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Los días y las noches se fueron sucediendo sobre ellos, una luz pálida y helada bañando suavemente aquellas colinas erosionadas y polvorientas, con el brillo parpadeante de miles de estrellas en una alta bóveda de oscuro cristal, mientras ellos continuaban trabajando y manteniendo la esperanza. Había mucho que hacer y pocas herramientas con que hacerlo. Los hombres volvían fatigados a sus refugios de la nave al atardecer tras una completa jornada de trabajo, tomaban una frugal comida y se tumbaban en sus camastros para dormir de un tirón la noche marciana hasta el próximo amanecer.

A Collie le pareció haber estado siempre encerrado en los estrechos límites de su traje a presión, y que las altas y hermosas montañas de la Tierra eran sólo un sueño tenido tiempo ha y que nunca hubiera existido otra cosa que el polvo rojo de Marte y una pala en sus manos. Le pareció sencillamente increíble que sólo fuesen unas pocas semanas desde que habían desembarcado en Marte.

El equipo científico, Wayne, Arakelian y Feinberg, estaba ocupado con lo relativo a la ecología, disección, análisis y teorías, formando lentamente así una imagen completa de la química y las múltiples simbiosis que conservaban aquellos restos vegetales en existencia viviente. Lois Grenfell se ocupaba de la cocina, de la administración de los alimentos y de muchas otras cosas más. El resto se ocupaba en edificar la base, que incluso en la escasa gravedad de Marte, resultaba un trabajo inhumano.

Pero fue creciendo lentamente. La nave había sido construida de forma que la mayor parte de su estructura metálica y partes constituyentes, pudieran desmontarse y ser utilizadas como refugios, habitaciones y equipo útil, dejando sólo un esqueleto básico para el regreso al hogar de la madre Tierra. Por falta de materiales de construcción, la mayor parte de Puerto Drummond, como se bautizó la base, estaba bajo el terreno, simplemente excavado y techado y después organizándose sobre la vieja duna de Marte una zona de materiales metálicos que ponían en el paisaje una pincelada de brillantes metales.

La próxima expedición estaría encargada de traer provisiones que completasen aquellas bóvedas, y la siguiente traería a unos cuantos hombres que continuasen el trabajo… ¡Santo Dios! ¿Cuánto tiempo se llevaría para poner en planta una pequeña población en tales condiciones, a cincuenta millones de millas de la Tierra?

Collie y el ruso Ivanovitch sufrían menos que los demás, por sus propias facultades físicas. La inmensa fuerza del ruso le permitía respirar cómodamente, al igual que al hombre de las colinas, que por la especial disposición de sus pulmones y sistema sanguíneo, le predisponían a sufrir menos por la falta de aire. Pero Collie fue el único que puso un especial interés en el trabajo considerándolo como un problema a resolver, más que el hacer una simple tarea, y se encontró a sí mismo convertido en una especie de capataz.

Maldita sea…, allí existía una especie de desafío. A su favor tenían una baja gravedad con respecto a la Tierra y en su contra las condiciones de trabajo y la terrible sequedad del terreno. El cemento ordinario apenas si se humedecía para fraguar decentemente pues la mitad del agua empleada era absorbida ávidamente por el polvo, impidiendo realizar una mezcla para poder ser utilizada y que la erosión pudiese arruinarla en poco tiempo. Tuvieron, entonces, que hacer moldes de plástico que actuaban como escudos protectores hasta que el cemento estuviese convenientemente dispuesto para ser empleado. Los diminutos animales del planeta comenzaron a roer la envoltura de los conductores eléctricos, por lo que fue preciso enterrarlos igualmente entre el cemento. En seguida se planteó el problema de buscar algún sustitutivo del cemento, encontrando al fin una especie de arcilla compacta que mezclada con agua y cocida, pudiese dar ladrillos útiles.

Pero era un grave problema gastar el agua en aquella proporción, por lo que se hacía indispensable encontrarla en alguna parte, o extraerla de las células vegetales de algunos árboles. Al fin, hallaron cierto tipo de raíces que al ser abiertas dejaban escapar de su interior una médula llena de líquido. Tuvieron que arrancarlas por miles en millas a la redonda y reunir su contenido en un gran recipiente. Y así durante días y días sin fin.

Poco a poco la base fue creciendo. Primero fueron una serie de cuevas intercomunicadas, una instalación en el techo para las baterías solares de Wayne, después un gran refugio sólidamente excavado en la roca y debidamente protegido donde se instalaría el reactor nuclear que debería traer la próxima expedición; los invernaderos donde las plantas deberían renovar el oxígeno y suministrar una parte del alimento, el esbozo de los laboratorios y los almacenes. En conjunto era una pequeñez perdida en aquellas ondulantes inmensidades, desnuda, débil y primitiva; pero fue creciendo y creciendo cada vez más. A veces, Collie, en sus momentos de reposo insomne, sentía resurgir en él el orgullo de estar realizando una gran obra y celebró el haber desembarcado en Marte. Se imaginó que Puerto Drummond, pasados cien años, sería una hermosa ciudad grande y blanca y que los desiertos que la rodeaban serían un bello espectáculo de verdor, y trataba de imaginárselo con los ojos de la imaginación.

No había forma de suponer lo que les esperaba. Para ellos, Marte seguía siendo un enemigo bastante temible, sin pensar ni por asomo que el odio antiguo de los hombres de la Tierra pudiese perseguirles hasta aquella lejanía del Sistema Solar. Pero tal peligro llegó una tarde, cuando menos pudieron haberlo imaginado.

Collie echó un vistazo al sol declinante en el horizonte occidental y ordenó un alto en el trabajo. En cuanto la noche hubiera caído sobre ellos, una explosión de estrellas caería sin transición sobre el firmamento que les rodeaba por todas partes.

- Es tiempo de irse a cenar -dijo.

El perro, sujeto por una cuerda, se detuvo en sus movimientos y esperó a ser desatado. Collie trató muchas veces de imaginar qué inteligente podía ser. Trabajaba con ellos normalmente, recibía órdenes verbales, sin necesidad de ser conducido a mano; pero sin embargo, había en él algo extraño. No era el animal al que se le daban unas palmadas cariñosas en el lomo y se le podía llamar «buen chico»…

Los demás hombres acarrearon las herramientas al interior del refugio, como precaución contra las tormentas de arena que pudieran dejarlas enterradas. Sus formas grotescas encerradas en los trajes a presión se dibujaban contra el oscuro cielo marciano, como largas sombras apuntando hacia la nave. Ivanovitch siguió todavía unos momentos en el trabajo, apretando la junta de una tubería, y después siguió a los demás. Collie permaneció sólo unos momentos, mirando sobre las colinas, tratando de imaginarse qué habría más allá de aquel desnudo horizonte. Probablemente, lo mismo que tenía a la vista. Nada de castillos dorados, con bellas princesas, sólo Marte, desnudo, silencioso y desértico. Un mundo donde el hombre tendría que incorporar sus propios sueños.

Algo brilló a cierta distancia, a los últimos rayos del sol poniente, como el brillo metálico de una armadura. Permaneció agudizando los ojos en aquella dirección y creyó ver que algo se movía. ¿Qué diablos podría ser?

«La imaginación», pensó Collie, y se volvió hacia el compartimiento de descompresión de la nave. El familiar dispositivo se cerró sobre él. Encogió la nariz ante el olor a rancio que existía dentro de la nave. Era un olor que nunca podía quitarse de encima. Despojándose del traje a presión y colgándolo en una percha, se dirigió hacia el diminuto cuarto de baño y esperó su turno, para quitarse el sudor producido por la tarea diaria. Feinberg estaba delante, hablando excitadamente con O’Neil, que permanecía callado.

- Sí, esas condenadas plantas consiguen oxígeno de las rocas. Algún catalizador orgánico, aunque ignoro cuál pueda ser. Con un cambio selectivo podríamos conseguir algo realmente eficiente para nuestra colonia; plantas que refinen el mineral de hierro para nosotros y que nos den aire y tubérculos comestibles. Pero tenemos primero que calcular los factores hereditarios. La estructura de los cromosomas muestra una disposición totalmente desconocida en la Tierra, y nos hace suponer que no sigan las leyes de Mendel que conocemos.

Collie acabó su humilde limpieza, se puso sus ropas limpias y se dirigió al salón. La mayor parte de los otros ya estaban sentados allí, mirando fijamente los platos de la cena, demasiado cansados para tener ganas de hablar. ¿De qué servía, por otra parte, perder el tiempo en charlar, cuando se sabía de antemano qué era lo que pensaba cualquier compañero y el objetivo de su posible conversación?

Lois apareció procedente de la cocina con una fuente colmada de carne. Collie creyó que era la única persona digna de verse en todo el planeta y el más hermoso objeto. Sus bellas facciones aparecían sonrosadas por el calor de la estufa, sus ojos brillantes y el hermoso cabello castaño rizado, cayéndole sobre los hombros. A Collie le encantó la idea de pasar sus manos sobre aquellos sedosos cabellos. Pero no debería, no, no debería hacerlo. Quizá más tarde, alguna vez al otro lado de la eternidad, cuando estuviesen de vuelta en la Tierra.

- Humm -dijo-. ¡Qué bien huele este estofado!

Ella hizo como si calculase algún número imaginario.

- Esto hace el noventa y siete, de las veces que has dicho lo mismo.

- Bien -repuso Collie-. Tenía que decir alguna cosa.

- Cuarenta y tres.

- Está bien, está bien. Eres muy guapa.

- Cincuenta y dos veces.

O’Neil miró gravemente a ambos. Collie sintió un remordimiento interno. No tenía derecho a suscitar una nueva disputa por ningún concepto.

- He visto algo que me ha parecido como el brillo de un objeto metálico esta tarde -dijo-. Como un relámpago, un destello metálico, conforme venía hacia la nave.

- Ah -dijo Feinberg-. Ya está. Los marcianos nos han encontrado.

- No creo que sea eso, desde luego -intervino Lois-. ¿Qué ha podido ser? ¿Algún lago por ahí en los alrededores?

- No -dijo entonces el negro-. No hay ninguno según nuestros mapas, no puede ser. Quizá alguna roca brillante por el polvo.

En esta ocasión, pudieron haber especulado sobre el particular y haber tenido una oportunidad para charlar. Pero la conversación languideció en seguida.

Collie se sintió sin sueño tras la cena. La mayor parte de los otros ya se habían ido a sus camastros, Wayne y Feinberg habían vuelto al laboratorio y Arakelian y O’Neil se habían enzarzado en una partida de ajedrez. Collie bostezó aburrido.

- Me voy a dar un paseo -dijo sin dirigirse a nadie en particular.

- ¿No estás cansado de ese condenado desierto? -rezongó Arakelian.

- Hace una noche maravillosa -dijo Collie, en tono defensivo.

Lois levantó los ojos del libro que leía. En la nave habían traído un buen número de libros de poco peso y una riqueza enorme de documentos en microfilmes con un proyector adecuado.

- Iré contigo, si no te importa -dijo la joven.

- Pues claro que no -repuso Collie sintiendo que el corazón le latía apresuradamente.

O’Neil apartó el tablero con un gesto salvaje.

- Me rindo -dijo con malos modos-. Voy a tumbarme.

«Lo peor de este individuo -pensó Collie-, es que es incapaz de conservar sus ideas en privado.»

Cuando él y Lois salieron al exterior la noche se extendía sobre ellos con un manto de estrellas de increíble resplandor. El desierto se ensanchaba ante ellos con su vasta inmensidad, sin que nada se moviera, sin que nada emitiera el menor sonido. El sonido de sus propias pisadas sobre la arena era un fuerte ruido para sus oídos. Las manos de Collie enlazaron a las de la chica cuando se alejaron de la nave.

- Me gustaría -dijo Collie- que no tuviésemos que ir vestidos con estos trajes.

- ¿Por qué? -preguntó ella.

- Ya sabes por qué.

- No comprendo…

- Lois…

- No, Collie -dijo ella-. No podemos permitirnos el lujo de vivir nuestras propias vidas. Aquí no. No hables. ¿No es maravillosa la vista de este cielo?

Collie se mordió los labios y sintió que las mejillas le ardían. Siempre había sido así. Había tratado de besarla una o dos veces en los escasos momentos en que habían estado solos; pero ella lo había impedido. No quería hablar del mañana, sino hasta encontrarse de nuevo de vuelta en la Tierra. Y por duro que fuese todo, ella tenía razón.

El rostro de Lois era un pálido reflejo contra la oscuridad ambiental. Los ojos de Collie siguieron la graciosa curva de las mejillas y de los labios de Lois y el resplandor de la luz de las estrellas sobre sus cabellos suaves. Sólo podía mirar todo aquel encanto. Maldita sea… Nunca debí haber venido aquí. Mejor es que me hubiera quedado en mi pueblo…

El espeso silencio se cerró sobre ellos. Pasearon sobre el filo del campamento de la base, mirando a las frías estrellas del firmamento, sin apenas hablar y sin pensar tampoco mucho.

Collie se sintió repentinamente alerta cuando la mano libre de Lois se posó sobre su brazo.

- ¡Cuidado! -murmuró ella.

Collie se detuvo mirándola. Lois permanecía en una posición acurrucada con la cabeza echada hacia atrás dentro del casco. La luz de las estrellas se reflejaba en sus hermosos ojos. Estaba escuchando atentamente.

- ¿Qué…?

- ¡Quieto! -ordenó ella con un murmullo-. Hay algo por ahí cerca…

Instintivamente levantó una mano para ponerla de pantalla en la oreja; pero tropezó con el casco transparente del traje a presión. No oía nada. Ni un sonido, ni el más leve murmullo, sólo el suave silbido de su propia respiración. Pero ella oía algo y movió el brazo con un signo de urgencia.

- ¡Hay algo en el campamento…, algún animal…, vamos!

- ¡No! -repuso él deteniéndola con un gesto-. Eso es cosa mía.

Collie se deslizó hacia adelante, yendo de una sombra a la próxima. La torpeza de movimientos del traje a presión no le estorbaba mucho, ya se había acostumbrado y era como corretear por las montañas de su país natal, nuevamente. Pero los latidos de su corazón crecían y se aceleraban y sintió las manos mojadas de sudor dentro de los guantes. ¡Qué diablos podría ser aquello! En Marte no existía ningún animal apreciable…

Pero no, cuidado. Ahora sintió él también un levísimo rumor en aquel aire tenue, y un choque metálico entre las máquinas y el material de la base en construcción, se arrojó sobre el vientre y serpenteó hacia adelante siguiendo el borde de un muro de poca altura.

¡Hombres!

Cuatro hombres estaban allí en pie, observando la nave desde el refugio que les ofrecía una gran caja de embalaje. ¡Extranjeros! Aunque sólo mostraban el bulto de sus trajes a presión y el leve resplandor de los plásticos, estuvo seguro que se trataba de extranjeros. ¡Y vio el brillo del cañón de un arma!

Algo frío le hizo un nudo en el estómago. Se acurrucó, tratando de imaginarse cuánto tiempo haría que tales individuos estaban allí, y si les habrían visto a él y a Lois salir fuera de la espacionave, quiénes serían y cuáles serían sus intenciones. Desde su escondite, Collie les vio avanzar con precauciones, salir fuera del campamento y dirigirse hacia la mole gris de la nave.

«Si fuesen amigos -pensaba a toda prisa en su cerebro alocado-, ¿por qué tendrían que arrastrarse a escondidas de esta forma? Y si son enemigos… ¡Cristo! ¡Estamos solos en este momento!»

No fue el valor, sino una fría y medio instintiva realización del hecho que no tenía nada que perder, lo que le dirigió hacia adelante. En cuatro zancadas estuvo junto a los cuatro atacándoles, mientras que de un grito advertía a Lois que corriese a pedir socorro.

Los hombres se volvieron como tocados por un rayo al ser golpeados. Pensó ciegamente que se encontraba desarmado y que no debería darles la menor oportunidad a que pudiesen disparar. ¿Para qué le servirían los puños y los pies cuando sus cuerpos estaban acorazados con los trajes a presión? Se tiró hacia uno sujetándolo fuertemente, y golpeando al resto con los pies y llamando en demanda de socorro.

En un breve instante, entre las sombras, pudo ver el rostro de su oponente. ¡Un mongoloide! El pensamiento se aclaró en su cerebro. ¡Siberianos! En seguida, un par de manos gigantescas se desasieron de él levantándole por el aire. Quedó colgado en una garra tan gigantesca como la de Ivanovitch, batiendo con los puños hacia abajo al casco del barbudo enemigo que tenía debajo. Las armas le apuntaban en aquel momento. Se retorció y pateó con ambos pies la bomba de aire de la espalda del gigante. Una, dos, tres veces con los músculos anormales de sus piernas, rompiendo y dejando abierto el dispositivo. El siberiano emitió un ronquido y cayó cuan largo era por el suelo.

Se inclinó ante el disparo de uno de sus enemigos. La bala le pasó silbando junto al hombro. Se tiró de cabeza aplastando el casco contra el vientre del que había disparado con el rifle. Los demás se lanzaron contra él pero Collie le arrancó el rifle de las manos y rodó libre a unas cuantas yardas de distancia.

Disparó contra una de las sombras. Una rociada de disparos trazaron su estela luminosa en la noche buscando su cuerpo. Fue arrastrándose hacia atrás hasta caer en un embudo del suelo. Los siberianos siguieron persiguiéndole, llegando hasta el filo del embudo y disparando ciegamente contra él; pero ya estaba nuevamente fuera de su alcance. Acurrucándose tras un repliegue comenzó a disparar con buena puntería contra las siluetas de sus enemigos. Uno de los hombres emitió un grito de dolor. Se oyó el silbido del aire y la humedad interna del individuo escaparse por la fisura perforada por el balazo como un blanco fantasma en el frío brutal reinante y caer rodando en el embudo. Rodando nuevamente sobre sí mismo, Collie aguardó el próximo movimiento de sus enemigos. ¿Vendrían los otros? ¿Sería posible que les llevase tanto tiempo ponerse sus trajes de presión?

Sus compañeros disponían de armas a bordo, no estando seguros del hecho que existieran o no bestias feroces en la superficie del planeta. ¿Qué estarían haciendo los siberianos restantes? Un torrente de plomo se le vino encima desde uno de los lados. Le habían cercado. Collie hizo fuego sobre la vaga forma a su alcance y saltó a cierta distancia en busca de un nuevo refugio. Las balas iban mordiéndole los pies en zigzag.

El fuego surgió de la nave. Una figura enhiesta y una ráfaga de ametralladora. ¡El rescate! Repentinamente, los siberianos se dieron a la fuga a través del desierto corriendo a toda velocidad, con la noche cerrándose sobre ellos conforme se alejaban. Collie se puso sobre pies y manos buscando un poco de aire en sus pulmones exhaustos. No pudo conseguir mucho. Cuando miró hacia arriba, Lois se hallaba sobre él. En su mano había una metralleta ultrarrápida.

- Collie -murmuró entrecortadamente-. Collie, ¿te encuentras bien?

- Ah, sí…, sí. -Se incorporó ayudado por ella. Todavía estaba vivo. Increíblemente, su traje no había sido perforado, aún conservaba la respiración, la visión y el movimiento en sus músculos. Se sintió totalmente vacío de fuerzas.

- Estoy bien… ¿Y los demás?

- Vendrán tan pronto como puedan. Tardan demasiado tiempo en meterse dentro de esos condenados trajes a presión. Fui y les avisé, después tomé esta metralleta y volví contigo.

- Buena chica. -Una poca energía iba devolviéndole las fuerzas perdidas, aunque se sentía con vértigos-. Ayúdame a levantarme, ¿eh?

Se apoyó en ella y caminaron lentamente hacia la nave. «Unas cuantas respiraciones más -pensó-, llenarme los pulmones un par de veces, es todo lo que necesito. Todavía estoy vivo…»

Pasaron junto al gigante abatido. Era un hombretón de siete pies de estatura, inmóvil en la arena del desierto con el resplandor de las estrellas reflejándose en sus ojos sin vida. Sin bomba de aire y sin aire, la estrangulación debió llegarle rápidamente. Y el otro, el del embudo, estaría muerto también, con la sangre helada como si el hielo le hubiese entrado en su circulación sanguínea. Ninguno de los dos hablaría más, por nunca jamás.

Collie se inclinó sobre el gigante. Sobre su espalda llevaba colgada una bazooka maciza y una ristra de proyectiles.

- ¿Qué desearía esta gente? -preguntó Lois. En su voz había como un sollozo entonces que el peligro había pasado-. ¿Qué vendrían buscando?

- Abrir un agujero en nuestra nave, supongo -repuso Collie-. La forma más rápida de matarnos a todos.

- Pero, ¿por qué? -insistió Lois-. ¿Por qué?

Collie se encogió de hombros, haciendo una mueca ante el terror que yacía escondido en su interior.

- Supongo que será porque no nos quieren.