12
Corinth, suspirando, alejó de sí el trabajo. Al atardecer, los rumores de la ciudad llegaban apagados a través de la ventana que había quedado abierta al frescor de octubre. Se estremeció levemente; sacó a tientas un cigarrillo y se puso a fumar.
«Navíos espaciales – pensó con tedio -. Allá, en Brookhaven, estaban construyendo el primero de la flota.»
Lo que le faltaba a él para terminar el proyecto era el cálculo de las resistencias nucleares bajo la acción del campo impulsor, una tarea de cierta complejidad, pero no de tal importancia que los obreros no pudiesen seguir adelante en la construcción hasta que él terminara. Había estado allí, precisamente, aquel día viendo tomar forma al casco, y su mente profesional había encontrado un frío gozo en la encantadora perfección. Cada una de las partes de la nave, el motor, la armadura, las puertas y los orificios de visión y los controles eran una obra maestra de ingeniería, de precisión tal como en la Tierra no se había visto hasta ahora. Era grato tomar parte en aquel trabajo.
Solo que…
Maldijo por lo bajo y, restregando el cigarrillo en el cenicero repleto, se puso en pie. Aquella iba a ser una de sus malas noches; necesitaba a Helga.
El Instituto resonaba fragorosamente cuando bajaba por los vestíbulos que le eran tan conocidos. Ahora se estaba trabajando con un horario de veinticuatro horas, y un millar de mentes liberadas se dilataban hacia un horizonte que de pronto explotaría más allá de toda imaginación. Envidiaba a los técnicos jóvenes. El, a los treinta y tres, se sentía viejo.
Helga había vuelto a tomar la dirección aquí; en su nueva base de trabajo; era tarea para todo el día de un adulto normal y ella tenía la experiencia y el deseo de ser útil. El pensó que trabajaba demasiado, y se dio cuenta, con mudo reproche, de que aquello era en gran medida por su culpa. No se iba nunca hasta que él salía, porque a veces necesitaba hablar con ella. Esta iba a ser una de aquellas ocasiones.
Llamó. La voz tersa del anunciador dijo «Entre», y no dejó de notar la ansiedad del tono con que ella lo dijo, ni el repentino relumbre en sus ojos cuando él entró.
– ¿Quieres venir a comer conmigo? – la invitó.
Ella enarcó las cejas, y él explicó, apresuradamente:
– Sheila está con la señora Mandelbaum esta noche. Ella…, Sarah, es bondadosa con mi mujer; ha logrado un género de sensatez propio de una mujer sencilla, que un hombre no puede tener. Estoy libre…
– Sin duda – Helga empezó a arreglar sus papeles y a guardarlos bien apilados. Su oficina estaba siempre limpia y era impersonal. Una máquina podía haber sido su ocupante -. ¿Conoces algún sitio.
– Ya sabes que en estos tiempos salgo poco.
– Bueno, probaremos en Rogers; es un nuevo club nocturno para los hombres nuevos – su sonrisa era un poco amarga -. Al menos tienen alimentos decorosos.
Corinth entró al pequeño cuarto de baño anexo, tratando de arreglar sus ropas y cabellos descuidados. Cuando salió, Helga estaba preparada. Por un momento la miró, percibiendo cada detalle con una perfección fulgurante, inconcebible en los años pasados. No podían ocultarse nada el uno al otro; ella, con su característica honradez, y él, con un pesado y agradecido cansancio, habían intentado separarse. Pero él necesitaba a alguien que le comprendiera y que fuese más fuerte, alguien a quien hablar y de donde sacar fuerzas. Pensó que ella era la única en dar y él el único en recibir, pero dejarla no era una reacción que pudiera permitirse.
Ella se asió de su brazo y salieron a la calle El aire penetró fino y cortante en sus pulmones, con olor de otoño y de mar. Unas cuantas hojas muertas giraban por la acera ante ellos; ya había llegado la escarcha.
– Vamos andando – dijo ella, sabiendo las preferencia de él -. No está lejos.
El asintió con un gesto y marcharon por las calles casi vacías. La noche se alzaba gigantesca sobre los focos de la calle, y los acantilados de Manhattan eran montañosamente negros en torno de ellos. Solo pasaba algún raro transeúnte o coche. Corinth pensó que el cambio en Nueva York era un resumen de cuanto había ocurrido en el mundo.
– ¿Cómo marcha el trabajo de Sheila? – preguntó Helga.
Corinth había obtenido una ocupación para su esposa en el centro de socorro, con la esperanza de que eso mejorase su estado moral. Se encogió de hombros sin responder. Era mejor alzar el rostro al viento que fluía finalmente entre las paredes oscuras. Ella se encerró en su silencio. Cuando él sintiera necesidad de comunicación, ella estaría allí.
Un modesto resplandor de neón anunciaba el café Rogers. Al entrar por la puerta encontraron una media luz azul fría y brillante, como si el aire contuviera una luz transmutada. «Buen truco – pensó Corinth -; me pregunto cómo han hecho esto.» Y en un momento había deducido los nuevos principios de la fluorescencia en los cuales tenía que basarse. Acaso un ingeniero había optado de pronto por hacerse cabaretero.
Había mesas esparcidas y un tanto más separadas de lo que había sido costumbre en los tiempos antiguos. Corinth notó descuidadamente que estaban dispuestas en una espiral, lo cual, por término medio, reducía el número de pasos de los camareros desde el comedor a la cocina y al regreso. Pero había una máquina que iba rodando hasta las mesas sobre suaves ruedas de caucho y presentaba una tablilla y un estilo para que los clientes escribieran sus pedidos.
En el menú figuraban pocos platos de carne – había todavía escasez de alimentos -; pero Helga insistió en que la sopa suprema era deliciosa, y Corinth la ordenó para los dos. Habría un aperitivo también, por supuesto.
Chocaron los vasos por encima del blanco mantel. Los ojos de ella se posaban gravemente en los ojos de él, esperando.
– Was hael.
– Drinc hael – replicó ella. Y añadió, pensativa -: Temo que nuestros descendientes no comprendan en absoluto a sus antepasados. Toda la magnífica herencia bárbara será vociferación animal para ellos. ¿No es así? Cuando pienso en el futuro, a veces siento frío.
– ¿Tú también? – murmuró él, sabiendo que ella se salía de su reserva solo porque eso hacía más fácil para él desahogarse.
Salió una pequeña orquesta. Reconoció Corinth en ella a tres que habían sido músicos famosos antes del cambio. Llevaban los instrumentos antiguos: los de cuerda, algunos de viento en madera y una trompeta. Pero había también algunos instrumentos nuevos. Bueno, hasta que las asociaciones filarmónicas no volvieran a formarse, si esto llegaba a ocurrir, era indudable que los artistas serios estarían contentos con poder tocar en un restaurante como aquel, donde tendrían un público más entendido que el habitual del pasado.
Los ojos de él recorrieron la clientela. Eran gentes de aspecto corriente; obreros de manos encallecidas al lado de empleados de espaldas cargadas y calvos profesores. La nueva desnudez había suprimido las distinciones de antaño, pues todo el mundo se arreglaba con lo que tenía. Había una cómoda falta de rigor en el vestir: camisas de cuello abierto, pantalones cortos, jerseys y, de cuando en cuando, algún experimento extravagante. Las apariencias físicas externas contaban menos cada día.
No había director. Los músicos parecían tocar extemporáneamente, fluctuando sus melodías de aquí para allá en torno a una estructura tácita y sutil. Era una música de apariencia fría, hielo y verdor de mares nórdicos, un ritmo complejo y apremiante fundamentando el suspirar de las cuerdas. Corinth se ensimismó en sí mismo durante un rato, tratando de analizarlo. De cuando en cuando una cuerda solía herir alguna oscura nota emocional dentro de él y sus dedos apretaban con fuerza el vaso de vino. Unas cuantas personas bailaban al son de aquella música, componiendo originales pasos de baile. Supuso él que en los antiguos tiempos se hubiera llamado a esto un revoltijo, pero era demasiado remoto e intelectual para calificarlo así. «Otro experimento», pensó. Toda la humanidad estaba experimentando, lanzándose a abrir caminos en un mundo que, súbitamente, había quedado sin horizontes.
Volvió hacia Helga para sorprender los ojos de ella posados en los suyos. Sentía el calor de la sangre en su rostro y trató de hablar de cosas que no fueran peligrosas. Pero había demasiada comprensión entre ellos. Habían trabajado y observado juntos y ahora existía un lenguaje que les era propio. Cada mirada, cada gesto significaba algo, y el significado fluctuaba, yendo y viniendo, entrelazándose y rompiéndose, para encontrarse de nuevo. Era como hablar consigo mismo.
– ¿Trabajo? – preguntó él en voz alta, y esto quería decir: (¿Cómo han ido sus tareas en estos últimos días?)
– Muy bien – repuso ella en tono sencillo. («Hemos llevado a efecto algo heroico, creo. La tarea más extraordinariamente valiosa de toda la historia, quizá. Pero, no sé por qué, no la aprecio gran cosa…»)
– Encantado de estar contigo esta noche – dijo él. («Te necesito. Necesito alguien en las horas sombrías.»)
(«He estado esperando siempre»), decían los ojos de ella.
«Un tema peligroso. Evitémoslo.»
El preguntó con viveza:
– ¿Qué opinas de esta música? Parece como si estuvieran en camino de una forma apropiada para… el hombre moderno.
– Quizá sí – repuso ella, encogiéndose de hombros -. Pero me satisface más la de los antiguos maestros. Eran más humanos.
– Me pregunto, Helga, si todavía somos humanos.
– Sí – replicó ella -. Permaneceremos siempre siendo nosotros mismos. Sabremos siempre lo que es el amor, el odio, el temor, la audacia, y el sufrimiento.
– Pero ¿serán esas sensaciones del mismo género? – meditó él -. Lo dudo.
– Puede que tengas razón – dijo ella -. Está resultando muy difícil creer lo que quiero creer. Eso es.
El asintió con un gesto y ella sonrió un poco.
(«Sí, los dos lo sabemos, ¿no es así? Este y todos los mundos además.»)
El suspiró, cerrando los puños un momento.
– Algunas veces deseo… No. «Es a Sheila a quien amo.»
(«Demasiado tarde, ¿no es eso, Pete? – decían los ojos de ella -. Demasiado tarde para los dos.»)
– ¿Bailas? – invitó él. («Vamos a olvidar.»)
– Desde luego. («¡Ah, encantada, encantada!»)
Se levantaron y salieron a la pista. El sintió la fortaleza de ella cuando puso su brazo en torno de su cintura, y era como si él absorbiera esa fuerza. «¿Imagen materna?», se burló mentalmente. Importaba poco. Ahora la música le estaba penetrando más de lleno; sentía su latido curiosamente en la sangre. La cabeza de Helga venía a quedar casi al mismo nivel que la suya, pero el rostro de ella quedaba oculto para él. No era un buen bailarín y dejaba que ella condujera, pero el placer del movimiento físicamente rítmico era más acentuado para él ahora que antes del cambio. Por un momento deseó ser un salvaje y expresar sus sentimiento danzando ante los dioses.
Pero no, era demasiado tarde para él. Ahora era el hijo de la civilización; había nacido demasiado viejo. Pero ¿qué hacer, entonces, cuando uno ve que su mujer se vuelve loca?
«¡Ah!, amor, ¿podemos tú y yo conspirar contra el Destino?» ¡Qué cosa tan infantil era aquella! Y, sin embargo, le había gustado en otro tiempo.
La música terminó y ellos volvieron a su mesa. Habían llegado los entremeses traídos por la máquina. Corinth acercó la silla a Helga, luego se sentó y comenzó a comer pensativamente. Cuando levantó la cabeza, ella le miraba de nuevo.
– ¿Sheila? – preguntó. («No estaba bien estos días, ¿verdad?»)
– No. («Gracias por haber preguntado.») – Corinth hizo una mueca -. («Su trabajo le ayuda a llenar el tiempo, pero no lo hace muy bien. Cavila, ha empezado a ver visiones, y por las noches, sus sueños…»)
«¡Ah, mi queridísimo, tan atormentado!»
– Pero ¿por qué? («Tú y yo, la mayor parte de la gente, nos estamos adaptando ahora, ya no estamos nerviosos; yo había creído siempre que ella era más equilibrada que el término medio.»)
– La mente subconsciente de ella… («Corre alocada y no puede controlarla su consciencia; la preocupación por los síntomas solo hace que las cosas empeoren…») Ella, sencillamente, no está hecha para ese poder mental, no puede manejarlo.
Sus ojos se encontraron: «Algo perdido, de la antigua inocencia que todos atesoramos antaño nos ha sido arrancada, y hemos quedado desnudos ante nuestra propia soledad.»
Helga alzó la cabeza: («Tenemos que mirarlo cara a cara. Sea como fuere, hemos de seguir adelante.») Pero ¡qué soledad!
– («Estoy empezado a depender demasiado de ti. Nat y Félix están absortos en su trabajo. A Sheila ya no le quedan fuerzas; ha estado luchando consigo misma demasiado tiempo. Te has quedado solo y eso no es bueno para ti.»)
– («No me importa.») «Es todo cuanto tengo ahora, cuando ya no puedo ocultarme de mí mismo.»
Sus manos se entrelazaron a través de la mesa. Luego, lentamente, Helga retiró la suya y movió la cabeza.
– ¡Dios mío! – los puños de Corinth se cerraron.
– («Si pudiéramos, al menos, saber más de nosotros mismos. Si tuviéramos una psiquiatría eficaz!»)
– («Quizá la tengamos pronto. Se está estudiando.») Y acariciadoramente:
– ¿Y cómo marcha tu propia tarea?
– Bastante bien, creo. («Tendremos las estrellas al alcance de nuestra mano antes de la primavera. Pero ¿para qué? ¿De qué nos sirven las estrellas?»)
Corinth se quedó mirando el vaso de vino.
– Estoy un poco bebido. Hablo demasiado.
– No importa, querido.
El la miró.
– ¿Por qué no te casas, Helga? Busca alguien para ti. Tú no puedes sacarme de mi infierno privado.
Ella hizo un gesto de negación.
– Será mejor que me dejes fuera de tu vida – susurró.
– ¿Por qué no dejas a Sheila fuera de la tuya? – preguntó ella.
La máquina servidora vino silenciosamente a retirar el cubierto utilizado y a poner ante ellos el plato principal. Corinth pensó vagamente que él debiera estar inapetente. ¿No suponía tradicionalmente el sufrimiento la inapetencia? Pero la comida sabía bien. Comer…, bien; era una compensación de todos modos, como beber y soñar despierto, trabajar y cualquier otra cosa que uno quiera añadir.
(«Tienes que soportarlo – decían los ojos – de Helga -. Venga lo que venga, tienes que soportarlo, tú y tu sensatez, porque esa es tu herencia de humanidad.»)
Después de un rato habló, pronunciando en voz alta tres palabras escuetas que encerraban un significado abrumador:
– Pete, ¿te gustaría? («partir en el navío estelar?»).
– ¿Eh?
El la miró tan aturdido que ella tuvo que sonreír. Pero al momento habló de nuevo, seria e impersonalmente:
– Ha sido planeado para dos hombres. («Sobre todo dirigido por robot, como sabes. Nat Lewis me convenció para que le diera una de las literas como biólogo. El problema de la vida en otros lugares del universo…»)
Su voz tembló un poco:
– No sabía que tú pudieras controlar quién ha de ser el que vaya.
– Oficialmente, no. («Pero en la práctica, como es sobre todo un proyecto del Instituto, puedo hacer que recaiga en cualquier persona cualificada. Nat quería que fuera yo con él… – cambiaron una breve sonrisa -. Tú podrías hacerlo peor, yo podría hacerlo mejor.») Pero, naturalmente, se necesita un físico. («Tú sabes tanto acerca del proyecto, y has hecho por él más que nadie.»)
– Pero… – él movió la cabeza -. Yo quisiera también… («No, no hay una palabra suficientemente poderosa para esto. Cambiaría mis posibilidades de inmortalidad por una litera como esa. Cuando era pequeño solía tumbarme de espaldas en las noches de verano y mirar la luna creciente y a Marte como un ojo rojo en el cielo, y soñar.») Pero está Sheila. En otra ocasión, Helga.
– No será un viaje muy largo – dijo ella. («Un par de semanas de exploración entre las estrellas más cercanas, me figuro, para probar el impulso -; cierto número de teorías astronómicas. Tampoco creo que sea nada arriesgado… ¿Iba a dejarte ir si lo creyera?») «Lo cierto es que me gusta contemplar el firmamento todas las noches, siento frío estelar y junto mis manos.» («Es una oportunidad que creo debieras aprovechar para tu propia tranquilidad de espíritu. Ahora eres un alma extraviada, Pete. Necesitas encontrar algo que esté por encima de tus propios problemas, por encima de todo este mezquino mundo nuestro.») – ella sonrió -. Quizá necesites encontrar a Dios.
– Pero ya te he dicho que Sheila…
– Transcurrirán varios meses antes de que el barco parta. («Pueden ocurrir muchas cosas en este tiempo. He estado también en contacto con las últimas investigaciones psiquiátricas y existe un plan prometedor de tratamiento.») – tendió la mano sobre la mesa para tocar el brazo de él -. Piénsalo, Pete.
– Lo pensaré – dijo con dejadez.
Una parte de sí mismo se daba cuenta de que ella estaba ofreciéndole aquella tremenda perspectiva como una diversión inmediata; como algo que rompiera el círculo de sus preocupaciones y tristezas. Pero no importaba. De todos modos, hacía su efecto. Cuando salieron de nuevo a la calle miró al cielo, y viendo unos cuantos soles luciendo a través de sus halos, sintió dentro de un impulso de excitación.
«(¡Las estrellas! Oh cielos, las estrellas!)