7

Wato, el doctor brujo, estaba trazando figuras en el polvo a la puerta de su choza con techo de ramaje y murmurando algo para sí. M'Wanzi lo oía entre el tintineo de las armas y los recios sones de los tambores, cuando los guerreros de alta talla iban de aquí para allá, la ley de la similitud, de que lo semejante engendra lo semejante, puede ser expresada en la forma ya o no ya, mostrando así que esta clase de magia obedece a la ley de la causalidad universal.

Pero ¿cómo ajustarla a la ley de la contaminación?…

M'Wanzi le lanzó una mirada burlona cuando pasó por allí, Había que dejar al viejo que edificara sus ensueños empolvados como deseara. El rifle en su hombro era una sólida realidad y bastaba para él. Y serían las armas de fuego, no la magia, lo que haría que se cumpliera el antiguo deseo: ¡Emancipar al negro! ¡Que los blancos opresores volvieran a cruzar el mar! Desde su juventud, en los días del terror en la plantación, eso había sido su vida. Pero solo ahora…

Bueno, no se había sentido asustado por lo que estaba pasando en su alma, como lo estaban otros. Su potencia mental había aumentado, y él, exaltado hasta la ferocidad, dominaba a la tribu entera, casi medio loca de terror, pronta a volverse hacia cualquier parte buscando la comodidad de ser mandada. En millares de kilómetros, desde las selvas del Congo hasta los veldts del Sur, los atormentados, los esclavizados, los escupidos alzaban sus rostros fatigados hacia un mensaje que volaba en el viento. Ahora era el momento de dar el golpe, antes que el blanco también se preparara. El plan estaba dispuesto, yacía en el alma de M'Wanzi, el Elefante. La campaña había sido planeada para realizarse en unos pocos días, como un relámpago, y su lengua sutil había conseguido ganar el mando de un centenar de grupos en pugna y el ejército estaba a pronto de cobrar vida. ¡Ahora era el momento de ser libre!

Los tambores hablaban en torno a él conforme se dirigía hacia el borde de la selva. Pasó a través del muro de un cañaveral a la espesa y cálida sombra del bosque. Otras sombras se movían, se deslizaban por la tierra y aguardaban grotescamente ante él. Ojos oscuros le miraban con una innata tristeza.

– ¿Has congregado a los hermanos de la foresta? – preguntó M'Wanzi.

– Vendrán pronto – dijo el mono.

Esa había sido la gran realización de M'Wanzi. Todo lo demás, la organización, la campaña planificada, no era nada al lado de aquello; porque si las almas de los hombres se habían hecho de pronto extraordinariamente mayores, las almas de los animales tenían que haber crecido. Esta sospecha había sido confirmada por una terrorífica historia de asaltos a las granjas realizados por elefantes de astucia demoníaca. Pero cuando llegaron esas informaciones ya estaba inventando un lenguaje compuesto de señales (verdaderas frases hechas) y gruñidos con un chimpancé capturado. Los monos no habían sido nunca menos inteligentes que los hombres, según suponía M'Wanzi. Hoy día él podría ofrecerles mucho en cambio por su ayuda. ¿Y no eran africanos también?

– Mi hermano de la foresta, ve a decir a tu pueblo que se prepare.

– No todos ellos desean esto, hermano de los campos. Tendré que pegarles para que deseen eso. Lo cual exige tiempo.

– Tiempo que no tenemos. Utiliza los tambores como te he enseñado. Manda aviso a través de la tierra y que las huestes se congreguen en los lugares señalados.

– Se hará como deseas. Cuando vuelva a alzarse la luna llena, los hijos de la foresta estarán aquí y serán armados con cuchillos, cerbatanas y azagallas, como me enseñaste.

– Hermano de la foresta, tú has alegrado mi corazón. Que tengas suerte. Transmite mi palabra.

El mono se fue, y cuando con agilidad se balanceó un poco, asido a un árbol, un rayo de sol errabundo relumbró en el fusil que llevaba a la espalda.

Corinth suspiró, y con un bostezo se levantó de su mesa-escritorio, echando a un lado los papeles. No dijo nada en voz alta, pero para sus asistentes, inclinados sobre ciertos aparatos de prueba, el sentido estaba claro: «Al diablo con esto. Estoy demasiado cansado para pensar rectamente más tiempo. Me voy a casa.»

Johannson hizo un ademán con la mano, que expresaba tan bien como si hubiera hablado: «Creo que me quedaré aquí un rato, jefe. Esto está cobrando una bonita forma.» Grunewald añadió a esto un breve gesto de cabeza.

Corinth buscó maquinalmente un cigarrillo, pero su bolsillo estaba vacío. En aquellos días el tabaco no se encontraba. Deseó que el mundo volviera pronto a su situación normal, pero eso parecía menos probable cada día. ¿Qué pasaba fuera de la ciudad? Unas cuantas estaciones de radio, profesionales y amateurs, estaban manteniendo la tenue tela de araña de las comunicaciones a través de la Europa occidental, de las Américas y del Pacífico; pero el resto del planeta parecía haber sido engullido por las tinieblas; alguna que otra información de violencias como relámpagos en la noche, y luego nada.

Se sabía con seguridad que habían entrado en la ciudad misioneros del Tercer Baal, a pesar de todas las precauciones, y que estaban haciendo conversiones a derecha e izquierda. La nueva religión parecía ser totalmente orgiástica, con un odio mortífero a la lógica, la ciencia y la racionalidad de todo género; se podían esperar disturbios.

Corinth bajó por los corredores, que ahora eran túneles de oscuridad. La electricidad había que cuidarla; todavía funcionaban unas cuantas plantas eléctricas, manipuladas y guardadas por voluntarios. El servicio de ascensores terminaba al ponerse el sol, por lo que descendió los siete tramos de escalera hasta llegar a la planta baja. La soledad le oprimía, y cuando vio luz en la oficina de Helga se detuvo sorprendido, y luego llamé con los nudillos.

– Entre.

Abrió la puerta. Ella estaba sentada tras una mesa revuelta escribiendo una especie de manifiesto. Los símbolos que usaba eran desconocidos para él, probablemente invención de ella, y más eficientes que los convencionales. Todavía parecía severamente hermosa, pero en sus ojos pálidos había una profunda fatiga.

– Hola, Peter – dijo ella. La sonrisa que contrajo sus labios era de cansancio, pero cariñosa -. ¿Como te ha ido?

Corinth habló dos palabras e hizo tres gestos. Ella los completó con su idea de la lógica y su conocimiento de las antiguas formas de hablar. «Ah, muy bien! Pero yo… creía que habías sido capturado por Félix para ayudarle a dar forma a su nuevo Gobierno.»

– Y lo he sido – replicó ella -. Pero me siento sola.

– ¿Cómo van tus trabajos? – preguntó ella después de un momento.

En torno a ellos el silencio resonaba.

– Bastante bien. Estoy en contacto con Rhayader en Inglaterra, por onda corta. Lo están pasando mal, pero siguen viviendo. Algunos de sus bioquímicos trabajan con levaduras y obtienen buenos resultados. Para el fin del año esperan estar en condiciones de alimentarse adecuadamente, aun cuando no en forma agradable al paladar; se construirán plantas para fabricar alimento sintético. Me dio cierta información que se ajusta a la teoría del campo inhibidor. He puesto a Johansson y Grunewald a trabajar en un aparato para generar un campo semejante en pequeña escala; de tener éxito sabremos si nuestra hipótesis es aproximadamente acertada. Luego Nat podrá usar el aparato para estudiar los efectos biológicos en detalle. En lo que a mi respecta, me he metido en el desarrollo de la mecánica general relativista quántica, aplicando una nueva variante de la teoría de comunicaciones, nada menos, para salir adelante. – ¿Qué finalidad persigues, aparte de la curiosidad?

– Es algo enteramente práctico, te lo aseguro. Podremos encontrar el medio de generar energía atómica de una materia cualquiera, por desintegración nuclear directa; ya no habrá problemas de combustible. Hasta podremos hallar el medio de viajar más de prisa que la luz. Las buena…

– Nuevos mundos. O podemos regresar al campo inhibitorio en el espacio, ¿por qué no? Volver a ser estúpidos. Quizá seamos más felices de ese modo. Pero no, me doy cuenta de que no se puede volver allí de nuevo – Helga abrió un cajón y sacó un paquete arrugado de cigarrillos -. ¿Fumas?

– Eres un ángel. ¿Cómo diablos has conseguido esto?

– Tengo mis medios – encendió un fósforo para darle lumbre y prendió su propio cigarrillo – Eficiencia…, si.

Fumaron en silencio durante un rato, pero la comprensión mutua de lo que pensaba el otro era como una pálida llama entre ellos.

– Será mejor que me permitas acompañarte a tu casa – dijo Corinth -. Fuera no hay seguridad. Las turbas del profeta…

– Muy bien – repuso ella -. Aun cuando yo tengo un coche y tú no.

– Hay solo unas cuantas manzanas de tu casa a la mía, y es un barrio seguro.

Como todavía no era posible patrullar por toda la dilatada ciudad, el Gobierno se había concentrado en ciertas calles y zonas claves.

Corinth se quitó los lentes y se restregó los ojos.

– Realmente no entiendo esto – dijo -. Las relaciones humanas no fueron nunca mi fuerte, y aun ahora no puedo del todo… Bueno, ¿por qué este repentino crecimiento de la inteligencia ha de lanzar a tantos al estadio animal? ¿Por qué no comprenden…?

– No quieren comprender – Helga aspiró con fuerza el humo de su pitillo. – Dejando enteramente a un lado aquellos que se han vuelto locos, y que son un factor importante, queda la necesidad de tener no solo algo con que pensar, sino también algo en que pensar. Tenemos millones…, cientos de millones de gentes que en su vida tuvieron un pensamiento propio y que de pronto ponen sus cerebros a toda velocidad. Empiezan a pensar, pero ¿qué base han encontrado para hacerlo? Conservan todavía las viejas supersticiones, los prejuicios, los odios, temores y las apetencias; la mayor parte de sus energías mentales tiende a la laboriosa racionalización de eso, Entonces alguien, como ese Tercer Baal viene ofreciendo un calmante a las gentes asustadas y confusas. Les dice que está muy bien que se deshagan del terrible peso de su pensamiento y que se olviden de si mismos en una orgía emocional. No durará, Peter, pero la transición es penosa.

– Sí… ¡Hum!… Yo he llegado a un I.Q. de quinientos o cosa así… Sea lo que fuere, eso significa sé apreciar la importancia que tienen después de todo los pequeños cerebros. Bonito pensamiento

Corinth rió con una mueca y apagó el resto del cigarrillo contra el cenicero.

Helga recogió sus papeles y los metió en un cajón.

– ¿Nos vamos?

– Ya podemos hacerlo. Es casi medianoche. Temo que Sheila esté preocupada.

Marcharon por el vestíbulo desierto, cruzaron ante la guardia y salieron a la calle. Un poste de alumbrado solitario lanzaba un charco de luz sobre el coche de Helga. Ella tomó el volante; y el automóvil se deslizó silencioso por una avenida.

– Me gustaría… – su voz sonaba débilmente en la oscuridad -. Me gustaría encontrarme fuera de aquí. En las montañas, en cualquier parte.

El asintió con un gesto, sintiéndose de pronto acometido por su propia necesidad de cielo abierto y de la clara luz de las estrellas.

Las turbas se echaron sobre ellos tan pronto que no tuvieron tiempo de escapar. Hacía un momento iban conduciendo por una calle desierta, entre muros ciegos, y un instante después parecía que el suelo vomitaba hombres. Fluían por las callejas laterales, casi en silencio, solo alterado por algunos murmullos y el arrastrarse apagado de miles de pies. Las pocas luces del alumbrado público hacían relumbrar sus ojos y sus dientes. Helga frenó con un chirrido cuando la marea humana avanzó ante ellos, cortándoles el paso.

– ¡Mueran los científicos!

Un grito trémulo que se convirtió en cántico grave, se cernió durante un momento como una nube que se rasgara. El río humano se esparció, velado en sombras, en torno del coche y Corinth oyó la respiración acalorada y áspera junto a sus oídos:

– Quebrantémosles los huesos y quememos sus moradas. Tomémosles sus ganancias, los hijos del pecado, volquemos el coche y abramos la puerta, para dejar que el Tercer Baal entre por ella.

Una cortina de fuego corría tras los altos edificios, que ardían en llamas. La luz del incendio era color sangre, como si alguien alzara una cabeza goteante en lo alto de una pértiga.

Debían haber roto la línea de las patrullas – pensó Corinth, atolondrado -, irrumpiendo en esta zona protegida dispuestos a devastaría antes que llegaran refuerzos.

Un rostro sucio y barbudo, repugnante, asomó por la ventanilla del volante.

– ¡Una mujer! ¡Tiene una mujer aquí!

Corinth sacó la pistola del bolsillo de la chaqueta e hizo fuego. Al instante se percató del retroceso del arma y del estampido, de la picazón de los granos de la pólvora en su piel. El rostro permaneció allí por un tiempo que parecía interminable, una masa confusa de sangre y huesos hechos añicos. Cuando el cuerpo cayó a un lado, doblegado, la multitud aulló. El coche se tambaleaba con sus empujones.

Corinth se dispuso a afrontar la situación; se lanzó contra la puerta, obstruida por la presión de los cuerpos que les cercaban, y la abrió. Pisando algún cuerpo caído, dando puntapiés a uno y otro lado, logró sostenerse un instante. El resplandor del incendio relumbraba en su rostro. Se había quitado los lentes, sin pararse a pensar por qué era más peligroso mostrarse con ellos, y el fuego, la multitud y los edificios se transformaron en un borrón oscilante.

– ¡Oídme! – gritó -. ¡Oídme, pueblo de Baal!

Una bala chocó a su lado y sintió su zumbido de avispa. Pero no había tiempo para atemorizarse.

– ¡Oíd la palabra del Tercer Baal!

– ¡Dejad que hable! – vociferó alguien en aquel inhumano río de sombras, fluyente, murmurador -. ¡Oíd su palabra!

– ¡Rayos y truenos y lluvia de bombas! – gritó Corinth -. ¡Comed, bebed y divertios, porque el fin del mundo está próximo! ¿No oís cómo el planeta cruje bajo vuestros pies? Los científicos han lanzado la gran bomba atómica. Nosotros vamos a matarles a ellos antes que el mundo se rompa como un fruto podrido. ¿Estáis con nosotros?

Se detuvieron, murmurando, arrastrando sus pies, dudando sobre aquello que habían encontrado. Corinth continuó, colérico, dándose apenas cuenta de lo que decía:

– ¡Matad, entrad a saco, robad las mujeres! ¡Asaltad las tiendas de bebidas! ¡Fuego y más fuego! ¡Que ardan los científicos que lanzaron la gran bomba atómica! ¡Por aquí, hermanos! Sé dónde están escondidos. ¡Seguidme!

– ¡A matarlos!

El griterío creció, enorme y obsceno, entre los acantilado de los muros de Manhattan.

El fuego del incendio se reflejaba oscilante sobre un fondo de oscuridad. Era sobrecogedor.

– ¡Hacia allí! – Corinth bailaba sobre el capot, gesticulando hacia Brooklyn -. ¡Están escondidos allí, pueblo de Baal! Yo he visto con mis propios ojos la gran bomba atómica. Sé que el fin del mundo está próximo. El mismo Tercer Baal me envía para guiaros. ¡Que sus rayos me maten si no estoy diciendo la verdad!

Helga tocó la bocina; un clamoreo enorme hizo eco a aquel ruido que parecía incitarles al frenesí. Alguno empezó a hacer cabriolas, como una cabra, y los demás lo siguieron. La multitud, asiéndose las manos, bailaba por la calle.

Corinth saltó al suelo, temblando sin poder evitarlo.

– Síguelos – balbució -. Sospecharían si no los siguiéramos.

– Claro que sí, Pete – Helga le ayudó a entrar y siguió a la multitud. Los faros alumbraban las espaldas. De cuando en cuando tocaba la bocina para apresurarlos.

Hubo un torbellino en el cielo. Corinth respiraba anhelante, silbando entre los dientes.

– Vámonos – murmuró.

Helga hizo un gesto de asentimiento, viró en redondo y salió disparada por la avenida. Tras ellos la multitud se dispersaba cuando los helicópteros de la Policía la rociaban con gases lacrimógenos.

Continuaron un rato en silencio; luego, Helga se detuvo ante la casa de Corinth.

– Hemos llegado – dijo.

– Pero yo iba a llevarte a casa – dijo él débilmente.

– Ya lo has hecho. Además, impediste que esas gentes hicieran muchísimo daño, tanto al barrio como a nosotros – un vago resplandor brillaba en su sonrisa, estremecida, y en sus ojos había lágrimas -. Fue admirable, Pete. No creía que fueras capaz de eso.

– Ni yo tampoco – dijo él hoscamente.

– Quizá has equivocado tu vocación. La predicación religiosa da más dinero, según me han dicho. Bueno… – quedó inmóvil un momento y luego añadió -: Bueno, buenas noches.

– Buenas noches – replicó él.

Ella se inclinó hacia adelante con los labios entreabiertos, como si fuera a decir algo. Luego los cerró, moviendo la cabeza. El portazo con que cerró, al arrancar, resonó en el vació.

Corinth quedó mirando al coche que se alejaba hasta que se perdió de vista. Luego se volvió lentamente y penetró en su casa.