Capítulo 13

En la sala de juntas del palacio del gobernador, Rufino Tácito estaba en pie tras su sede, mirando por la ventana los barcos anclados en el puerto, deseando regresar a su patria a bordo de uno de ellos. A sus cincuenta y tantos años, el gobernador provincial de Éfeso estaba molesto por estar echando a perder su carrera en un puesto tan alejado de Roma.

Una joven entró en la sala llevando un ramo de flores.

—Es un día muy hermoso, ¿verdad? —dijo mientras colocaba las flores en un jarrón en una de las mesas laterales—. Y nuestro jardín es exquisito.

—¿Las has cortado tú? —Sí.

—Marcela, te he dicho que ordenes a los sirvientes que hagan el trabajo. ¿Qué sensación crees que da que la esposa del gobernador se ocupe de unas labores tan triviales?

—Pero Rufino, a mi no me parece que sea ningún trabajo —dijo Marcela—. Me gusta pasear por el jardín.

El gobernador se volvió hacia la ventana, ocultando su enojo. Mezquino y vengativo, Rufino Tácito era extremadamente celoso de su atractiva y joven esposa, habiéndose sabido que había castigado cruelmente a un soldado por el mero hecho de mirarla con una expresión que se acercaba a la familiaridad.

Con respecto a Marcela, Rufino no solo era celoso; secretamente, la temía, dado que era de cuna más elevada, con unas relaciones familiares que eran en gran medida responsables del éxito de su carrera diplomática. Parte de su resentimiento por estar en Éfeso se dirigía contra ella, pero se contenía, pues necesitaba el apoyo de su familia para poder esperar siquiera el regreso a Roma.

Marcela tenía cerca de treinta años, por lo que también era casi treinta años más joven que Rufino. Su matrimonio había sido concertado por sus padres, como la mayoría de los matrimonios, y, aunque él supiera que ella no lo habría escogido por su propia voluntad, tenía que admitir que trataba de ser una buena esposa. Dificultaba la tarea su larvado descontento que a menudo desembocaba en furia y violencia.

—Allí —dijo Marcela, retrasándose un poco para admirar el arreglo floral—. Eso iluminará la sala para ti.

Rufino miró las flores, pero no dijo nada; después, se volvió a mirar el puerto y los barcos.

—Te dejo con tus pensamientos —dijo Marcela.

El esperó a que el sonido de sus pasos se desvaneciera por el corredor. Después, se apartó de la ventana y tomó un trago de vino de la copa que tenía en la mano. Escupió el vino en la copa, la arrojó contra la pared y gritó:

—¡Tuco!

—Sí, excelencia —replicó su sirviente principal, entrando en la sala.

—Dame un vino que se pueda beber, no ese vinagre asqueroso.

—Sí, excelencia —Tuco se inclinó en servil reverencia.

—¡Y limpia eso! —ordenó Rufino.

Tuco dio unas palmadas y otros dos sirvientes se apresuraron a limpiar la mancha. El salió de la sala y volvió poco después con una nueva copa de vino, la levantó con cautela y dio un paso atrás a la espera de la respuesta del gobernador.

Rufino bebió un sorbo, pero no reaccionó en absoluto. Fue casi como si su arrebato no hubiese existido. Señaló un barco que estaba zarpando.

—Estará en Roma en unos días —dijo—, mientras yo estoy aquí atrapado en este lugar abandonado por los dioses.

—Pero, excelencia, este lugar es magnífico —dijo Tuco—. Y vuestra excelencia ocupa un puesto de máxima responsabilidad. Todo el mundo os respeta en Éfeso por vuestra sabiduría y valor.

—Me respetan, cierto —admitió Rufino—. No hay muchos capaces de gobernar a estas gentes atrasadas tan bien como yo.

—No conozco a nadie capaz de tal cosa —declaró el sirviente.

—Tuco, ¿has oído hablar de esa nueva religión, de esos judíos que adoran a un hombre que fue crucificado hace algunos años?

—Sí, pero no son solo judíos. Aquí, en Éfeso, hay bastantes gentiles entre ellos. Algunos se llaman a sí mismos cristianos.

—¿Qué significa eso?

—El hombre que fue crucificado era llamado Jesús, el Cristo.

—Cristianos, ¿no? —Rufino tomó otro sorbo de vino—. ¿Eres cristiano, Tuco?

—No, por supuesto —respondió Tuco enfáticamente—. Excelencia, ¿por qué está tan interesado por esa religión?

—Porque uno de nuestros soldados está enamorado de este extraño culto y pretende dejar el servicio. Y no es un soldado cualquiera, sino un oficial de mi guardia.

—¿Se refiere a Marco? —preguntó Tuco.

Rufino lo miró sorprendido.

—¿Lo sabes?

Tuco asintió.

—Marco ha estado hablando de Jesús a otros soldados y animándolos a que escuchen a los dirigentes cristianos de Efe— so: Pablo de Tarso y un tal Dimas.

Pellizcándose el caballete de la nariz, Rufino negó con la cabeza.

—Es peor de lo que creía. Llama al comandante de la guardia.

Tuco salió y Rufino volvió a la ventana. El barco con destino a Roma estaba ya lejos, por lo que casi no se veía.

Unos minutos más tarde, retumbaron unas fuertes pisadas en las baldosas y una voz dijo:

—Gobernador Tácito.

Cuando Rufino se dio la vuelta, el legatus o comandante de legión, saludó, llevándose el puño al pecho. Rufino devolvió el saludo con una caprichosa elevación de su copa mientras preguntaba:

—Legatus Casco, ¿sabías que el centurión Marco Antonio ha solicitado la baja?

El oficial de cabellos plateados parecía un poco incómodo.

—Sí, me ha hablado de ello.

—¿Qué te ha dicho?

—Creo que se ha enamorado de una mujer efesia —dijo Casco—. Le aconsejé a ese respecto. Le dije que todos los soldados destinados en tierras extranjeras tienen relaciones amorosas, pero no debe de estar pensando en eso —el legatus se rió—.

«Acuéstate con ella, comparte una casa con ella, si tienes que hacerlo, pero no hace falta que te licencies por eso», le dije.

—Eres un idiota —le espetó Rufino.

Un ramalazo de ira y después de dolor reemplazó la sonrisa del oficial.

—¿Perdón, Gobernador? —dijo.

—Su petición de licenciamiento no tiene nada que ver con una mujer. Se ha unido a esa nueva religión.

—¿Se refiere a la religión que están predicando esos dos judíos?

—¿Conoces a ese tal Pablo y a…? —trató de recordar el otro nombre.

—Dimas —dijo Casco—. Sí los conozco.

—¿Y qué estás haciendo al respecto?

—He enviado a unos hombres para que escuchen sus enseñanzas y me informen acerca de si dicen algo que pueda interpretarse como traición.

—¿Has enviado a espías?

—Sí, excelencia.

—Déjame adivinar, Casco. ¿Uno de esos espías podría haber sido Marco Antonio?

Casco permaneció callado un momento; después asintió.

—¿Y no sabías que esa gente lo estaba captando, que se ha convertido en uno de ellos?

Casco se encogió de hombros.

—Excelencia, por lo que a mí se refería, era simplemente otra religión. Hay muchas religiones. No veía nada malo en ello.

—No es solo otra religión —dijo Rufino bruscamente—. Es una muy peligrosa. Y ahora Marco está predicando esta nueva religión a sus compañeros. ¿Qué ocurriría si hubiese más que se hicieran cristianos y causaran baja? ¿Tendríamos que quedarnos aquí indefensos?

—No, excelencia.

—Así lo espero —dijo Rufino, e hizo con la mano un movimiento de despedida—. Ve y tráeme a Marco Antonio.

—Inmediatamente —Casco se llevó de nuevo el puño al pecho.

* * *

—Gobernador —anunció el legatus Casco—, el centurión Marco Antonio está afuera.

—Mándalo llamar.

Casco se volvió hacia la puerta, pero Rufino lo llamó.

—No, no lo llames. Tráelo custodiado.

Rufino atravesó la sala y se sentó en su sede oficial. Unos momentos después, Marco Antonio entró y saludó, escoltado por un soldado a cada lado. Marco era un poco más alto que el romano medio, tenía pelo negro rizado, ojos azules y era musculoso.

Rufino no devolvió el saludo y comenzó inmediatamente el interrogatorio.

—Centurión, me han informado de que has abrazado la religión de ese falso profeta, Jesús.

—No creo que Jesús sea un falso profeta, excelencia —replicó Marco.

—¡Oh!, ¿y qué crees que es?

—Es el Hijo de Dios.

Rufino estalló en una carcajada.

—¿Qué dios, Júpiter, Marte? Quizá fuese el hijo de la diosa efesia Diana.

—El Hijo del único Dios verdadero.

—¿Un dios? ¿Cómo puede haber solo un dios? ¿Qué me dices de los dioses de Roma?

—Creo que esos dioses son falsos —declaró Marco.

La cabeza de Rufino empezó a palpitar y su rostro enrojeció de ira.

—¿Falsos? —gritó tanto que salpicó de saliva el rostro de Marco—. ¡Eres un blasfemo! —volviéndose, llamó—: ¡Legatus Casco!

—Sí, gobernador —dijo Casco, entrando rápidamente en la sala.

Rufino señaló al centurión.

—Aherroja a este hombre y prepara un tribunal. Pretendo juzgarlo por traición contra el estado —se volvió y lanzó una mirada de ira al preso—. Después lo ejecutaré.