I
A diez millas de altura, apenas si se mostraba cómo era. La Tierra aparecía como un resplandor marrón y una nube verdosa, con la bóveda de la estratosfera alargándose hasta el infinito. Más allá del ronronear de los motores del aparato, sólo existía el silencio y la serenidad que ningún hombre pudo tocar jamás. Mirando hacia abajo, Hugh Drummond pudo ver el Mississippi brillar como un hilo de plata, con sus suaves curvas contorneando su largo curso. Las colinas, el mar, el sol, el viento y la lluvia no habían cambiado. No, al menos en un millón de largos años. El género humano sólo era un breve soplo en la eternidad para la Naturaleza. Pero más abajo, no obstante, allá donde habían existido las ciudades…
El hombre que viajaba en el estratocohete lanzó un sordo juramento en voz baja y amarga. Era un hombretón, estrujado pesadamente en la diminuta cabina a presión, alto y esbelto que no llegaría a los cuarenta años. Pero sus oscuros cabellos ya estaban marcados con mechones grises y sus hombros molestos por la continuada presión del traje espacial. Su rostro sencillo aparecía cansado y ojeroso. Sus ojos estaban ribeteados por las señales del insomnio y la fatiga y sumidos en el fastidio más intenso. Había visto demasiadas cosas, vivido demasiado también, hasta que empezó a tener el aspecto de muchas otras personas en el mundo. «Heredero de las edades», pensó sombríamente.
Mecánicamente, siguió su ruta de regreso. Las marcas naturales del terreno estaban allí, disponiendo de unos poderosos binoculares para ayudarse en su labor de reconocimiento. Le mostraron demasiados cráteres, cuyo vítreo resplandor se asemejaba al brillo del ojo de las serpientes, y la calcinada y espantosa desolación del terreno a sus alrededores. La zona de la ruina total era aún más triste: árboles sin hojas, retorcidos; arenas ardientes arrastradas por el viento y esqueletos deshechos y esparcidos por doquier, que tal vez durante la noche dispersaran un leve resplandor azul fosforescente… Las bombas habían sido como una pesadilla espantosa, esparciendo el fuego y el horror, sacudiendo al planeta con la muerte de las ciudades. Pero el polvo radioactivo era algo más todavía que una pesadilla.
Pasó sobre pueblos y pequeñas ciudades. Algunas de ellas aparecían desiertas, el polvo radiactivo, la epidemia, o la catástrofe económica las habían hecho insostenibles. Otros poblados parecían sostener aún una débil vida. Especialmente en el Medio Oeste existía una lucha patética para volver a la agricultura; pero los insectos y la roya…
Drummond se encogió de hombros. Tras dos años de aquello, sobre las cicatrices del mutilado planeta, estaba acostumbrado a todo. Los Estados Unidos habían tenido todavía suerte, Europa, entonces…
«Spengler -pensó sombríamente- y los demás habían pronosticado el colapso de una civilización llegada a la cima. Pero lo que no pronosticaron fueron las bombas atómicas, las bombas de polvo radiactivo, las bombas microbianas, las que esparcían plagas vegetales…, bombas que volaban como insectos ciegos sobre un mundo estremecido por la agonía. Nunca pudieron imaginar qué significaría realmente aquel colapso…»
Deliberadamente, arrojó tales pensamientos de su mente consciente. No quería que continuasen alojados en ella. Vivió con ellos durante dos años espantosos, que resultaron dos eternidades demasiado largas. Y de todas formas, entonces se hallaba cerca del hogar.
La capital de los Estados Unidos se encontraba bajo él en aquel momento, haciendo que su estratocohete comenzase a descender en círculos con un largo tronar de sus motores hacia las montañas. No quedaba mucho de aquella hermosa capital; lo que de ella subsistía se alojaba en una falda de las Cascadas, pero las aguas del río Potomac habían cubierto la inmensa tumba de Washington. Estrictamente hablando, todavía no había en ella ningún núcleo de Gobierno, todo lo que oficialmente sobrevivía se hallaba esparcido sobre el país, manteniéndose en precario contacto por avión o radio. Taylor, en Oregón, se estaba convirtiendo ya en un centro neurálgico.
Dio la señal con el transmisor, conociendo con un ligero escalofrío que le recorrió la espina dorsal, que las baterías de cohetes tierra-aire le estaban ya apuntando desde las verdes colinas de aquellas montañas. Cuando un avión llegaba a una ciudad, la fuerza aérea se colocaba inmediatamente a la expectativa. No es que nadie del exterior supusiera que aquella pequeña e innocua ciudad fuese importante. Pero nunca se sabía a qué atenerse. La guerra no se había terminado oficialmente. Podría ser que nunca terminara, mientras existiera personal viviente en constante alerta.
A su aparato llegó un prudente y precavido aviso.
- Está bien. ¿Puede aterrizar en la calle?
Era un sendero polvoriento y estrecho, entre dos filas de casas de madera; pero Drummond era un buen piloto y llevaba un magnífico aparato.
- Sí -contestó, con alterada voz, por la poca costumbre de hablar.
Cortó la velocidad y trazó una espiral de descenso hasta encontrarse deslizándose, sólo con el murmullo del viento contra la estructura del avión. Tomó contacto con el tren de aterrizaje y los frenos, deteniéndose.
El total silencio del entorno le golpeó como un golpe físico. El aparato en silencio, el sol cayendo sin piedad desde un cielo abrasador sobre aquel panorama de viviendas «temporales» y la total ausencia de personal viviente bajo aquellas montañas… ¡El hogar! Hugh Drummond soltó una risa seca y nerviosa, sin el menor humor en ella y se deslizó de la cabina de piloto del avión. Apreció que apenas si había gente que observara desde puertas y ventanas. Las pocas que vio daban la impresión de estar bien vestidas y alimentadas, con algún propósito y esperanza. Aquélla era la capital de los Estados Unidos, el país más afortunado del mundo.
- ¡Salga pronto de ahí! ¡Rápido!
La perentoria voz sacó a Drummond del estado de introspección que muchos meses de soledad le habían creado como hábito. Miró a un grupo de hombres vestidos con uniforme de mecánicos, conducidos por un hombre de aspecto cansado y con insignias de capitán.
- Oh, sí, por supuesto. Querrán ustedes esconder el aparato y suprimir la apariencia de un campo regular de aterrizaje.
- ¡Vamos, de prisa, idiota infernal! ¡Cualquiera, cualquiera podría venir por aquí y verlo!
- Nadie notaría que todavía existe un efectivo sistema de detección -respondió Drummond, prudente-. De todas formas, no se producirán más ataques. La guerra ha terminado.
- Me gustaría creerlo; pero…, ¿quién es usted para decir tal cosa? ¡Vamos, apártese!
Los mecánicos empujaron el aparato calle abajo. Drummond observó cómo se alejaba el estratocohete de su lado, con un sentimiento de desamparo. Después de todo, había sido su único hogar…, ¿por cuánto tiempo?
El avión fue alojado en un caserón disimulado como hangar subterráneo. Una rampa de cemento conducía hasta un enorme espacio cavernoso del subsuelo. Las luces interiores iluminaron una fila de aparatos guardados en el interior.
- No está mal -admitió-. No es que importe ya mucho. Quizá ya nunca más vuelva a importar. El infierno entero marcha finalmente sobre cohetes-robot… Bien. -Y se sacó la pipa de su chaqueta de aviador. La insignia de coronel brilló por un instante a la luz del sol.
- ¡Oh…, lo siento, señor! -exclamó el capitán, turbado-. No sabía…
- Está bien, no se preocupe. He perdido la costumbre de vestirme con el uniforme regular. He estado en muchos sitios, y los norteamericanos no somos muy populares. -Drummond cargó la pipa. Odiaba pensar, entonces, con qué frecuencia tuvo que utilizar el Colt que llevaba a la cintura, o las ametralladoras del aparato, para salvar la piel. Dio unas chupadas a la pipa con verdadero placer. Le pareció que, de algún modo, se sacaba de su interior un amargo gusto de las cosas.
- El general Robinson ordenó que le condujera a su presencia cuando llegara, señor -dijo el capitán-. Sígame, por favor.
Continuaron calle abajo, levantando con las botas pequeñas nubecillas de polvo acre. Drummond las miró con curiosidad. Se había desvanecido pronto, tras la lucha inicial. Durante los dos primeros meses, ambos bandos, bien organizados, se habían bombardeado sin piedad; hasta que resultó imposible mantener el orden a través del hambre y la pestilencia, cuando ambas comenzaron su trágico golpe sobre la faz de la Tierra.
Por aquel tiempo, los Estados Unidos eran un país sin ciudades, un anárquico tumulto, con apenas un escaso intercambio de radio. Desde entonces, parecía que se habían conseguido progresos notables. No supo en qué medida se pudo haber conseguido; pero la simple existencia de algo que pareciese capital era suficiente prueba.
El general Robinson… La arrugada faz de Drummond se retorció con un gesto. No conocía a aquel hombre. Había esperado ser recibido por el Presidente, quien le había enviado a él y a otros en una misión exterior. A menos que los demás… No, él había sido el único hombre que había estado en la Europa oriental y en el occidente de Asia. De eso estaba bien seguro.
Dos centinelas guardaban la entrada de lo que era, sin duda alguna, un antiguo almacén de mercancías convertido en Cuartel General. Pero ya no existían almacenes. No había mercancías que depositar en ellos.
Drummond entró en la fría antecámara. El tecleo de una máquina de escribir le llamó poderosamente la atención. Le parecía imposible. Máquinas de escribir y secretarias…, ¿no se había perdido todo aquello en el mundo, hacía ya dos años? Si otra nueva Baja Edad Media había vuelto sobre la Tierra, las máquinas de escribir eran un extraño anacronismo. No caían bien al ambiente. Vio que el capitán le había abierto la puerta de acceso interior. Al entrar, se dio cuenta de lo cansado que estaba. Cuando saludó al hombre que se sentaba tras la mesa, su brazo le pesaba una tonelada.
- Descanse, descanse -dijo la voz de Robinson afectuosamente.
A pesar de las cinco estrellas, no llevaba corbata, ni chaqueta. Su redonda cara aparecía sonriente. No obstante, daba la impresión de competencia y autoridad. Para haber llevado las cosas adelante en aquellas circunstancias, tenía que serlo, sin duda alguna.
- Siéntese, coronel Drummond. -Y el general le señaló una silla cerca de la suya, donde el aviador cayó desplomado, estremeciéndose. Inspeccionó vivamente el interior de la oficina. Estaba casi tan bien dotada como antes de la guerra.
¡Antes de la guerra! Unas palabras que, como una espada, habían dividido la Historia, dejando a un lado el vago resplandor de una época dorada y al otro el rojo estallido de los explosivos que llevaron la muerte y la destrucción a todas partes. ¡Sólo en dos años! El hallarse cuerdo era casi como una palabra sin sentido en aquella pesadilla. Apenas si podía recordar a Bárbara y a los niños… Sus rostros se habían sumergido en una ola de otros rostros perdidos en la monstruosa marea de la destrucción universal… Rostros de muertos de hambre, rostros humanos transformados en bestiales por el dolor y el odio. Su pena se había sumergido en el dolor de todo un mundo deshecho, y, en cierta forma, se había convertido a sí mismo en una máquina sin corazón y sin alma.
- Parece usted extenuado -dijo Robinson.
- Sí…, sí, señor.
- Suprima las formalidades. No tenemos tiempo, ni valen para nada. Tendremos que trabajar ahora juntos, no vale la pena perderlo en diplomacias.
- Pues bien, fui hasta el Polo Norte y después giré hacia el oeste. No he dormido…, bien, desde hace mucho tiempo. Pero, si puedo preguntarle…, usted. -Y Drummond vaciló.
- ¿Yo? Supongo que soy el Presidente ahora. De oficio y temporalmente, o algo parecido. Tenga, necesita un trago. -Robinson tomó una botella y un vaso de una vitrina. El licor hizo un extraño ruido a los oídos de Drummond.
- Es un buen whisky de diez años. Lo beberemos mientras dure. Gambai.
Drummond pensó que el general debió haber tomado parte en la Segunda Guerra Mundial, para recordar aquel brindis. Aquello tuvo que haber ocurrido hacía ya mucho tiempo, cuando él era un chico, en que todavía era posible ganar una guerra.
El ardiente fuego del licor escocés hizo a Drummond despertar de su abatimiento. Su cálida presencia, le probó bien en su estómago vacío. Oyó la voz del general Robinson con una agudeza surrealista.
- Sí, me encuentro ahora a la cabeza de los destinos del país. Mis predecesores cometieron el error de mantenerse juntos y viajar mucho para tratar de colocar al país en camino de su reconstrucción. Así, la enfermedad abatió por igual al Presidente y al Jefe del Gabinete, como a muchos otros. Por supuesto, no existe forma de llevar a cabo unas elecciones. Las fuerzas armadas habían casi perdido toda su organización; por tanto, hemos tenido que empezar a cero en todo. Berger se había encargado de la tarea; pero se suicidó al haber respirado polvo radiactivo. Entonces, el mando recayó en mí. Desde aquel momento, he tenido suerte.
- Ya veo, señor. -Aquello no establecía mucha diferencia. Unas cuantas docenas de muertes no eran gran cosa, añadidas a los incontables millones que habían ocurrido ya-. ¿Espera usted…, seguir teniendo suerte?
Una pregunta brutal, seguramente; pero las palabras no eran bombas.
- Así es. -Robinson parecía firme en su convicción-. Hemos aprendido muchas cosas, mucho por la experiencia. Hemos esparcido el ejército, situándolo en pequeños grupos en los puntos clave de todo el país. Durante algún tiempo, hemos cesado de viajar, excepto por alguna inexcusable urgencia, y aun así, con unas precauciones muy elaboradas previamente. Esto reducirá las epidemias. Los microbios se alimentan mejor y tienen su buen campo de acción en áreas muy pobladas, ya sabe usted. Resultaban ya inmunes a las técnicas médicas conocidas; pero sin huéspedes donde vivir, acabaron por desaparecer. Confío en que las bacterias naturales los acaben de devorar. Todavía seguimos teniendo precauciones para viajar; pero, por ahora, creemos hallarnos bastante seguros.
- ¿Volvió alguno más de los otros? Hubo muchos como yo, a quienes se envió al mundo exterior a ver lo ocurrido.
- Sí, uno volvió de Sudamérica. Su situación es similar a la nuestra, aunque carecen de nuestra organización y se inclinan más bien hacia la anarquía. Ninguno más volvió, excepto usted.
No era sorprendente. En realidad, lo sorprendente es que alguno hubiese vuelto. Drummond se había prestado voluntario tras haber sido San Luis destruido por las bombas y aniquilada su familia, no esperando sobrevivir y sin importarle lo más mínimo el hacerlo. Quizá por ello, se encontraba allí presente.
- Puede tomarse el tiempo que necesite para hacerme un informe detallado -dijo Robinson-, pero en general, ¿cómo están las cosas por ahí?
Drummond se encogió de hombros.
- La guerra ha terminado. Todo está destruido. Europa ha vuelto a un estado de completo salvajismo. Fueron atrapados entre Norteamérica y Asia y las bombas les llegaron de una y otra parte. Destruidas las cosechas y desorganizado todo sistema, la superpoblación hizo el resto. No quedan muchos supervivientes, y los que quedan son bestias que se mueren de hambre. Rusia, por lo que yo he apreciado, se las ha arreglado para sobrevivir en forma parecida a como usted lo hace aquí, repartiéndose el territorio en cuatro regiones independientes, aunque se encuentran mucho peor que nosotros. No pude descubrir mucho allá. No conseguí nada de India y China; pero he oído rumores. No, el mundo está demasiado desintegrado para que la guerra pueda continuar.
- Creo, entonces, que podremos salir a campo abierto -opinó el general-. Podemos comenzar realmente a reconstruir. No creo que jamás pueda haber otra guerra, Drummond. Creo que la memoria de ésta se quedará grabada de tal forma, que nunca pueda olvidarse.
- ¿Podrá usted quitársela de encima tan fácilmente?
- No, por supuesto que no. Nuestra cultura no ha perdido su continuidad; pero sufrirá un espantoso retroceso. Creo que nunca podremos recobrarnos totalmente. Pero…, debemos seguir hacia adelante nuestro camino.
El general se levantó, consultó su reloj y dijo:
- Es la hora. Vamos, Drummond, vamos a casa.
- ¿A casa?
- Sí, se quedará usted conmigo. Tiene usted necesidad de dormir durante un mes seguido en sábanas limpias, comer buena comida casera y sentir un aire hogareño. Mi esposa quedará encantada con su presencia. Apenas si vemos una cara nueva. Deseo tenerle cerca. La escasez de hombres competentes resulta aterradora.
Siguieron calle abajo, con un ayudante de escolta. Drummond comenzó a sentir de nuevo el doloroso cansancio que le tenía destrozado. Un hogar…, tras años de ciudades fantasmales, ruinas esparcidas sobre la nieve y de contemplar constantemente el hambre y la muerte.
- Su aparato podrá sernos extremadamente útil, también -dijo el general-. Esos aparatos atómicos, como el suyo, están más escasos que los dientes de las gallinas -dijo sonriendo, con intención de agradar a Drummond-. Supongo que habrá volado todas esas distancias sin necesidad de combustible. Y a propósito, ¿tuvo algún apuro?
- Pues, sí, general, alguno se presentó; pero pude arreglármelas con piezas de repuesto. -No era preciso mencionar en aquel momento las horas de frenético trabajo e incluso días de esclavizante y desesperada improvisación, con las plagas y el hambre rodeándole por todas partes. Había sufrido apuros para conseguir alimento, naturalmente, a despecho de las provisiones que en abundancia se llevó al partir. Había luchado por desperdicios de comida durante el invierno, entre maníacos que le hubieran asesinado por un pájaro cazado de un tiro o los restos de cualquier caballo, que se desenterraba hasta comerse los huesos. Pero tenía una misión que cumplir y aquella misión era cuanto le quedaba en la vida, el único punto adonde asirse para sobrevivir; por tanto se había aferrado a ella para llevarla a cabo a cualquier precio.
Entonces, el trabajo había terminado, y comprobó que podría descansar. No se atrevía a pensarlo. El descanso le daría tiempo para recordar. Quizá encontraría otro motivo para seguir viviendo en el gigantesco esfuerzo que se precisaba para la Reconstrucción. Tal vez.
- Ya hemos llegado -advirtió el general.
Drummond se quedó atónito de sorpresa. Allí había un coche camuflado bajo los árboles, con un chofer militar… ¡Un coche! Y de muy bella manufactura, además.
- Tenemos algunos pozos de petróleo que funcionan de nuevo y una pequeña refinería medio remendada -explicó el general Robinson-. Provee suficiente carburante para el tráfico oficial que necesitamos por el momento.
Subieron a los asientos traseros. El ayudante se sentó delante, con el rifle puesto sobre las rodillas. El coche arrancó y tomó la carretera de las montañas.
- ¿Adónde, general? -preguntó Drummond admirado.
Robinson sonrió levemente.
- Personalmente, creo que soy el hombre más afortunado de la Tierra. Teníamos una casita de campo para pasar allí los otoños en Lake Taylor a unas cuantas millas de aquí. Mi esposa se encontraba en ella, cuando llegó la guerra y allí continuó. Nadie vino a buscarnos hasta que me traje la oficina aquí a la ciudad. Ahora me encuentro con toda una casa para mí.
- Oh, sí. Es usted muy afortunado, general -dijo Drummond. Miró por la ventanilla, advirtiendo apenas los bosques bañados por la luz del sol. Se dirigió nuevamente al general, con voz sombría-. ¿Qué tal va el país? ¿Qué es lo que se hace, realmente?
- Durante bastante tiempo, las cosas fueron muy mal -repuso Robinson-. Algo espantoso. Cuando desaparecieron las ciudades, nuestros transportes y sistemas de comunicación quedaron literalmente barridos del mapa. De hecho, la totalidad de la economía desapareció por completo. Después llegó el polvo radiactivo y las plagas del campo. La gente se marchó y se produjeron luchas terribles allí donde los lugares superpoblados rehusaban tomar más refugiados. La policía intervino y el Ejército tuvo también que patrullar. Tuvimos que luchar especialmente contra las tropas enemigas que volaron sobre el Polo para invadirnos. Aún no las hemos cazado del todo. Hay un cierto número de bandas dispersas por todo el país. Existen numerosos grupos de hambrientos fuera de la ley y muchos norteamericanos que se echaron a la vida del bandidaje, cuando todo fracasó. Esa es la razón para que lleve esta guardia con nosotros, aunque desde hace mucho tiempo nadie ha asomado las narices por aquí. Los insectos y las plagas agrícolas arrojados con bombas por el enemigo arrasaron nuestras cosechas, y aquel invierno todo el mundo estuvo muriéndose de hambre. Pudimos contrarrestar las plagas con métodos modernos, aunque el daño fue muy considerable; sin embargo, esperamos para el año próximo buenas cosechas de productos alimenticios. Ni que decir tiene, que habiéndonos fallado todo medio de transporte, ha sido imposible salvar a muchísimas personas. Desearía contar con un Centro de Investigaciones bien equipado para ayudar a esta horrible situación. No obstante, vamos ganando, poco a poco.
- Distribución -murmuró Drummond frotándose una mejilla-. ¿Qué tal los ferrocarriles? ¿Y los vehículos de tracción animal?
- Contamos con algunos ferrocarriles que funcionan; pero el enemigo se preocupó de destrozarlos, más de lo que nosotros hicimos con los suyos. En cuanto a los caballos, apenas si quedan para poder utilizarlos, casi todos fueron comidos en el último invierno. Yo tengo en casa cerca de una docena de ellos y estamos viendo la forma de cruzarlos para poder utilizar esta fuente de energía primitiva, aunque supongo que para cuando podamos servirnos de ella, las fábricas ya habrán producido cosas modernamente más útiles.
- ¿Y por el momento?
- Estamos acabando la peor fase. Excepto los proscritos, tenemos actualmente la población bastante bien controlada. La gente civilizada está comiendo más o menos bien, y cuenta con cierta comodidad de alojamiento. Tenemos comercios mecanizados, pequeñas ciudades industriales para mantener una modesta economía. Ahora queremos expandirla, empezando a incrementar la que tenemos. Dentro de unos cinco años, supongo, el país estará bastante bien integrado como para suprimir la ley marcial y convocar unas elecciones generales. Un enorme trabajo que hacer; pero que vale la pena, Drummond.
El coche se detuvo ante una vaca que obstruía el camino con un ternerillo pegado a sus patas traseras. El animal parecía delgado y nervioso, mirando hacia los matorrales.
- En estado salvaje -explicó el general-. La mayor parte de los animales verdaderamente silvestres fueron muertos en los últimos dos años para comérselos; sin embargo, muchos animales domésticos se escaparon de las granjas, cuando sus dueños murieron o huyeron, y se encuentran ahora en tal estado.
Robinson advirtió la fija mirada de Drummond en el animalito que seguía a la madre. Sus patas tenían la mitad de la longitud.
- Es una vaca mutante -dijo el general-. Encontrará muchos de esos animales. La radiación de las áreas bombardeadas y el polvo radiactivo. Existe incluso una gran cantidad de criaturas nacidas anormalmente. Y éste es, realmente, el peor problema con que tenemos que encararnos.
El coche emergió de los bosques de la montaña, a ambos lados del camino en la orilla de un pequeño lago. Era una escena de paz y de serenidad. Las quietas aguas daban el aspecto de oro fundido, con los árboles bordeándolo y las montañas alrededor. Bajo la copa de un gigantesco pino, aparecía una casita de campo y una mujer en el porche.
Era como un verano con Bárbara…, acudió a la mente de Drummond, mientras seguía al general Robinson hacia el pequeño edificio campestre. Pero no era así, no lo era, no podía ser. Ni lo sería nunca más. Había soldados guardando el lugar de los riesgos de asaltantes fuera de la Ley. A sus pies vio varias flores singulares; eran margaritas; pero enormes y rojas, irregularmente conformadas.
Una ardilla chilló desde un árbol. Drummond comprobó, al mirar hacia arriba, que la cara del animalito aparecía tan áspera, casi como si fuese humana.
Después, se encontró en el porche y Robinson presentó a la mujer, como «mi esposa, Elaine». Era una mujer joven, de agradable aspecto, con unos bellos ojos que fueron con mirada llena de simpatía a la exhausta cara de Drummond.
Se dio cuenta que estaba embarazada, notándose en la bella mujer una aureola de felicidad, con la esperanza de alumbrar al mundo una nueva vida.
Fue conducido en seguida al interior, invitándole a tomar un baño caliente. Después siguió la cena; pero antes que ésta llegara, se hallaba tan profundamente dormido, que apenas si se dio cuenta cuando el general Robinson le metió en la cama.