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Selección del «The New York Times» del 30 de junio
DESACELERACIÓN EN EL CAMBIO
Descenso, a todos efectos aparentemente irreversibles.
La teoría de Rirayader puede encerrar una explicación.
SE ANUNCIA LA TEORÍA DEL CAMPO UNIFICADO
Rirayader anuncia la extensión de las teorías de Einstein.
Los viajes interestelares, una posibilidad teórica.
EL GOBIERNO FEDERAL PUEDE RESIGNAR SUS FUNCIONES
El presidente pide a las autoridades locales que obren con prudencia.
Las autoridades laborales de Nueva York, por conducto de Mandelbaum, piden cooperación.
SE NOTIFICA LA REVOLUCIÓN EN LOS PAÍSES SOVIETIZADOS
Noticias de haberse decretado el oscurecimiento nocturno.
Los revolucionarios pueden haber desplegado nuevos conceptos militares.
LA CRISIS ECONÓMICA MUNDIAL EMPEORA
Motines en Paris, Dublín, Roma y Hong Kong.
Los transportes marítimos se acercan a un paro completo por haber dejado el trabajo millares de obreros.
LOS ADORADORES DEL TERCER BAAL SE AMOTINAN EN LOS ANGELES
La Guardia Nacional, desmoralizada.
Los fanáticos se apoderan de los puntos clave.
Continúan las luchas en las calles.
El Ayuntamiento de Nueva York previene contra las actividades locales de los partidarios de ese culto.
EN EL ZOOLÓGICO DE BRONX, LOS TIGRES MATAN AL ENCARGADO Y ESCAPAN
La Policía lanza un aviso y organiza la caza Las autoridades estudian la conveniencia de matar a todos los ejemplares temibles
SE TEMEN NUEVAS REVUELTAS EN HARLEM
El jefe de Policía dice: El asunto es solo un comienzo.
El pánico creciente parece imposible de atajar.
UN PSIQUIATRA DICE: EL HOMBRE CAMBIA MAS ALLÁ DE LO COMPRENSIBLE
Kearnes de Bellevue dice que los resultados imprevisibles de la aceleración neuronal hacen que todos los antiguos datos y métodos de control no sean válidos.
Es imposible ni siquiera imaginar las consecuencias futuras.
Al día siguiente no apareció el periódico: ya no había Prensa.
A Brock le pareció extraño haber quedado a cargo de la finca. Pero estaban ocurriendo una serie de cosas extrañas últimamente.
En primer lugar, el señor Rossman se había ido. Luego, el día siguiente mismo, Stan Vilmer fue atacado por los cerdos cuando entró a darles la comida. Arremetieron contra él gruñendo y chillando, le patearon con toda la pesantez de sus cuerpos, y a algunos hubo que matarlos a tiros antes que le dejaran. Luego, otros que se habían lanzado contra la valla, arremetiendo contra ella, derribándola, desaparecieron en el bosque. Wilmer quedó malherido y tuvo que ser llevado al hospital; juró no volver más. Dos de los braceros habían dejado el trabajo el mismo día.
Brock estaba demasiado desconcertado y preocupado por el cambio íntimo que sufría para preocuparse de todo eso. No había mucho que hacer, en todo caso, ahora que todos los trabajos, excepto los más esenciales, habían quedado suspendidos. Atendía a los animales, poniendo cuidado en tratarles bien y llevaría un revólver en la cadera. Tuvo pocas dificultades. Joe estaba siempre a su lado. El resto del tiempo lo pasaba sentado y leyendo, o pensando con una mano en la barbilla.
Bill Bergen le fue a ver un par de días después del episodio de los cerdos. El encargado no parecía haber cambiado mucho, aparentemente al menos. Seguía siendo el mismo sujeto alto, de cabellos color de arena y hablar lento. Llevaba el mismo palillo de dientes entre los labios y seguía mirando de soslayo con sus ojos descoloridos. Pero le habló aún con más cachaza y cautela a Brock de como lo había hecho antes. ¿O era solo que lo parecía?
– Bueno, Archie – le dijo -. Smith acaba de irse. – Brock apoyaba su peso de un pie a otro miraba al suelo.
– Dice que quiere ir al colegio. No he podido convencerle de lo contrario – en la voz de Bergen había un leve tono desdeñoso y divertido -. El idiota. Dentro de un mes ya no habrá colegios. Así que solo quedamos tú, Voss, mi mujer y yo.
– Alguna escasez de brazos – murmuró Brock, opinando que debía decir algo.
– Un hombre solo puede hacer lo más indispensable si es preciso – dijo Bergen -. Por fortuna, estamos en verano. Los caballos y las vacas pueden quedarse al aire libre y se evita la limpieza de los establos.
– ¿Y las cosechas?
– No hay mucho que hacer todavía. Pero en todo caso, que se vayan al diablo.
Brock se quedó mirando fijamente. En todos los años que llevaba en la finca, Bergen había sido el trabajador más duro y constante que allí había.
– Tú te has vuelto listo como los demás, ¿verdad Archie? – preguntó Bergen -. Diría que estás ahora por encima de lo normal, de lo normal antes del cambio, quiero decir. Y esto no ha terminado. Aún lo serás más.
Brock se puso encarnado.
– Lo siento, no trataba de aludirte personalmente. Eres un buen muchacho – se sentó, jugueteando un momento con los papeles que había sobre su mesa. Luego, dijo -: Archie, vas a encargarte de esto ahora.
– ¿Qué?
– Que yo me marcho también.
– Pero, Bill, no puede…
– Lo quiero y lo puedo, Archie – Bergen se puso en pie -. Mira: mi mujer quiso siempre viajar y yo tengo algunas cosas en que pensar. Importa poco cuáles sean. Es algo que me ha intrigado desde hace muchos años y ahora creo que veo una respuesta. Vamos a coger nuestro coche y dirigirnos hacia el Oeste.
– Pero…, pero el señor Rossman… confía tanto en usted, Bill…
– Siento que haya cosas más importantes en la vida que la finca de recreo del señor Rossman – dijo Bergen tranquilamente -. Tú puedes llevarla perfectamente, aun cuando Voss se marche también.
El temor y la sorpresa se mezclaron con el desdén:
– Asustado de los animales, ¿eh?
– No, Archie. Recuerda siempre que tú eres aún más inteligente que ellos, y lo que es más importante: que tú tienes manos. Un revólver pondría término a todo – Bergen fue andando hacia la ventana y miró por ella. Era un día claro y ventoso; la luz del sol se desgarraba en las agitadas ramas de los árboles -. En realidad, una granja es más segura que cualquiera otro sitio que a mí se me ocurra. Si los sistemas de producción y de distribución se derrumban, como puede ocurrir, tendrás siempre algo que comer. Pero mi mujer y yo no somos jóvenes ya. Yo he sido toda mi vida un hombre sedentario, sobrio, concienzudo. Ahora me pregunto para qué servían todos los afanes, los años perdidos.
Le volvió la espalda.
– Adiós, Archie – era una orden.
Brock salió al patio, moviendo la cabeza y hablando consigo mismo entre dientes. Joe gimió inquieto y restregó su hocico en la palma de su mano. El revolvió la dorada pelambre del perro y, sentándose en un banco, se asió la cabeza con las manos.
«La dificultad está – pensó – en que al mismo tiempo que los animales y yo nos volvemos más listos, eso les va ocurriendo a todos. Dios santo, ¿qué cosas se le han metido en la cabeza a Bill Bergen?»
Era una idea aterradora. La rapidez, la amplitud y la agudeza de su propia mente fue de pronto cruel. No se atrevía a pensar en lo que un hombre normal sería actualmente.
Pero era difícil de comprender. Bergen no se había convertido en un dios. Sus ojos no lanzaban llamas, su voz no era vibrante ni resuelta, no se había puesto a construir grandes máquinas que rugieran y llamearan. Seguía siendo el hombre alto de espaldas cargadas y rostro fatigado que tartajeaba penosamente y nada más. Los árboles seguían siendo verdes, los pájaros cantaban entre los rosales, y una mariposa azul cobalto se posó en el brazo del banco.
Brock recordó vagamente algunos sermones de las pocas veces que había estado en la iglesia. El fin del mundo. ¿Iba el firmamento a abrirse? ¿Verterían los ángeles las redomas de la cólera sobre una tierra estremecida? ¿Se aparecería Dios para juzgar a los hijos de los hombres? Prestó oído al estruendo de un gran galopar de cascos; pero era solamente el viento que andaba entre los árboles.
Eso venía a ser lo peor de todo. Que el cielo no prestaba atención. La Tierra seguía dando vueltas en interminable oscuridad y silencio, y lo que ocurría en la tenue escoria depositada sobre su corteza no importaba.
No le importaba a nadie. No tenía ninguna importancia.
Brock miró a sus recios zapatos y luego a sus manos fuertes y peludas caídas entre las rodillas. Parecían increíblemente ajenas. Las manos de un extraño. «Jesús mío – pensó -, ¿me está ocurriendo esto a mi realmente?»
Asió a Joe por la pelambre revuelta del pescuezo y lo sujet ó a su lado. De pronto sintió una necesidad loca de una mujer, de alguien que le asiera, que le hablara, que obstruyera la soledad del firmamento.
Se levantó con el cuerpo empapado de sudor frío y fue hacia la casita de los Bergen.
Ahora era la suya, al parecer.
Voss era un joven, un chico de la ciudad no muy listo y que no había sido capaz de encontrar otro empleo. Levantó malhumorado la vista del libro cuando el otro entró en el pequeño cuarto de estar.
– Bueno – dijo Brock -. Bill acaba de marcharse.
– Lo sé. ¿Qué vamos a hacer?
Voss estaba asustado, se sentía débil y estaba dispuesto a entregarle la dirección. Bergen lo debió haber previsto. El sentido de la responsabilidad se había fortalecido en él.
– Estaremos muy bien quedándonos aquí – dijo Brock -. Simplemente esperar, manteniendo esto en marcha.
– Los animales…
– Tienes un revólver, ¿no es eso? En todo caso ellos lo sabrán cuando vayan prosperando. Basta con tener cuidado, con cerrar siempre las puertas detrás, con tratarles bien…
– No voy a cuidar a ninguno de estos condenados animales – dijo Voss hoscamente.
– Eso eres tú, sin embargo.
Brock fue al refrigerador, sacó dos latas de cerveza y las abrió.
– Mira, yo soy más inteligente que tú y…
– Y yo soy más fuerte. Si no te gusta esto, puedes irte.
Brock dio a Voss una lata e inclinó la otra hacia su boca.
– Mira – dijo después de un momento -: conozco a estos animales. Son más que nada costumbre. Se quedarán por aquí porque no saben hacer otra cosa y porque les damos de comer y porque…, hum, porque ha penetrado en ellos el respeto al hombre. No hay osos ni lobos en el bosque, nada que pueda darnos disgustos, salvo, acaso, los cerdos. Yo tendría más temor si viviera en una ciudad.
– ¿Cómo ha ocurrido esto?
A pesar suyo, Voss estaba sojuzgado. Dejó el libro y tomó la cerveza. Brock echó una mirada al título: Noche de pasión, en una edición de dos centavos. Voss podía haber logrado una mente mejor, pero fuera de eso no había cambiado. No deseaba pensar.
– Las gentes – dijo Brock – solo Dios sabe lo que harán.
Fue a la radio, la puso en marcha y en seguida encontró un diario hablado. No significaba gran cosa para él. Trataba sobre todo acerca de las nuevas facultades mentales. Pero las palabras estaban enhebradas en forma que no tenían gran sentido, pues la voz parecía atemorizada.
Después de almorzar, Brock decidió hacer una exploración por el bosque y ver si podía localizar a los cerdos y averiguar qué hacían. Le preocupaban más de lo que él hubiera admitido. Los cerdos fueron siempre más inteligentes de lo que cree la mayoría de la gente. Tenían también que pensar acerca de los alimentos almacenados que se guardaban en la granja y que solo estaban al cuidado de dos hombres.
Voss ni siquiera fue invitado a ir; se hubiera negado, y en todo caso era prudente el tener a un hombre que cuidara la casa. Brock y Joe fueron a la cerca y la saltaron, entrando en los seiscientos acres donde había bosque nada más.
Estaba verde, sombrío y lleno de rumores. Brock fue despacio, con el rifle bajo el brazo, separando la maleza ante él con el cuidado habitual. No vio ardillas, aun cuando de ordinario había muchísimas. Bueno…, debían haberlo comprendido, como hace tiempo lo habían comprendido los cuervos, que un hombre con un arma de fuego era algo de lo cual había que alejarse. Se preguntó cuántos ojos le estarían vigilando y lo que estaría pensándose tras esos ojos. Joe se mantenía pegado a sus talones, sin saltar a todos lados, como solía hacerlo normalmente.
Una rama que descuidó apartar golpeó malévola el rostro del hombre. Quedó por un momento aterrado. ¿Pensarían los árboles también ahora? ¿Iba el mundo entero a rebelarse?
No. Después de unos momentos logró dominarse y siguió imperturbable el sendero del ganado. Para haber sufrido un cambio con eso, fuera lo que fuese, hacía falta que aquello pensara primeramente. Los árboles no tenían cerebro. Le parecía recordar haber oído que los insectos no lo tenían tampoco y lo anotó para comprobarlo. Era una buena cosa que el señor Rossman tuviera una excelente biblioteca.
Y buena cosa también, se apercibió Brock de ello, que él fuera juicioso. No se había puesto excitado nunca por nada y estaba tomando el nuevo orden de cosas con más calma de lo que parecía posible. Un paso tras otro, eso era. Simplemente seguir día tras día, haciendo todo cuanto pudiera por seguir viviendo.
La maleza se separó ante él y asomó un cerdo. Era un berraco negro, una criatura de aspecto despreciable que se mantenía inmóvil interceptándole el camino. El rostro morrudo era una máscara; pero Brock no había visto nunca algo tan frío como aquellos ojos. Joe se erizó rezongando y Brock alzó el rifle. Estuvieron así largo tiempo sin moverse. Luego el cerdo gruñó, al parecer despectivamente, y, volviéndose, se escabulló en las sombras. Brock se dio cuenta de que estaba empapado de sudor.
Se forzó a sí mismo a seguir durante dos horas por el bosque, dando una batida, pero vio poca cosa. Al regresar iba absorto en sus pensamientos. Los animales habían cambiado, ciertamente, pero no había manera de saber cuánto ni qué iban a hacer acto seguido. Acaso nada.
– He estado pensado – dijo Voss cuando entró en la casita – que acaso debiéramos ir con otro granjero. Ralph Martinson necesita quien le ayude ahora que los que tenía le han dejado.
– Yo me quedo.
Voss le lanzó una fría mirada.
– Porque no quieres volver a ser un necio, ¿eh?
Brock hizo un gesto, pero respondió llanamente:
– Llámale como quieras.
– Pues yo no voy a quedarme aquí eternamente.
– Nadie te lo pide. Vamos, ya es hora de ordeñar.
– ¡Maldita sea!, ¿qué vamos a hacer con la leche de treinta vacas? El camión de la cremería no viene desde hace tres días.
– ¡Hum!…, sí. Bueno, ya encontraremos alguna solución. Pero ahora no se les puede dejar con las ubres a punto de reventar.
– ¿No podemos? – murmuró Voss, pero fue tras él al establo.
Ordeñar treinta vacas era mucho trabajo, hasta con la ayuda de un par de máquinas. Brock optó por desecar a la mayoría, pero para eso se precisaba tiempo y había que hacerlo gradualmente. Entre tanto estaban inquietas y difíciles de gobernar.
Salió, tomó una horquilla y empezó a arrojar heno por encima de la valla de las ovejas, las cuales habían venido en rebaño de los bosques como de costumbre. A mitad de la tarea fue sobresaltado por un salvaje ladrido de Joe. Al volverse vio al enorme toro Holstein de la granja que se acercaba.
«Está suelto», se dijo. Su mano fue a coger la pistola que llevaba en la cintura y luego volvió a la horquilla. Una pistolita como aquella no servía de gran cosa contra un monstruo como aquel. El toro resopló, escarbando el suelo y agitando su cabeza de cuernos despuntados.
– Muy bien, amigo – Brock fue lentamente hacia él, humedeciéndose los labios, secos como la arena, con la lengua. El ruido de su corazón resonaba en sus oídos -. Muy bien, vuelve tranquilo a tu chiquero, ¿quieres?
Joe gruñía junto a su amo con las patas rígidas. El toro agachó la cabeza y arremetió.
Brock se preparó. El gigante que venía contra él parecía llenar el cielo. Le clavó la horquilla debajo de la mandíbula. Fue una equivocación. Se dio cuenta con furia de que debía haberla dirigido a los ojos. La horquilla se le fue de las manos y sintió un golpe que le derribó por tierra. El toro apoyó la cabeza contra el pecho de Brock, tratando de cornearle con unos cuernos inexistentes.
De súbito bramó con un tono de horrendo dolor. Joe había venido tras de él y había aferrado sus dientes en el sitio adecuado. El toro se volvió, rozando con una pezuña las costillas de Brock. Este sacó la pistola y disparó desde el suelo. El toro echó a correr. Brock se dio vuelta, poniéndose en pie, y saltó hacia el costado de la gran cabeza del animal, puso el cañón tras de una oreja y disparó. El toro se tambaleó y cayó de rodillas. Brock vació el arma en su cráneo.
Tras eso se dejó caer junto al cadáver del toro y se hundió en un negro torbellino.
Volvió en sí cuando Voss le sacudió.
– ¿Estás herido, Archie? – las palabras en sus oídos eran un farfulló sin sentido -. ¿Estás herido?
Brock dejó que Voss le llevara a la casa. Después de un buen trago se sintió mejor y se inspeccioné a sí mismo.
– Estoy bien – murmuré -. Magulladuras y rasguños, pero ningún hueso roto. Estoy muy bien.
– Esto decide la cuestión – Voss estaba más agitado que Brock -. Marchémonos.
La roja cabeza del otro se movió.
– No.
– ¿Estás loco? ¿Solo aquí con todos los animales, que se están enfureciendo, y todo yéndose al diablo? ¿Estás loco?
– Me quedo.
– Pues yo no. Me están dando ganar de obligarte a venir conmigo.
Joe gruñó.
– No lo hagas – dijo Brock. De pronto sintió solo un inmenso cansancio -. Vete si quieres, pero déjame. No pasará nada.
– Bueno…
– Puedo llevar parte del ganado mañana a Martinson, si quieren tomarlo. Y me las arreglaré con el resto.
Voss discutió un poco más con él, luego lo dejó, tomó el jeep y se fue en él. Brock sonrió sin saber enteramente lo que hacía.
Inspeccionó el toril. La puerta había sido rota con un empujón decidido. La mitad de la resistencia de las cercas había consistido siempre en que los animales no sabían cómo había que empujarlas. Pero, al parecer, ahora lo sabían.
– Tendré que enterrar a este sujeto con una excavadora – dijo Brock. Se estaba haciendo cada vez más natural para él hablar alto a Joe -. Lo haré mañana. Ahora vamos a cenar, muchacho. Y luego leeremos y oiremos música. Desde ahora me parece que estaremos solos.