Capítulo 38
Roma ardió durante nueve días. Dos tercios de la ciudad quedaron destruidos y solo cuatro de los catorce barrios de Roma salieron indemnes. La devastación fue completa en tres barrios; los otros siete quedaron reducidos a unas pocas ruinas abrasadas y destrozadas. El palacio de Nerón se transformó en una masa carbonizada y todos los tesoros artísticos se perdieron para siempre.
Miles de personas sufrieron quemaduras fuera de sus hogares y perdieron todo lo que poseían. Durante cierto tiempo, pocas diferencias hubo entre los más ricos de Roma, los ciudadanos más poderosos, y los menos privilegiados y pobres, porque todos se alojaban en refugios construidos apresuradamente fuera de la ciudad.
Marcela y Rufino Tácito fueron más afortunados que muchos, porque tenían otro lugar al que ir. Los padres de Marcela tenían una villa en la Campaña, a las afueras de Roma, y, a su fallecimiento, la propiedad había pasado a ella. Debido al incendio, Marcela había partido a regañadientes con Tibro y acompañado a su esposo a la villa, dando por supuesto que Rufino no continuaría con sus amenazas contra el hombre que creía que era Dimas bar-Dimas.
Incluso antes de que se apagaran las últimas brasas, ya corrían rumores de que el emperador Nerón había ordenado que prendieran fuego a la ciudad para destruir los barrios bajos y poder reconstruirlos en un estilo griego aún más grandioso, pero que el fuego controlado que había planeado se le fue de las manos. Había quienes contaban incluso que se le había visto en la cumbre del Palatino, tocando la lira mientras las llamas devoraban la ciudad.
Aunque era cierto que Nerón quería poner en práctica un ambicioso programa de reconstrucción, era poco probable que lo hubiese iniciado de un modo tan imprudente. Ni siquiera estaba en Roma cuando comenzó el fuego, aunque regresó rápidamente de su palacio de Anzio, recorrió la ciudad durante la primera noche, sin esperar siquiera a que lo acompañara su guardia personal. Dirigió los trabajos para sofocar el fuego y se encargó personalmente de rescatar a algunos ciudadanos. A pesar de ello, los rumores de que era el artífice del fuego eran tan persistentes y la ira tan palpable que algunos de sus partidarios empezaron a temer por su seguridad y por la de ellos mismos.
Rufino era un decidido defensor de Nerón, no tanto por estar de acuerdo con sus políticas o por el aprecio de sus talentos artísticos, sino porque creía que su propio poder dependía de que el emperador se mantuviese en el trono. Había otros que compartían la idea de Rufino y, aquel día, dos de ellos, Casio Avito y Séneca Fabio, habían ido a la villa a comentar la situación. Marcela no participaba en la conversación, sino que estaba sentada a un lado, bordando una funda de almohada, mientras escuchaba su conversación.
—No creo que haya sido Nerón —declaró Séneca—. Estoy convencido de que han sido los judíos. Sus comerciantes ya se benefician de la reconstrucción.
—Los judíos no. Han sido los cristianos —dijo Casio.
—¿Por qué dices eso?
—Se oponen directamente a las antiguas prácticas sociales y religiosas de nuestra sociedad. Creo que son nuestros enemigos jurados, y pocos de ellos han perdido sus casas.
—¿Pero no son lo mismo los judíos y los cristianos?
—De ninguna manera. Los judíos han vivido entre nosotros durante siglos y, cuando surge algo asqueroso y degradado, se lo guardan para ellos y solo causan problemas en sus propias zonas. Los nuevos cristianos, por su parte, tratan de convertirnos a su causa y, siento decirlo, pero muchos ciudadanos han profesado su fe, convirtiéndose en traidores a Roma.
—Y, sin embargo, el jefe del culto, el llamado Jesús, que fue crucificado hace muchos años, era judío, ¿no? —preguntó Séneca.
—Lo era, pero los judíos lo repudiaron y pidieron su muerte —explicó Casio—. No, no se quieren demasiado los cristianos y los judíos.
—Lo que no comprendo es cómo puede haber un culto que sigue a un jefe que está muerto.
—Los cristianos creen que este Jesús resucitó de entre los muertos —dijo Rufino, interviniendo en la conversación—. ¿No es así, Marcela? —rápidamente, añadió—: Mi mujer no es cristiana, pero tuvo tratos con ellos durante una desagradable experiencia en Éfeso.
—¿Resucitó de entre los muertos? —dijo Casio, en tono burlón. Séneca y él se rieron, pero Rufino no dio muestra alguna de humor al volverse hacia Marcela.
—Esa es la creencia cristiana —dijo ella en voz baja sin levantar la vista de su labor.
—O sea, ¿dices que estos cristianos adoran a un espíritu —dijo Séneca— y que ni siquiera es el espíritu de uno de los dioses, sino el espíritu de un judío crucificado?
—¿Qué dices tú, Marcela? —le preguntó su esposo—. ¿Jesús, el judío, es una aparición?
—Quienes lo vieron dicen que no era un espíritu, sino que se les apareció en carne y hueso —dijo Marcela.
Casio soltó una carcajada.
—Hablas como si, en realidad, creyeras que hubo gente que lo vio —como Marcela no contestara, miró a Rufino con auténtica desconfianza—. Tu mujer está muy versada en la doctrina cristiana. ¿Cuál fue la experiencia desagradable que le aportó esos conocimientos?
—Uno de sus amigos de la infancia, Marco Antonio, era centurión de mi guardia personal cuando yo era gobernador en Éfeso. Se hizo cristiano y Marcela, con mi permiso, por supuesto, trató de convencerlo de su error.
—¿Que un centurión se hizo cristiano? —dijo Séneca—. ¿Sigue siendo soldado romano?
Rufino negó con la cabeza.
—Se obstinó y rechazó mi oferta de gracia si se arrepentía y repudiaba a este Jesús. Al final, mi tribunal lo sentenció a muerte, pero se las arregló para escapar. Al menos, ya no deshonra al imperio como centurión. Durante muchos años no supe de él, pero mi esposa ha podido descubrir que se casó con una puta efesia y vive cultivando higos en Dalmacia.
—¿Dalmacia? —se rio por lo bajo Séneca—. Tendrían que ejecutarlo.
Casio miró con curiosidad a Marcela.
—¿Y cómo sabe estas cosas?
—No entiendes a mi mujer —Rufino forzó una sonrisa—. Ella es demasiado tolerante y bondadosa. Yo le he aconsejado precaución, pero ella no distingue entre romanos, cristianos y judíos en lo tocante a hacer amigos.
—No hay ninguna ley que prohíba conocer a cristianos —dijo Marcela, manteniendo la vista y la voz bajas.
—Querida esposa, ¿tendrías la bondad de dejarnos? —dijo Rufino con una ternura fingida—. Estas conversaciones sobre religión y política son indecorosas para una mujer.
—Como desees —contestó ella. Se levantó, dirigió una ligera inclinación de cabeza a los tres hombres y salió de la sala.
Casio empezó a hablar, pero Rufino levantó la mano, haciéndole una seña para que esperara hasta que estuviesen solos.
Un minuto después, Marcela estaba sentada en una salita de la segunda planta. Poco después de trasladarse a la villa, descubrió que el sistema de chimeneas que se utilizaba para transferir el calor de una habitación a otra también transmitía las voces. Esta sala, en concreto, estaba directamente encima de donde su esposo recibía a sus invitados, por lo que no tenía ningún problema para oír su conversación.
—¿Crees prudente permitirle a tu esposa que mantenga contactos con los cristianos? —decía Casio, en un tono que manifestaba preocupación y desaprobación.
—¿Permitirle? —replicó Rufino—. No solo se lo permito, sino que la animo a ello.
—¿Y por qué?
—Porque me sirve para mis fines. Tú lo has dicho en muchas ocasiones, Casio. Hay que conocer al enemigo… o al enemigo potencial. ¿Crees que no veo la amenaza que suponen estos cristianos? Pero también veo su utilidad, igual que veo la utilidad de permitir a mi mujer que mantenga el contacto con ellos, como tú dices, y que me informe de lo que descubra.
—Entonces, ¿ella es tu espía? —preguntó Séneca.
Rufino sonrió.
—Involuntaria. Es demasiado delicada para hacer de espía. Pero, como le encanta charlar y yo la animo a que hable de las costumbres y acciones de los cristianos, los judíos y toda la gente de la que se hace amiga. Como a ella le encanta decir, no hay ninguna ley que prohíba conocer a cristianos ni convertirse en uno de ellos.
—¿Podría haberse convertido…?
—Por todos los dioses, no —declaró Rufino—. A ella le divierten las gentes que son diferentes, eso es todo. En cuanto a la devoción de Marcela hacia los dioses, cumple con todos los ritos necesarios. Es especialmente devota de Apolo y le reza a diario.
En el piso de arriba, Marcela sonrió ante la mención de Apolo de su marido. Con frecuencia, cuando Rufino la había encontrado en oración, ella le explicaba que estaba adorando al Dios Hijo, a sabiendas de que él lo interpretaría como el dios sol: Apolo[7].
—Harías bien en vigilarla de cerca —le advirtió Casio—. Los cristianos son muy peligrosos y, perdona que te lo diga, tu mujer me parece muy impresionable.
—¿No lo son todas las esposas? —replicó Rufino con una media carcajada—. Pero toda esta conversación sobre los cristianos me ha dado una idea. Si podemos convencer a los buenos ciudadanos de Roma de que los cristianos comenzaron el fuego, su cólera contra Nerón se calmará.
—¿Cómo vamos a hacer eso? —preguntó Séneca.
—Haciendo que Nerón diga que ha investigado la causa del incendio y ha determinado que es obra de los cristianos.
Después, habrá que hacerle aprobar una ley que declare que ser cristiano es un delito contra el estado.
—¿Estaría de acuerdo Nerón con una cosa así? —preguntó Casio.
—Hará cualquier cosa que crea que le beneficia —dijo Séneca.
—Esto le beneficiaría mucho y creo que podríamos convencerlo de ello, si tenemos un modo de hacerlo llegar a sus oídos —dijo Rufino.
—Quizá yo pueda hablar con Laelio —indicó Séneca—. El también es músico y goza de la confianza de Nerón.
—Bien, bien —sonrió burlonamente Rufino—. Dile a Laelio que debe convencer a Nerón de que lance una campaña contra los cristianos. Hay que echarles la culpa del incendio y de cualquier otro mal que nos haya ocurrido. Deben ser detenidos y encarcelados, y todos sus dirigentes, ejecutados.
Arriba, Marcela dio un grito ahogado, llevándose la mano a la boca para que no la oyesen.
—¿Estás seguro de que esto funcionará? —dijo Casio dudando—. No podemos presentar pruebas de que los cristianos estuviesen implicados de alguna manera y Nerón les ha permitido vivir en libertad entre nosotros. Quizá no quiera perseguirlos.
Rufino lanzó una carcajada.
—Cuando Nerón se temió que hubiera una conspiración contra él, mató a su propia madre. Mató también a su esposa y a su hermano. Si se percata de que la mejor manera de conservar su trono es declarar a los cristianos fuera de la ley, no dudará en hacerlo.
—Quizá —convino Casio—. Y si fuésemos los únicos que le damos una forma de solucionar su problema, gozaremos de su favor para siempre —se volvió hacia Séneca—. Rufino tiene razón; debes hablar con Laelio.
—En seguida —dijo Séneca.
Marcela oyó moverse una silla y unas pisadas mientras Séneca se acercaba a la puerta.
—Te acompaño —dijo Casio, apartando su silla y siguiéndolo.
—Séneca —dijo Rufino—, ¿le dirás al emperador que fue idea mía?
—Por supuesto.
—Dile también que le entregaré personalmente a uno de los dirigentes cristianos, de nombre Dimas bar-Dimas. Eso fortalecerá nuestra posición ante Nerón.
Cuando las pisadas se desvanecieron, Marcela se levantó y se encaminó a su habitación sin hacer ruido. Se dejó caer frente a la mesita que servía de altar improvisado y contuvo las lágrimas que brotaban en su interior. Aunque sabía que sus amigos cristianos no tenían nada que ver con el incendio, no dudaba que fuera fácil convencer de lo contrario a otros, incluido Nerón. Corrían un riesgo especial porque la mayoría se habían afincado en el barrio del Trastevere, que había salido en gran medida indemne de la terrible experiencia. Si esto podía haber sido una bendición de Dios, también se debía a que el Trastevere estaba separado de la ciudad por el río Tíber, que había servido de cortafuegos. Pero sería fácil persuadir a las masas supersticiosas de que la buena fortuna de los cristianos era prueba de su culpabilidad.
Marcela juntó las manos y cerró los ojos mientras repetía una y otra vez la oración de su Señor: «Hágase tu voluntad. Hágase tu voluntad».
Esa noche, después de que Rufino se durmiera, Marcela salió de la villa y caminó rápidamente por la Via Apia hasta llegar a las afueras de Roma. El aire estaba impregnado del olor de la madera quemada y la piedra calcinada. Una cortina de humo cubría aún la ciudad destruida y, por unos u otros lugares, vio pequeños grupos de personas desplazadas que estaban viviendo al aire libre porque no tenían otro lugar al que ir.
Hasta que no llegó a la Via Portuensis, no empezó a ver edificios completos en pie. Cuando llegó a la casa de Gayo, fue bien recibida, a pesar de ser tan tarde. La casa estaba casi llena, pues las puertas estaban abiertas a muchos que habían perdido sus hogares.
Entre los presentes, estaban Tibro y Dimas. La animó ver a los dos hermanos juntos. Aunque ya no había entre ellos el rencor que los había separado, la relación todavía estaba marcada por algunas tensiones, debidas a sus diferentes creencias.
—¡Marcela! No esperaba verte tan pronto —dijo Tibro, corriendo a su encuentro cuando entró en la gran sala de reuniones—. ¿Cómo estás? ¿Estás bien?
—Sí —ella sonrió de forma recatada—. La casa de la Campaña es muy segura y muy cómoda.
—Me parece muy bien. Estaba preocupado por ti.
—Y yo por ti —replicó ella.
—Hola, Marcela; espero que estés bien —la saludó Di— mas mientras se acercaba cruzando la sala.
Cuando Marcela lo miró a los ojos, pudo leer los pensamientos que se ocultaban tras su sencillo saludo. Tibro y ella nunca le habían hablado de sus sentimientos mutuos, pero era evidente que sabía que estaban enamorados y, aunque sus ojos manifestaban su aprobación, revelaban algo más, su permanente preocupación por lo difícil y delicada que era su situación: él, no creyente, ella, bautizada en el nombre de Jesús; él, plebeyo y judío, ella, de la realeza y romana; él, libre para casarse, ella, casada con otro hombre. Apartando estos pensamientos, volvió al saludo de Dimas.
Dimas sonrió.
—¿Qué te trae por aquí? Esta noche no tenemos asamblea.
Marcela respiró profundamente. Cuando, al final, empezó a hablar, su voz era tranquila pero firme.
—Estáis en peligro. Todos lo estáis, pero Dimas, tú y Pablo y Pedro corréis el máximo riesgo.
—¿Por qué? —preguntó Dimas.
—El incendio. Está en marcha una conspiración para hacer que el emperador culpe a los cristianos del incendio.
Gayo y algunos más se acercaron a tiempo de oír la advertencia.
—Pero, ¿por qué nos va a echar la culpa? —preguntó Gayo—. ¿Qué razones podíamos tener para incendiar Roma? No hemos tenido ningún problema con Nerón. El ha tolerado nuestra religión.
—No hace falta razón alguna —replicó ella, negando con la cabeza—. ¿No entendéis? Seremos culpables por el mero hecho de que Nerón diga que lo somos. Nos convertirá en chivos expiatorios con el fin de dar salida a la ira que los ciudadanos albergan contra él.
—Pero seguro que los ciudadanos de Roma no creerán una falsedad tan evidente —dijo otro.
—No importa que lo crean o no —replicó Marcela—. Lo único que hace falta es que Nerón declare que así es. Utilizará la falsedad para detener y ejecutar primero a nuestros dirigentes y después a cualquiera que profese la fe. Tenéis que huir. Todos.
Dimas negó con la cabeza.
—Yo no voy a ir a ninguna parte. Hay demasiado trabajo que hacer aquí.
—Debes irte —le instó Tibro—. ¿Qué trabajos vas a poder hacer si estás muerto?
—Tu hermano tiene razón, amigo mío —dijo Gayo—. Debes marcharte y debe ser ahora mismo —se permitió una sonrisa—. Y conozco el lugar perfecto, la casa de Felipe de Játiva, en la carretera de Rímini. El te acogerá. Dimas suspiró y asintió.
—Seguiré vuestro consejo, pero solo provisionalmente.