16
Salieron disparados del campo, y los primeros minutos fueron terribles. Luego:
– ¿Dónde estamos?
En torno de ellos relucían constelaciones desconocidas, y el silencio era tan enorme que su propia respiración resultaba estruendosa y áspera a sus oídos.
– No lo sé – gruñó Lewis -. Y me tiene sin cuidado. Déjame dormir, ¿quieres?
Cruzó vacilante la angosta cabina y se dejó caer en una litera, temblando miserablemente. Corinth lo estuvo observando un momento a través del borrón que era su propia visión, y luego se volvió hacia las estrellas.
«Es ridículo – se dijo enérgicamente -. Estás libre otra vez. Posees el uso pleno de tu cerebro una vez más. Pues úsalo»
Su cuerpo se estremeció de dolor. La vida humana no estaba hecha para cambios como ese. Un repentino retorno a la antigua oscuridad, días aletargados que se anudaron en semanas, en tanto que la nave se lanzaba por sí sola, sin control, hacia fuera, y luego, en el instante de emerger en el espacio claro, el sistema nervioso trabajando a plena intensidad…, eso debiera haberles matado.
«Pasará, pasará. Pero entre tanto la nave estaba aún alejándose. La Tierra iba quedando más lejos cada segundo de vuelo. Detenedla!»
Se sentó cogiéndose a los brazos del sillón, luchando contra las arcadas.
«Calma – se dijo -; lentitud, frenar el corazón veloz, relajar los músculos que tiran de sus huesos, mantener el fuego de la vida y hacer que se alce, creciendo poco a poco.»
Pensó en Sheila, que le estaba esperando, y esa imagen fue algo tranquilizador dentro de aquel universo en torbellino. Gradualmente sentía que la fuerza se iba expandiendo como él deseaba. Fue una batalla a conciencia contener los intentos espasmódicos de los pulmones; pero cuando esto fue conseguido, el corazón pareció ir más despacio también. Pasaron las arcadas, cesaron los temblores y la vista se aclaró, y Pete Corinth quedó plenamente consciente de sí mismo.
Se puso en pie, oliendo el vaho acre del vómito en la cabina, y accionó una máquina que limpió el sitio. Mirando hacia fuera por las pantallas de visión se absorbió en la imagen del firmamento. La nave debía de haber cambiado muchas veces de velocidad y de dirección en su ciega carrera por el espacio; y podían hallarse en cualquier parte de esta rama de la galaxia, pero…
Sí, eran las Nubes de Magallanes, espectros contra la noche, y aquel agujero de negrura debía de ser el Saco de Carbón, y luego la gran nebulosa de Andrómeda; el sol debía de encontrarse aproximadamente en esa dirección. Unas tres semanas de viaje al máximo de su seudovelocidad; luego, naturalmente, tendrían que lanzarse a través de la región local para encontrar aquel ordinario enano amarillento que era el sol de los humanos. A esta tarea de orientación habría que concederle unos pocos días o hasta un par de semanas. Si no era un mes.
Pero no podía evitarse, por muy impaciente que estuviera. Las emociones eran en principio un estado psicofisiológico y tenía, como tal, que ser controlable. Corinth quería alejar de sí la cólera y el dolor, deseaba calma y resolución. Fue hacia los controles y resolvió los problemas matemáticos lo mejor que pudo, con los datos insuficientes de que disponía. Unos pocos y rápidos movimientos de sus manos hicieron que la nave se detuviera, girara y se lanzara hacia el sol.
Lewis estaba inconsciente y Corinth no le despertó. Que durmiera el sueño producido por el shock de readaptación. De todos modos, el físico deseaba un poco de soledad para pensar.
Recordó las terribles semanas pasadas. Desde que estuvieron allí ambos hasta que la Tierra salió del campo, sus vidas les habían parecido un sueño. Apenas les era posible imaginar lo que habían estado haciendo; no podían pensar ni sentir como ellos mismos lo habían hecho. Las cadenas de razonamientos que hicieron posible la reorganización del mundo y la construcción del navío en el espacio de unos meses eran demasiado sutiles y complejos para ser seguidos por el hombre animal. Al cabo de un rato su conversación y su planear desesperado se habían desvanecido en la apatía del desaliento y esperaron aturdidos el cambio que les liberaría o que les aniquilaría.
«Bueno – pensó Corinth en el lindero de su mente, que estaba ocupada con una docena de cosas al mismo tiempo -, tal y como ha ocurrido, nos hemos liberado.»
Quedó mirando el estupendo esplendor del firmamento, y al percatarse de que iba de regreso, hallándose bueno y a salvo, sintió dentro de él un latido de contento. Pero la nueva serenidad que había encontrado le cubría como una armadura. El podría quitársela en el momento apropiado y lo haría, pero el hecho de que fuera posible aquello resultaba abrumador.
Debiera haber previsto que eso ocurriría. Indudablemente, muchos en la Tierra lo habían descubierto por ellos mismos, con comunicaciones aún fragmentarias, aun cuando no habían sido capaces de difundirlo con palabras. La historia del hombre en cierto modo había representado una lucha interminable entre el instinto y la inteligencia, entre el involuntario ritmo orgánico y las normas de conciencia creadas por uno mismo. Allí, pues, estaba el triunfo final de la mente.
Para él aquello había llegado de improviso, pues el shock, al reemerger a una plena actividad neural, precipitó el cambio que había estado latente en él. Sin embargo, este cambio llegaría pronto para toda la humanidad normal. Gradualmente, continuadamente, acaso, pero pronto.
El cambio que eso traería en la naturaleza humana y la sociedad estaba más allá de su imaginación. El hombre tendría aún motivaciones, desearía aún hacer cosas, pero podría seleccionar sus propios deseos, conscientemente. Su personalidad podría ser autoajustada a los requerimientos, intelectualmente ideados de su situación. No sería un robot, no, pero no se parecía a lo que había sido en el pasado. A medida que la nueva técnica fuera plenamente elaborada, las enfermedades psicosomáticas desaparecerían y hasta los trastornos orgánicos podrían ser controlados en alto grado por la voluntad; ya no habría sufrimiento. Cada cual sabría de medicina lo suficiente para cuidar de los otros, y ya no existirían médicos.
Por consiguiente…, ¿no se moriría?
Es probable que sí. El hombre sería aún una cosa finita. Ahora mismo él tenía sus limitaciones naturales, fueran estas las que fueran. Un hombre verdaderamente inmortal quedaría finalmente asfixiado bajo el peso de sus propias experiencias y las potencialidades de su sistema nervioso acabarían exhaustas.
No obstante, el espacio de vida de un hombre llegaría a varios siglos, y el espectro de la edad, el lento desintegramiento de la senilidad, sería abolido.
El hombre proteico…, el hombre intelectual… infinito.
La estrella no era muy diferente del sol; un poco mayor, un poco más rojiza, pero tenía planetas, y uno de ellos era semejante a la Tierra. Corinth lanzó la nave a chapuzarse en la atmósfera del lado de la noche.
Los detectores barrieron la zona. No había radiación más allá del cómputo normal, lo cual quería decir que no había energía atómica. Pero existían ciudades en las cuales los edificios brillaban con fría luminosidad, y había máquinas y radiocomunicaciones de amplitud mundial. La nave registró las voces que hablaban a través de la noche; posteriormente el lenguaje podría ser analizado.
Los nativos, vistos y fotografiados en una fracción de segundo, cuando la nave silenciosamente pasó sobre ellos, eran de tipo humanoide, bípedos mamíferos, aun cuando tenían piel verdosa y seis dedos en una mano y cabezas enteramente inhumanas. Hacinados en sus ciudades, se parecían, casi patéticamente, a las multitudes del antiguo Nueva York. La forma era extraña, pero la vida en sí y sus humildes deseos eran los mismos.
Inteligencia, otra estirpe mental; pero el hombre no estaba solo en la magnitud del espacio-tiempo, antaño eso hubiera señalado una época. Aquello meramente confirmaba una hipótesis. Corinth quería bastante a las criaturas de ahí abajo y les deseaba lo mejor; pero eran solo otra especie de la fauna local; animales.
– Parecen ser mucho más sensibles de lo que nosotros éramos en los tiempos pasados – dijo Lewis, mientras la nave giraba en espiral sobre el Continente -. No veo ninguna demostración de guerra o preparativos; acaso ellos la han superado aun antes de lograr la tecnología mecánica.
– O puede que sea un estado universal de amplitud planetaria – repuso Corinth -. Una nación que al fin venció a las otras y las absorbió. Tendremos que estudiar un poco este sitio para averiguarlo, pero yo, por esta vez, no me detendré a hacerlo.
Lewis se encogió de hombros.
– Diría que estás justificado al obrar así. Vámonos, pues. Un paso rápido por el lado diurno y lo dejaremos.
Pese al dominio de sí mismo que había estado acrecentándose en él, Corinth debía luchar contra un arrebato de impaciencia. Lewis tenía razón en su insistencia de que investigasen al menos las estrellas que yacían cerca de su camino de regreso. No originaría la muerte a nadie en la Tierra el esperar unas semanas más su vuelta, y la información valdría la pena.
Pocas horas después de penetrar en la atmósfera, el Sheila volvió a abandonarla y viró a estribor. El planeta quedó rápidamente tras el casco del navío, el sol se achicó y se perdió y todo el mundo viviente – evolución, edades históricas, luchas, gloria, perdición, sueños, odios y temores, esperanzas, amor y anhelo, todas las muchas existencias en diversos planos de mil millones de seres sensibles – fue engullido por la negrura.
Corinth, mirando hacia afuera, dejó que un temblor de desaliento le recorriera libremente. El cosmos era demasiado grande. No importaba la rapidez con que los hombres volaran por él; no importaba lo lejos que alcanzaran a llegar en las edades por venir y lo duramente que trabajaran; no serían más que un breve destello en un rincón olvidado del gran silencio. La sola mota de polvo de una galaxia era tan inconcebiblemente gigantesca, que hasta entonces su mente no podía abarcarla con su conocimiento; no podría ser conocida plenamente ni en un millón de años; y más allá de ella, y aún más allá, yacían brillantes islas de estrellas alejadas hasta donde no alcanzaba la imaginación. Que el hombre llegara hasta donde el cosmos mismo terminase; no lograría nada contra su indiferente inmensidad.
Era una sabiduría sana, aportadora de una modestia que a la frialdad de su nueva mente le faltaba. Y estaba bien saber que habría siempre una frontera y una incitación; la comprensión de esa indiferente grandeza aproximaría a los hombres entre sí; buscarían consuelo unos con otros, y podía hacerles más bondadosos con todo lo viviente.
Lewis habló lentamente en el silencio de la nave:
– Con este son diecinueve planetas los que hemos visitado, y catorce de ellos con vida inteligente.
Corinth recordó lo que había visto: las montañas, océanos y florestas de mundos enteros; la vida que florecía esplendorosa o luchaba solo por sobrevivir y la sensibilidad que había surgido para guiar la ciega naturaleza. Había visto una fantástica variedad de formas y civilizaciones. Bárbaros saltarines aullando en sus cenagales; una raza frágil y amable, gris como el plomo espolvoreado de plata, que cultivaba grandes flores por alguna razón simbólica desconocida; un mundo humeante en llamas con la furia de las naciones encerradas en una pugna atómica mortal, derribando toda su cultura en una histeria de odio voluptuosa; seres con forma de centauros, que volaban entre los planetas de su propio sol y que soñaban con llegar a las estrellas; los monstruos que respiraban hidrógeno en un gigantesco planeta, frígido y ponzoñoso; y que habían evolucionado en tres especies separadas; tan vasta era la distancia entre ellas; la civilización mundial de bípedos que parecían casi humanos y que se había tornado tan compleja e inflexiblemente organizada que la individualidad se perdía y la conciencia misma amenguaba hacia la extinción, cuando rutinas de hormiguero ocupaban el lugar del pensamiento; una pequeña raza con trompa que había desarrollado plantas especializadas con las que atendían a todas sus necesidades mediante la succión y que vivían en un paraíso tropical de ociosidad; una nación de las muchas en un mundo circular, que había desdeñado la riqueza y el poder como finalidades y se entregaban apasionadamente a una vida artística. Ah, habían sido muchos y tan extraños, que no podía imaginarse la diversidad con que el universo había evolucionado, pero ahora Corinth podía ver las muestras.
Lewis lo expresó así:
– Algunas de estas razas eran más antiguas que la nuestra, estoy seguro. Y, sin embargo, Pete, ninguna de ellas es apreciablemente más inteligente que lo era el hombre antes del cambio. ¿Comprendes lo que eso indica?
– Bien; diecinueve planetas… y las estrellas de esta galaxia solo alcanzan un número de orden de cien billones, y la teoría dice que la mayor parte de ellos tienen planetas. ¿Qué clase de muestra puede ser esta?
– Sírvete de tu cabeza, amigo. Puede apostarse sobre seguro que bajo las condiciones normales de evolución una raza solo puede llegar a un máximo de inteligencia y luego se detiene. Ninguna de esas estrellas ha estado en el campo inhibidor, ¿comprendes?
– Eso encaja y hace que tenga sentido. El hombre moderno no es esencialmente diferente del primitivo homo sapiens. La capacidad básica de una especie inteligente reside en adaptar su contorno para cubrir sus necesidades, más bien que en adaptarse ella misma a su contorno. Así es. En efecto, la raza pensante puede mantener condiciones bastante constantes. Esto es tan verdad para un esquimal en su igloo, como lo es para un neoyorkino en su apartamento aire acondicionado; pero la tecnología mecánica, una vez que la raza da con ella, hace que los contornos físicos sean aún más constantes. La agricultura y la medicina estabilizan el contorno biológico. En resumen, una vez que una raza llega a la inteligencia primeramente representada por un promedio de un I.Q. de cien, digamos, a ciento cincuenta, ya no necesita ser más inteligente.
Corinth asintió.
– Con el tiempo los sustitutos del cerebro se habrán desarrollado también, para manejar problemas que la mente sin medios auxiliares no podría tratar – dijo -. Calculadoras, por ejemplo; aunque la escritura tiene, en realidad, el mismo principio. Comprendo lo que quieres decir, desde luego.
– Hay más que esto – añadió Lewis -. La estructura física del sistema nervioso impone limitaciones, como sabes bien. Un cerebro puede llegar a ser tan grande que los caminos neurales se hagan incontrolablemente largos. Elaboraré la teoría detallada al regresar, si otro no me ha tomado la delantera.
– La Tierra, naturalmente, es un caso peculiar. La presencia del campo inhibidor hace que la vida terrestre cambie su base bioquímica. Nosotros tenemos también limitaciones estructurales, pero son más amplias gracias a estas diferencias de tipo. Por consiguiente, ahora podemos muy bien ser la raza más inteligente del universo…, en esta galaxia, al menos.
– ¡Hum!, puede que sea así. Naturalmente, había muchas otras estrellas en el campo también.
– Y las hay aún. Pueden entrar en él otras nuevas casi diariamente. ¡Dios mío, cómo compadezco a las razas pensantes de esos planetas! Son rechazadas de nuevo a un nivel de cretinos; una gran cantidad de ellas deberán, simplemente, morir, incapaces de sobrevivir sin su mente. La Tierra ha tenido suerte; se deslizó en el campo antes de que apareciera la inteligencia.
– Pero debe haber muchos planetas en caso análogo – instó Corinth.
– Posiblemente – concedió Lewis -. Puede haber razas que emergieron alcanzando nuestro nivel presente hace millares de años. De ser así, las encontraremos al fin, aunque la galaxia es tan grande que exigirá tiempo. Y todos nos adaptaremos armoniosamente unos a otros – sonrió amargamente -. Al fin y al cabo, la mente puramente lógica es tan proteica, y lo meramente físico se torna tan poco importante para nosotros que, indudablemente, encontraremos seres totalmente semejantes…, parezcan sus cuerpos muy diferentes. ¿Le gustaría hacer pareja con… una araña gigante, por ejemplo?
– No tengo ninguna objeción que oponer – repuso Corinth, encogiéndose de hombros.
– Naturalmente que no. Pero sería divertido encontrarlos. Y ya no estaríamos solos en el universo. – suspiro Lewis -. Sin embargo, Pete, miremos cara a cara esto: Solo una minoría muy pequeña entre todas las especies conscientes que pueda haber en la galaxia ha podido ser tan afortunada como nosotros. Encontraremos una docena de razas parientes o un centenar, pero no un número mayor.
Sus miradas se dirigieron a las estrellas.
– No obstante, puede ser que esa unicidad tenga sus compensaciones. Creo que comienzo a ver una respuesta al problema real; ¿qué van a hacer los hombres supercerebrales con sus facultades? ¿Qué encontrarán digno de su esfuerzo? Todavía me pregunto si no ha habido una razón, llamémosle Dios, para todo esto que ocurre.
Corinth asintió distraído. Estaba inclinado, tenso, hacia delante, atisbando por la pantalla delantera de visión, como si pudiera saltar con la vista a través de los años luz y encontrar al planeta llamado Tierra.