Capítulo 37

El padre Michael Flannery miraba con asombrada incredulidad al hombre que acababa de profesarle un amor de padre.

—¿Usted, padre? —musitó, negando con la cabeza—. Usted, de entre todas las personas, ¿forma parte de esto… del asesinato del profesor Mazar y de aquellos policías israelíes?

—Nosotros no planeamos eso —replicó el P. Sean Wes— ter—. Solo pedimos que recuperaran el manuscrito. El pecado de asesinato recae sobre ellos, no sobre nosotros.

—Pero, sin duda, sabían que ocurriría. ¿Palestinos, ejecutando un asalto en Israel?

—No podíamos hacer nada —dijo Wester—. A veces, hay que emprender acciones contundentes en aras de un bien mayor.

—¿Y cuál es el bien mayor, robar un evangelio de nuestro Señor para negárselo al mundo? ¿Usted, Sean, un hombre que ama el saber? ¿No se da cuenta de que este documento, si se autentica, puede llevar a Cristo a muchos millones de personas más?

—El mayor bien es proteger a la Madre Iglesia de judíos, musulmanes, científicos, humanistas, periodistas, políticos y críticos… incluso de los llamados evangélicos, que deforman y pervierten las enseñanzas de la única Iglesia auténtica.

—No ataque a los evangélicos por su celo al adorar al Señor —dijo Flannery—. Al contrario, tenemos que felicitarnos por poder contarlos como hermanas y hermanos nuestros en Cristo. Y recuerde también que nuestro Señor mismo era judío.

—Ha llegado el momento, Michael, chico —declaró Wester—. ¿De qué parte estás, con la Santa Iglesia Católica Romana y Via Dei, un instrumento para su protección, creado y ordenado por el mismo Jesucristo, o con los enemigos de la Iglesia?

Flannery movió la cabeza.

—No me considero enemigo de la Iglesia.

—Entonces, ¿nos conducirás hasta lo que en justicia es nuestro, el sagrado manuscrito de Dimas bar-Dimas?

—No sé dónde está.

—Estás mintiendo, padre Flannery —dijo el líder del tribunal oculto tras la máscara—. Has formado parte de su equipo desde el primer momento. Has visto el manuscrito; lo has tocado, olido, leído. ¿No ves?… Tú has conseguido ya algo que generaciones de miembros de nuestra organización no han podido realizar. Por eso te consideramos digno de ingresar en el nivel más profundo de Via Dei.

—Sí, he hecho todas esas cosas —admitió Flannery—. Pero el manuscrito sigue siendo propiedad de los israelíes. Después de nuestra inspección inicial, solo hemos tenido acceso a fotocopias. El manuscrito ha sido guardado en una cámara acorazada con la urna y, si no estaba allí cuando sus agentes asaltaron el laboratorio, no tengo ni idea de dónde pueda estar ahora. O quizá esos compañeros de cama de ustedes lo encontraran pero no se lo hayan entregado.

—Dime, Michael —dijo Wester. Puso las palmas de las manos sobre la mesa y se inclinó hacia Flannery—, y es la verdad lo que quiero y espero de un viejo amigo. Si supieras dónde está el manuscrito, y entiendo que no lo sabes, pero si lo supieses, ¿estarías dispuesto a decírnoslo?

—De ninguna manera —respondió Flannery con rotundidad.

Wester se arrellanó en su sillón; sus ojos manifestaban una pena y un pesar intensos.

—Me lo temía —miró a los otros dos—. Hemos hecho lo que hemos podido. No conseguiremos más del padre Flannery.

El hombre que estaba en el medio se quitó entonces la máscara, confirmando que era el P. Antonio Sangremano, primer secretario del subprefecto de la Prefettura dei Sacri Palazzi Apostolici, un poderoso hombre del Vaticano conocido por sembrar de citas su expresión hablada.

El tercer inquisidor también se quitó su máscara y Flannery lo reconoció como Boyd Kern, un jurista estadounidense que prestaba servicio como letrado del Inquisidor del Tribunal de la Prefectura. Como Sangremano, Kern tenía una posición muy elevada en la jerarquía de la Iglesia.

Mientras Flannery dirigía la mirada de un hombre a otro, se dio cuenta de repente de que, indudablemente, era el único individuo no perteneciente a Via Dei que podía identificar a estos tres hombres como miembros clave de una organización que, durante dos mil años, había llegado muy lejos para guardar su secreto.

—De aquí no voy a salir vivo, ¿no? —dijo Flannery sin el menor indicio de miedo ni de súplica en su voz. En cambio, demostró una tranquila aceptación de su suerte.

—Lo siento, Michael —replicó el padre Wester.

—Dígame una cosa. Hasta qué nivel llega esto… en el Vaticano, me refiero.

—¿El Vaticano? —preguntó Wester, momentáneamente confuso—. ¿Crees que todo esto depende del Vaticano? No comprendes Via Dei… evidentemente no. El Vaticano no es más que un aparato completamente secundario. Un medio. Via Dei es el fin, el alfa y la omega.

—Dígame, Sean, ¿es usted el que me va a matar?

—El padre Wester ya está sometido a bastante tensión. —Intervino Sangremano—. No aumente esa tensión suplicando por su vida.

—No tengo la menor intención de hacerlo —declaró Flannery.

—Ese es su mérito y confirma por qué sería una valiosa adquisición para Via Dei. Esta es su última oportunidad. ¿Va a ayudarnos?

—«Lo que vas a hacer, hazlo enseguida» —dijo Flannery, utilizando las palabras que Jesús había pronunciado al mandar a Judas que lo entregara a la muerte.

Sangremano levantó la mano, extendió el pulgar y otros dos dedos y trazó una cruz en el aire.

—In Nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen —entonó—. Que Dios se apiade de tu alma.

Se volvió hacia la puerta que llevaba al pasillo de entrada y dio tres palmadas. En respuesta, se oyó una sola palmada, más nítida y más fuerte.

Sangremano dio otra palmada y gritó:

—¡Entre!

Le respondió una ráfaga de detonaciones y, en esta ocasión, Flannery se dio cuenta de que no eran palmadas, sino el inconfundible sonido de disparos y el eco producido por las catacumbas. Volvió la mirada a Sangremano y, al ver la expresión de sorpresa e inquietud, supo que eso no lo esperaba.

—¡Padre Flannery! ¡Agáchese! —era la voz de una mujer procedente de fuera de la cámara.

Con la elasticidad atlética que le había hecho un buen corredor en su juventud, Flannery se tiró de la silla y rodó detrás del osario de Schlom-zion. Una bala rebotó en la pared y alcanzó detrás de donde estaba y se giró para ver que Sangre— mano había sacado un revólver debajo de su túnica y estaba blandiéndolo como un loco. Flannery se agachó para evitar otro tiro; después vio que el padre Wester había saltado frente a Sangremano y luchaba con él para hacerse con el arma. Hubo una detonación sorda y el cuerpo de Wester se sacudió, cayendo hacia atrás. Se desplomó, mientras sus manos sin vida soltaban el brazo del otro hombre.

Alguien apareció en la puerta y Sangremano disparó, obligando a la persona a echarse atrás. La bala siguiente fue directa al pecho de Boyd Kern y, mientras una mancha rojo carmesí se extendía por la parte delantera de sus vestiduras blancas como la nieve, caía sobre sus rodillas, sus labios marcaban en silencio las palabras ¿Por qué?, al tiempo que caía boca abajo sobre el suelo de piedra, con un brazo señalando a su asesino. Pero Sangremano ya se había escapado, tras arrebatar una antorcha de la pared y desaparecer por un pequeño pasadizo al fondo de la estancia.

Los disparos continuaron durante unos segundos más; después, se produjo un silencio inquietante que parecía sonar en los oídos de Flannery mientras salía de detrás del osario y veía las sombras deformadas, producidas por las antorchas, de alguien que entraba en la cámara. Comprendiendo que podía tratarse de uno de los hombres contratados por Sangremano, adoptó una postura fetal para quedar fuera de su vista.

—¿Padre Flannery? ¿Está usted ahí?

Era la misma voz que le había avisado antes y Flannery miró asomándose tras el sepulcro de piedra, para ver a Sarah Arad que entraba en la sala, con los brazos extendidos, pistola en mano. Al ver los dos cuerpos, Sarah se movió con cautela hacia ellos.

—Están muertos —dijo Flannery, poniéndose en pie.

Reaccionando rápidamente, Sarah apuntó la pistola hacia él.

—¡Soy yo! —gritó Flannery, levantando las manos.

Con una sonrisa nerviosa, bajó el arma.

—¿Hay alguien más?

—Otro, pero escapó por ahí —Flannery señaló hacia el fondo de la estancia.

Antorcha en mano, Sarah se inclinó hacia la abertura de la pared. Desapareció un minuto antes de volver.

—Ha escapado. Ese pasadizo pasa bajo la ciudad y tiene cien o más salidas —se encaminó a la puerta de entrada y dijo en el pasillo—: ¡Preston, vía libre!

Un momento después, Preston Lewkis entraba en la cámara. También llevaba un arma, un subfusil AK-47.

—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó Sarah.

—De uno de los guardias —replicó; después corrió hacia su amigo—. Michael, ¿estás bien?

—Sí, sí —dijo Flannery; después preguntó a Sarah—: ¿Dónde está la policía?

—Yo soy la policía —dijo Sarah.

—¿Tú sola? Parecía que hubiese todo un destacamento ahí fuera.

—Créelo, Michael —dijo Preston—. Sarah es soldado, arqueóloga, y agente secreta, todo en una.

Un poco violenta y con ganas de cambiar de tema, Sarah dijo:

—Padre Flannery, había cuatro guardias palestinos, dos fuera de las catacumbas y dos en el pasillo de entrada. ¿Sabe si había más, además de estos dos y el que dice que ha escapado?

—Estos hombres no son palestinos —replicó Flannery, señalando los dos cuerpos.

—Y no estoy muy seguro con respecto a esos guardias —dijo Preston.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Sarah.

—Cuando le estaba cogiendo esta arma, me fijé en el aspecto del sujeto. Parece europeo, mediterráneo quizá, y llevaba el mismo anillo que aparecía en la foto.

—¿Qué anillo? —preguntó Flannery.

Sarah miró a los dos hombres muertos.

—Son del Vaticano, ¿no? —preguntó, y Flannery asintió—. Algunos de los otros llevaban un anillo que lleva el sello del Vaticano. Puede que quisieran hacernos creer que eran palestinos, pero dudo que lo fuera ninguno de ellos.

Preston se acercó a la mesa y pasó la mano por el símbolo bordado en el mantel.

—Es como el del manuscrito.

—No exactamente —dijo Sarah, acercándose a examinarlo—. Este está rematado con un círculo, como un anj. El símbolo de Dimas tiene una luna en creciente con las puntas hacia arriba.

—Así es —dijo Flannery—. Este es el símbolo de Via Dei, un grupo muy secreto, muy peligroso, dentro de la Iglesia Católica, aunque ellos no están exactamente en la Iglesia.

—Sí, Via Dei —replicó Preston—. Tú los mencionaste cuando viste por primera vez el manuscrito. Pensé que eran de la Edad Media. ¿Todavía existen?

—Aparentemente sí. Ellos se presentan como protectores de la cristiandad y de la Iglesia, pero sus excesos de celo los ha llevado a entrar en colisión con los principios de la Iglesia y fueron excomulgados hace más de cien años. Ahora, se mueven en un secreto aún mayor y, entre ellos, hay varios pesos pesados del Vaticano —señaló los dos cuerpos.

—¿Qué estaban haciendo aquí? —preguntó Sarah—. ¿Y qué querían de usted?

—Estaban tratando de conseguir el manuscrito de Di— mas, que creen que en derecho les pertenece.

—Entonces, el símbolo del manuscrito está relacionado con este, ¿no?

—Ellos creen que sí —le dijo Flannery—. Pero su símbolo, como su organización, es una perversión de la verdad.

—¿Y cuál es la verdad? —preguntó Preston.

—Eso, amigo mío, es lo que he estado tratando de descubrir.

—¿Sabe quiénes son? —preguntó Sarah, señalando a los muertos.

Flannery no estaba seguro de si debía revelar todo lo que sabía, pero tenía claro que no debía interferirse en una investigación de asesinato.

—Sí, conocía a los tres, especialmente al padre Sean Wester —se arrodilló al lado del cuerpo del archivero del Vaticano y rezó por su antiguo amigo.

—Puede hablarnos de ellos mientras regresamos a la ciudad —dijo Sarah cuando Flannery terminó su oración.

El sacerdote se levantó.

—Me habéis salvado la vida, ¿sabéis? Acababan de ordenar mi muerte cuando llegasteis.

—Esa es nuestra Sarah —dijo Preston—. Como todos los buenos rescatadores, ha llegado en el momento preciso. Solo ha faltado el clarín tocando «A la carga».

Flannery se rió y se percató de lo que podía dar de sí una nota de humor, dadas las circunstancias.

—Sí, he visto esas películas americanas con John Wayne y la Caballería de Estados Unidos, pero dime, Preston, ¿cómo me encontrasteis?

Preston iba a responder, pero Sarah lo cortó, diciendo:

—Primero, responda a esto: usted fue secuestrado cerca de Ein Gedi, ¿no es así?

—¿Cómo lo ha sabido?

—Lo seguí por satélite y nadie hubiera seguido voluntariamente la ruta que lo trajo aquí.

—¿Satélite? ¿Cómo es eso?

—No debería revelar esto, pero supongo que tiene derecho a saberlo. Usted todavía tiene la tarjeta de identificación de seguridad que le dio Preston durante su primera visita a Masada, ¿no?

—La tengo en el bolsillo.

—Lleva un microchip —declaro ella—. No solo permite que nuestros escáneres y el personal de seguridad lo identifiquen, sino que podemos seguirlo por los satélites del GPS.

—¿Supieron dónde estaba en todo momento?

—No se preocupe… no es algo que compruebe normalmente y se requiere un permiso especial de acceso, pero, cuando nos dimos cuenta de que faltaba usted, pude seguir sus movimientos durante varias horas, hasta que se perdió la pista no lejos de aquí.

¿Se perdió? —sacó la tarjeta del bolsillo y la mostró—. Pero todavía la llevo.

—El satélite no puede seguirla aquí abajo, en las catacumbas. Lo seguimos hasta la entrada y eso fue suficiente para imaginarnos dónde estaba.

—Asombroso —dijo Flannery mirando con más atención la tarjeta de identificación—. Verdaderamente asombroso.

Preston sonrió.

—Sí. Puedes decir que, allí arriba, alguien velaba por ti.