Capítulo 21
Rufino Tácito adoptó una pose adecuada para su pintor. Con un pie ligeramente adelantado, tensó el estómago, sacó pecho, levantó la barbilla y, con los ojos entrecerrados, se quedó mirando a la distancia, al futuro. Sobre la tabla de madera, el pintor había añadido una corona de laurel, que no estaba allí, una capa morada y una espada con empuñadura dorada.
—¡Oh! Vuestra pose es maravillosa, señor, simplemente magnífica —le aduló el artista—. Ni siquiera el porte de César es más regio ni su pose más gloriosa.
Ante los zalameros cumplidos del pintor, Rufino se acicaló aún más, si cabe. Sus ojos se agrandaron ligeramente al ver a su esposa entrando en la sala.
—Marcela —dijo, cerrados los dientes para no descomponer la pose—. Pienso enviar este retrato a tu padre. ¿Crees que le gustará?
Ella se puso tras el pintor y miró primero su creación; después, a su esposo.
—Creo que sí.
—¿Suficiente, quizá, para que me ayude a asegurar un puesto digno de mí, de vuelta en Roma?
—Sí, estoy segura.
—Bien, bien. Y cuento con una carta tuya, solicitándoselo.
—Excelencia, por favor —dijo el artista—. Si insistís en hablar, no podré hacer tan bien el retrato.
—Déjanos —ordenó Marcela al artista.
—¿Perdón? —replicó, sorprendido, el hombre.
—He dicho que te vayas —repitió ella—. Puedes acabar el retrato más tarde. Quiero hablar con el gobernador ahora mismo.
—Haz lo que te dice —ordenó Rufino, abandonando su pose y despidiendo al hombre con un movimiento de la mano—. Mis huesos están cansados de estar de pie. Seguiremos después de comer.
—Muy bien, excelencia —respondió el artista, inclinándose al tiempo que abandonaba la estancia.
Rufino se acercó a mirar el retrato, del que estaba hecha la tercera parte. Lo estudió un momento, ladeando la cabeza inseguro.
—Creo que ha captado muy bien tu fuerza e inteligencia —dijo Marcela mientras tocaba con cautela su antebrazo.
—Supongo que sí, pero los ojos… —movió la cabeza, inseguro, mientras examinaba las órbitas oscuras, carentes de vida.
—Aún no está terminado —lo tranquilizó ella—. Los ojos siempre se pintan al final. Son las ventanas del hombre.
Suspiró, con una mezcla de aceptación y resignación; después se volvió a su esposa.
—¿De qué quieres hablar?
—Rufino, quiero tu permiso para visitar al centurión Marco Antonio y al hombre santo con el que comparte su celda.
—¿Por qué quieres hacer eso? —preguntó sorprendido—. Ya te lo permití una vez, ¿y qué sacamos en limpio?
—Conozco a Marco desde que éramos niños —dijo ella—. Para mí, es como un hermano.
—Sé que sientes compasión por él, pero tienes que entender que tengo las manos atadas. ¿Cómo puedo demostrar a mis súbditos que soy un gobernante justo si perdono a un condenado por el mero hecho de tratarse de un oficial romano o, peor, porque es amigo de la esposa del gobernador?
—Quizá pueda convencerlo para que se retracte —dijo Marcela.
—Ya lo intentaste y me parece que con poco éxito.
—Sí, pero ahora has condenado a Dimas a morir junto a él. Marco tiene que entender que Dimas está sacrificando su vida por él. ¡Menuda pérdida si murieran ambos! Si pudiera hacer que Marco se retractase ahora, Dimas quedaría desenmascarado como el charlatán que es, y demostrarías a tus súbditos el poder que tienes sobre este falso dios.
—Si accedo a tus deseos, ¿escribirás a tu padre pidiéndole que me recomiende para un puesto en Roma? —preguntó Rufino—. Y no una nimiedad superficial de una esposa obediente, sino una carta que solo una hija sabe cómo escribir cuando desea llegar al corazón de su padre.
Marcela asintió.
—Sí, te prometo que lo haré.
Rufino sonrió; después, se volvió hacia la puerta.
—¡Tuco!
—Sí, excelencia —dijo su sirviente principal, entrando majestuosamente en la sala.
—Comunica al legatus Casco que mi esposa está autorizada, sin limitaciones, a visitar al preso Marco Antonio.
—Muy bien —dijo Tuco con una inclinación, mientras salía de la sala.
—Gracias, Rufino —musitó Marcela con recato.
—Sabes que no vas a conseguir nada —le dijo Rufino—. Marco es testarudo. No cambiará su forma de pensar. Morirá por su falso mesías.
Como en la ocasión anterior, Marcela se vio obligada a llevar un pañuelo perfumado y acercárselo a la nariz para sobreponerse al fuerte hedor a heces y orina, llagas ulcerosas, comida podrida y cuerpos sin lavar que invadía la fría, húmeda y escasamente iluminada mazmorra.
Dos soldados la escoltaron a través de los atestados pasillos adoquinados que ya había visitado antes, llevándola esta vez a un corredor remoto que solo tenía una celda en la parte más alejada del ala derecha. Una sola antorcha humeante, colocada fuera de la celda, la bañaba en una tenue luz grisácea.
Al empezar a caminar por el corredor, manifestó que quería visitar a los presos sola. Habiendo recibido órdenes de obedecer los deseos de la esposa del gobernador, los soldados hicieron una inclinación de cabeza y se marcharon.
Marcela se detuvo unos metros antes de la puerta de la celda, sin que la viesen pero pudiendo oír su conversación. Reconoció al momento la voz dominante de Dimas bar-Dimas entonando lo que parecía una oración. Cuando Marco Antonio respondió: «Amén», iba a llamarlo, pero algo la hizo detenerse, oculta en las sombras, escuchando mientras Dimas seguía hablando.
—Hubo otros dos que fueron crucificados con Jesús, unos zelotes de quienes los romanos decían que eran ladrones porque deseaban liberar a su Santa Tierra de Roma. Uno de los ladrones era Gestas; el otro era Dimas.
—Dimas… —repitió Marco, cuyo tono indicaba que había oído la historia del Buen Ladrón—. Tu padre.
—Sí. Cuando llegaron a un lugar llamado la Calavera, los soldados crucificaron a Jesús y a los dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús gritó: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
—¿Es cierto eso? —preguntó Marco—. ¿Jesús pedía el perdón para los mismos soldados que lo estaban crucificando?
—Sí. Con mis propios oídos le oí rogar a su Padre que perdonara a quienes lo clavaron en la cruz.
—Cuando llegue el momento, ¿deberíamos hacer lo mismo?
—Sí. Y no solo a los soldados, sino también a quien dio la orden que ellos cumplirán.
—Puedo perdonar a los soldados, porque yo era uno de ellos y tengo muchos amigos entre ellos, pero no creo que pueda perdonar a Rufino Tácito.
—Pero tienes que hacerlo —insistió Dimas—, porque solo con el perdón en tu corazón puedes entrar en el Paraíso. Al hacerlo así, aunque muramos en la carne, no moriremos en el espíritu.
—¡No! —clamó Marcela, avanzando desde las sombras hacia el rayo de luz. A través de los barrotes, vio a los dos hombres sentados en el rincón más alejado de la celda.
—¡Señora! —dijo Marco, levantándose rápidamente y acercándose a ella—. No sabía que estuvieseis aquí.
—No lo escuches, Marco —imploró.
—¿Por qué no? Es mi amigo. ¿No se ofreció a morir en mi lugar?
—Pero no va a morir por ti; va a morir contigo —dijo Marcela con una voz llena de emoción—. Y el recibe la muerte con gusto. Son sus propias palabras, la recibe con agrado.
—No recibo la muerte con gusto —dijo Dimas desde donde estaba, al fondo de la celda—, pero tampoco la temo, porque, gracias a mi Señor Jesús, he conquistado la muerte.
—Dices las palabras de un hombre enloquecido —dijo Marcela—. Marco, por favor, repudia a ese dios cristiano. Hazlo y te salvarás.
Marco negó despacio con la cabeza.
—Lo siento, señora. No puedo hacerlo.
—¡Oh! ¿Qué pasa contigo y tu Jesús? ¿Qué clase de dios querría que murieras por él?
—El, que murió por nosotros —respondió Dimas—. El murió por todos nosotros.
—¡No! —gritó Marcela—. ¡El no murió por mí! ¡Yo no quiero que nadie muera por mí!
Dándose la vuelta se fue.
Marcela no pudo alejarse durante mucho tiempo. Al día siguiente, la esposa del gobernador de Éfeso volvió a la prisión, llevando en esta ocasión un cesto de fruta.
—Señora, habéis vuelto —dijo Marco, encantado de verla—. Temía no volver a veros.
—Sí, he venido —Marcela levantó el cesto hasta los barrotes de la celda—. Te he traído fruta.
—¡Higos! —exclamó Marco mientras ella retiraba el paño—. ¡Una docena o más de higos! Señora, es un regalo maravilloso.
—Es un regalo que debes compartir con los demás —dijo Dimas, acercándose a la puerta de la celda.
—Sí —aceptó Marco, aunque su expresión dejara traslucir cierta decepción—. Sí, por supuesto, tienes razón —cogió un solo higo del cesto—. Nosotros compartiremos este. Por favor distribuye los otros al resto de los presos.
—Pero he traído estos para ti —le dijo Marcela—. Tienes que conservarte fuerte. Compartidlos entre vosotros, pero no hay suficientes para los hombres del otro corredor y no digamos para los de toda la prisión.
Iba a protestar más, pero se calló cuando Dimas la alcanzó a través de los barrotes y puso su mano sobre el cesto. Cerrando los ojos, dijo en silencio una oración. Después, miró directamente a Marcela. Bajo el poder de sus penetrantes ojos verdes, sintió que el aliento abandonaba su cuerpo. Sus piernas no la sostenían y tuvo que agarrarse a los barrotes de la celda para no caerse.
—Dale un higo a cada uno de los presos —le dijo Dimas—. Hay fruta suficiente para todos.
—Te equivocas —dijo ella, con voz insegura—. Yo… yo misma llené el cesto. Sé cuántos hay.
—Dale uno a cada preso —dijo Dimas con firmeza.
Marcela trató de discutir, pero las palabras quedaban atrapadas en su garganta y acabó asintiendo. Aunque estaba segura de que iba a ser inútil, se encaminó al pasillo y entró en el corredor siguiente.
Cuando llegaba a cada celda, levantaba el cesto. Los presos, hacinados cinco o seis en cada celda, se acercaban a los barrotes, sacaban los brazos escuálidos y unos dedos como pinzas. Casi todos mostraban cicatrices de torturas y muchos estaban desnudos, pero ninguno se avergonzaba, porque habían perdido la conciencia de su propia humanidad o de la de otros. Y, aunque la mayoría parecían desconectados de la realidad, ella pudo ver en sus ojos la misma impresión agradecida cada vez que daba un higo a uno de aquellos pobres hombres.
Recorrió la prisión casi sin pensar, dando higos a un hombre tras otro, hasta el último de los casi cincuenta presos. Finalmente, se encontró delante del cuerpo de guardia y miró el cesto, descubriendo que quedaban algunos higos. No se vació el cesto hasta que hubo entregado un higo al último de los soldados.
Marcela volvió a la celda de Marco; sus ojos manifestaban su asombro.
—¿Cómo es posible? —preguntó.
—Para Dios, todo es posible —dijo Dimas—. Gracias por tu bondad.
—Señora, ¿vendréis otra vez? —preguntó Marco.
—Sí, yo… —empezó a decir Marcela; después negó con la cabeza—. No, no puedo. La sentencia se cumplirá en esta semana. No quiero verte morir.
—Ven mañana —le dijo Dimas—. Y trae materiales para que pueda escribir.
—¿No me oís? —dijo Marcela—. Van a ejecutaros en esta misma semana.
—Eso no es posible —respondió Dimas, sin inmutarse por su declaración—. Necesito tiempo para llevar a cabo una tarea que me encargó Pablo cuando se fue de Éfeso y necesito más de una semana. Encuentra un modo de retrasar la ejecución.
—¿Retrasarla? ¡Yo quiero detenerla! Y puedo detenerla si tú renuncias a este Jesús.
—Lo has visto con tus propios ojos —dijo Dimas, dirigiendo su mirada al cesto de fruta, ahora vacío—. ¿Puedes negar la verdad de lo que tú misma has presenciado?
—No, …no puedo —dijo ella—. Pero eso no es lo mismo que…
—Entonces, puedes entender por qué no podemos renunciar a nuestro Señor —dijo Dimas, suavizando su voz mientras continuaba—. Encuentra una manera de retrasar la ejecución. El me ha dicho que lo harás.
—¿Mantienes la ejecución para mediados de la semana? —preguntó Marcela a su esposo durante el desayuno, por la mañana del día siguiente.
—Sabes que sí —respondió Rufino Tácito mientras extendía un trozo de queso con el cuchillo.
—Si lo haces, me temo que vas a cometer un error.
Rufino suspiró.
—Ya hemos hablado de esto, Marcela. No puedo perdonar a tu amigo de la infancia.
—No me refiero a eso —dijo ella, con tono tranquilo, casi con naturalidad—. Lo confieso, renuncio con respecto a Marco. Si su nuevo dios es tan importante que me vuelve la espalda a mí y a Roma, me lavo las manos.
—¡Oh! —dijo Rufino, levantando una ceja. Extendió un poco de confitura de dátiles sobre una rebanada de pan—. Debo decir que me sorprendes. Creí que querías que le perdonase.
—Bueno, lo quería, pero ya no.
—Entonces, ¿por qué no mantener la ejecución a mediados de semana?
—¿Sabías que los cristianos de Éfeso han organizado una celebración de la Pascua?
—¿La Pascua? Pero los cristianos y los judíos no se pueden ver.
—Sí, pero los cristianos creen que Jesús resucitó durante la semana de Pascua, por lo que han organizado su propia fiesta para celebrar la ocasión.
—Interesante —dijo Rufino. Sin embargo, parecía más interesado por el racimo de uvas que trataba de alcanzar.
—Habrá grandes aglomeraciones y momentos de oración el día de la Pascua —dijo Marcela—. Por eso deberías retrasar la ejecución.
Viendo la mirada de confusión de su esposo, continuó:
—Piensa en ello, Rufino. ¿Qué mayor exhibición de tu poder sobre este falso dios que escoger el mismo día de su supuesta resurrección para crucificar a su santo hijo, Dimas, y a su converso, Marco?
Rufino movió la cabeza.
—Marco Antonio es ciudadano romano. Por ley, no puedo crucificar a un romano.
—¿No ha renunciado Marco a su ciudadanía? Tienes total libertad para hacer con él lo que quieras.
—No te entiendo. Antes querías que perdonara a Marco. Ahora quieres que lo crucifique.
—Es lo que él quiere —dijo Marcela con desdén—. Le ofrecí el camino hacia la libertad y él escogió morir. Ha humillado a la esposa de un gobernador de Roma —hizo una pausa; después siguió—: No; ha tenido su oportunidad. Ahora, debes utilizarlo para afirmar tu poder sobre estos… estos fanáticos. ¿Qué mejor acto para convencer a mi padre de que interceda a tu favor para un cargo en Roma?
Rufino se acarició la barbilla.
—Quizá hayas tenido una buena idea —se levantó de la mesa, sosteniendo todavía el racimo de uvas—. Muy bien —declaró—, diré al legatus Casco que posponga las ejecuciones. —Se rio—. Será espléndido ver las caras de los cristianos cuando su hombre santo sea crucificado el día de su celebración.
Cuando Rufino salió de la sala, llamando al legatus Casco, Marcela se sintió desesperada. Había cumplido su parte de conseguirles más tiempo a Dimas y a Marco, pero, ¿con qué fin? ¿La ejecución al cabo de unas semanas, en vez de unos días? Y, aunque estaba convencida de que ninguno de los dos hombres renunciaría nunca al llamado Jesús, el Cristo, en su corazón albergaba todavía un hilo de esperanza. Sin duda, no habían nacido para tener una muerte tan horrible. Sin duda, se darían cuenta de que podían negar a este Jesús, podrían proclamar lo que Rufino quería, lo suficiente para escapar a su suerte.
Pero ahora temía que sus acciones solo hubiesen servido para endurecer el corazón de su esposo y que nada de lo que pudiesen decir o hacer Marco o Dimas impediría su crucifixión. ¿Había pospuesto la suerte o solo había empeorado las cosas, convirtiendo su ejecución en un espectáculo público?
Movió la cabeza, apartando las horribles imágenes que la inundaban. Encontraría una salida, se prometió a sí misma. No solo les compraría tiempo, sino también sus mismas vidas.