11
En una templada noche a fines de septiembre, Mandelbaum se hallaba sentado junto a la ventana con Rossman, cambiando entre ambos unas cuantas palabras en voz baja. La habitación, sin alumbrado, estaba plena de noche. Allá, muy abajo, Manhattan relucía con puntos luminosos; no con los frenéticos destellos y resplandores de los primeros días, sino con la luz de millones de hogares. Sobre sus cabezas una tenue luminosidad azulada a través del firmamento, parpadeante y relumbrante hasta el límite de la visibilidad. El Empire State Building estaba rematado con una esfera ardiente, como si un pequeño sol hubiera venido a posarse allí, y en el aire errabundo había una leve comezón por el ozono. Los dos hombres estaban sentados tranquilamente fumando el tabaco que nuevamente se había tornado asequible. La pipa de Mandelbaum y el cigarrillo de Rossman brillaban como dos ojos rojizos en la penumbra de la habitación. Estaban esperando la muerte.
– Esposa – dijo Rossman con un dejo de amable reproche.
Lo que podría ser traducido por: «No veo por qué no quiere decirle esto a su esposa y estar con ella esta noche. Puede ser la última noche de sus vidas.»
– Trabajo, ciudad, tiempo – y la contracción de hombres de épocas inmemoriales y el tono de voz anhelante: («Los dos tenemos que hacer nuestro trabajo. Ella en el centro de socorro y yo aquí en el centro eje de la defensa. No se lo hemos dicho a la ciudad tampoco, ni usted, ni yo, ni los pocos que lo saben.») Es mejor no hacerlo, ¿eh? «No hubiéramos podido evacuarlos, ni había habido ningún sitio donde trasladarlos, y el hecho de haberlo intentado hubiese equivalido a revelar un secreto al enemigo; una invitación a que mandara sus cohetes inmediatamente. ¿Podremos o no salvar a la ciudad? De momento, nadie puede hacer nada sino esperar y ver si las defensas funcionan.» («No te preocupes, amada mía. Ella estará preocupada por mí, por los niños y por los nietos. No, ocurra lo que ocurra. Desearía que pudiéramos estar juntos ahora Sarah, yo y toda la familia…»)
Mandelbaum atacó la pipa con el pulgar encallecido.
(«Los de Brookhaven creen que el campo detendrá la explosión y la radiación – sobreentendía Rossman -. Les hemos tenido trabajando secretamente durante el mes pasado o más, previendo el ataque. Las ciudades que creemos serán atacadas están ahora protegidas…, lo esperamos. Pero es problemático. Desearía no tener que hacerlo de ese modo.»)
– Pero ¿de cuál otro? («Sabemos por nuestros espías y nuestras deducciones: Primero, que los soviets han perfeccionado sus cohetes intercontinentales; segundo, que están desesperados. Revolución interior y armas y ayuda aportada clandestinamente a los insurgentes desde América. Harán un intento a vida o muerte de barrernos y creemos que el ataque está señalado para esta noche. Pero si fracasa quedarán indefensos. El diseño y la construcción de esos cohetes ha exigido todas las reservas que les quedaban.») Dejemos que se agoten luchando contra nosotros, en tanto que los rebeldes ocupan su propio país. La dictadura terminará así.
– Pero ¿qué la reemplazará?
– No lo sé. Cuando vengan los cohetes me parece que eso serán las últimas boqueadas del hombre animal. ¿No llamó usted en cierta ocasión al siglo veinte la Era de los Malos Modales? Éramos estúpidos antes…, increíblemente estúpidos. Pero ahora todo eso ha desaparecido.
– Sin dejar… nada.
Rossman encendió otro cigarrillo y apagó el primero. La breve y rojiza claridad hizo destacar en alto relieve su rostro de delicada osamenta contra la oscuridad.
– ¡Ah, si! – prosiguió -; el futuro no va a parecerse en nada al pasado. Presumiblemente habrá todavía sociedad o sociedades. Pero no serán del mismo género que esas que conocimos antes. Acaso sean puramente abstractas, cosas mentales, intercambiables e interactuantes en el plano simbólico. No obstante, habrá sociedades mejor o peor desarrolladas, y creo que las peores serán las que prosperen.
– ¡Hum! – Mandelbaum aspiró con fuerza su pipa -. Aparte del hecho de que tenemos que empezar desde el principio y que estamos así destinados a cometer errores, ¿por qué ha de ser así necesariamente? Temo que sea usted pesimista por temperamento.
– Sin duda. Nací en una época tranquila que vi morir entre sangre y locura. Pero aún antes de mil novecientos catorce podía verse que el mundo se desmoronaba. Eso haría de cualquiera un pesimista. Creo verdad lo que digo. Porque el hombre, en efecto, ha sido repelido hacia atrás, al más extremo salvajismo. Pero no, no es eso tampoco; el salvaje tiene su propio sistema de vida. El hombre ha vuelto al plano animal.
Con un gesto amplio Mandelbaum señaló hacia la arrogancia gigantesca de la ciudad.
– ¿Es esto animal?
– Las hormigas y los castores son buenos ingenieros – («O lo eran. Me pregunto qué estarán haciendo ahora los castores») -. Los artefactos materiales no cuentan en realidad mucho. Solo son posibles por el fondo social de conocimientos, tradición, deseo; son síntomas, no causas. Y hemos sido despojados de todo nuestro fondo. ¡Ah!, no hemos olvidado nada, no. Pero ya no tiene validez para nosotros, salvo como un instrumento para las actividades puramente animales de supervivencia y comodidad. Piense en su propia vida. ¿Qué utilidad le ve ahora? ¿Qué representan sus esfuerzos del pasado? ¡Ridiculeces! ¿Puede leerse ahora algo de la gran literatura con agrado? ¿Representan algo para usted las artes? La civilización del pasado con sus ciencias, arte y creencias y significados es tan inadecuada para nosotros que sería lo mismo si no hubiera existido. Ya no tenemos civilización alguna. No tenemos metas, sueños o trabajo creador. ¡No tenemos nada!
– ¡Ah!, respecto a eso, no sé – dijo Mandelbaum con un dejo de burla -. Yo tengo bastante trabajo por hacer para salir adelante, al menos durante varios años. Tenemos que lograr que las cosas se pongan en marcha sobre bases de amplitud mundial en economía, política, atención médica, control de la población y conservación. Es una tarea que causa vértigo.
– Pero después, ¿qué? – insistió Rossman -. ¿Qué haremos luego? ¿Qué hará la generación inmediata y todas las generaciones por venir?
– Encontrarán algo que hacer.
– Me gustaría saberlo. El propósito de edificar un mundo futuro estable, aunque difícil y exige una razón hercúlea, es posible. Nosotros nos damos cuenta de ello: será solo cuestión de años. Pero luego, ¿qué? En el mejor caso, el hombre puede sentarse cómodamente y embotarse en una anodina pretensión. Un género de vida horriblemente vacío.
– La ciencia…
– ¡Ah, sí!, los científicos tendrán campo de acción durante algún tiempo. Pero la mayoría de los físicos con quienes he hablado últimamente sospechan que el alcance de la ciencia tiene límites. Creen que la diversidad de las leyes naturales que pueden descubrirse y de los fenómenos ha de ser finita, pudiendo resumirse en una teoría unificada…, y que no estamos lejos de esa teoría actualmente. No es una de esas proposiciones que puede ser demostrada con certeza, pero parece probable.
– Y en ningún caso podremos ser todos científicos.
Mandelbaum miró hacia las tinieblas. «Qué tranquila está la noche», pensó. Arrancando su mente del recuerdo visual de Sarah y de los niños, dijo:
– ¿Y respecto a las artes? Tenemos que desarrollar toda una nueva pintura y escultura. Nueva música, literatura y arquitectura…, ¡y formas que no han sido imaginadas nunca antes!
– Si conseguimos el género justo de sociedad («El arte, a través de toda la historia, ha tenido una terrible tendencia a decaer o petrificarse en meras imitaciones del pasado. Parece que va a exigir más esfuerzo el resucitarlo. Y tampoco, amigo mío, podemos ser todos artistas.»)
– ¿No? («Me pregunto si cada hombre no puede ser artista, científico, filósofo y…»)
– Se necesitarán todavía dirigentes y estímulos y un símbolo mundial. («Esto es el vacío fundamental que hay actualmente en nosotros: no hemos encontrado un símbolo. No tenemos ni mitos ni sueños. «El hombre es la medida de todas las cosas»…, bien. Pero cuando la medida es mayor que todas las otras cosas, ¿para qué sirve?»)
– Somos todavía bien poca cosa – Mandelbaum hizo un ademán hacia la ventana y el azulado cielo resplandeciente. («Hay todo un mundo ahí fuera esperándonos.»)
– Creo que tiene usted el comienzo de una respuesta – dijo Rossman lentamente. («La tierra se ha vuelto demasiado pequeña, pero el espacio astronómico…, ¿puede aceptar el desafío de alojar e l sueño que necesitamos? No lo sé. Todo cuanto se es que será mejor que encontremos ese sueño.»)
Hubo leve zumbido en el aparato de telecomunicación situado junto a Mandelbaum. Lo tomó y accionó el conmutador. Tuvo una repentina sensación de cansancio. Debiera estar tenso, a punto de saltar de excitación, pero solo se sentía fatigado y vacío.
El aparato tintineó unas cuantas señales: «Robot estación espacial informa lanzamiento cohetes desde Urales. Cuatro destinados a Nueva York dentro de unos diez minutos.»
– Diez minutos.- Rossman silbaba -. Deben de tener impulsión atómica.
– Sin duda – Mandelbaum marcó el número del Centro Protector del Empire State Building -. Preparen sus mecanismos, muchachos – dijo -. Llegarán dentro de diez minutos.
– ¿Cuántos?
– Cuatro. Ellos calculan que nosotros detengamos al menos tres, así que deben de ser unos animales poderosos. Con cabezas de guerra hidrógeno-lithium, me figuro.
– Conque cuatro, ¿eh? Muy bien, jefe. Que le vaya bien.
– ¿Que le vaya bien? – Mandelbaum sonrió con sonrisa torcida.
A la ciudad se le había dicho que el proyecto era una experiencia de iluminación. Pero cuando la azulosidad se fortaleció hasta convertirse en un resplandor regular, como un techo de luz, y las sirenas empezaron a ulular, todo el mundo debió adivinar la verdad. Mandelbaum pensó en los maridos abrazando a sus esposas e hijos, y se preguntó qué otra cosa podía hacerse. «¿Rezar? No era probable. De haber una religión en el futuro, no sería el animismo que había bastado paro los años ciegos. ¿Exaltación en la batalla? No esa era otra alegría que estaba descartada. ¿Pánico salvaje? Puede que un poco de esto.»
«Rossman había visto, al menos, una buena parte de la verdad – pensó Mandelbaum -. No había nada que pudiese hacer el hombre, en esta hora del juicio final, sino gritar de terror o echarse sobre aquellos que ama para tratar de protegerles con su carne miserable. Nadie podía creer honradamente que estaba muriendo por algo digno. Si alzaba el puño contra el cielo, no era por cólera contra el mal; era por simple reflejo.»
«Vacío… Sí – pensó -. Creo que necesitaremos nuevos símbolos.» Rossman se levantó, marchando por la oscuridad hacia un armarito, del cual sacó una botella.
– Es un borgoña del cuarenta y dos que he estado guardando – dijo. («¿Quiere beber conmigo?»)
– Encantado – repuso Mandelbaum.
No le gustaba el vino, pero tenía que ayudar a su amigo. Rossman no estaba asustado. Era viejo y estaba harto de vivir, pero había algo que anhelaba perdidamente: desaparecer como un caballero; bueno, eso era un símbolo de su clase.
Rossman escanció el vino en vasos de cristal y tendió uno a Mandelbaum con solemne cortesía.
Chocaron los vasos y bebieron. Rossman se sentó de nuevo, paladeando la bebida.
– Bebimos borgoña el día de mi boda – dijo.
– ¡Ah!, bueno, no hay que llorar por esto – replicó Mandelbaum -. La pantalla protectora resistirá. Es del mismo género que la fuerza que mantiene en cohesión el núcleo atómico…, no es nada extraño en el universo.
– Estoy brindando, hombre animal – dijo Rossman. («Tiene razón; estas son sus últimas boqueadas. Pero era en muchos aspectos una noble criatura.»)
– Sí – dijo Mandelbaum. («Ha inventado las armas más ingeniosas.»)
– Esos cohetes… («Representan algo. Son cosas bellas, como sabe, limpias y brillantes, construidas con extremada honradez. Ha exigido muchos siglos de paciencia llegar al punto en el cual podrían ser forjados. La circunstancia de que transporten la muerte para nosotros es incidental.»)
(«No estoy de acuerdo.») Mandelbaum rió entre dientes, un minúsculo y triste son en medio de la gran tranquilidad circundante.
Había un reloj con esfera luminosa en el aposento. Sus manecillas habían girado trazando un círculo perezosamente una vez, dos veces, tres veces. El Empire State era un pilón de oscuridad destacando contra el arco azul oscuro del cielo. Mandelbaum y Rossman bebían perdidos en sus propios pensamientos.
Hubo un resplandor como el del relámpago por todo el firmamento. El cielo fue de pronto un cuenco incandescente. Mandelbaum se cubrió los ojos deslumbrado, dejando que el vaso cayera al suelo y se rompiese. Sintió la radiación en su piel como un rayo de sol, parpadeó una y otra vez. La ciudad rugía con el trueno.
– …dos, tres, cuatro.
Después hubo otro silencio, en el cual los ecos se estremecieron y resonaron entre las altas paredes. El viento suspiraba por las calles vacías y los grandes edificios volvieron retemblando a quedar en reposo.
– Suficientemente bien – dijo Mandelbaum.
No experimentaba ninguna emoción particular. La pantalla protectora había funcionado, la ciudad vivía. Muy bien; podía seguir con su tarea. Telefoneó al Ayuntamiento.
– Oiga. ¿Todo bien allí? Mire, tendremos que hacer algo. Dominar todo el pánico y…
Con el rabillo del ojo vio a Rossman sentado tranquilamente, con el vaso sin terminar, en el brazo del sillón.