Capítulo 35

El padre Michael Flannery no tenía ni idea de hasta dónde podían haberlo llevado, dado que los secuestradores lo habían retenido mucho antes, aquella misma tarde. Se habían parado varias veces durante largos ratos. En una de aquellas paradas, los secuestradores se habían deshecho de su coche de alquiler y del otro vehículo; los conductores subieron al coche restante, dejando inmovilizado a Flannery entre dos hombres en el asiento trasero, mientras los otros dos ocupaban los delanteros.

Durante toda la tarde, mantuvieron cubierta su cabeza con una capucha negra y sus manos atadas a la espalda y solo le dieron de comer una vez. Incluso entonces no le quitaron la capucha, sino que solo se la levantaron lo suficiente para apretarle contra los labios pequeños trozos de fruta y queso.

Ahora estaba anocheciendo; incluso con la capucha puesta, Flannery pudo darse cuenta de que la oscuridad aumentaba, y sabía que nadie podría verlo a través de los cristales teñidos del vehículo.

A causa de las curvas y las frecuentes paradas, no creía que estuviesen demasiado lejos de donde lo habían secuestrado, un poco al norte de Ein Gedi, en la carretera 90. Y, por los sonidos del tráfico, tenía la sensación de encontrarse en una ciudad. La única cuestión era: ¿qué ciudad?

Una vez, cuando estaban parados, oyó el adhan, la llamada musulmana a la oración. ¿Habrían entrado en Palestina? ¿Estarían, quizá, en Jerusalén Este?

La cadencia ritual del canto del almuédano estaba amplificada, por lo que flotaba sobre la ciudad.

«Al lá u Akbar, Al lá u Akbar

Asch adú an la llaja il Al lá

Asch adú an la llaja il Al lá

Asch adú anna Mujammadán Rasulul laj

Asch adú anna Mujammadán Rasulul laj

Haiia la s salía — Haiia la s salía

Haiia la l falia — Haiia la l falia

Al lá u Akbar, Al lá u Akbar

la llaja il Al lá»

Durante la llamada del almuédano, Flannery se quedó solo en el coche y, aunque no podía ver lo que estaban haciendo sus captores, supuso que estaban respondiendo a la llamada a la oración, probablemente arrodillados al lado de la calzada. Si así fuese, sus secuestradores tenían que ser palestinos o, al menos, musulmanes.

Hablaban muy poco y, cuando lo hacían, hablaban en inglés, en voz muy baja. Flannery no sabía si utilizaban el inglés para que él pudiera entenderlos o para ocultar su nacionalidad. Quizá no supieran que tenía un conocimiento aceptable del árabe y no tenía la menor intención de decírselo.

La siguiente ocasión en la que se detuvo el coche, los secuestradores se bajaron; después sintió una mano en su hombro.

—Por favor, salga del coche —dijo uno de ellos con un acento cortado que parecía casi una forma de disimular.

Cuando Flannery se deslizó por el asiento, el hombre le ayudó a salir del vehículo. Considerando la situación, el captor de Flannery le estaba tratando con mucha delicadeza. Los otros tres hombres también se apartaron del coche y lo condujeron por un suelo de textura muy acusada: adoquines, pensó Flannery.

—Hay escalones de bajada —dijo su guía—. Tenga cuidado.

Flannery bajó un largo tramo de escalones. Tuvo la sensación de que la escalera era estrecha porque podía sentir que una pared de piedra le rozaba el hombro derecho y el hombre que iba a su izquierda lo llevaba muy apretado. Los escalones también eran de piedra y, mientras descendía, el aire iba haciéndose más fresco y húmedo. Había también un olor muy rancio, que le resultaba familiar y reconoció de inmediato, porque había estado allí antes varias veces. Aún sin ver, supo que estaba en las catacumbas de Jerusalén.

Contó veintitrés escalones hasta abajo y después, pasando una puerta, lo condujeron a una habitación en la que, por lo menos, le quitaron la capucha y cortaron la ligadura de plástico que le ataba los brazos. De pie, mientras se frotaba las muñecas, echó un vistazo alrededor de la larga cámara de piedra. La zona estaba iluminada por una pocas velas que parpadeaban y la luz era tan débil que a Flannery solo le llevó un momento adaptarse a ella tras la oscuridad de la capucha. Comprobó que estaba en lo cierto y que, en efecto, se encontraba en las catacumbas. Las antiguas inscripciones cristianas revelaban el lugar exacto: las catacumbas del monte de los Olivos, descubiertas a mediados de la década de 1950 por el arqueólogo franciscano P. Bellarmino Bagatti.

Llevaron a Flannery a través de uno de los pasajes que conducían desde la cámara de entrada a una segunda estancia, más pequeña. Iluminada con antorchas, esta tenía mucha más luz que la primera y que los estrechos pasillos.

En la estancia había tres osarios en las mismas posiciones que habían ocupado durante los dos mil últimos años. Sabía que uno era el sepulcro de piedra de Simón bar-Jonás, el nombre original del apóstol Pedro. En otro, que presentaba unas marcas de cruces, se leía: «Schlom-zión, hija de Simón el Sacerdote». Flannery había estado antes en este mismo sitio.

En el centro de la estancia había una mesa cubierta con un mantel blanco. Detrás de la mesa estaban sentados tres hombres con vestiduras eclesiásticas blancas. Llevaban máscaras, pero no las capuchas utilizadas por sus secuestradores. Estas eran del tipo que llevan los participantes en bailes de máscaras. De alguna manera, las máscaras, con sus connotaciones satíricas paganas, junto con las vestiduras sacerdotales, parecían un sacrilegio contra las órdenes sagradas.

Pero lo que realmente le llamó la atención fue el símbolo en rojo brillante bordado en la parte delantera del mantel. Era el símbolo de Via Dei, semejante, aunque no exactamente igual, al que aparecía en el manuscrito de Dimas bar-Dimas.

—Siéntese, por favor, padre Flannery —dijo el hombre que estaba en medio del triunvirato, indicando la silla que estaba delante. Su voz no denotaba ira; solo una cordialidad zalamera.

—Sabe mi nombre —dijo Flannery, sin sorpresa, mientras se sentaba al otro lado de la mesa.

—Por supuesto, lo sabemos —hizo una seña para que se marcharan los secuestradores de Flannery y, cuando salieron de la estancia, se volvió hacia el sacerdote—. De hecho, padre Flannery, sabemos todo lo que hay que saber sobre usted.

—¿Lo saben?

—Cuando tenía diecisiete años, ganó la carrera Irish National, de quince mil metros. Su entrenador, el famoso corredor irlandés Ron Delaney, quería que se preparase para los Juegos Olímpicos, pero, incluso entonces, usted quería ser sacerdote.

—Eso apareció en los periódicos —dijo Flannery—. No puede haberles resultado difícil encontrarlo.

—¿Qué me dice de Mary Kathleen O'Shaughnessy? ¿Encontraré su nombre en los periódicos? Ella creía que usted iba a casarse con ella, ¿no es así? Usted le rompió el corazón cuando se hizo sacerdote.

Flannery no replicó. Ese episodio había sido uno de los períodos más difíciles de su vida y no era algo de lo que quisiese hablar, sobre todo con alguien que le había llevado allí en contra de su voluntad.

—Usted tiene un primo, Sean O'Neal, que estaba en el IRA —continuó el aparente líder del triunvirato—. Resultó muerto en una escaramuza con los británicos. Su madre, hermana de la suya, murió de un ataque al corazón e incluso su propia madre sufrió a causa de ello.

Flannery siguió sin replicar.

—Después, usted se hizo sacerdote. No un cura de parroquia, sino un jesuita, un estudioso respetado, especializado en Arqueología. Se le considera en la actualidad como el principal arqueólogo religioso de la Iglesia Católica y, en realidad, uno de los principales arqueólogos del mundo —el hombre se detuvo y sus labios se curvaron en una sonrisa—. Pero hubo una época en la que se dio cuenta de que tenía un problema… un problema con la bebida.

—Yo no he tenido un problema con la bebida…

—Doce años, nueve meses, dos semanas y tres días —interrumpió su inquisidor.

—Muy bien —aceptó Flannery—. Usted sabe mucho sobre mí. Ahora quiero saber quién es usted.

—Creo que ya lo sabe, padre Flannery —el hombre señaló el símbolo que estaba en el mantel—. Después de todo, tratamos de reclutarlo una vez. Lo recuerda, ¿no?

—Sí, lo recuerdo.

—Utilizamos como agente nuestro al padre Leonardo Contardi, pero, ¡lástima!, Contardi demostró ser… bueno, digámoslo educadamente, ¿inestable? Y temimos que, por asociación, usted también pudiese mostrarse inestable.

—Ya veo.

—No, no creo que vea. Padre Flannery, les estamos ofreciendo una segunda oportunidad de unirse a nosotros… de convertirse en miembro de Via Dei.

—¿Y por qué iba a querer hacerlo?

—¿Quién cree que somos, exactamente?

—Una organización secreta, como los templarios.

El inquisidor sonrió.

—¿Conoce usted la canción de los caballeros templarios que marchaban a su gloriosa cruzada?

Como Flannery no replicara, el hombre comenzó a cantar:

«Vexilla regís prodeunt,

Fulget crucis mysterium,

Qua vita mortem pertulit

Et morta vitam protulit».

—El himno del breviario de Venancio Fortunato —dijo Flannery, después recitó la traducción:

«Las banderas del Rey aparecen:

resplandece el misterio de la Cruz,

en la que la vida padeció muerte

y con la muerte nos dio vida».

—Respondiendo a su pregunta, padre Flannery, no somos una especie de caballeros templarios modernos, aunque, en efecto, uno de nuestros miembros más ilustres, Pedro el Eremita, predicara primero las cruzadas y fuese un mentor de quienes fundaron la Orden del Temple. Nuestros miembros también prestaron servicio con las legiones de Constantino y los ejércitos de Carlomagno. Aconsejamos a Juana de Arco; estuvimos en la batalla de Constantinopla y con los fundadores del Nuevo Mundo. ¡Ah!, sí, padre Flannery, nuestro movimiento es una orden noble y santa, iniciada y ordenada por el mismo Jesucristo para proteger la Iglesia y su bendito nombre.

—¿Usted cree que Via Dei fue fundada personalmente por Jesús?

—Así es.

—He hecho algunas investigaciones por mi cuenta —dijo Flannery—. Sé que Via Dei fue excomulgada por la Iglesia. ¿Por qué iba a hacer eso la Iglesia si, como dice, hubiese sido fundada por Jesús?

—Tenemos nuestros enemigos, incluso en el Vaticano.

—¿Es sorprendente que tengan enemigos? A la Iglesia se le echa la culpa de la Inquisición española, del asesinato de centenares de miles de judíos y musulmanes durante la Edad Media, la matanza de inocentes en el Nuevo Mundo. Examinados más de cerca, parece que estos actos fuesen estimulados por un conciliábulo secreto dentro de la Iglesia. ¿Sería, acaso, Via Dei?

—Si Via Dei parece siniestra, padre Flannery, es solo una máscara… como las que llevamos nosotros. Llevamos esa máscara con el fin de guardarnos de miradas entrometidas. Nuestros miembros no son parias de la Iglesia que hayan creado su propia sociedad dentro del conjunto mayor. De hecho, entre nuestros miembros ha habido muchos papas que se han sentado en el trono de san Pedro.

—¿Qué quieren de mí? —dijo Flannery con impaciencia.

—Le hemos traído ante este tribunal para ofrecerle un gran honor. Lo admitiremos hoy mismo en nuestras filas, confiriéndole no solo la categoría de miembro de pleno derecho, sino el conocimiento de los misterios más profundos de nuestra Madre Iglesia. Padre Flannery, lleva toda la vida tratando de desvelar estos secretos. Solo los conocen muy pocos, una elite, incluso dentro de Via Dei. Esto es lo que le ofrecemos.

—¿Por eso me han secuestrado?

—Yo prefiero decir que por eso ha sido traído hasta nosotros.

—¿Los terroristas islamistas recluían a todos sus iniciados? —dijo Flannery con mordacidad— ¿O solo a mí?

—Tenemos una situación poco habitual y una oportunidad única ahora —replicó el líder del tribunal—. Como usted sabe, «la miseria pone en contacto a un hombre con extraños compañeros de cama» y, en nuestra situación actual, digamos que aliarnos con algunos de estos compañeros de cama contra un mutuo enemigo es bueno para nuestros intereses.

Había algo en el patrón vocal y en la forma de citar La tempestad de Shakespeare que sorprendió a Flannery al resultarle familiar, pero no fue capaz de situarlo.

—¿Y quién sería ese enemigo mutuo? —preguntó Flannery.

—Únase a nosotros, padre, y se le darán a conocer todos los secretos.

—¿Cuál es el inconveniente? —preguntó Flannery—. No puede querer que me una porque yo sea el agraciado. Tiene que haber algún inconveniente, alguna pega.

—¡Ah!, sí, la pega. Bueno, es sencillo… algo que, como miembro de Via Dei, usted querrá hacer, porque, cuando se le hayan revelado todos los misterios, comprenderá que lo que le pedimos no es más que el cumplimiento pleno del plan de Dios.

Dicho esto, se volvió e hizo una seña con la cabeza el hombre que estaba a su derecha, que miró debajo de la mesa y levantó un objeto pesado. Incluso mientras lo estaba colocando encima de la mesa, Flannery reconoció que era la urna desenterrada en Masada.

—Sí, el manuscrito de Dimas bar-Dimas —continuó el líder.

Su sonrisa se endureció y frunció el ceño mientras inclinaba la urna para mostrar que estaba vacía.

—Hemos llevado a cabo algunas acciones para conseguir el manuscrito, pero, por desgracia, incluso los mejores planes de Via Dei «gang aft a-gley»[5] y no nos dejan sino pena y dolor en vez del gozo prometido —dijo, parafraseando el famoso poema de Robert Burns sobre los planes que se tuercen. Parecía divertido con su juego de palabras y volvió a sonreír—. Y así, la pega, como lo ha dicho usted de forma tan elocuente, es que usted nos traiga el manuscrito de Dimas.

—¿Por qué necesitan el manuscrito? —preguntó Flannery—. Cuando nuestra investigación haya finalizado, su contenido será evaluado por la Iglesia, que determinará si ha de incluirse o no en el canon de la Biblia. Pero, aunque no se incluyese, se publicaría todo el texto; los israelíes insisten en ello. De manera que, dentro o fuera de la Iglesia, tendrán acceso a todo el contenido del manuscrito.

—Eso no basta —replicó el hombre de inmediato. Su tono daba el primer indicio de irritación—. Es muy apropiado, correcto y nuestra obligación moral ineludible que, en todo tiempo y lugar, tengamos el control del manuscrito.

Flannery miró con curiosidad al hombre enmascarado, que había utilizado una expresión tan arcaica. Incluso resultaba más peculiar que la expresión no fuera católica, sino del Libro de oración común anglicano: It is very meet, right, and our bounden duty, that we should at all times, and in all places, give thanks unto thee, O Lord, holy Father, almighty, everlastying God[6]. Era una indicación sutil de que la influencia de Via Dei trascendía la Iglesia Católica o bien otro ejemplo de la inclinación del hombre a las alusiones literarias.

De nuevo, eso le recordó a Flannery a alguien a quien conocía pero que no era capaz de situar. Guardando para sí la observación para recordarla más adelante, se inclinó más hacia la mesa y preguntó:

—¿Via Dei quiere el manuscrito o evitar solo que el mundo descubra sus secretos?

El portavoz suspiró.

—Muy bien, padre Flannery, voy a decirle algo que nunca ha sido revelado a nadie ajeno a Via Dei durante los dos mil años de nuestra existencia.

—No —dijo el hombre enmascarado sentado a la izquierda, negando al mismo tiempo con la cabeza.

El que estaba a la derecha permaneció en silencio, pero puso una mano sobre el brazo del portavoz a modo de además restrictivo.

—Perdonadme, hermanos —dijo el líder, mirando a cada uno de sus compañeros—, pero las circunstancias extraordinarias requieren la más extraordinaria de las medidas.

Los otros dos hombres lo miraron largo rato; después se volvieron a examinar a Flannery. Primero uno y después el otro asintieron.

—Padre Flannery —dijo el líder tras obtener el consenso del tribunal—, sabemos que el símbolo, nuestro símbolo, se encuentra en el documento de Dimas. Suponga que el símbolo de Via Dei fue entregado directamente a Dimas bar-Dimas por el mismo Jesucristo, que se le apareció a Dimas en el camino de Jerusalén el día siguiente al de su Resurrección.

—¿Se lo dio a Dimas? —preguntó Flannery.

—Sí.

—¿Eso es lo que le dice su leyenda?

—No es leyenda, señor; ¡es la verdad! —declaró el líder, agudizando notablemente su tono.

—A veces, es difícil separar la leyenda del dato —contestó Flannery.

—El dato, sí, pero no la verdad. Y, sin duda, padre Flannery, usted es lo bastante inteligente como para conocer la diferencia entre ambos.

—Sí, conozco la diferencia. Pero, en este caso, la verdad no es suficientemente buena. Ustedes me piden que les ayude a obtener uno de los documentos más importantes que se hayan descubierto nunca en la historia de la cristiandad, sabiendo perfectamente que ustedes niegan al mundo y al conjunto de los cristianos el acceso a ese documento. Para considerar siquiera esa acción, necesito datos. ¿Qué datos tienen ustedes?

—Tenemos el dato de que Dimas escribió su evangelio mucho antes que los de Mateo, Marcos, Lucas, Juan e incluso de cualquiera de las epístolas de Pablo. Tenemos el dato de que Dimas entregó su manuscrito a su sucesor, Gayo de Efe— so, que fundó después Via Dei. En consecuencia, el Evangelio de Dimas, por derecho, nos pertenece. Sin embargo, de alguna manera, al principio de Via Dei, el manuscrito se perdió y solo nosotros, durante dos mil años, hemos sabido de su existencia y lo hemos buscado por todas partes.

Mientras Flannery escuchaba, recordó de repente dónde había oído antes aquella voz.

—¿Qué pruebas tenemos? —prosiguió el hombre— el mismo símbolo de Via Dei. ¿Cree que es una mera coincidencia que un documento del siglo I lleve el mismo símbolo que nuestra organización considera sagrado desde hace tanto tiempo? ¿No prueba eso suficientemente que Dimas bar-Dimas es el padre de Via Dei, a través de su sucesor y fundador nuestro, Gayo de Éfeso, y que su evangelio debe sernos devuelto con todo derecho?

—Y ustedes quieren que se lo devuelva yo —dijo Flannery.

—Así, estará llevando a cabo una acción de Dios.

—¿Qué me dice del asesinato de Daniel Mazar? ¿Era esa una acción de Dios?

El hombre dudó; era obvio que desconocía que Flannery sabía lo ocurrido en el laboratorio. Su tono se volvió crispado y defensivo cuando declaró:

—Al profesor lo mataron terroristas palestinos.

—Pero ustedes tienen la urna.

—Sí.

—Si los terroristas mataron al profesor Mazar, ¿cómo es que ustedes tienen la urna? —presionó Flannery— ¿fue el trabajo de esos extraños compañeros de cama de los que me hablaba?

—Se… se suponía que no tenía que ocurrir eso —replicó el hombre, cada vez más incómodo—. Solo buscábamos el manuscrito, no la muerte de nadie.

—Esos compañeros de cama de ustedes no solo mataron a Daniel Mazar, sino a tres policías israelíes. Cuando ustedes los soltaron, ¿esperaban realmente que la cosa no llegara a tanto o ustedes se limitaron a lavarse las manos? —cuando el hombre dudó, Flannery añadió—: ¿Como se lava las manos en relación con tantas cosas en la Prefettura del Sacri Palazzi Apostolici, padre Sangremano?

El hombre se tambaleó hacia atrás al ser identificado como el P Antonio Sangremano, uno de los hombres más poderosos de la Prefectura de los Sagrados Palacios Apostólicos, que administraba los palacios papales, a cuyo frente está el Secretario de Estado del Vaticano. Recuperando la compostura, comenzó a hablar, pero fue interrumpido por uno de sus compañeros.

—Michael, chico…

Flannery se volvió sorprendido al hombre de la derecha.

—Dios mío —exclamó, porque también conocía a este sacerdote—. Padre Wester, ¿usted?

Sean Wester, el archivero que había sido amigo de Flannery durante muchos años, suspiró mientras de quitaba su máscara y la tiraba sobre la mesa, frente a él. Se pasó la mano por el pelo, después movió la cabeza, casi con tristeza.

—Michael —repitió—. Como a un hijo, te he querido todos estos años. Como a un hijo.