después, Calpurnio se alejaba. Marcela llevó un cesto de flores de glicinias al peristilo. Encontró a su esposo sentado en un banco de piedra, con una amplia sonrisa. Ella se obligó a no reaccionar a su petulante alegría.
—Rufino, voy a salir un rato —le dijo.
—¿Sí? ¿Y adónde vas? —preguntó distraídamente, como si tuviese cosas más importantes en las que pensar—. Todos los baños han ardido.
—Quiero buscar a algunos amigos a los que no he visto desde el incendio e interesarme por su situación. Cortaré algunas flores para llevárselas —ella llevaba el cesto.
—Puedes enviar a uno de los sirvientes —dijo él; después, movió la cabeza e hizo un gesto desdeñoso—. Sí, vete adonde quieras.
—Gracias, esposo mío —dijo ella con dulzura. Dejándolo con sus pensamientos, se apresuró antes de que cambiase de opinión.
—Se ha marchado —dijo una voz desde el otro lado del peristilo.
—¿La has visto irse? —preguntó Rufino, levantándose mientras Calpurnio entraba en el patio.
—Sí, excelencia.
—Síguela. Ella te llevará hasta Dimas.
Calpurnio sonrió.
—Teníais razón, excelencia. Ella escuchó nuestra conversación y ahora irá a avisarle.
—Sí, pero tened mucho cuidado de que no os vea —le advirtió Rufino—. Si ve a tus hombres siguiéndola, no os llevará hasta él.
—Tendremos mucho cuidado —prometió Calpurnio—. No tendrá ni idea de que vamos tras ella.
Al llegar a la casa iglesia de Gayo, Marcela encontró a Tibro y a Simón sentados solos en una pequeña antesala. Entró corriendo y dijo:
—Dimas tiene un grave problema.
—¿Qué clase de problema? —preguntó Simón.
—Los soldados saben dónde se esconde y van a detenerlo.
—¿Cómo se han enterado?
Ella negó con la cabeza.
—Solo sé que el tribuno Lucio Calpurnio, de la Guardia Pretoriana, le dijo a mi esposo que habían descubierto dónde se oculta Dimas.
—¿Dijo eso delante de ti? —preguntó Tibro.
—No. Estaban en el patio y yo me escondí detrás de una columna. Ni mi esposo ni Calpurnio sabían que yo estaba allí. Oí a Calpurnio pedir permiso para detener a Dimas.
—Apuesto a que, para Rufino, es una decisión nada difícil de tomar. Odia a mi hermano.
—Estoy muy preocupada —dijo Marcela.
Tibro puso una mano tranquilizadora en su hombro.
—No te preocupes. Avisaré a Dimas.
—Voy contigo —anunció Marcela.
—No sería prudente —dijo Tibro.
—Yo voy —insistió ella.
—Y yo también voy —declaró Simón, levantándose con su amigo—. Mi cuerpo puede ser viejo, pero todavía tengo fuerza en estos brazos y piernas. Si hay problemas, puedo echaros una mano.
—Muy bien, muy bien —aceptó Tibro—. No hacemos nada hablando aquí. Vamos.
El tribuno Lucio Calpurnio sujetaba las riendas de su caballo en lo que quedaba de un establo de piedra próximo al puente que llevaba al barrio del Trastevere. Levantó la vista cuando uno de sus centuriones desmontó y corrió hacia él.
—¿Qué ocurre, Horacio?
—Lie seguido a la mujer hasta la casa de un cristiano y unos minutos después salió con el llamado Dimas bar-Dimas y un acompañante negro.
—¿Estás seguro de que era Dimas? —preguntó Calpurnio al centurión que a menudo le servía de espía.
—Lo he visto muchas veces. Es Dimas.
—¿Dónde están ahora?
—En la vía Flaminia, encaminándose hacia Rímini. He hecho que los siga Junio.
—Vamos —ordenó Calpurnio a los otros nueve soldados que permanecían de pie, con los caballos—. Tenemos que movernos a la vez.
Marcela fue la primera que oyó un ruido de cascos que se acercaba. Tiró del brazo de Tibro y le señaló el camino que acababan de recorrer.
—Soldados romanos, me temo —dijo Simón, mirando hacia la vía Flaminia.
—Sí —dijo Tibro—. Y ya nos han visto, sin duda. No tendría sentido escondernos; mejor tratar de engañarlos, si nos paran.
Cuando la docena de hombres a caballo llegó a la altura del trío de viajeros, Marcela supo que no había posibilidad de disimular.
—Tribuno Lucio Calpurnio —dijo, cuando el oficial descabalgó delante de ella—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Podría preguntaros lo mismo, señora de Tácito —replicó, con una sonrisa de suficiencia.
—Muy imprudente por su parte —dijo ella airada—. Mi esposo tendrá noticia de esto.
—¡Oh!, sí, desde luego, señora, porque yo os entregaré personalmente al lictor de la curia —dijo, aludiendo al título de Rufino como miembro de la Asamblea de las Curias—. Lo que haga con vos es cuestión suya.
Se volvió hacia Tibro.
—Y tú, Dimas, por fin te vas a ver con la justicia, de la que tanto tiempo llevas escapando.
—El no…
—No le tengo miedo a lo que llamáis justicia —Tibro interrumpió a Marcela, indicándole con los ojos que no le dijera a Calpurnio que no era el hombre que buscaba—. De buena gana me enfrentaré a un tribunal romano —siguió diciendo—, porque creo que, cuando se conozca la verdad, quedaré libre.
Marcela se dio cuenta de que Tibro estaba interponiéndose para proteger a su hermano, dando por supuesto que, cuando se revelara su verdadera identidad, lo dejarían. Entonces, ya sería demasiado tarde para que encontraran a Dimas.
—No, no hagas eso —le advirtió Marcela—. Temo que subestimes en gran medida el peligro que corres.
—Vamos, amigos —dijo Tibro a sus compañeros—. Pongamos a prueba la justicia romana.
—No —declaró Calpurnio. Señaló a Simón—. Ese no.
—¿Qué hacemos con el esclavo? —preguntó Horacio.
—Tú y Junio sacadlo de la carretera, llevadlo a los matorrales —dijo Calpurnio.
Horacio y Junio se miraron inseguros; después, Horacio preguntó:
—¿Y después qué?
Calpurnio sonrió con frialdad.
—Matadlo, por supuesto. No necesitamos molestar al tribunal con un defensor extra.
Simón se quedó de pie, impávido, mientras miraba a los soldados que volvían hacia Roma con sus presos: Marcela, sentada al lado del llamado Calpurnio, y Tibro, atado y atravesado boca abajo sobre otro caballo, al lado del jinete que lo llevaba.
Los dos militares que habían dejado atrás estaban de pie, espadas en mano, y el llamado Horacio le indicó al preso que saliera de la carretera y se encaminara al matorral. Cuando Simón hizo lo que le decían vio un indicio de temor en sus ojos y pensó que, aunque prestara servicio en la guardia, nunca habían matado a un hombre… al menos no tan de cerca.
—¿Lo hacemos aquí? —preguntó Junio cuando seguía a Horacio y a Simón hacia los matorrales.
—No, allá adelante… ¿ves ese claro? Lo haremos allí. —Horacio empujó a Simón por la espalda con la punta de la espada—. ¡Muévete y seré rápido contigo!
Salieron de los matorrales a un pequeño claro y Simón siguió hasta el borde del mismo y se volvió hacia sus ejecutores.
—No tenéis que hacer esto —dijo con una sonrisa de sincera compasión—. Podéis marcharos sencillamente y…
—¡Cállate! —dijo Horacio, levantando amenazadora— mente la espada—. ¡Arrodíllate!
Simón hizo lo que le mandaban, levantó la mano izquierda y comenzó a rezar en arameo. Tenía la mano derecha bajo la túnica y, cuando la sacó, no tenía una daga oculta, sino un simple trapo. Se lo llevó a los labios y lo besó; después, continuó su oración.
Los soldados se miraron confusos; después, se acercaron al preso arrodillado. Horacio dio un paso adelante y se paró, como congelado en aquella postura. Movió la cabeza hacia un lado con sus ojos fijos en los de Simón, hipnotizado por la mirada del hombre mientras escuchaba unas palabras que no podía entender. Junio también estaba inmovilizado, con la punta de la espada hacia abajo, como si tratara de descifrar lo que estaba oyendo.
De repente, Simón dio un grito ahogado y se ató firmemente el trapo a la barriga. Empezó a inclinarse hacia adelante; después recuperó el equilibrio y se arrodilló allí con las palmas de las manos adelantadas hacia los soldados. Sus manos y el trapo que todavía estaba agarrando quedaron empapados en sangre, mientras rezumaba más sangre por la parte delantera de su túnica rajada y caía en tierra.
Los atónitos soldados miraron sus espadas y vieron que las hojas todavía estaban chorreando sangre del hombre.
—Señor, p… perdónalos… —musitó Simón mientras caía a un lado y rodaba sobre su espalda, mientras crecía un oscuro charco de sangre a su alrededor.
—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó Junio mientras se daba la vuelta despacio—. No recuerdo…
Se detuvo a la mitad de la frase y miró de nuevo la espada llena de sangre.
—Hemos cumplido con nuestro deber —replicó Horacio, moviendo la cabeza aturdido.
Se acercó más y le dio a Simón un puntapié para confirmar que estaba muerto; después se acercó a uno de los arbustos que rodeaban el claro y limpió la espada en las hojas. Junio siguió a su jefe y los dos hombres volvieron a entrar en los matorrales y se encaminaron a la carretera.
Simón yacía en silencio mientras se alejaba el sonido de los caballos. Después, se dio la vuelta y se sentó. Se frotó la barriga, comprobando que no estaba herido. De hecho, su túnica ya no estaba rajada y no había indicios de sangre ni en el material ni en el suelo. La única mancha de sangre estaba en el trapo que tenía en la mano que, una vez más, se lo acercó a los labios y lo besó con ternura.
—¡Oh, Señor!, me has librado de mis enemigos —recitó—, y te doy gracias. Amén.
Volvió a la carretera, miró hacia el sudoeste, hacia vía Flaminia y vio a lo lejos el polvo de los caballos de los dos asustados militares que volvían a Roma. Volviéndose en la dirección opuesta, continuó andando hacia el pueblo cercano en el que estaba oculto Dimas bar-Dimas.