15

La casa se alzaba en Long Island sobre una amplia playa que descendía hacia el mar. Había pertenecido en otro tiempo a una finca y tenía árboles y un alto muro para ocultarla del mundo.

Roger Kearnes hizo que su coche se detuviera bajo el pórtico y se apeó. Temblaba ligeramente y se metió las manos en los bolsillos al sentir que el frío cruel y húmedo le acometía. No había viento ni sombra. Solo la nieve tardía, una densa y tristona nieve que descendía despacio del cielo bajo y se pegaba a los cristales de las ventanas y se derretía en el suelo como si los copos fueran lágrimas. Se preguntó desesperado si volvería alguna vez la primavera.

Bueno. Se rehizo y llamó al timbre de la puerta.

Tenía trabajo que hacer: comprobar el estado de su paciente.

Sheila Corinth le abrió la puerta. Seguía aún delgada, con sus ojos negros y enormes en su pálido rostro infantil; pero ya no temblaba y se había tomado la molestia de peinar su cabello y de arreglarse.

– Hola – dijo él sonriente -. ¿Cómo se encuentra hoy?

– ¡Ah, muy bien! – ella no le miró a los ojos -. ¿Quiere pasar?

Le indicó el camino guiándole por el corredor, cuyo reciente repintado no había conseguido del todo crear el ambiente jovial que Kearnes deseaba. Pero no se puede hacer todo. Sheila podía considerarse dichosa de tener una casa entera para ella y una agradable anciana – una retrasada mental – para ayudarla y hacerle compañía. Todavía significaba mucho tener por marido a un hombre importante.

Entraron en el salón de estar. En el hogar crepitaba el fuego y se veía desde allí la playa y el océano inquieto.

– Siéntese – le invitó Sheila descuidadamente.

Ella se dejó caer en un sillón y quedó inmóvil, con los ojos fijos en la ventana.

Kearnes siguió con su mirada la de ella. ¡Qué agitado estaba el mar! Hasta allí dentro podía oírse cómo gastaba la playa las rocas caídas, trituraba el mundo como si fuera los dientes del tiempo. Era gris y blanquecino hasta los límites de la visión, un caballo de blancas crines que pateaba y galopaba, ¡y qué terriblemente sonoro su relincho!

Conteniendo su mente, que se extraviaba, él abrió la cartera.

– Tengo algunos libros más para usted. Textos psicológicos. Dijo que le interesaban.

– Sí. Gracias – en su voz no había expresión.

– Están ahora terriblemente anticuados – prosiguió -. Pero ellos pueden darle una visión de los principios básicos. Debe ver por sí misma cuál es su contrariedad.

– Creo que lo haré – dijo ella -. Ahora puedo pensar con más claridad. Puedo ver lo imposible que es el universo y lo pequeños que somos – lo miró con gesto de susto en los labios -. Desearía no pensar tan bien.

– Una vez que se haya adueñado de sus propios pensamientos estará contenta de poseer esa facultad – dijo él amablemente.

– Desearía que se pudiera volver al mundo de antes – dijo ella.

– Era un mundo cruel – repuso Kearnes -. Podemos pasarnos muy bien sin él.

Sheila asintió. Apenas si pudo él oírle susurrar:

– ¡Ah!, soldado yaciendo entre la escarcha, hay hielo en tu cabello y oscuridad tras de tus ojos. Allí está la tiniebla – antes de que él tuviera tiempo para fruncir el ceño, preocupado, ella continuó en voz alta -: Pero entonces nosotros amábamos y esperábamos. Existían los pequeños cafés, ¿lo recuerda?, y las gentes reían en el crepúsculo; había música y baile, cerveza y sandwichs de queso a medianoche, barcos de vela, pasteles del día anterior, preocupaciones por los impuestos, nuestras propias bromas, y éramos dos. Pero ahora ¿dónde está Pete?

– Se hallará pronto de vuelta – se apresuró a decir Kearnes. No había para qué recordarle que el barco estelar tardaría todavía dos semanas en regresar -. Está muy bien. Es en usted en quien tenemos que pensar.

– Sí – juntó las cejas con severidad -. Siempre vienen a mí. Las sombras, quiero decir. Palabras que no proceden de ninguna parte. A veces casi tienen sentido.

– ¿Podría repetirlas? – le preguntó.

– No lo sé. Esta casa está en Long Island, larga isla, lánguida isla, isla de la languidez. ¿Dónde está Pete?

El se tranquilizó un poco. Había una asociación más concreta que la manifestada por ella la última vez. ¿Qué había pasado? «Pero cuando lo extremadamente vacío y helado y el tiempo son tan oscuros que la inteligencia es realmente un peso, entonces ¿qué yace debajo?» Quizá se estaba curando a sí misma en la quietud de su alejamiento.

Pero no podía estar seguro. Las cosas habían cambiado mucho. Una mente esquizofrénica se adentraba en parajes donde él no podía seguirla. Las nuevas normas no habían sido trazadas todavía, eso era todo. Pero creyó que Sheila estaba actuando un poco más cuerdamente.

– No me gustaría jugar con ellos, ¿sabe? – dijo ella abruptamente -. Eso es peligroso. Si se los coge de la mano se dejan guiar un rato, pero no se dejan conducir nuevamente de la mano.

– Me alegro de que comprenda eso – dijo él -. Lo que necesita es ejercitar su mente. Piense en ella como en una herramienta o un músculo. Haga los ejercicios que le di sobre el proceso lógico y la semántica en general.

– Los hago – rió entre dientes -. El descubrimiento triunfal de lo evidente.

– Bueno – rió él a su vez -, ya se mantiene suficientemente firme sobre sus pies como para hacer observaciones humorísticas.

– ¡Ah, sí! – quitó un hilito de la tapicería -. Pero ¿dónde está Pete?

El eludió la pregunta y le propuso algunos tests rutinarios de asociación de palabras. Su validez para el diagnóstico fue casi nula; cada vez que él los ensayaba parecía que las palabras tomaban una connotación diferente; pero podía añadir esos parcos resultados a sus datos archivados. Al fin, tenía elementos suficientes para descubrir el diseño que había debajo. Esta nueva técnica de conformación de mapas en n dimensiones parecía prometedora, podría brindar una imagen consistente.

– Tengo que irme – dijo por fin, y le acarició la mano -. Estará perfectamente. Recuerde que si de pronto necesita ayuda, o simplemente compañía, todo cuanto tiene que hacer es llamarme.

Ella no se levantó, sino que quedó viéndole hasta que transpuso la puerta. Luego suspiró. «No le quiero, doctor Fell – pensó -. Se parece a un bulldog que me quiso morder una vez, hace cientos de años. Pero es tan fácil engañarle…»

Le pasó por la cabeza una vieja canción:

Ha muerto y desaparecido, señora; ha muerto y desaparecido.

A su Cabecera, césped de verde hierba; a sus pies, una piedra.

«No – le dijo al otro que cantaba en su cabeza -. Vete»

El mar gruñía y murmuraba y la nieve caía más espesa contra las ventanas. Le pareció como si el mundo se estuviera cerrando sobre ella.

– Pete – susurró -, Pete, amor mío. Te necesito tanto. Vuelve, por favor.