I
La flecha partió de la espesura del boscaje tan rápida, que Collie apenas si pudo advertirla, cuando le hubo pasado silbando y rozándole el pecho. Sus reflejos de hombre de los bosques le hicieron encorvarse y la cabeza acerada de la flecha se hundió en el tronco de un árbol.
Su segundo movimiento fue mirar hacia arriba. A veinte pies sobre su cabeza, una rama aparecía como una borrosa mancha de hojas y de rayos de sol. Sus manos se crisparon sobre ella y con un atlético esfuerzo pasó una pierna por encima, afirmándose en el escondite del árbol. Acurrucado allí, respiró hondo y miró hacia abajo.
Dos hombres surgieron de la espesura, mirando salvajemente en todas direcciones. Iban vestidos con andrajos, tostados por el sol, con los pies desnudos marchando por sobre la suave superficie del terreno del bosque. Uno era un indio, demasiado viejo para ser mutante; el otro, mucho más joven, quizá de unos dieciséis años, mostraba tres dedos en cada mano. Sostenía fuertemente en la mano un arco, el indio blandía una lanza y ambos llevaban cuchillos al cinto.
No había otra escapatoria, ni tiempo para sentir miedo. Collie dio un nuevo salto, echando mano de su corta espada al mismo tiempo que caía al suelo del bosque. De un rápido salto alcanzó al arquero en pleno estómago.
El joven dejó escapar un agónico grito de dolor y soltó el arco, apretándose con ambas manos la terrible herida. Su compañero lanzó un rugido y le atacó con la lanza, destrozándole la camisa y desgarrándole la piel hasta el hombro. Collie retiró su espada corta y se alejó a diez pies de distancia, enfrentándose al indio. Éste, con los ojos dilatados, se aprestó a la lucha, comenzando ambos una danza de muerte. El indio soltó un grito salvaje y le arrojó la lanza en un rapidísimo movimiento, que casi atraviesa la cabeza de Collie.
- ¡Y-a-h-h!
Saltó más cerca de Collie, empuñando el cuchillo, y trató de apuñalarle en su forma típica. Pero Collie ya le había burlado el cuerpo y falló en su propósito. Tomando aire con fuerza se arrojó de costado y le hundió la espada hasta el puño. La retiró de un golpe y se inclinó sobre los dos hombres muertos. La sangre le latía en los oídos. Miró a su alrededor y le pareció oír el murmullo de las hojas de una rama próxima. Un arrendajo dejó escapar un chillido y salió volando del lugar. A través del techo del bosque, los fragmentos de cielo que entrevió permitían apreciarlo de un increíble azul en contraste con el verdor de la vegetación. El bosque estaba totalmente en la semioscuridad, salpicado de sol en la copa de los árboles y lleno de murmullos. Pero nadie más…, nada.
Lentamente, Collie hundió su espada en el suelo para limpiarla. Su mente volvió a sentirse abrumada de pensamientos sombríos. Hacía…, ¿cuánto tiempo? ¿Tres años? Sí, seguramente…, desde que había tenido disturbios con los proscritos. ¿Serían aquellos un par de descarriados o existiría un grupo mayor en cualquier parte? No había forma de asegurarlo, entonces yacían por el suelo con los ojos sin vida y las moscas zumbándoles alrededor de sus heridas.
Collie se estremeció. Nunca había matado a un hombre antes. Ni jamás lo había deseado tampoco. Se imaginó si aquello le pondría enfermo o que iría a sucederle…
No. ¿Por qué tendría que estarlo? No eran más que carne muerta, tirada por el suelo. Pronto la tierra los absorbería y quedarían sus huesos como recuerdo. No eran nada para él. sino un peligro, la peste, proscritos. Lo que contaba entonces era dar cuenta a la ciudad.
Recogió las armas de sus enemigos muertos y las estudió. Armas rudas, forjadas en frío con trozos de chatarra, el arco y las flechas no estaban mal, pero las había mejores en la ciudad. Bien, el herrero volvería a trabajar el metal y le pagaría algunos centavos por ellas. Collie recogió ambos cuchillos, que se puso al cinto, junto con el suyo y recogió la lanza, poniéndose a la espalda el arco y el carcaj de flechas.
Había salido a darse una vuelta con la vaga idea de hallar el refugio de un gato montés, que durante el mes pasado había atacado a diversos rebaños, eludiendo todo intento de capturarlo o matarlo. Condenadamente listo aquel animal, debía seguramente ser un mutante también. Bien, aquello podía esperar.
Volviéndose hacia los dos hombres muertos, les dirigió el último vistazo y se encaminó de vuelta al pueblo a un rápido trote. Tenía que recorrer unas diez millas a paso rápido, algo más de una hora de viaje. Los bosques tupidos le cerraban por todas partes y de nuevo se encontraba solo. Se dirigió al pueblo con todos los sentidos en alerta. Era muy posible que otros proscritos se hallasen en los alrededores. No es que les tuviese demasiado miedo, bastaría el más pequeño aviso para salir a mucha más velocidad de la que pudieran desarrollar sus perseguidores.
El bosque estaba poblado de viejos y enormes árboles, que llegaban hasta pasadas las laderas de Wind River Range, donde nunca había estado Collie. Siguió el terreno inclinado hacia el oeste, hacia su casa. El suave piso del bosque amortiguaba el ruido de sus pasos. Las sombras y la luz se mezclaban alternativamente en una confusión. Sobre su cabeza las enormes ramas de los árboles formaban una bóveda natural.
Collie fue descendiendo sin gran esfuerzo. Era un hombre joven, alto y fuerte, de veintitrés o veinticuatro años, nadie estaba seguro de su fecha de nacimiento. Por el exterior no parecía un mutante, en absoluto. Las ropas de confección casera ocultaban cualquier signo apreciable de tal condición, su rostro moreno parecía bastante humano; pero mirándolo de cerca, se apreciaba que su cuerpo resultaba un poco demasiado corto de talla, desproporcionadamente ancho de pecho y con unas piernas excesivamente largas con respecto al conjunto. No era una ostensible desproporción; pero le daba una apariencia irregular.
Un conejo saltó del sendero que seguía. Collie apenas si tuvo tiempo de observarlo bien; pero le pareció que aquéllas no eran las orejas de un conejo; eran grandes y redondas, más bien las de un ratón gigante. ¿Tenía rabo? Le pareció que carecía de tal apéndice en absoluto.
Nada importante. Tal vez la mitad de personas y animales que se veían eran mutantes, aunque solamente entre los humanos podía encontrarse realmente un ejemplar deformado. Los casos notables entre animales, apenas si sobrevivían. Para las apreciaciones de Collie, las «deformidades reales» no iban más allá de su propia degeneración.
Al final de la ladera, que terminó frente a un río distante, Collie salió a campo abierto, del que atravesó tres millas de distancia. Allí se había producido en tiempos un incendio que destrozó todo un enorme bosque. Los antiguos explicaban que se había originado un fuego terrible en los años posteriores a la guerra, cuando apenas si había quien pudiera combatirlos. El bosque había desaparecido, aunque dando claras muestras entonces de volver a resurgir, si bien más claro y con los retoños de los nuevos árboles más distantes que en su origen. La línea gris de lo que había sido la carretera general aparecía medio destrozada. Collie trató de imaginarse cómo pudo haber sido antes de la guerra. No podía llegar a imaginársela llena de automóviles, como los antiguos aseguraban haberlo estado.
Toda el área calcinada estaba recubierta de verdor y de retoños. Collie se fijó en un vástago realmente divertido y curioso y que antes había escapado a sus ojos. Era un extraño árbol joven con su frondosidad de sauce y hojas de helecho. Siguió un sendero cuajado literalmente de tréboles, sin preocuparse de haber encontrado alguno de cuatro hojas, como frecuentemente había hecho durante su primera juventud. Incluso habiendo tenido tiempo de sobra, tampoco lo habría hecho, resultaba demasiado corriente.
Las granjas comenzaban justo al término del terreno quemado. Collie se dirigió rectamente entre un estrecho sendero de campos de cereales. Había recorrido una buena milla, cuando notó que se había equivocado y que ocurría algo anormal por allí. Era el tiempo del cultivo; pero no se veía a nadie en los campos comunales.
¡Nadie!
Los proscritos…
El corazón empezó a latirle apresuradamente y se puso a correr. El terreno se deslizaba raudo junto a él, bañado por la luz del sol, sintiendo el aire azotarle la cara y con sus suaves mocasines pisando sin ruido el blando suelo de la campiña. Un pájaro cantó cerca. Respiró profundamente; no por la fatiga, sino porque se sentía realmente asustado.
¡Dios de los Cielos! ¿Habrían atacado los proscritos? A lo mejor habían caído sobre el pueblo… Había oído muchos relatos de los antiguos días sobre pillajes, incendios, gritos de criaturas mezclados con las brutales carcajadas de los bandidos, hombres muertos mirando fijamente con sus ojos sin vida al cielo, fuego, humo y ruinas… ¡No!
Llegó a un altozano y miró ávidamente hacia el pueblo. Yacía quieto y en calma, bajo la clara luz del día, en toda su extensión de casas sin pintar desde hacía años, viéndose, de tanto en tanto, algunos caballos amarrados a sus postes o enganchados en carros. La respiración de Collie se hizo más regular.
Pero, ¿dónde estaba la gente?
Dándose prisa, llegó a las primeras casas del pueblo. La valla de estacas había sido suprimida hacía años; pero aquellas casas de las afueras seguían considerándose como puestos defensivos. No había un alma en todas ellas, ni pudo tampoco ver a nadie en las calles. Un gato maulló a su paso. Tenía dos rabos.
Conforme se aproximaba al centro del pueblo, oyó el ruido de pasos, voces y excitación; pero ninguna muestra de pánico. Así, todo el mundo estaba en el mercado por alguna razón. Collie sonrió y dio la vuelta a la última casa.
La amplia plaza central estaba abarrotada de vecinos; las cuatrocientas personas del pueblo se hallaban casi en su totalidad presentes allí. Le resultaba demasiado familiar su aspecto, los hombres con ropas parecidas a las suyas, la mayor parte con larga barba, algunos llevando un revólver al cinto y el resto armados con cuchillos o espadas cortas, las mujeres con ropas y sombreros fabricados desmañadamente por ellas mismas, y los chiquillos vestidos con retazos de cualquier tejido o a falta de ellos.
Brillando al sol, una gran estructura metálica sobresalía por sobre las cabezas de la gente. Un helicóptero. ¡Gran Dios, un helicóptero!
Collie apretó fuertemente el brazo de un muchacho de quince años.
- ¿Qué es esto, Joe? -preguntó-. ¿Qué ocurre?
El muchacho le miró sonriente.
- ¡Hola, Collie! ¿Dónde te has metido? Han estado preguntando por ti.
- ¿Por mí?
- Sí, por ti y nadie más. Vienen de Oregón, Collie, y es un helicóptero del Gobierno. Dijeron que buscaban a ese corredor del que tanto habían oído hablar, y…
Collie no esperó a oír más, sino que empezó a abrirse paso entre la multitud. Joe trató ávidamente de buscar un mejor sitio para ver y empujó su silla de ruedas. Joe había nacido sin piernas.