3

Había conflictos en todas partes. Un vocerío de indignación por la mañana hizo que Archie Brock fuera corriendo al gallinero, donde Stan Wilmer había posado el cubo de la comida para amenazar con el puño al mundo entero.

– ¡Mira esto! – gritó -. ¡Míralo simplemente!

Brock asomó el cuello por la puerta y silbó. El gallinero era un revoltijo. Un par de cadáveres de plumaje ensangrentado estaban tendidos sobre la paja y otras pocas gallinas cacareaban nerviosamente en las perchas. Eso era todo. Las demás se habían ido.

– Parece como si hubieran entrado los zorros porque alguien dejó la puerta abierta – dijo Brock.

– Sí – Wilmer se tragó su rabia ruidosamente -. Algún asqueroso hijo de…

Brock, pensó que el encargado del gallinero era el mismo Wilmer, pero prefirió no hacer alusión a eso. El otro lo recordó y se calló, frunciendo el ceño.

– No sé – dijo despacio -. Anoche, como de costumbre, eché un vistazo aquí antes de irme a la cama, y juraría que la puerta estaba cerrada y el pestillo echado como siempre. Llevo aquí cinco años y no ha habido nunca ninguna contrariedad.

– Entonces acaso alguien abrió la puerta más tarde, después de oscurecido, ¿eh?

– Sí, algún ladrón de gallinas. Aunque es curioso: los perros no ladraron; no sé que haya venido aquí ningún bicho viviente sin que le ladraran

Wilmer se encogió de hombros con amargura

– Bueno, como fuera, alguien abrió la puerta.

– Y luego, más tarde, los zorros entraron – Brock volvió con la punta del pie una de las gallinas muertas -. Y acaso tuvo que salir corriendo cuando uno de los perros vino oliendo por aquí, y dejó esto.

– Y la mayor parte de las aves andarán por el bosque. Va a ser preciso una semana para cogerlas… las que vivan. ¡Maldita sea!

Wilmer salió furioso del gallinero, olvidándose de cerrar la puerta. Brock la cerró por él, un poco sorprendido de haberse acordado de hacerlo.

Suspiró y volvió a sus faenas matinales. Todos los animales parecían agitados aquel día. Y que le llevaran los diablos si su propia cabeza no la sentía extraña también. Recordó su propio temor de hacía dos noches y la singular manera en que había estado pensando desde entonces. Acaso hubiera algo así como una fiebre por ahí.

Bueno, le preguntaría a alguien más tarde. Hoy había trabajo que hacer, arar el campo que acababa de ser limpiado. Todos los tractores estaban ocupados con el cultivo, así que él tuvo que tomar un tronco de caballos.

Eso estaba bien. Brock quería a los animales, siempre los había entendido y se había llevado bien con ellos; mejor que con las gentes. Y no es que éstas se hubieran portado mal con él, al menos desde hacía ya mucho tiempo. Los chicos solían hacerle rabiar antaño, cuando él era también un crío, y después, posteriormente tuvo algunas dificultades para conducir, y un par de chicas se habían asustado, y el hermano de una de ellas le había pegado. Pero eso fue años atrás. El señor Rossman le había dicho cuidadosamente lo que podía hacer y lo que no podía hacer, encargándole de aquello, y desde entonces las cosas habían ido muy bien. Ahora podía entrar en una taberna cuando iba al pueblo y tomarse una cerveza como cualquiera otro y los demás le saludaban.

Por espacio de un momento quedó pensando por qué había de recordar aquello cuando lo conocía tan bien y por qué había de dolerle de la forma que le dolía. «No hay nada que decir de mí – pensó -. Quizá no sea listo, pero sí fuerte. El señor Rossman dice que no ha tenido nunca un granjero mejor que yo.»

Se encogió de hombros y penetró en el establo para sacar los caballos. Era un joven de altura media, de recia contextura, musculoso, facciones fuertes y toscas y cabeza redonda, con los cabellos rojizos cortados a cepillo. Sus ropas de trabajo azules eran usadas, pero se encontraban limpias. La señora Bergen, la esposa del superintendente general, en cuya casa tenía él una habitación, se cuidaba de esos detalles respecto a él.

La cuadra era grande y sombría, cargada de los olores fuertes del heno y de los caballos. Los percherones castaños golpearon el suelo con los cascos y relincharon, inquietos cuando él les puso los arreos. Era curioso, pues antes estuvieron siempre tranquilos.

– ¡So, so, quieto, muchacho! ¡Quieto, Tom! ¿Qué hay, Jerry? ¡Quieto, quieto!

Se calmaron un poco, les hizo salir y los amarró a un poste, mientras iba a la tejavana a buscar el arado.

Su perro Joe vino a retozar en torno de él. Era un setter irlandés alto, cuya pelambre brillaba al sol como el oro y el cobre. En realidad, Joe pertenecía al señor Rossman; pero Brock se había cuidado de él desde que era un cachorrillo y siempre le seguía.

– Abajo, chico, abajo. ¿Qué diablos te pasa? Calma, ¿eh?

La finca se extendía verde en torno de él, con los edificios de la granja a un lado y las casitas de los braceros ocultas por los árboles del otro y muchos acres de bosque detrás. Había una buena cantidad de praderas y de huertas y jardines entre esta parte cultivada y la gran casa blanca del dueño, que había estado casi siempre vacía desde que las hijas del señor Rossman se habían casado y la esposa de este había muerto. El dueño estaba ahora aquí, aun cuando pasaba algunas semanas en su finca de Nueva York con sus flores. Brock se preguntaba por qué un millonario como el señor Rossman tenía que afanarse en cultivar rosas, aun cuando se hubiera hecho viejo.

La puerta de la tejavana se abrió crujiendo y Brock entró a buscar el arado grande y lo sacó rodando, refunfuñando un poco por el esfuerzo. «No habrá muchos capaces de sacarlo», pensó con un estremecimiento de orgullo. Rió entre dientes al ver cómo los caballos golpeaban el suelo al verlo. Los caballos eran bestias perezosas, que no trabajarían nunca de poder evitarlo.

Empujó el arado tras ellos, con la lanza por delante, y lo enganchó. Con hábil movimiento soltó las riendas del poste, ocupó su asiento y agitó las riendas sobre las anchas ancas.

– ¡Arre!

Se quedaron allí, moviendo las patas.

– ¡Arre, he dicho!

Tom empezó a recular. «¡Soo! ¡Soo!» Brock cogió la parte trasera de las riendas y la hizo restallar silbando con fuerza. Tom protestó relinchando y puso su enorme casco sobre la lanza. Esta se rompió.

Por un momento, Brock quedó allí sin encontrar palabras. Luego movió su roja cabeza.

– Es un accidente – dijo en voz alta. La mañana parecía de pronto muy silenciosa -. Es un accidente.

En la tejavana había una lanza de repuesto. La fue a buscar, así como algunas herramientas, y empezó obstinadamente a quitar de allí la rota.

– ¡Eh, para! ¡Para, he dicho!

Brock alzó la vista. Los chillidos y gruñidos eran como golpes. Vio pasar un trazo negro y luego otro y otro. ¡Los cerdos se habían escapado!

– ¡Joe! – vociferó, sorprendido un poco de lo rápidamente que había reaccionado -. ¡Ve por ellos, Joe! ¡Atájalos, chico!

El perro partió como un rayo. Se adelantó a la cerda que iba delante y la mordió. La cerda gruñó y se dio vuelta, y el perro se fue a buscar al cerdo siguiente. Stan Wilmer vino corriendo desde las pocilgas. Tenía la cara blanca.

Brock corrió a interceptar el paso de otro cerdo e hizo que se volviera, pero un cuarto se escurrió por un lado y se perdió en el bosque. Se precisaron de varios minutos de confusión para hacer retroceder a la mayoría y meterlos de nuevo en la pocilga; pero algunos de ellos se habían escapado.

Wilmer quedó boquiabierto. Su voz era desapacible.

– Lo he visto – refunfuñó -. ¡Válgame Dios, lo he visto! No es posible.

Brock infló las mejillas y se enjugó el rostro.

– ¿Me has oído? – Wilmer le asió un brazo -. Lo he visto, te digo. Lo he visto con mis propios ojos. Esos cerdos abrieron ellos solos la puerta.

– ¡No! – Brock sintió que su boca se abría.

– Te digo que lo he visto. Uno de ellos se levantó sobre sus patas traseras con el morro abrió la puerta. Lo hizo solo. Y los otros se agolparon en seguida detrás. ¡Ah, si, si!

Joe salió del bosque, llevando delante de él un cerdo, y lanzando sardónicos ladridos. El gorrino se entregaba momentos después y se iba trotando tranquilamente a la pocilga. Wilmer se volvió maquinalmente y abrió la puerta de nuevo para que pasara.

– ¡Buen perro! – Brock acarició la sedosa cabeza del animal, que restregó su hocico contra él -. ¡Perro listo!

– Demasiado condenadamente listo – Wilmer contrajo los ojos -. ¿Había hecho eso mismo el perro antes?

– Claro que si – dijo Brock, indeciso.

Joe se separó de su costado y volvió a meterse en el bosque.

– Apostaría que va a buscar a otro cerdo – había especie de horror en la voz de Wilmer.

– Seguramente. Es un perro listo.

– Voy a decírselo a Bill Bergen – Wilmer giró sobre sus talones.

Brock lo miró irse, encogió sus anchas espaldas y volvió a su trabajo. Cuando lo hubo terminado, Joe había atajado el paso a dos cerdos más y los había hecho volver. Ahora estaba montando la guardia en la puerta de la pocilga.

– Buen perro – dijo Brock -. Veré de conseguir un hueso para ti por esto – enganchó a Tom y Jerry, que habían estado sueltos a sus anchas -. Muy bien, eh, haraganes, vamos. ¡Arre!

Lentamente, los caballos se echaron hacia atrás.

– ¡Eh! – gritaba Brock.

Esta vez no se detuvieron en la lanza. Muy cuidadosamente pisaron dentro del mismo arado, doblando con su peso el armazón de hierro y rompieron la reja. Brock sintió que se le secaba la garganta.

– No – murmuró.

Wilmer casi tuvo un ataque cuando supo lo que habían hecho los caballos. Bergen solo se quedó quieto, silbando desafinadamente.

– No sé – dijo rascándose la cabeza de cabellos color de arena -. ¿Sabes lo que te digo? Vamos a dejar todos los trabajos que tengan que ver con los animales, salvo darles de comer y ordeñar, desde luego. Atrancaremos todas las puertas y que alguien vigile a lo largo de las cercas. Yo hablaré con el viejo acerca de esto.

– Pues yo voy a llevar un rifle – dijo Wilmer.

– Bueno, puede que no sea una mala idea – dijo Bergen.

Archie Brock fue encargado de cuidar de una zona de casi cuatro millas que encerraba los bosques. Se llevó a Joe, que jugueteaba alegremente tras él, y partió contento de estar a solas, pues era una novedad.

¡Qué silencioso estaba el bosque! La luz del sol venía de costado a través de las hojas inmóviles, lanzando resplandores moteados en las sombras de un pardo cálido. El firmamento era indeciblemente azul sobre su cabeza, sin nubes ni viento. Sus pies trituraban torpemente alguno que otro pedazo de tierra endurecida o alguna piedra. Le rozó una rama, que fue arañando suavemente sus ropas. Por lo demás el paraje estaba enteramente silencioso. Los pájaros parecían haberse callado al tiempo, no se veía ninguna ardilla, y hasta las ovejas se habían retirado a lo más profundo del bosque. Pensó inquieto que, sin saber cómo, todo el mundo vegetal tenía una sensación de estar esperando aquello.

¿Quizá como antes de una tormenta?

Ya estaba viendo cómo se iba a asustar la gente si los animales empezaban a volverse más listos. Si fueran verdaderamente inteligentes, ¿cómo iban a dejar que los hombres les encerraran, que les hicieran trabajar, que les castraran, les despellejaran y se los comieran? Supongamos que Tom y Jerry ahora… Pero ¡eran tan cariñosos!

¡Ah!, pero espera. ¿No se estaban volviendo también más inteligentes los humanos? Parecía como si en este par de días último hubieran hablado más. Y no era la conversación acerca del tiempo ni de los vecinos, sino acerca de cosas como quién ganaría en la próxima elección de presidente o de si era mejor la tracción trasera en los coches. Ya habían hablado así de cuando en cuando, pero no tanto, y no habían tenido tampoco tanto que decir. Hasta a la señora Bergen la había visto leyendo una revista, y todo lo que hacía antes en su tiempo libre era ver la televisión.

«¡Yo también me estoy volviendo más listo!», se dijo.

El saberlo le hizo el efecto de un trueno. Quedó largo rato paralizado, y Joe vino a oler su mano intrigado.

«Me estoy volviendo más listo.»

Sin duda…, tenía que ser. Aquella manera que había tenido de hacerse preguntas últimamente y de recordar cosas, y de hablar en voz alta, cuando apenas si decía nada antes… ¿A qué otra cosa podía ser? Todo el mundo se estaba haciendo más inteligente.

«Sé leer – se dijo a sí mismo -. No muy bien, pero me enseñaron el alfabeto y puedo leer un libro de historietas. Acaso ahora pueda leer un libro de verdad.»

En los libros estaban las respuestas de lo que se había preguntado de pronto acerca del sol, de la luna y las estrellas; de por qué había verano e invierno; de por qué había guerras y presidentes y de quiénes vivían al otro lado de la Tierra, y…

Movió la cabeza, incapaz de abarcar la soledad que se alzaba en su interior y que se iba extendiendo hasta que abarcó la creación hasta más allá de cuanto él podía concebir. No se había preguntado nunca antes nada. Las cosas ocurrían simplemente y eran olvidadas otra vez. «Pero… – se miró las manos maravillado -. ¿Quién soy yo? ¿Qué estoy haciendo aquí?»

En él se había producido una evolución. Apoyó su cabeza contra el frío tronco de un árbol, escuchando el estruendo de la sangre en sus oídos. «Te lo ruego, oh Dios! Haz que sea de verdad. Hazme como los demás.»

Al cabo de un rato rechazó aquello y siguió revisando la cerca, como se le había dicho.

Por la noche, después de terminar sus faenas, se puso un traje limpio y subió a la casa grande. El señor Rossman estaba sentado en el porche, fumando en pipa y volviendo las páginas de un libro entre sus delgados dedos, sin verlo realmente. Brock se detuvo con timidez, con la gorra en la mano, hasta que el propietario alzó la vista para fijarse en él.

– ¡Ah, hola, Archie! – dijo con su vocecilla -. ¿Cómo te encuentras?

– Muy bien, gracias – Brock daba vueltas a la gorra entre sus manos rechonchas y deslizaba su peso de un pie a otro -. ¿Podría hablar con usted un momento, si hace el favor?

– Claro que sí. Entra – el señor Rossman dejó el libro a un lado y quedó fumando mientras Brock abría la puerta mampara y venía hacia él -. Aquí, siéntate.

– Estoy muy bien, gracias. Yo… – Brock se pasó la lengua por los labios secos -. Quería solo preguntarle acerca de una cosa.

– Pregunta lo que desees, Archie.

El señor Rossman se recostó en el respaldo. Era un hombre alto y delgado, con el rostro finamente tallado, orgulloso bajo su amabilidad de momento, con el pelo blanco. Los padres de Brock habían sido arrendatarios suyos, y cuando quedó de manifiesto que su hijo no llegaría nunca a nada, se había hecho cargo del muchacho.

– ¿Todo va bien?

– Bueno, se trata de ese cambio que está ocurriendo aquí.

– ¿Eh? – la mirada de Rossman se agudizó -. ¿Qué cambio?

– Ya sabe. Los animales, que se están volviendo listos y atrevidos.

– ¡Ah, sí! Es eso – Rossman lanzó una bocanada de humo -. Cuenta, Archie. ¿Has notado algún cambio en ti?

– Bueno, yo sí. Creo que sí.

Rossman asintió con un gesto.

– No hubieras venido aquí de no haber cambiado.

– ¿Qué está pasando, señor Rossman? ¿Qué marcha mal?

– No lo sé, Archie. No lo sabe nadie – el anciano miró hacia afuera, a la azulada concentración de sombras del oscurecer -. Pero ¿estás seguro de que sea malo? Acaso hay algo que por fin marcha bien.

– ¿Usted no sabe…?

– No, nadie lo sabe – las manos del dueño, con sus venas azul pálido, dieron una palmada en los periódicos que tenía en la mesa de al lado -. Aquí hay sugerencias. Se está sabiendo poco a poco. Estoy cierto de que se sabe más, pero el Gobierno ha prohibido que se informe de ello por temor al pánico – rió entre dientes con cierta malicia -. ¡Como si un fenómeno de amplitud mundial pudiera guardarse en secreto! En Washington seguirán con su estupidez sin duda hasta el último momento.

– Pero, señor Rossman… – Brock alzó sus manos y las dejó caer otra vez -. ¿Qué podemos hacer?

– Esperar. Esperar a ver qué pasa. Iré en seguida a la ciudad a averiguar algo por mí mismo. Esos cerebros predilectos míos del Instituto deben…

– ¿Va a partir?

Rossman movió la cabeza sonriente.

– Pobre Archie – dijo -. Hay algo terrible en quedar abandonado, ¿verdad? Algunas veces creo que es por eso por lo que los hombres temen la muerte. No por el olvido, sino por estar predestinados a eso. Y no pueden hacer nada para detenerlo. Hasta el fatalismo es un refugio para eso en cierto modo… Pero estoy divagando, ¿eh?

Quedó fumando durante un buen rato. El anochecer veraniego gorjeaba y murmuraba en torno de ellos.

– Sí – dijo al fin -. Yo lo siento en mí mismo también. Y no es del todo desagradable. No es solo el nerviosismo las pesadillas; eso sería puramente fisiológico, creo. Sino los pensamientos. Yo me había imaginado ser siempre un pensador lógico, capaz y rápido. Pero ahora está viniendo algo dentro de mí que no lo entiendo en absoluto. A veces toda mi vida me parece ser un enredo mezquino y sin sentido. Y, sin embargo, creía haber servido bien a mi familia y a mi país – sonrió una vez más -. Desearía ver el final de esto, sin embargo. Sería interesante.

En los ojos de Brock cosquilleaban las lágrimas.

– ¿Qué puedo hacer?

– ¿Hacer? Vivir. Día a día. ¿Qué otra cosa puede hacer el hombre? – Rossman se levantó y posó su mano en el hombro de Brock -. Pero sigue pensando. Mantén tu pensamiento junto a la tierra, a la cual pertenece. No vendas tu libertad porque otro hombre te ofrezca pensar por ti y cometer los errores tuyos en tu lugar. He tenido que hacer el papel de señor feudal contigo, Archie, pero puede que ya no sea necesario hacerlo mas.

Brock no entendía la mayor parte de aquello. Pero parecía que el señor Rossman le estaba diciendo que tuviera ánimo, que aquello no era una cosa tan mala, después de todo.

– Quizá podría prestarme algunos libros – dijo humildemente -. Me gustaría ver si podía leerlos.

– Por supuesto, Archie. Vamos a la biblioteca. Veré si encuentro algo que sea apropiado para que empieces…