XVII
En el siguiente amanecer, Collie despertó sobresaltado. Se apoyó en Arakelian e hizo un doloroso esfuerzo para encaminarse hacia el puente. En aquel día, se le necesitaba o podría morir de no prestar su ayuda. No era una mala elección, tal y como estaban las cosas.
Feinberg se hallaba en la sala de máquinas, Gammony y Arakelian, amarrados a los sillones de pilotaje de la nave y a Collie se le asignó un asiento junto a la principal mirilla de pilotaje. Wayne estaba sentado también con su perro al lado, con un extraño artefacto en las piernas, feo y destartalado; una enmarañada confusión de cables y tubos, conexiones y aparatos de medición, empalmado todo ello mediante un largo cable a la línea de energía central de la nave. Parecía increíble que aquélla fuese un arma en la que pudiera depositarse esperanza alguna.
Los motores comenzaron su monorrítmica canción, calentándose y estremeciendo a la nave en todos sus sentidos, llenándole el corazón de un extraño temor. «Subsónicos», pensó Collie para sí mismo, tratando de ignorar el temor; pero con él albergado en lo íntimo de su corazón. Cuando miró al exterior, todo el panorama le pareció algo siniestro. Allí estaba el desierto sin fin, la arena y el polvo, la raquítica vegetación, las afiladas rocas con vetas minerales, envuelto todo en una luz trágica y en un color funesto; el color de la muerte. A pesar de todo, sintiendo un resto de esperanza, trató de imaginarse que aquel desdichado mundo sería el mundo del futuro. Era cruel, frío y desnudo, inhóspito y terrible; pero incluso en la noche más oscura se veían muchas más estrellas que desde la Tierra.
Algún día, aquel paisaje se tornaría mágicamente verde. Allí resonarían voces humanas, criaturas de diversas especies, flores, nubes, la lluvia…, la vida, otra vez.
En un momento dado, a sus oídos llegaron las voces impersonales, casi automáticas, de los tripulantes disponiéndose a la maniobra de despegue:
- ¡Banco número uno, dispuesto!
- ¡Banco número dos, dispuesto!
- ¡Banco número tres, dispuesto!
Los dedos trazaron una hábil danza sobre los controles de la nave, entre el parpadear de las diversas luces coloreadas de los mandos. La cabeza de Gammony estaba inclinada (hacia un lado, con los ojos medio cerrados y sus sentidos confundidos con la misma nave.
- ¡Cinco segundos: cuatro, tres, dos, uno, CERO!
Los cohetes propulsaron al navío dejando tras ellos una alargada cola de fuego. Collie vio cómo el suelo se alejaba de su vista, no teniendo otro punto de referencia que el cielo. Se movían a dos g de Marte, un g efectivo, en relación con la Tierra, en una maniobra peligrosísima y extravagante que implicaría un enorme gasto de combustible al tener que desplazarse lentamente, al máximo de lentitud posible. Si vencían en la empresa, podrían repostar combustible del de las naves enemigas. ¿Lo conseguirían?
El trueno que resonaba en la nave resonaba igualmente en su cabeza. Desde donde se hallaba sentado, pudo apreciar el gran mapa topográfico de Marte, en el que se hallaba marcado el campamento de los siberianos. No podía leer muy bien las señales de la pantalla de radar; pero los vivos ojos de Arakelian no se apartaban un instante de su control, sin descanso, mientras que sus manos junto a las de Gammony, trenzaban un difícil paso a dos en aquel ballet que podría llamarse «La Esperanza del Hombre». ¿O más bien «La Muerte del Hombre»?
Gammony hizo un leve gesto con la cabeza y habló por el micrófono ajustado a la garganta, que le ligaba a Arakelian y a Feinberg. Tres hombres, tres partes de una poderosa máquina, tres cerebros que se confundían con la máquina. Lentamente, la espacionave, comenzó a descender.
Aquélla era la maniobra que habían considerado casi como imposible un día antes, y que aún podría resultar imposible. La nave era un objeto libre en el espacio, una ballena discurriendo entre corrientes gravitatorias; la nave, por sí, no podría discurrir sobre una superficie planetaria, por la misma razón que a un pez no se le puede ordenar que marche sobre la tierra firme. Tratar de hacerla volar en tales condiciones, era prácticamente una locura. Podría, llegado el momento, volcarse y estrellarse en cualquier punto del desierto a una milla de distancia del objetivo; podría, igualmente, partirse en dos por una explosión y esparcirse por millas de la superficie de Marte en pequeños fragmentos después o deshacerse de muchas otras formas diferentes. Pero había que conseguirlo. No era posible ascender al espacio exterior, trazar una órbita y descender sobre el campamento enemigo, se llevaría demasiado tiempo y sería, también, demasiado imprecisa la maniobra obligada. Tenían que hacer lo imposible o estrellarse sobre la arenosa superficie de Marte.
Después de todo, hay un pez que puede correr a través de la tierra seca y firme.
Collie miró a su alrededor. Los pilotos ya no parecían seres humanos, se habían confundido con la nave: Gammony con su prodigiosa facultad de equilibrio, Arakelian con la suya del sentido de la velocidad y Feinberg con su tacto supersensible, todo puesto al máximo rendimiento y funcionando al borde mismo de la catástrofe.
Wayne continuaba relajado, con una sensación de paz y calma en sus ojos claros de niño. Había algo que él sabía comprender, la compleja interacción de masas y fuerzas físicas, las simples realidades de vivir y morir. El perro estaba acurrucado cerca de su amo, con idéntica expresión de quietud.
Collie sintió que aquella conquista que iban a intentar realizar era algo nuevo en la historia. No se llevaría a cabo con sangre, fuego ni el empleo de las armas y la violencia, a despecho de la misión que llevaban. Era una cuestión de paciencia, conocimiento, planeamiento científico e inteligencia. El enemigo no era, en última instancia, algo compuesto por otros hombres, era un universo desconocido hasta entonces por la humanidad, que había que conquistar y comprender.
Un trueno fragoroso le rodeó por todas partes. Se fijó en Wayne, que sonrió nuevamente, indicando a través del estrecho espacio de la cabina de control unas señales de la pantalla del radar. Sus labios moldearon las palabras precisas:
- El grupo siberiano.
Sí, serían los hombres de Byelinsky, empujando ridículamente su cañón a través del desolado paisaje del planeta. Mirarían hacia arriba atónitos con la expresión del más completo asombro y perplejidad y entonces, sin duda, darían rápidamente la vuelta para dirigirse a toda prisa hacia su propia base. Pero cuando llegasen allí, el resultado ya estaría decidido…, en un sentido o en otro.
Collie trató de apartar el temor que le embargaba y miró hacia el cielo. Sobre su cabeza, reinaba un color azul profundo en aquel mediodía marciano, un color sereno y adorable. Marte no era un mundo tan malo, tomándolo en conjunto. Si tuviese a Lois con él, no le importaría volver y quedarse para siempre en la colonia. Un hombre feliz y que tiene algo hermoso y grande porqué vivir, es el que es capaz de entregarse totalmente a su misión.
En un instante determinado, la nave se inclinó horriblemente. La cabeza de Collie se desvió súbitamente hacia un lado y se aferró desesperadamente a su sillón, con el convencimiento que había llegado su último instante. Pero la nave, con un poderoso ruido de sus motores, se enderezó nuevamente hacia el cielo. Y entonces comenzó el descenso, expandiendo el fuego en todo su derredor conforme descendía: había llegado el gran momento de la decisión.
Collie vio las esbeltas formas de los navíos siberianos surgir a su vista, las colinas que recordaba tan bien y el patético conjunto de máquinas y utensilios. Sin duda, debieron aparecer tan súbitamente ante el enemigo, que no les había quedado tiempo de despegar. Les habría llevado bastante tiempo el calentar los motores y nada les habría quedado que hacer, excepto esperar y afrontar al enemigo. Los motores se apagaron, la nave se estremeció por última vez y tras haberse balanceado ligeramente sobre su trípode, permaneció en posición erecta y firme sobre el suelo marciano. Gammony y Arakelian saltaron de sus sillones, sudando y estremeciéndose por la tensión sufrida. Habían aterrizado.
No se advertía el menor movimiento en sus alrededores, en todo el campamento; sólo las dos naves brillando al sol del mediodía. Wayne se dirigió hacia el equipo de radio, sintonizando la onda internacional de llamada. Tomó el micrófono y dijo con voz decidida:
- ¡Aquí es el capitán Wayne de la Unión Norteamericana, llamando a la expedición de Siberia! Adelante, Siberia, cambio…
Del equipo surgieron unos crujidos previos. Collie, medio sordo por el ruido de los reactores, tuvo que sacudir la cabeza para entender lo que se hablaba. Al incorporarse, temblaba de la cabeza a los pies. Le resultaba increíble la calma de la que hacía gala Alaric Wayne.
- Aquí, Byelinsky al habla, cambio…
Collie no pudo evitar un sobresalto momentáneo al oír la voz del coronel siberiano. Casi pudo verle, macizo, erecto, en posición desafiante, frente al recién llegado. Ni siquiera pensó que el coronel presentase la menor sensación de debilidad. Tendría en sus labios la misma fría sonrisa, el mismo tono de humor retraído y distante; sí, aquélla sería su forma de morir.
- Tiene usted prisioneros a tres miembros de nuestro personal -advirtió Wayne-. Déjeles en libertad inmediatamente, y podremos negociar.
- Me temo que sólo sean dos -repuso el coronel, inalterado-. Ivanovitch murió cuando ayudó a escapar a Collingwood.
Misha muerto… Misha el valiente, el camarada fraternal, el maravilloso amigo… Muerto, con el polvo de Marte en la boca, que jamás volvería a reír. Collie sintió que los ojos se le humedecían.
- Bien -continuó Wayne-. Deje en libertad a los demás.
- No tengo la menor intención de hacerlo -dijo Byelinsky sin rencor en la voz-. Son unos rehenes muy útiles.
- Si no lo hace -advirtió Wayne de nuevo-, le destruiremos.
- ¿Con qué? -preguntó el siberiano-. Sé muy bien que ustedes no tienen artillería ni armas pesadas. Nos bastará con seguir esperando aquí y esperar que vuelva nuestra patrulla de asalto. Si es usted prudente, hará mejor con solicitarme a mí condiciones.
La cara de Wayne y su voz parecían una máscara parlante. Byelinsky sería para él, sin duda, la pieza de un mecanismo que no funcionaba regularmente.
- No tengo la menor intención por mi parte de desperdiciar palabras, coronel -dijo Wayne-. No tendrá la menor oportunidad de abandonar este terreno. Usted sabe muy bien quién soy. Le doy exactamente un minuto para entregarse.
No hubo respuesta alguna. Wayne suspiró y tomó el resonador en sus manos.
- Collie -preguntó-. ¿Dónde tienen el puente?
- Allí precisamente -contestó el aludido-. En la cintura de aquella nave a menos que se hayan cambiado.
- Es un riesgo que debemos tomar -repuso lacónicamente el capitán.
Corrió una palanca y el resonador comenzó a zumbar y a calentarse.
El pensamiento de Lois, abrasada y deshecha por la obra de aquel endemoniado aparato, era demasiado para poder soportarlo. Collie apartó el resonador de la dirección apuntada con un movimiento convulsivo de sus manos.
Se abrió una compuerta de la cámara de descompresión y de ella salieron tres figuras con trajes a presión, dirigiéndose al suelo y descendiendo por la escalera vertical de la nave.
El resonador resplandeció con una misteriosa llama en el interior del tubo principal.
- Esos pájaros pueden agujerearnos si tienen una oportunidad -dijo Collie.
- Ya lo sé -repuso Wayne. Se volvió hacia la radio-. ¿Byelinsky?
- Sí.
- Creo que ha terminado el plazo. ¿Quiere usted entregarse?
- No.
- Adiós, Byelinsky -dijo Wayne gentilmente, y con cierto matiz de sentimiento en la voz.
Se volvió de nuevo a la lucerna de observación y apuntó desde allí con el resonador.
- Lo usé solamente una vez antes de ahora -dijo-. Fue algo horrible de ver. He tenido pesadillas durante años. Bien…
Dio vueltas a un dial, enfocando el rayo resonador. Después, conectó otra palanca.
Uno de los hombres que se hallaba sobre la escalera, saltó por el aire en una espantosa explosión de fuego y humo. Otro cayó sobre el terreno, con el casco pulverizado por la explosión instantánea del cerebro. El tercero trató de retirarse. Fue algo horrible verle arder como una polilla en una llama. Wayne lo deshizo convirtiéndole en cenizas humeantes.
Un chorro de fuego comenzó a salir de los reactores de la nave. Seguramente tendrían que estar calentándolo para partir en alocada fuga. Wayne volvió a enfocar el resonador lanzando el rayo invisible sobre los motores. La nave siguió inmovilizada, expulsando entonces sólo humo que casi de inmediato se transformó en polvo y hielo en el aire enrarecido de Marte. No quedaba nadie con vida para impulsar los motores.
La voz de Byelinsky retumbó como un trueno en el altavoz de la radio.
- ¡Criminales! ¡Condenados mutantes favorables…! Tengo a vuestra gente aquí como rehenes. ¡Se lo advierto! ¡Morirán si…!
- Usted es el único que va a morir -dijo Wayne-. No tenemos suficientes hombres para abordar su nave. ¿Querrá usted salir fuera y rendirse?
- No -repuso orgullosamente el coronel.
Wayne segó literalmente la otra nave, pasando el rayo mortal sobre la sección media. Entonces se produjo un total silencio. El viento marciano esparció pronto el humo de lo que momentos antes habían sido hombres.