Capítulo 36
Yuri Vilnai, levantándose de su sillón en su pequeño y abarrotado despacho del secreto laboratorio de antigüedades «Catacumbas» de la Universidad Hebrea, preguntó:
—¿Eso es todo? Me gustaría irme a casa. Ha sido un día… un día espantoso.
Sarah Arad y Preston Lewkis se levantaron de un pequeño sofá encajado entre los montones de libros que llenaban la estancia. Sarah cerró su bloc de notas y dijo:
—Sí, debe de haber sido terrible —dio unos golpecitos sobre el bloc—. Usted le dio todo esto a los investigadores, ¿no?
—Todo, pero me temo que no sea demasiado útil. En realidad, solo los vi un momento.
—Pero, ¿usted cree que eran palestinos?
Vilnai se encogió de hombros.
—Eso es lo que pensé en ese momento. Eso es lo que les dije a sus investigadores.
—Pero, llevaban máscaras, ¿no?
—Sí, pero alcancé a ver brevemente a uno de ellos cuando se quitaba la máscara en el coche. Estaba demasiado lejos para verlo bien, pero parecía palestino.
—Bien, y muchas gracias, profesor.
Sarah avanzó hacia la puerta y Preston la siguió al pasillo. Vilnai salió inmediatamente detrás, cogió su americana y cerró con llave la puerta.
—¿Podemos localizarlo en casa? —preguntó Sarah cuando Vilnai se dio la vuelta para irse.
—Sí, o en cualquier momento en mi móvil —moviendo la cabeza, musitó—: Esto es algo terrible. Daniel y yo teníamos nuestras diferencias, pero no hay nadie a quien respetara más.
Siguió adelante por el pasillo. Se detuvo cuando se acercó al área acordonada en la que estaba ubicado el laboratorio y después continuó por un pasillo lateral que rodeaba el escenario del crimen.
—¿Qué piensas? —preguntó Preston a Sarah mientras la seguía hacia la cercana sala de juntas.
—No estoy convencida.
Cuando entraron en la sala, Sarah echó un vistazo al pasillo; después, cerró la puerta. En la sala había una mesa ovalada con seis sillas y un pequeño terminal de ordenador en un lateral, con un teléfono y un fax.
—¿Crees que miente? —dijo Preston cuando se sentaron en un extremo de la mesa de juntas—. Parecía verdaderamente afectado, y es muy comprensible.
—Quizá no esté mintiendo, pero sí exagerando.
—¿Sobre qué?
—Bueno, está lo de los palestinos, por una parte —replicó.
—¿No crees que fuesen palestinos?
—Lo que no creo es que él no tenga ni idea de si eran o no palestinos —hojeó su bloc y señaló con el dedo una de las anotaciones—. ¿Recuerdas cuando dijo primero que los vio en el aparcamiento?
—Sí.
—Vio a tres hombres; los dos primeros llevaban armas de fuego y él se acurrucó en el asiento para que no lo viesen. Esperó hasta que se marcharon antes de volver a sentarse.
—Pero también dijo que miró hacia atrás y vio a uno de ellos quitándose la máscara. ¿No es razonable?
—Lo mencionó más tarde, cuando lo presioné acerca de su nacionalidad —tamborileó con los dedos en el bloc—. No sé… me parece que no me cuadra. Su primer relato tiene más sentido. Ahí parece un tipo que se acurruca y no mueve un músculo hasta estar seguro de que se han marchado. Lo de la máscara… bueno, me parece una excusa, una explicación a posteriori de por qué pensó que eran palestinos.
—O sea, que tú crees que está mintiendo.
—No necesariamente. La mayoría de los israelíes, si ven a unos hombres enmascarados con armas y después encuentran un laboratorio acribillado a tiros, sacan la conclusión de que se trata de palestinos. Quizá a Yuri le haya pasado lo mismo y después se haya inventado o incluso haya imaginado que vio a uno de ellos para justificar ese prejuicio, no solo ante la policía, sino ante sí mismo —hizo una pausa, negando con la cabeza; después continuó—: ¿Es fácil saber si un individuo es palestino, sobre todo si lo has visto fugazmente y a distancia? Si vistes a un grupo de israelíes semíticos y de árabes con la misma ropa y los pones en una rueda de reconocimiento, no hay mucha gente que los distinga.
—¿Qué otra cosa podrían haber sido?
—Eso es lo que me estoy preguntando —levantó un dedo—. Un minuto… quiero comprobar algo.
Sarah abrió su teléfono móvil. Empezó a marcar, después lo cerró de nuevo.
—Aquí dentro no hay cobertura.
—Hay un teléfono —Preston señaló el terminal.
—Exacto —ella se acercó a la mesa pequeña. Levantó el receptor, pulsó un número y esperó. Tras unas pocas señales de llamada, alguien cogió el teléfono y dijo:
—Roberta Greene.
—Roberta, soy Sarah. Estoy en el laboratorio de la universidad. Estaba preguntándome…
—¿Sarah? —interrumpió la mujer—. He estado tratando de ponerme en contacto contigo.
—Aquí no funciona mi móvil —explicó Sarah—. ¿Qué ocurre?
—Es sobre el Mercedes.
—¿El coche que me perseguía? ¿Encontrasteis algo de la placa de matrícula?
—Solo hay tres Mercedes con una placa que empiece por «AL9». Pude reducirlo a uno y fue robado horas antes del choque, pero hay algo más.
—¿Qué?
—Un minuto.
Sarah oyó que su colega revolvía algunos papeles.
—Hay dos investigadores asignados a este caso —dijo Roberta—. Déjame ver, uno se llama Steinberg y el otro, lo mencionan aquí en alguna parte…
—Gelb, Bruce Gelb —dijo Sarah.
—Eso es. Bueno, me salté un poco el protocolo y le pedí a un amigo del cuartel general de la policía que comprobara sus expedientes. Así dimos con la placa de matrícula completa, que coincidía con la del Mercedes robado. Pero aún hay más.
—¿Qué? —dijo Sarah con impaciencia mientras oía más movimiento de papeles.
—Aquí está —dijo Roberta—. Perdona, tengo la mesa llena de papeles.
—¿Qué es, Roberta? —insistió Sarah.
—Cuando se entrevistaron contigo, ¿mencionaron un anillo?
—No. ¿Qué clase de anillo?
—Uno muy curioso. Fue encontrado en una de las víctimas, el conductor del Mercedes, y gracias a él pudimos identificar al hombre. Veamos… sí, aquí está: Javier Murillo, de origen hispanomarroquí.
—¿Musulmán? —preguntó Sarah.
—No, católico… al menos era. Hace diez años se produjo algún tipo de escándalo y fue excomulgado.
—¿Puedes enviarme los detalles por fax?
—Sí, y te envío una foto del anillo. ¿Cuál es el número de fax?
Sarah vio que el fax estaba conectado al teléfono y no tenía una línea específica. Le dio a Roberta el número de teléfono y le dijo:
—Tengo que colgar para recibir el fax.
—Muy bien. Te lo envío ahora mismo. Vuelve a llamarme si me necesitas para algo más.
—Gracias, Roberta —colgó el teléfono.
—¿Qué es? —preguntó Preston, acercándose y quedándose de pie detrás de Sarah.
—Quizá nada. Lo sabremos en un momento.
El teléfono sonó y Sarah pulsó el botón de recepción del fax. Pronto empezó a aparecer el papel en la bandeja de salida. Ambos lo miraban cuando apareció la imagen en primer plano de un anillo. En cuanto el papel terminó de salir, Sarah lo cogió y lo levantó delante de ellos. El anillo se parecía mucho a un anillo de graduación escolar, con una gran piedra negra que llevaba grabados un sello y unas letras.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando la estilizada inscripción que rodeaba el sello.
Preston le cogió el papel y pasó los dedos por las letras mientras entonaba:
—In Nomine Patris.
—¿En el nombre del Padre? —tradujo Sarah lo que había dicho, en tono interrogativo.
Preston asintió.
—¿Y el sello? —preguntó ella, señalando la imagen de unas llaves cruzadas con una corona encima.
—¿Dónde conseguiste esto? —preguntó él.
—¿Por qué? ¿Qué es?
—No estoy seguro, pero creo que es el sello del Vaticano.
Sarah lo miró más detenidamente y vio que, en efecto, la corona era la tiara Triregnum del Papa, con las llaves que representan las que entregara Jesús a Pedro.
—¿Quién tendría un anillo como este? —preguntó Sarah.
—Desde luego, los palestinos no —replicó Preston, afirmando lo evidente—. Pero hay alguien que podría saberlo.
—El padre Flannery.
—Sí —Preston miró su reloj—. En realidad, tenía que estar aquí ya. Le llamé hace unas horas para decirle lo de Daniel. Déjame ver qué es lo que le retrasa tanto —y marcó el número del móvil de Michael Flannery. Mientras esperaba una respuesta, miró a Sarah—. ¿Hay alguna conexión entre este anillo y la muerte de Daniel?
—Puede que sí. No estoy segura.
—Sarah, cuando estabas hablando con esa mujer, Roberta, dijiste algo de un coche que te perseguía. ¿Tiene relación con este anillo o con el ataque al laboratorio?
—Después te cuento todo —hizo un gesto señalando el teléfono.
Preston se encogió de hombros.
—Todavía está haciendo llamada. O está fuera de cobertura o no contesta —esperó más tiempo; después colgó el teléfono.
—¿Cuánto tiempo hace que lo llamaste?
—Tres, quizá cuatro horas. Estaba un poco más al Norte de Ein Gedi, en la carretera 90.
—No me gusta esto —musitó Sarah frunciendo el ceño. Volvió a llamar a su oficina y, cuando contestó Roberta, le dijo—: Soy Sarah de nuevo. Necesito que me localicen inmediatamente al padre Michael Flannery. Investigad qué coche alquiló y alertad a la policía de que se le vio por última vez en la carretera 90, inmediatamente al Norte de Ein Gedi.
Le dio algunos detalles más a su colega y finalizó la llamada.
—Vamos —le dijo a Preston, haciéndolo salir de la sala—. Hay otra cosa que quiero probar.
Sarah lo condujo hasta donde estaba aparcado su Mini Cooper. Abrió el maletero y recogió su pequeño ordenador portátil Sony VAIO; después indicó a Preston que subiera al coche. Ella se sentó en el asiento del conductor y, dejando abierta su puerta, abrió el portátil. Después, lo arrancó, abrió un programa, escribió su clave y empezó a pulsar una serie de números.
—Tú no estás viendo lo que estoy haciendo ahora —dijo ella con indiferencia.
—¿Qué quieres decir?
—Esto está clasificado, pero confío en que olvides lo que veas.
—No entiendo…
—Aquí —giró el ordenador hacia Preston.
—¿Un mapa?
—Ahí está Ein Gedi —ella señaló un punto en el mapa, indicando el oasis en el que el rey Salomón compuso el Cantar de los Cantares— Y esta es la carretera 90.
Su dedo siguió una línea roja a lo largo de la carretera, siguiendo después por una carretera lateral. Cuando iba a salirse de la pantalla, tocó las teclas de flechas para mover el mapa y dejarlo otra vez a la vista. La línea roja serpenteaba hacia el Este y el Oeste, moviéndose despacio hacia el Norte, a Jerusalén. Donde se detenía la línea, ella pulsó varias veces una de las teclas de función, ampliando la imagen del lugar.
—Ahí es donde está el padre Flannery o, al menos, donde estaba hace una hora más o menos. Y la línea roja es la ruta que ha seguido hasta allí.
Preston la miró incrédulo.
—¿Cómo lo sabes?
—Eso no importa ahora. La cuestión es que tenemos que descubrir lo que está haciendo… y por qué no puedo seguirlo durante la última hora.
—¿Dónde está esto? —preguntó Preston, tocando la pantalla en el punto en el que terminaba la línea roja.
—Jerusalén Este —le pasó el portátil—. Puedes navegar —dijo ella, cerrando su puerta y arrancando el motor. Un momento después, salían del aparcamiento y se encaminaban al este de Jerusalén a través de la ciudad.