13

La nieve vino pronto aquel año. Una mañana, Brock, al salir de la casa, encontró que todo estaba blanco.

Permaneció por un momento mirando la extensión de los campos, los montes, las praderas y los caminos cubiertos; la acerada claridad auroral del horizonte. Era como si nunca hubiese visto el invierno hasta entonces, los desnudos árboles destacando negros contra el cielo tranquilo, sin vientos; los techos cargados de nieve y las ventanas escarchadas, un cuervo solitario posado, oscuro y desolado, en un frío poste del teléfono. «No había visto esto nunca realmente», pensó.

La nevada había templado el aire, pero el aliento salía vaporoso aún de su nariz y sintió en su rostro el punzar del frío. Palmoteó, con estruendo aterrador en medio de la quietud, e inflando los carrillos, dijo en voz alta:

– Bueno, Joe, parece que nos preparamos para la próxima mitad del año. El último martes de noviembre nevado y no me extrañaría que tuviéramos unas Pascuas de Resurrección con nieve también.

El perro alzó la vista hacia él, comprendiendo buena parte de ello, pero con escasos medios de réplica. Luego el instinto le dominó y salió, jugueteando y ladrando, a despertar la granja con sus ladridos.

Una pequeña y rechoncha figura, tan envuelta en ropa que solo la proporción de los brazos y piernas indicaba que no era un ser humano, salió de la casa, estremeciéndose, y fue rápidamente a situarse al lado del hombre.

– Frío – dijo castañeteando los dientes -. Frío, frío, frío.

– Se ha enfriado, me temo, Mehitabel – dijo Brock, y puso una mano en la cabeza cubierta de piel de la chimpancé.

Seguía temiendo que los monos no pudieran soportar el invierno. Había tratado de hacer por ellos todo cuanto pudo; les hizo ropas y les asignó la mayor parte del trabajo dentro de la casa o en el granero, donde estaba la temperatura templada; pero, aun así, había peligro para ellos, porque sus pulmones eran frágiles.

Deseaba ardientemente que vivieran. A pesar de su veleidad y pereza naturales, habían trabajado heroicamente con él; solo no se hubiera podido preparar para el invierno. Pero, además, eran sus amigos; alguien con quien podía hablar, una vez que un lenguaje chapurrado había empezado a lograrse entre él y ellos. No tenían muchas cosas que decir y su mente saltarina no podía detenerse en ningún tema, pero llenaban su soledad. Bastaba con sentarse a ver sus acrobacias en el gimnasio que les había preparado, para reír. Y la risa, en estos tiempos, se había vuelto una cosa rara.

Era curioso que Mehitabel se hubiera aficionado más a las faenas del corral, en tanto que su compañero, se cuidaba de la cocina y los quehaceres domésticos. Eso no le importaba, porque eran unos auxiliares robustos y listos, hicieran lo que hicieran.

Marchó trabajosamente por el corral, dejando con sus botas una mancha en la virginal blancura, y abrió la puerta del granero. Una oleada de calor animal le llegó al penetrar en la oscuridad, y el fuerte olor era acometedor. Mehitabel venía a buscar heno y maíz para el ganado: quince vacas, dos caballos y la anchurosa forma de Jumbo, el elefante, mientras que Brock se dedicaba a ordeñar.

Lo que quedaba del ganado parecía haber llegado a una apacible aceptación del orden nuevo. Brock se inquietó. Los animales confiaban en él y parecía ser para ellos una especie de dios casero; pero aquel día tendría que violar esa creencia. No tenía que demorarlo más; eso haría que resultara más difícil.

La puerta se abrió chirriando otra vez y WuhWuh entró andando pesadamente, buscó un banquillo de ordeñar y se unió a Brock. No dijo nada, y su trabajo prosiguió mecánicamente. Esto era normal. Brock suponía que WuhWuh iba a ser incapaz de hablar, salvo mediante los inarticulados balbuceos y gruñidos a los cuales debía su nombre.

El imbécil había venido cierto día, hacia unas pocas semanas, andrajoso, sucio y hambriento. Debía de haberse escapado de algún manicomio; era pequeño, nudoso, de espaldas encorvadas y edad incierta. Su cabeza ladeada era fea de ver y en sus ojos había variedad. La inteligencia de WuhWuh había crecido, evidentemente, como la de todos, con el cambio, pero eso no alteraba la circunstancia de ser un deficiente físico y mental.

No había sido especialmente bien recibido. La mayor parte de las grandes tareas de la cosecha estaban ya hechas y había bastantes preocupaciones respecto a las reservas alimenticias para el invierno, para añadir una boca más.

– Lo mataré, jefe – dijo Jimmy, tendiendo la mano hacia el cuchillo.

– No – dijo Brock -. No podemos ser tan crueles.

– Lo haré pronto y fácilmente – observó Jimmy, riendo entre dientes y probando el filo de la hoja en el pulgar extendido; tenía una encantadora simplicidad propia de la jungla.

– No. Todavía no – repuso Brock, sonriendo con aire fatigado.

Estaba siempre cansado y siempre había algo que hacer.

«Somos ovejas descarriadas, y yo parezco haber sido designado como cabeza del rebaño. Todos tenemos que vivir en un mundo que no nos quiere.»

Un momento después añadía:

– También necesitamos cortar mucha leña.

WuhWuh se había adaptado tolerantemente bien, era bastante inofensivo, una vez que Jimmy, probablemente con ayuda de un palo, le hizo perder algunos hábitos indeseables. Y aquel asunto logró hacer que Brock se diera cuenta con renovada fuerza que debía de haber muchos como ellos, luchando por vivir ya que la civilización se había hecho demasiado grande para poder preocuparse de ellos. Finalmente los retrasados mentales, según suponía, se habían reunido de algún modo y habían establecido una comunidad y…

Bueno, ¿por qué no admitirlo? Estaba solo. Algunas veces la sensación de su soledad era tan grande que casi lo incitaba al suicidio. No había nadie de su especie con quien pudiera encontrarse en todo aquel mundo invernal, y no trabajaba para otra cosa que no fuera por su propia e innecesaria supervivencia. Necesitaba a alguien de los suyos.

Terminó de ordeñar y echó fuera a los animales para que hicieran ejercicio. El agua del tanque se había helado por encima, pero Jumbo rompió la delgada costra con la trompa y todos se apretaron para beber. Más tarde, el elefante tendría que ser puesto a la tarea de tomar más agua de la bomba para caso de urgencia y transportarla al tanque. Jumbo ahora estaba bastante peludo. Brock no se había dado cuenta nunca hasta entonces de lo mucho que puede crecerle el pelo a un elefante, cuando ni el roce de andar por la selva ni la lámpara de soplete del propietario humano se lo quitan.

Fue él mismo al pajar que quedaba más allá del redil. Había tenido que construir una empalizada en torno para evitar que las reses se introdujeran a través de la alambrada y se atracaran; pero ahora respetaban la cerca. El anhelo de un dios… Se preguntó qué clase de extraños pensamientos tabú estarían pasando dentro de aquellos estrechos cerebros.

Antes del cambio las ovejas habían sido animales con personalidad propia y él conocía cada una de las cuarenta tan bien como pudiera conocer a cualquier ser humano. La fanfarrona y lista Georgiana iba empujando a la tímida Psique con su prisa, mientras la vieja y gorda María Antonieta se mantenía plácidamente rumiando. La muchacha bailaba para ella misma una danza exuberante sobre la nieve…, y ahí estaba Napoleón, el viejo carnero, de cuernos retorcidos, magníficamente real, demasiado consciente de su supremacía para mostrarse arrogante. ¿Cómo iba a poder matar a ninguno de ellos?

Sin embargo, era inevitable. El, Joe y WuhWuh no podían vivir de heno, y ni siquiera de la harina torpemente molida y de las manzanas y de las legumbres que había en el sótano. Jimmy y Mehitabel solían tomar también algo de caldo; las pieles y el sebo, hasta los mismos huesos, podía valer la pena guardarlos.

– Pero ¿a cuál le tocaría?

No le gustaba mucho Georgina, pues era de buena casta para matarla y necesitaba cruzar su sangre para el futuro ganado. ¿Joe, la muchacha, tan alegre; María, que se acercaba a pasar el hocico por su mano; la coqueta Margy, el tímido Jerry y la valerosa Eleanor? ¿A cuál de estos amigos se iban a comer?

«Vamos, cállate – se dijo a si mismo -. Ya lo decidiste hace tiempo.»

Silbó a Joe y abrió la puerta de la valla. Las ovejas le miraron con curiosidad cuando iban en grupo desde donde habían hecho su comida principal a la tejavana en la cual se albergaban.

– Trae aquí a Psique, Joe – dijo.

El perro partió en seguida, saltando los montones de nieve como una llama cobriza. Mehitabel salió del gallinero y esperó tranquilamente por si tenía algo que hacer. Tenía un cuchillo en la mano.

Joe empujó a Psique y ella le miró con una especie de asombro. El perro ladró, un ruido estruendoso y claro, glacial, y le mordiscó suavemente en los flancos. Ella salió, haciendo un surco en la nieve, fuera de la puerta. Allí quedó mirando a Brock.

– Vamos, chica – le dijo -. Por aquí.

Cerró la puerta y le echó la llave. Joe estaba apremiando a Psique a dar la vuelta por el gallinero, lejos de la vista del rebaño.

Los cerdos, naturalmente sufridos y listos, habían visto muchas matanzas de su propia casta en los días de antaño. Pero las ovejas no lo sabían. Brock pensó que si unas cuantas del rebaño se alejasen de él durante el invierno y no volvieran jamás, las otras se limitarían meramente a aceptar el hecho sin preocuparse. En último término, si, como es natural, el hombre iba a seguir viviendo de sus animales, tendría que inculcarles algo, una religión, que demandara sacrificios, se estremeció al pensarlo. No estaba hecho para el papel de Moloj. La raza humana había sido ya suficientemente siniestra sin convertirse en una tribu de dioses sedientos de sangre.

– Por aquí, Psique – dijo.

Ella se quedó quieta, mirándole. El se quitó los guantes y ella le lamió las palmas, pasando su lengua cálida y húmeda por su piel sudorosa. Cuando le cosquilleó tras las orejas, ella baló suavemente y se acercó más a él.

De pronto Brock comprendió la tragedia de los animales. No habían evolucionado tanto como su nueva inteligencia. El hombre, con sus manos y con su palabra, pudo desarrollarse como criatura pensante y estaba a gusto con su cerebro. Hasta este súbito peso abrumador del conocimiento no era grande para él, porque el intelecto había sido siempre potencialmente ilimitado.

Pero las otras bestias habían vivido en armonía, impulsadas por sus instintos, con el gran ritmo del mundo, sin más inteligencia que la que necesitaban para sobrevivir. Eran mudos, pero lo ignoraban; no les perseguían fantasmas, ni anhelaban la soledad, ni les intrigaba lo maravilloso. Pero ahora habían sido lanzados en una abstracta inmensidad, para la cual nunca fueron hechos, y esto les hacía perder el equilibrio. El instinto, más fuerte que en el hombre, se sublevaba ante aquello extraño, y un cerebro no adecuado para la comunicación apenas podía expresar lo que no estaba bien.

La enorme e indiferente crueldad de esto era un trago amargo en la garganta del hombre Su visión se hizo un poco confusa, pero actuó con velocidad brutal, yendo tras la oveja, derribándola y sujetándole el cuello para degollarla. Psique baló una vez y él vio el horror del presentimiento de la muerte en sus ojos. Entonces el mono hirió, y ella se agitó brevemente y quedó inmóvil.

– Llévala…, llévala – Brock se incorporó -. Llévala tú misma, Mehitabel, ¿quieres? – le resultaba extrañamente difícil hablar -. Que WuhWuh te ayude. Yo tengo otras cosas que hacer.

Se alejó lentamente, vacilando un poco, y Joe y Mehitabel cambiaron una mirada de incertidumbre. Para ellos esto había sido solo un trabajo más; no comprendían por qué el jefe tenía que llorar.