Capítulo 15

El Gimnasio Tirano era una escuela privada para chicos de siete a quince años. El edificio contaba con patios rectangulares para ejercicios gimnásticos, rodeados por unos pórticos desde los que se accedía a las aulas. Allí, los estudiantes recibían entrenamiento físico y aprendían música, algo de matemáticas y ciencias, pero, especialmente, literatura, oratoria y comportamiento social.

Marcela, acompañada por Tamara, permanecía bajo el pórtico, observando mientras empezaba a reunirse la gente para oír el sermón de Dimas.

—Señora, ¿creéis que…? —empezó a decir Tamara, pero Marcela levantó el dedo, en señal de advertencia.

—Recuerda que esta noche no soy «señora» —le susurró—. No deben reconocerme como a la esposa del gobernador.

—Sí, se… Marcela —dijo Tamara, incómoda al tener que dirigirse a ella de un modo tan familiar.

En vez de las finas sedas correspondientes a su categoría, Marcela llevaba uno de los vestidos de Tamara, una túnica hasta la rodilla de paño tosco. Con la cabeza cubierta con un chal gris, se parecía mucho a las otras mujeres que asistían a la reunión.

Un joven de aspecto serio y más o menos de la edad de Marcela estaba sentado frente a una mesa a la puerta del aula de la reunión y, cuando vio a las dos mujeres que se quedaban atrás, se levantó y las saludó.

—Bienvenidas a nuestra reunión. Soy Gayo —como ellas no replicaran, continuó—: Mujeres, ¡no seáis tímidas! El mensaje de nuestro Señor Jesucristo es para todos. Venid; os encontraré un asiento cómodo antes de que se llene el aula de la reunión—. Les hizo una seña para que entrasen, mientras su sonrisa suavizaba su expresión seria.

Asintiendo y apartando la mirada, Marcela comenzó a avanzar con Tamara a su lado. Estaban allí reunidos judíos y gentiles, todos efesios, trabajadores corrientes y miembros de las clases pudientes de comerciantes y profesionales. Marcela escogió un asiento próximo a la pared, ajustándose después el chal sobre la cabeza con el fin de que no la reconociesen.

Tras unos minutos, apareció un hombre de mediana edad, con barba, que se situó ante ellas. No tuvo necesidad de levantar las manos para pedir silencio porque todas las conversaciones cesaron cuando todo el mundo dirigió su atención hacia él.

—Soy Dimas bar-Dimas —comenzó diciendo el hombre—. Que la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y de su hijo, Jesucristo, el Señor, estén con todos vosotros.

La bendición de Dimas fue coreada por algunos «amén» y «hosanna» del público. Los murmullos fueron apagándose y Dimas dirigió a todos una mirada severa, aunque comprensiva, mientras comenzaba su predicación.

—No digáis mentiras; decid solo la verdad, porque todos nos pertenecemos dentro del mismo cuerpo.

»Cuando estéis airados, no caigáis en pecado y suspended vuestra ira hasta el final del día, para que no le deis al Diablo una forma de derrotaros.

Mientras seguía hablando, andaba por la sala, fijando su mirada en una persona y después en otra de la asamblea, como si cada mandamiento se refiriera a una falta de esa persona sola, como si sus más recónditos secretos fuesen visibles para su mirada.

—No robéis; ganaos la vida honradamente. Entonces tendréis algo para compartir con quienes son pobres.

»Cuando habléis, no digáis cosas que hagan daño; decid solo palabras que hagan el bien a quienes os oigan.

»No seáis rencorosos. No hagáis el mal. Sed buenos y amables con todos los que os encontréis y perdonaos los unos a los otros como Dios os perdona en Cristo.

»Seáis esclavos o amos aquí en la tierra, recordad que vuestro auténtico amo está en el Cielo, y amaos y respetaos mutuamente como El os ama a cada uno de vosotros.

Dimas se acercó adonde estaban sentadas Marcela y Tamara. Miró a una y a otra, fijando al final su mirada en la esposa del gobernador. Ella trató de desviar su mirada pero una fuerza que parecía emanar de sus ojos asombrosamente verdes la paralizó.

—Y si os encontráis en una posición de gran influencia entre la gente, sea por derecho propio o como reflejo de alguien a quien amáis, no dudéis en proclamar la verdad de nuestro Señor, porque todo poder, toda posición viene solo de Él, y quien rechaza su gracia perderá su posición en el Cielo, aunque la gane aquí en la tierra.

Dimas volvió al frente de la sala y continuó su sermón. Sin embargo, Marcela ya no oyó mucho de él, absorta en cambio en sus pensamientos sobre las palabras que le había dicho directamente a ella, palabras ahora marcadas a fuego en su alma.

Concluyendo su alocución, Dimas dijo:

—Por último, orad por mí para que, cuando hable, Dios me dé palabra para que pueda proclamar el secreto de la Buena Noticia sin temor.

De nuevo, hubo un murmullo de «hosannas» de aprobación.

—Paz y amor, con la fe, para vosotros de parte de Dios Padre y su hijo, Jesucristo. La gracia para todos los que amáis a nuestro Señor Jesucristo con un amor que no acaba nunca.

Cuando hubo acabado el sermón y la gente empezó a abandonar el aula, varias personas asistentes se acercaron para hablar con Dimas. Marcela se quedó sentada. Sus palabras le habían causado una profunda impresión de un modo que no ella no había previsto, y sentía que su cabeza le daba vueltas vertiginosamente.

Tamara se levantó y miró a su señora con preocupación.

—¿No le ibais a hablar sobre Marco?

—Sí —replicó Marcela, parpadeando para obligarse a volver al presente—. Pero espera hasta que se hayan marchado los demás.

—Muy bien —dijo Tamara, sentándose de nuevo.

Pasaron varios minutos hasta que los fieles se despidieron de Dimas y se marcharon. Al final, Dimas y el joven llamado Gayo salieron también del aula, pero, cuando Dimas vio a las dos mujeres todavía sentadas en sus asientos, se detuvo frente a ellas. Parecía ahora un poco más bajo, más amable, con su amplia y agradable sonrisa iluminando sus ojos verdes, cuando preguntó:

—¿Estáis bien, mujeres?

—No —replicó Tamara, aguantando las lágrimas.

—¡Oh! ¿Puedo hacer yo algo?

—Decidle, señora —cuando el tratamiento se deslizó de los labios de Tamara, ella se llevó la mano a la boca.

—¿«Señora»? —dijo Dimas, mientras Gayo miraba a las mujeres con recelo.

Ella se levantó y bajó el chal.

—Soy Marcela de Tácito, esposa del gobernador, pero tú ya lo sabías, ¿no es así?

Dimas inclinó la cabeza.

—Me siento muy honrado porque hayas venido a nuestra reunión.

—Nosotras no v…vinimos a escucharte —tartamudeó Tamara, bajando la cabeza hacia sus manos mientras empezaba a sollozar en silencio.

—Está bien, Tamara —la tranquilizó Marcela, acariciando el hombro de Tamara.

Dimas miraba confuso.

—Si no habéis venido a oír mi sermón, ¿por qué estáis aquí?

—Hemos venido por el centurión Marco Antonio —le dijo Marcela.

—¿Marco? ¿Qué le pasa? —dijo Gayo—. Me sorprendió que no estuviese aquí esta noche.

—No ha podido venir —espetó Tamara, mirando a Dimas—. Está en prisión por tu causa.

—¿Por mí?

—Se ha declarado cristiano —dijo Marcela.

—Lo sabemos —dijo Gayo—. El mismo Dimas lo bautizó.

—Lo que no sabes es que el gobernador lo ha encarcelado por eso. Pretende juzgarlo y ejecutarlo después.

Dimas parecía verdaderamente sorprendido.

—Pero, ¿por qué? Roma suele ser tolerante con la religión y nunca ha tratado de impedir que los efesios adoren a Diana.

—Marco pidió la baja del ejército —explicó Marcela—. Mi esposo… es decir, el gobernador teme que otros puedan verse influidos para hacer lo mismo. Considera que la conversión de Marco es un acto de traición, no de fe.

—Entiendo —dijo Dimas, frunciendo el ceño—. Lo siento, lo siento mucho. Si hay algo que pueda hacer al respecto…

—Sí puedes hacer algo —dijo Marcela—. Puedes ir a ver a Marco. Convéncelo de que renuncie a este Jesús del que predicas. Si él declarara que no es cristiano, tengo la palabra del gobernador de que lo perdonará.

Dimas negó con la cabeza.

—Eso no lo puedo hacer.

—Naturalmente que puedes. Debes hacerlo, porque es la única manera de que Marco sea perdonado.

—No, no puedo. Si Marco renunciara a Jesús, pondría en peligro su alma. Yo no podría vivir si fuera el responsable de una cosa así.

—Pero serás el responsable de que pierda la vida —dijo Marcela—. ¿Cómo puedes vivir con eso?

—Nuestra existencia mortal es solo temporal. Muera ahora o al cabo de cincuenta años, el resultado es el mismo. Como todos nosotros, morirá algún día. Sin embargo, el alma es eterna. No debe hacer nada que le ponga en peligro de perder su alma.

—No hace falta que sea una declaración verdadera —replicó Marcela—. Solo tiene que decir las palabras; lo que realmente crea puede quedar entre él y su Dios.

—Pero el Señor no solo oye lo que dice la boca, sino también lo que viene del corazón —replicó Dimas—. Y si Marco diera falso testimonio con el fin de salvar su cuerpo de carne y hueso, estaría renunciando verdaderamente a su cuerpo espiritual y a su Dios —negó enfáticamente con la cabeza—. No, no puedo hacer lo que me pides.

—Así que, ¿vas a dejar que muera? —dijo Tamara, con lágrimas de ira, de pie y encarándose con el hombre.

—Yo no dije tal cosa —en las comisuras de su boca se insinuó una sonrisa mientras miraba a Gayo—. Aunque yo no aconsejaría a Marco que sacrificara su alma a cambio de su vida terrena, quizá pueda ofrecer al gobernador algo más interesante que la vida de un centurión.

—¿Qué sugieres? —preguntó Marcela.

—Un intercambio.

—¿Intercambio? ¿Qué clase de intercambio? —apremió la mujer—. ¿A qué te refieres?

—Iré al tribunal del gobernador —declaró Dimas—. Y me ofreceré yo mismo en lugar de Marco.

—¡No puedes hacerlo! ¡Sería un suicidio! —exclamó Gayo, pero Dimas le hizo un gesto para que permaneciera callado.

Marcela miró a Dimas confusa y así estuvo largo rato; después negó despacio con la cabeza.

—No, tiene razón. Nadie piensa que hagas tal cosa.

—¡Pero tiene que hacerlo! —exclamó Tamara—. Señora, por favor, déjele hacer lo que desea. Es la única oportunidad para Marco.

—No estaría bien —musitó Marcela, más para sí que para los demás.

Dimas alargó la mano y tomó la de la mujer.

—Marcela, quiero hacerlo. Tengo que hacerlo.

Ella se dio perfecta cuenta de que no utilizó título alguno al dirigirse a ella, sino que dijo su nombre y, curiosamente, le gustó.

—Supongo que, si tu sentimiento al respecto es tan fuerte… —dijo en voz alta, sin estar muy segura de lo que ella misma estaba pensando o sintiendo.

—Lo haré, por Marco y por nuestro Señor.

—Por nuestro Señor… —repitió ella, saboreando las palabras como vino dulce en sus labios.