II

En la banda de Richard Hammer había unos cincuenta hombres y diez mujeres, igualmente furtivas, andrajosas y de mucho cuidado. Se movían lentamente a lo largo de la orilla del río, soltando maldiciones contra las piedras con las que iban tropezando, en feroces palabras entrecortadas. Sobre sus cabezas, la luna en cuarto creciente expandía una suave luz en un cielo nublado. El río continuaba su rápida corriente, la escasa luz de la luna iluminaba a medias el paisaje y la oscuridad, y el viento soplaba con furia entre los árboles. En algún lugar de las cercanías un perro aulló y una vaca salvaje emitió un mugido de alarma avisando a su ternero. La noche era fría, húmeda e interminable.

- ¡Dick! ¿Cuánto falta todavía?

Hammer se volvió hacia el hombre que le había hecho la pregunta en voz baja, entre el oscuro grupo de seguidores.

- Cierra la boca -gruñó-. No hables mientras caminamos.

- Hablaré cuando me de la gana -dijo entonces en voz más fuerte.

Hammer cuadró los hombros fuertes de su corpachón de atleta y levantó su barbuda cara agresivamente a la luz de la luna.

- Todavía soy el jefe -advirtió-. Siempre que quieras luchar conmigo por el puesto, puedes hacerlo. Adelante.

En la mano sostenía el arma de fuego que le quedaba, un rifle y una cartuchera con unos cuantos cartuchos; pero con el cuchillo y el palo, pies y dientes resultaba todavía el más duro luchador de la partida.

Aquello era lo que le había permitido continuar vivo todavía, en aquellos terribles años de continuas riñas, de hambre y de vagar sin esperanza, ya que ningún bandido se hallaba seguro sin un jefe que le condujera.

- Está bien, está bien -respondió el otro individuo-. Pero estoy cansado y hambriento y este camino no se acaba nunca.

- No falta mucho -prometió Hammer-. Conozco este territorio. ¡Vamos y calladitos!

El grupo continuó avanzando, medio dormidos por el cansancio; sólo el agudo grito del hambre en sus estómagos les mantenía en marcha constante. Había sido una larga jornada a través de cientos de millas de devastado territorio del sur. Resultaba muy duro y amargo atravesar las ricas granjas del norte, sin poder llevarse apenas que unos cuantos pollos y gallinas y unos puñados de maíz. Pero Hammer insistía en su secreto destino y era capaz de dominarles lo suficiente como para hacer que le siguieran, sin rechistar. Aún no se había decidido a revelar su plan de campaña; pero el hallarse dentro de un territorio civilizado presuponía luchar y matar o morir, seguramente.

La luna ya estaba baja en el horizonte cuando Hammer ordenó un alto en la marcha. Habían dado cima a un alto repecho desde el que se contemplaba una masa oscura a unas dos millas de distancia, una ciudad.

- Ahora podrán dormir todos -ordenó el cabecilla-. Atacaremos poco antes del amanecer. Tomaremos la plaza con toda la comida que hay allí, casas, mujeres, ¡licor!, y mucho más, muchachos.

La banda estaba demasiado cansada para ocuparse de otra cosa que no fuera dormir. Se esparcieron por el suelo, como animales arropados con harapos y trozos de pieles, con sus cuchillos y palos, guadañas, hachas e incluso arcos y flechas. Hammer se sentó en el suelo y permaneció inmóvil, como un enorme gorila barbudo, con su maciza cara mirando a la ciudad. Un par de sus lugartenientes, jóvenes flacos y endurecidos por la lucha que sostenían a su lado, se le unieron.

- De acuerdo, Dick, ¿cuál es la idea? -murmuró uno de ellos-. No iremos a destruirla, sí eso fuera todo, ya hemos pasado por otras en el camino que traemos. ¿Qué estás tramando?

- Muchas cosas -respondió Hammer-. Ahora, no hagan ruido y se lo explicaré. Mi idea les dará además de muchos días de buena comida y bebida y buen descanso, algo más…, un hogar.

- ¡Un hogar! -susurró el otro proscrito. Sus fríos ojos se iluminaron de una forma singular-. ¡Un hogar! Eso suena a fantástico, Dick. Hacía tanto tiempo que…

- Yo vivía aquí antes de la guerra -interrumpió el jefe, siguiendo en el uso de la palabra en voz baja-. Cuando estalló la guerra, yo estaba en el Ejército. La epidemia destruyó mi unidad y casi todos murieron en la primera semana en la colina donde estábamos. Me dirigí hacia el sur en busca de un terreno más cálido. Muy pocas personas tuvieron la misma idea que yo.

- Eso nos lo has contado ya muchas veces antes.

- Ya sé, ya sé; pero…, cualquiera que haya vivido aquellos días, no podrá olvidarlo. Todavía puedo ver a tanto hombre muerto, la epidemia los aniquiló. Bien, empezamos a luchar por la comida. Bandas separadas se atacaban una a otra, cuando se encontraban. Hasta que quedaron unas cuantas para lo poco que había que pescar. Y entonces me acerqué a un pueblo y comencé a trabajar en el campo.

El perro aulló más cerca aún. En aquel aullido del animal había una nota extraña, algo que jamás se había escuchado de un perro antes de las mutaciones.

- ¡Ese condenado «mutie»! ¡Va a despertar a toda la ciudad! -rezongó uno de los de la banda.

- No, no hay que preocuparse. Este lugar ha vivido pacíficamente demasiado tiempo -dijo Hammer-. Ya pueden verlo. No hay guardias por ninguna parte. Como les decía, existían granjas separadas a bastante distancia. Tuvimos que luchar con otros tipos, y después, cuando conseguimos sembrar y plantar, vinieron las plagas del campo, barriendo toda posibilidad de recoger nada de la tierra. Entonces comencé a acordarme a cada momento de mi hermosa tierra de Southvale. Buena tierra para cultivar, un clima bastante decente y, a juzgar por los rumores que se corrían, era seguramente la más rica de todo este territorio. Y así se me metió entre ceja y ceja volver por aquí. -Y la blanca dentadura de Hammer relampagueó al sonreír a la luz de la luna.

- Bien, siempre te ha gustado escucharte hablando. Ahora supongamos que quieres decirnos de una vez lo que tienes tramado.

- Pues esto, amigos. La ciudad se encuentra aislada del resto por medios ordinarios de comunicación. Una vez que la hayamos conquistado, podremos ocupar fácilmente las granjas de los alrededores. Pero, ya saben que el Gobierno ha estado aquí. Las cosechas han tenido apenas plagas del campo. Alguien ha tenido que venir a fumigarlas. Un avión pasó ayer por aquí.

Los de la banda se movieron inquietos. Uno de ellos murmuró:

- No quiero nada con el Gobierno. Nos colgarían por esto…

- ¡Si pueden! No son realmente tan fuertes como parece. Aún no han conseguido el sur en absoluto, sólo han hecho un par de visitas. Tal y como yo lo veo, hay sólo un centro de Gobierno del que poder hablar, y es esa ciudad de Oregón de la que hemos oído hablar. Lo sabremos por la gente a las que echaremos el guante. ¡Ellos nos lo dirán! Y ahora, miren. El Gobierno tiene que tratar con Southvale, en una u otra forma. No disponen todavía de carreteras para los coches, por lo que tienen que usar aviones. Eso quiere decir que uno tendrá que venir a Southvale más pronto o más tarde. Los pilotos saltarán a tierra…, y les echaremos el guante también. Nos apropiaremos del aparato. Ya he olvidado cómo se vuela; pero ya nos conducirán los pilotos. Aterrizaremos de noche cerca de la casa de algún pez gordo, o quizá del misino Presidente. Los aviadores nos dirán todo lo que necesitemos saber. Cuando hayamos capturado a ese pez gordo, descubriremos dónde se guardan las bombas atómicas. Tienen que estar depositadas cerca de la ciudad y nuestro hombre procurará que entremos en posesión de ellas. Dejaremos las bombas y saldremos huyendo. La ciudad saltará por los aires. Ya no existirá más Gobierno, ni nadie querrá saber nada de él. Con lo que hayamos tomado de los arsenales, sostendremos Southvale y todo su territorio. Seremos los jefes, los amos… ¡Reyes! Quizá más tarde estemos en condiciones de conquistar más terreno. No habrá Gobierno alguno que nos detenga.

Hammer se puso en pie. Sus ojos se iluminaron con los últimos rayos de la luz de la luna, con una espléndida visión… En el fondo no se sentía un ladrón. Endurecido y embrutecido por el dolor, el hambre y la lucha para sobrevivir, no solamente se sentía un conquistador, sino un Napoleón o un Alejandro Magno. En el fondo de su corazón estaba convencido del hecho que mejoraría el estado de sus conciudadanos y por lo que tocaba a los otros…, bien, los «extraños» y «el enemigo» eran cosas sinónimas para él, para dedicarles mucho tiempo en que pensar.

- Se acabó el hambre, muchachos -dijo aspirando profundamente el aire de la noche-. No más frío, ni más humedad, no más esconderse entre las ruinas, no más andar y andar, sin dirigirse a ninguna parte. Nuestros hijos no morirán como perros recién destetados, crecerán como Dios manda, libres, felices y seguros. Podemos construir nuestro propio futuro, muchachos. Me parece estarlo viendo: una gran ciudad que se eleve hacia el sol.

Sus lugartenientes se estremecieron incómodos. Tras diez años de asociación, reconocían la extraña conducta de su jefe; pero le respetaban. Sus enormes ambiciones estaban más allá del alcance de unas mentes enfocadas estrictamente de la supervivencia día a día en la lucha por la vida. Se sintieron, no obstante, un poco asustados. Pero hasta los enemigos de su jefe reconocían la destreza de Hammer y su gran audacia y buena suerte. El plan podía tener éxito.

Sus propias ideas del futuro iban muy poco más allá de tener una buena casa y un harén de mujeres para cada uno. Pero aplastar al Gobierno era algo por lo que valía la pena dar la vida. Todos lo asociaban con el desastre y éste con todas sus calamidades y sufrimientos. Por tanto, era su peor enemigo. Sí, era preciso destruirlo, o al menos derrotarlo. Quizá nunca podrían poseer aquella hermosa tierra verdeante…

A menos que…

El perro había entrado en el pequeño campamento formado por los bandidos, olfateando como una sombra furtiva a la vaga luz de la luna. Entonces, aulló sordamente una vez más y se alejó trotando hacia la oscura y silenciosa masa que formaba la próxima ciudad.