Capítulo 3
A la mañana siguiente, el sacerdote católico y el profesor de la Universidad Brandéis mostraban su tarjeta de identificación a cuatro soldados israelíes armados, en el vestíbulo de un edificio anodino, deliberadamente carente de identificación alguna, en el campus de la Universidad Hebrea, a las afueras de Jerusalén. Uno de los soldados comprobó sus nombres en una lista y después les hizo una seña para que pasaran al corredor.
Michael Flannery seguía a su amigo y le preguntó:
—¿Esto son las Catacumbas? —había oído hablar de una instalación secreta, segura, conocida por ese nombre, en la que la Universidad llevaba a cabo sus investigaciones más delicadas desde el punto de vista político.
—Exactamente —reconoció Preston.
—¿Pero las Catacumbas no están en una base militar?
Su amigo le dirigió una sonrisa conspirativa.
—Se ha construido un laboratorio en una de las bases, pero esa instalación es poco más que un subterfugio. El trabajo real se lleva a cabo aquí —abrió una puerta al final del corredor e hizo pasar al sacerdote al interior.
Cuando Flannery entró en la sala, sus ojos se fijaron en una mujer que estaba de pie en el rincón más alejado, hablando en voz baja con el soldado de guardia. Cuando la mujer los vio entrar, asintió con la cabeza indicando que los había reconocido.
Sorprendido, Flannery se dio cuenta de que era la misma teniente que estaba en la excavación de Masada. Ahora no llevaba el uniforme militar, sino un vestido de tirantes, decididamente civil, con un vivo estampado floral y un escote grande que la favorecía mucho. No parecía en absoluto una oficial israelí y, cuando Flannery levantó la vista y vio la expresión de Preston, adivinó que su amigo tenía la misma opinión.
Había otros tres hombres en la sala, todos de pie en torno a una mesa de trabajo central. De unos tres metros de largo, estaba cubierta por un exquisito paño azul con delicados bordados dorados, un manto del tipo que Flannery esperaría encontrar en una sinagoga más que en un laboratorio. El paño aparecía extendido sobre la mesa salvo por una protuberancia en cada extremo. A la derecha, cubría un objeto cilíndrico, tan ancho como la mesa pero con una altura de solo unos centímetros. A la izquierda, cubría un objeto de casi un metro de alto.
—Michael, permíteme presentarte a los demás —dijo Preston, dirigiéndolo hacia un hombre de baja estatura, delgado, calvo salvo por una pequeña cantidad de cabello sobre cada oreja—. Este es el Dr. Daniel Mazar. Fue profesor mío durante mis prácticas aquí y sigue siendo mi mentor, patrocinador y amigo.
Flannery le tendió la mano.
—Encantado de conocerle.
—El gusto es mío, padre.
—Usted trabajó con Yigael Yadin, ¿no es cierto? —preguntó Flannery.
—Sí y para mí es un orgullo decir que así fue.
—Estudié algunos trabajos suyos; era muy brillante, y valiente, luchando con la Haganá.
—Cierto, uno de los padres de nuestro país —Mazar se volvió para presentar al hombre más joven que estaba a su lado—: Este es el Dr. Yuri Vilnai, director administrativo del Instituto de Arqueología.
Flannery y Vilnai se estrecharon las manos.
—Y este es el rabí David Itzik, ministro de asuntos religiosos y director del Consejo de Ortodoxia Religiosa.
—¡Ah!, rabí Itzik, me alegro de verlo de nuevo —dijo Flannery; su sonrisa no manifestaba mucho más que una inclinación forzada de cabeza. Lo que podía verse de la expresión del rabino tras su enjuta barba blanca e igualmente tupidas cejas era, como máximo, un talante de condescendiente tolerancia—. El rabino y yo ya hemos trabajado juntos antes —explicó Flannery, volviéndose hacia los demás.
—Bien, bien —dijo Preston con un atisbo de sonrisa—. Entonces no te echará atrás su fama de arisco, combatiente político y defensor de la fe.
—En absoluto.
Durante las presentaciones, Flannery se había dado cuenta de que los ojos de su amigo se quedaban más de una vez clavados en la teniente, a la que parecía divertir esa atención.
Como a modo de respuesta, se dirigió a ellos, diciendo:
—Me alegro de verlos de nuevo, profesor Lewkis… padre Flannery. —Saludó a cada uno con una inclinación de cabeza.
—¡Oh!, me parece que ya conocen a Sarah Arad —dijo el Dr. Mazar.
—Sí, en efecto —replicó Flannery. Vio que Preston hacía auténticos esfuerzos para que su sonrisa se mantuviera en el terreno profesional.
—Por qué, sí, ¡oh!… hola de nuevo —tartamudeó Preston. Después, casi como si no pudiese resistir la tentación, añadió—: Un uniforme mucho más bonito hoy, si me permite decirlo.
—¿Uniforme? —terció Mazar. Mirándola, se rió entre dientes—. ¡Ya!, sí, ayer ibas de uniforme, ¿no? Sarah está hoy aquí por un motivo diferente.
—Estoy con una unidad de la reserva y ayer me permitieron acabar mi rotación mensual en Masada —explicó—. Lo que me trae hoy aquí es mi trabajo diario.
—Sí —dijo Mazar—. Sarah es especialista en conservación de antigüedades.
—¿Qué clase de trabajo de restauración hace usted? —preguntó Preston.
—No es restauración. Mi cometido tiene que ver más con la destrucción de los tesoros de nuestra nación.
—Sarah pertenece a la seguridad israelí —les dijo Mazar—. El rabí Itzik y yo movimos algunos hilos y conseguimos que la asignaran a nuestro proyecto —sonrió a Sarah y después se volvió hacia Preston y Flannery—. Confieso que teníamos otro motivo. Sarah es graduada en arqueología forense y es experta en las ruinas de Masada. Procuramos que no se ocupe solo de asuntos de seguridad.
—Le tomo la palabra —le dijo Sarah al profesor.
—¿Arqueología forense? —le preguntó Preston, tratando de prolongar el tema.
Mazar le cortó levantando la mano.
—Basta ya de cumplidos —declaró, tirando de la manga de la americana negra de Flannery, como un escolar impaciente—. Ya es hora de la auténtica presentación.
Sus colegas se apartaron, abriendo paso para que Mazar condujera a su invitado a la mesa.
—La urna de Masada —anunció Mazar mientras Yuri Vilnai levantaba cuidadosamente el paño desde el extremo izquierdo de la mesa. Dobló el paño sobre sí mismo, mostrando la urna, pero dejando el resto de la mesa oculto a la vista.
Cuando Flannery se acercó, Preston acercó una caja de guantes quirúrgicos y dio un par a cada uno. Al principio, Flannery no se decidía a tocar la urna, manteniendo las manos a unos centímetros de la misma mientras seguía el contorno, pero Mazar le aseguró que podía tocarla y le animó a que hiciera un examen completo.
La urna estaba hecha de arcilla marrón rojiza y la pintura que en otro tiempo pudiera haber adornado el exterior hacía mucho que se había desvanecido. Tenía una forma ligeramente abombada y medía unos 60 cm. de alta, con un diámetro de 30 cm en su parte más ancha. Se ensanchaba ligeramente cerca del extremo superior, formando una abertura labiada de unos 25 cm. Sobre la mesa, al lado de la urna, había una tapa plana de la misma arcilla rojiza.
—Exquisita —susurró Flannery, pasando la mano por la superficie, en la que destacaban los altorrelieves de la menorá y el cuerno del carnero.
—Sí, lo es —Preston se puso a su lado—. Michael, si te pidieran que la datases, ¿dónde la situarías?
Inclinándose hacia delante para examinar más de cerca las figuras, Flannery se percató de la presencia de unas motas de pintura de oro en las grietas de las puntas de las llamas parpadeantes.
—Yo diría que entre los primeros años y mediado el siglo I, pero estoy seguro de que eso ya lo sabes, igual que estoy seguro de que la urna no es el motivo de que yo esté aquí. ¿Quizá algo que hay dentro de la urna?
—Hemos retirado el contenido —dijo Mazar—. Pero antes de hacerlo, lo escaneamos mediante resonancia magnética. Aquí está el resultado. —En la mano tenía una copia impresa.
El escáner por resonancia magnética había producido vistas de corte transversal del interior que, una vez combinadas, revelaban con notable detalle un manuscrito de aspecto casi inmaculado, perfectamente enrollado y atado con un cordón.
Flannery asintió, en absoluto sorprendido. Los manuscritos descubiertos en Qumrán habían estado ocultos en vasijas no muy diferentes de esta urna. Lo que le sorprendía, sin embargo, era el aparente estado de este hallazgo. La mayor parte de los Manuscritos del Mar Muerto eran poco más que pedacitos de escritos que había que ir juntando con mucho esfuerzo.
Con el índice, dio un golpecito a la imagen de resonancia magnética.
—Por su estado, este parece muy posterior al siglo I.
—Se ha datado por radiocarbono alrededor de hace dos mil años —replicó Sarah Arad—. Igual que algunas cenizas de un hogar también desenterrado en la cámara.
—Padre Flannery —dijo Yuri Vilnai desde el otro lado de la mesa—, no me cabe duda de que ya lo hemos atormentado demasiado. ¿Le gustaría ver el manuscrito?
—No, creo que me iré a casa —bromeó, esbozando un cauteloso principio de risa.
Vilnai se volvió hacia el profesor Mazar, que le hizo una seña para que procediese. Con la ayuda de Preston Lewkis desde el lado más próximo de la mesa, los dos hombres desenrollaron el paño, empezando por la parte de la urna y siguiendo hasta el extremo opuesto de la mesa. A medida que lo hacían iba quedando a la vista el manuscrito extendido bajo una gruesa lámina protectora de vidrio, que estaba algo elevada para no tocar el papel.
Flannery se dio cuenta de inmediato de que, en realidad, no era papel, inventado en China en el siglo II, sino papiro, hecho de plantas de Cyperus papirus, que crecía en medio de las aguas dulces del Nilo y que, en los tiempos bíblicos, se conocían como juncos. Sólo unos pocos manuscritos del Mar Muerto eran de papiro; la inmensa mayoría estaban escritos sobre pieles de animales.
Flannery miraba fijamente, lleno de asombro, el manuscrito, que estaba en unas condiciones notablemente buenas. Era de unos 30 cm de ancho, quedando a la vista un metro de su longitud; el resto permanecía enrollado cerca del extremo derecho de la mesa. La superficie estaba cubierta por una pátina de polvo de color ocre. Se preguntaba si este polvo sería el mismo que tanto tiempo atrás agitaran los martirizados zelotes de Masada durante su gloriosa batalla apocalíptica contra los romanos.
Cuando se fijó en la escritura, le maravilló lo perfectamente conservadas que estaban las letras, pero, de inmediato, la sorpresa le hizo parpadear.
—¡Está en griego! —exclamó. Levantó la vista hacia el grupo reunido en torno a la mesa—. ¿Este documento proviene de Masada?
—Del mismo lugar en el que estuvimos ayer tarde —dijo Preston.
—Pero no es hebreo ni arameo. Es raro.
—Es raro, sí —replicó Preston—. Ya hemos podido traducirlo en gran parte.
—Leeré en voz alta la primera sección —dijo Mazar.
Yuri Vilnai acercó a Mazar una carpeta de papel de estracilla que contenía un montón de hojas. Tras aclararse la garganta, el viejo profesor comenzó a recitar:
Relato de Dimas bar-Dimas
Escrito de propia mano en el año 30
desde la Muerte y Resurrección de Cristo,
puesto por escrito en la ciudad de Roma por mandato
de Pablo el Apóstol por un servidor y testigo.
Yo, Dimas, hijo de Dimas de Galilea y mensajero de Jesucristo, por voluntad de Dios Padre y enviado por el Espíritu Santo, pongo aquí por escrito un testimonio para los creyentes y quienes pudieren llegar a creer, según Su voluntad.
El testimonio que yo he dado de todo lo que Jesús hizo y enseñó antes de su Crucifixión por sentencia de Poncio Pilato, prefecto romano de Judea, es de la palabra a mí transmitida por boca de los santos Apóstoles, pero de su Crucifixión doy yo testimonio directo y de lo que a ella siguió hasta que El ascendió a los Cielos, a la derecha del Padre Todopoderoso.
Estas son las cosas que los creyentes confiesan que son ciertas: que un niño nació de María de Nazaret, en cuyo seno el Señor mismo, por la fuerza del Espíritu Santo, encomendó al Hijo que fuere Rey del Reino de los Cielos prometido; que el hijo de María, esposa de José, de la Casa de David, sin mancha de pecado y Madre del Señor, fue anunciado por los profetas de Israel como el Salvador y signo de Dios entre nosotros, el pueblo de Su alianza; que Su nombre fue Jesús…
Michael Flannery sintió que la cabeza le daba vueltas. Consiguió apoyarse en la mesa sobre la que estaba el manuscrito.
—Padre, ¿se encuentra bien? —preguntó Sarah Arad, acercándose rápidamente a él.
—Sí —respiró profundamente un par de veces—. Sí, estoy bien —miró a Preston, después a Mazar y a los demás—. ¿Esto es… esto es auténtico?
—Creemos que lo es —le aseguró Preston.
—Por supuesto, no queremos arriesgarnos aún —señaló Vilnai—. Todos sabemos lo que ocurrió con el llamado osario de Santiago.
—Sí, no queremos otro error como aquel —dijo Mazar, casi en un susurro, apretando la boca.
Flannery se percató del intercambio de miradas entre los dos hombres y recordó que Daniel Mazar había autenticado el osario como el ataúd de Santiago, el hermano de Jesús, solo para contemplar cómo ponía en tela de juicio y refutaba después su autenticación su joven colega Yuri Vilnai. El incidente no solo fue un mal trago para Mazar, sino que también estuvo a punto de acabar con su carrera.
—Hasta ahora, toda la evidencia apunta a la autenticidad del documento —dijo Preston.
—Si esto es cierto, sabes lo que significa, ¿no? —dijo Flannery, respirando aún con dificultad a causa los pensamientos acerca de lo que tenía delante—. Esto podría ser la única palabra escrita por alguien que vio realmente al Cristo vivo.
—Puede ser el documento Q —declaró Preston.
Todos los presentes conocían muy bien los rumores acerca del llamado «documento Q», un teórico evangelio del que no había fuentes históricas directas ni indirectas. Su existencia había sido postulada por unos teólogos que descubrieron que se podía reconstruir mejor el desarrollo del Nuevo Testamento si se asumía la existencia de una fuente escrita que hubiesen utilizado en sus escritos los autores de los tres Evangelios sinópticos: Mateo, Marcos y Lucas. El nombre se derivaba de la palabra alemana que significa «fuente»: Quelle.
—Lo que nos lleva a la razón por la que estás aquí —continuó Preston—, por lo que todos, incluido el rabí Itzik, estuvieron de acuerdo cuando sugerí que te consultáramos —puso una mano en el brazo de su amigo—. Sé que es demasiado pronto para decir nada, pero, ¿qué te dice tu instinto? ¿Hemos encontrado el documento Q?
—¿No sería un tanto increíble? —dijo el sacerdote entre dientes.
Flannery dejó que su imaginación lo pensara, lo deseara, esperara contra toda esperanza. Este descubrimiento tenía algo notable, más allá de su extraordinaria inmediatez, algo que lo emocionaba profunda y espiritualmente. No había sentido algo así desde que era un joven seminarista a punto de iniciar los estudios que le darían la preparación necesaria para el sacerdocio, para ser ministro del mismo evangelio que estaban comentando de manera tan despreocupada y académica.
Mientras meditaba en lo que podría ser el mayor descubrimiento en muchos siglos, Flannery examinaba los caracteres griegos que habían plasmado con tanto cuidado y cariño en el papiro, maldiciéndose por haber sido tan mal estudiante de griego. Se movió hacia la izquierda, donde el autor había firmado el manuscrito al principio del mismo, y empezó a releer su relato.
—Dimas bar-Dimas … el hijo de Dimas de Galilea. ¿Crees realmente que podría ser…? —movió la cabeza, entre asombrado e incrédulo.
—El Buen Ladrón —dijo Preston, completando la reflexión de su amigo—. Sí, si el documento es auténtico.
—Aparentemente, lo es —señaló el profesor Mazar—. Más adelante, en el documento, describe la muerte de su padre en la cruz, a la derecha de Jesús.
—Si esto es auténtico —dijo Flannery—, sería el único caso documentado del nombre del Buen Ladrón, porque a nosotros nos ha llegado solo a modo de leyenda, sin el respaldo de ningún relato evangélico.
A Flannery le costaba entender lo que estaba viendo y oyendo. ¿Era posible que esto fuese verdaderamente un evangelio escrito por un cristiano converso cuyo padre fuese uno de los dos presos judíos que compartieron la suerte de Jesús en el Gólgota? Sin embargo, cuando Flannery se estaba permitiendo pensar que era posible, permitiéndose creer, vio al lado del nombre de Dimas un símbolo que no se diferenciaba mucho del anj egipcio, pero mucho más elaborado. Eso lo devolvió a la realidad y le hizo dar un grito sofocado.
—También nos dimos cuenta de eso —dijo Preston cuando se percató de lo que estaba mirando Flannery—. No hemos sido capaces de identificarlo todavía. ¿Tienes alguna idea?
Flannery se apartó del manuscrito, moviendo la cabeza.
—Dudo seriamente que sea Q o incluso un documento auténtico del siglo I. No si ese símbolo lo dibujó la misma mano que el resto del manuscrito.
—¿Qué quieres decir?
—Eso es la Via Dei, o una representación muy aproximada —replicó Flannery.
—¿Via Dei?, ¿el camino de Dios? —dijo Preston—. Nunca lo había visto antes.
—Es raro verlo y nunca en un documento tan antiguo como parece ser este.
—Nunca había oído hablar de Via Dei —Preston se volvió hacia los profesores Mazar y Vilnai, que se encogieron de hombros, dando a entender que tampoco ellos conocían la expresión.
—Es cristiano, aunque no bien conocido —explicó Flannery.
—¿Y por qué pone en tela de juicio la autenticidad del manuscrito? —preguntó su amigo.
—La Via Dei es de un período muy posterior, la Edad Media, como mínimo; sin duda, no del siglo I.
—¿Estás seguro?
Ahora fue Flannery quien se encogió de hombros.
—Pero sé dónde puedo asegurarme.
—¿Dónde?
—En el Vaticano.
A pesar del silencio que saludó su observación, Flannery vio la desaprobación en sus ojos e incluso un punto importante de hostilidad en el rabí Itzik. La misma presencia en la sala de un representante de Roma era, sin lugar a dudas, un motivo de controversia y una muestra del poder de persuasión de Preston Lewkis. Para convencer a estos eruditos, teólogos y funcionarios gubernamentales israelíes de traer a una persona del Vaticano, Flannery había aceptado no revelar nada de lo que descubriera al público ni a la Iglesia. Ahora, estaba sugiriendo que se arriesgaran a abrir esa ancha puerta.
Flannery sonrió a Daniel Mazar, que dirigía el equipo, pero después se volvió hacia el rabino, que retenía gran parte del poder y dijo, en el tono más tranquilizador que pudo emplear: «Por supuesto, cualquier indagación sería llevada con el máximo secreto. Nadie en Roma tiene por qué conocer mi objetivo».
Cuando el rabino no puso objeciones, limitándose a bajar la cabeza, Flannery supo que le permitirían seguir adelante.
Preston Lewkis tuvo la sensación de que había prevalecido la opinión de su amigo y anunció: «Bien, si vas a regresar a Roma, tenemos muchas cosas que revisar aún».
—Muéstrele la otra —terció el profesor Mazar, volviéndose hacia el manuscrito—. La otra… ¿cómo la llama?… Via Dei.
—¿Otro símbolo? —preguntó Flannery, eclipsadas sus dudas sobre la autenticidad del manuscrito por la intriga del misterio de su origen.
—Sí, aquí mismo.
El profesor tocó el vidrio más o menos hacia la mitad de la porción visible del manuscrito. Allí, entre dos palabras griegas, había una versión más pequeña del símbolo de la Via Dei. Flannery se dio cuenta de que la tinta era un poco más débil que la de las palabras que la rodeaban y la comparó con la otra, percatándose de que el símbolo mayor también parecía dibujado con una tinta diferente de la del resto del documento.
Volvió a fijarse en el menor y trató de leer el texto que lo rodeaba.
—¿Qué dice aquí? —preguntó, señalando las palabras que estaban a ambos lados del símbolo de la Via Dei.
—Es un nombre —Mazar señaló la palabra que estaba a un lado del símbolo—: Simón —después, la del otro lado— Cireneo.
Flannery movió la cabeza incrédulo.
—¿Simón de Cirene?, ¿el mismo que…? —sus palabras se apagaron, como si no pudiera decir en voz alta lo que estaba pensando.
El silencio cayó sobre la sala cuando el rabí Itzik se adelantó. Cerrando los ojos, el rabino levantó la mano izquierda y recitó de memoria un pasaje del evangelio cristiano de Marcos:
«Y comenzaron a hacerle el saludo: " ¡Salud, rey de los judíos!" Le golpeaban la cabeza con una caña y le escupían, y, arrodillándose, le rendían homenaje. Terminada la burla, le quitaron la púrpura, le pusieron su ropa y lo sacaron para crucificarlo.
»Pasaba por allí de vuelta del campo un tal Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, y lo forzaron a llevar la cruz. Condujeron a Jesús al Gólgota…»