XV
Al llegar tras una oquedad rocosa, pasado el acantilado, Collie se detuvo para recuperar alientos, tanteando torpemente en los tanques de oxígeno tomados a su enemigo abatido. Ahora ya disponía de dos. Abrió la válvula de uno de ellos dejando que la bomba succionara el leve aire marciano como suplemento. Aflojó los cables calefactores de su traje porque estaba sudando. Después continuó corriendo. El tiroteo había quedado ya tras él a bastante distancia, aunque no pudo distinguir bien si la lucha habría terminado ya. Mientras Misha hubiera podido enfrentarse a sus enemigos, no habría persecución para él; pero de todos modos, la batalla no podría durar mucho.
Se olvidó de O’Neil y de Ivanovitch ante la preocupación creciente de la suerte de Lois. ¡Si cualquier bala la alcanzara, abriéndole el traje a presión, tumbándola sobre la arena del desierto y escupiendo sangre! Si moría, si cerraba los ojos para siempre, no habría ya razón alguna para ir a ninguna parte, ni razón para no dejarse también él mismo, abismarse en el polvo del planeta rojo. «Sí, quiero locamente a esta mujer», se dijo a sí mismo en voz alta. Era la primera vez que sentía el pleno conocimiento del hecho.
Se olvidó de su propia personalidad. Entonces era sólo una máquina que corría a toda presión. Salió por fin del suelo pedregoso de una ladera y se enfrentó con el suave y ondulante desierto de arena. Echando un vistazo hacia atrás, comprobó que había ya perdido de vista a las naves en el valle pero todavía no habría corrido más de media milla de distancia. Las balas tendrían un largo alcance en aquella atmósfera marciana.
Deseó haberse empleado a fondo en una loca carrera; pero no era aquél el mejor sistema de recorrer largas distancias, en tales circunstancias. Poco a poco sería mucho mejor, a grandes zancadas, sintiendo las yardas y las millas deslizarse bajo sus pies. Tendría que rodear un tanto. Entre los siberianos existía, al menos, un corredor tan bien dotado como él para perseguirle. Pero tendría que andarse con cuidado; sería algo espantoso perder la ruta en aquellos desiertos infinitos de Marte.
Los acelerados pasos sobre el desierto fueron haciéndose más y más pesados, sentía los pulmones hambrientos de aire; no obtenía el suficiente. Con cierta resistencia a hacerlo, abrió un poco más la válvula. La bomba de aire se detuvo. Tomó una bocanada profunda para sostenerse mientras abría por completo la válvula del oxígeno y, con pánico, empezó a pensar cuánto podría durarle el tanque de repuesto. Bien, no tardaría mucho en comprobarlo.
Volvió a dirigir la vista hacia atrás: sí, allá a lo lejos pudo ver unas figuras diminutas por la distancia que saltaban por el borde del escarpado. Tendrían que verle necesariamente, además del rastro dejado sobre la arena. Se forzó a sí mismo a mantener un paso firme en su marcha, sin desfallecer.
Tendría que tratar de borrar el rastro de sus pisadas, de ser posible. Sus perseguidores parecían acercarse peligrosamente. Hacia delante, vio un grupo de rocas erosionadas en confuso montón. Al llegar allí, se sacudió las botas, para dejar todo rastro de arena sobre ellas. Las rocas comenzaron a mostrársele más altas inmediatamente. Saltó sobre la más próxima. Otro vistazo hacia atrás. Los siberianos parecían haber perdido terreno, se comprendía que no podían perseguirle al ritmo de su marcha; pero con sus provisiones extra de aire estarían en condiciones de mantenerse en marcha mucho más tiempo.
¡Si pudieran encontrarle sus camaradas de la nave! Fue saltando de roca en roca, elevándose poco a poco. Escondiéndose rápidamente entre dos grandes peñascos, se deslizó hacia un lado, cruzó por otra roca y corrió lentamente agachado en ángulo oblicuo hacia el borde pedregoso del conjunto. Su corazón sobrecargado de trabajo parecía hacerle temblar todo el cuerpo con cada latido. El macizo rocoso se terminó abruptamente y la arena del desierto se le apareció de nuevo en toda la extensión visible hasta el horizonte. Se detuvo respirando trabajosamente. Procuró orientarse. Sí, iría en la dirección de un lejano grupo de matorrales que vio en la distancia. Salió de las rocas y recorrió otra milla de desierto, procurando no dejar marcas de su paso por la arena. Al final, volvió a detenerse y a mirar hacia atrás, mientras se tomaba un respiro. No pudo divisar a nadie, ni nada se movía al alcance de su vista, sólo la arena y la más absoluta quietud. Le pareció que la arena se balanceaba y fulguraba a su alrededor. ¿Un truco que le estaban gastando sus ojos?
Bien, tenía ya que haber recorrido un par de buenas millas, quizá tres, sin haber dejado trazas de su paso…, al menos así lo esperó. Ahora era preciso lanzarse a fondo en un buena carrera. Tomó la dirección del sol y comenzó su jornada. La arena se deslizaba rápidamente bajo sus pies. Corría hacia el horizonte; pero siempre le parecía tenerlo a la misma distancia. Existía una espantosa igualdad en aquella parte del desierto, donde habría sido lo más fácil del mundo haberse perdido. Si le ocurría tal cosa, podrían buscarle mil años a partir de entonces, para tratar de averiguar su paradero.
La sed empezó a torturarle. Trató de ignorar tan imperiosa necesidad. No había que pensar en el agua. Sólo había arena, el cielo y la carrera. Nadie más, pensó, hubiera soñado jamás en haber intentado semejante maratón. Estaba poniendo a prueba sus maravillosas piernas mutantes, sus poderosos pulmones y su sangre especialmente acondicionada para tal esfuerzo continuado. Respirar, marchar. Poco a poco se dio cuenta de la pesadez de su traje a presión. Se resistía a sus movimientos; no demasiado; pero lo suficiente para darse cuenta de ello. Las juntas deberían aceitarse. Aquello sólo podría ser el único y pequeño factor que podría matarle.
Algo se cruzó en su camino, un diminuto animal, del color del desierto. Estaba asustado, él también lo estaba y sus enemigos, a su vez, estaban asustados. Todo un cosmos lleno de temor. Siguió corriendo.
El sol se deslizaba poco a poco hacia el occidente. Tuvo que detenerse unos momentos; el esfuerzo comenzaba ya a fatigarle demasiado. Retorciendo el cuello, echó un vistazo al calibrador del tanque de oxígeno que estaba usando. Casi a punto de quedar exhausto. No se sentó, sino que continuó con lentitud, tratando de evitar la rigidez de sus músculos. Le parecía imposible que pudiera hallarse allí, atrapado en aquella fantástica cosa corriendo a través de un mundo extraño contra la muerte. Tales cosas no le habían ocurrido nunca a él. Le habían ocurrido a otras personas. Siempre había existido alguien que había corrido, caído y yacido en tierra hasta morir. Por primera vez, sintió la completa sensación escalofriante y certera de su propia mortalidad.
El sol se ocultó tras el horizonte. De nuevo adquirió velocidad. Las estrellas brillaban con un tremendo fulgor sobre su cabeza. No reconoció la mayor parte de las constelaciones; eran las mismas que vistas desde la Tierra pero a diferente latitud. Deseó haber reconocido a la Osa Mayor o a Orión. Todo permanecía en una espantosa soledad, sus pies deslizándose rápidamente sobre el suelo arenoso y las estrellas brillando en una total quietud del espacio cósmico. ¡Qué lejos estaban! El cielo le pareció infinitamente profundo y negro. Le pareció que siempre permanecería así desde que había paseado en unión de Lois sintiendo a aquel maravilloso espectáculo.
El frío comenzó a dejarse sentir. Sintió escalofríos, que la constante carrera que llevaba no bastaba a suprimir. Para un ser con visión infrarroja él debería parecer una antorcha inflamada en aquel panorama helado. Incrementó un poco la calefacción de los cables de su traje a presión. Los vapores de su propio cuerpo le resultaron sorprendentemente espesos entonces, poniendo una cortina de niebla en el visor del casco. Si hubiera llevado consigo una botella adecuada, habría recogido aquel rocío para haberlo podido haber transformado en agua. ¡Necesitaba beber a toda costa! No tuvo otro remedio que abrir la válvula de escape y dejar salir una bocanada de aire al exterior. Surgió blanca, como un pequeño fantasma y desapareció en el acto.
El aire se terminó. Su corazón le latía alocadamente y sintió un pánico incoercible ante el conocimiento de la situación en que se hallaba. Rápidamente, se despojó del tanque exhausto y se colocó el otro que le quedaba. Se permitió el lujo de una profunda bocanada de oxígeno con que remediar sus doloridos pulmones, antes de cerrar la válvula y acondicionarla debidamente.
De nuevo se hallaba entre colinas, bajas pero rugosas de aspecto, con profundas grietas que ocultaban todos los peligros desconocidos en aquel planeta inhóspito. Si una arista de aquellas rocas le desgarraba el traje… Volvió a mirar a las estrellas. La nave debería encontrarse en aquella dirección. Pero habría sido la cosa más fácil del mundo, haber errado su localización por muchas millas de distancia, pasar de largo y dejarse caer totalmente agotado sobre el desierto y morir… Incluso hallándose sobre el camino cierto, comenzó a pensar que no estaría en condiciones de alcanzar su objetivo.
A la velocidad que estaba consumiendo el aire, el tanque último probablemente no duraría mucho tiempo. Hizo el paso más lento, tanto como pudo, trotando sobre las piedras que restallaban al contacto de sus botas y de la arena que se resbalaba por ellas. Pero le resultaba imposible caminar demasiado lento. Estaba el enemigo, que podría hallar su rastro y una sección de soldados siberianos podría dirigirse hacia la nave norteamericana, antes que él pudiese llegar con su aviso. Además estaba la sed y el frío.
Y siguió, y siguió en aquella agonía. La soledad le estaba aplastando por momentos. Le pareció ser el último hombre sobre un mundo deshecho y moribundo. Las piedras que aplastaba con los pies podían muy bien ser cráneos de hombres ya muertos hacía tiempo. Comenzó a sentirse torpe en sus movimientos, conforme el sueño, otro enemigo irresistible, comenzó también a asaltarle. Masculló una maldición sorda y trató de hacer resucitar sus energías de nuevo. Si derrochaba arrestos, todo estaría perdido para siempre.
La persecución, la distancia, el frío, la sed, la sofocación. Y para añadir a la lista de aquellas cosas horribles, aún otro nombre más: él mismo. ¿Qué distancia habría recorrido? No había forma de saberlo. Trató de contar sus pasos; pero perdió la cuenta. Tropezó con algo y cayó sobre su estómago, permaneciendo en el suelo, sollozando desesperado.
¡Arriba, por Dios Santo! La rigidez le clavaba sus garras poco a poco en todo su cuerpo. Deseaba quedarse allí y descansar, deseó por un momento haberse ahogado en un océano de agua. Y en él existía aquel océano acuoso, en su mente, allí había un mar primitivo cálido y tentador; durante unos instantes pensó que podía incluso oír un suave viento soplar a través de aquel mar, creyendo que podría dejarse sumergir en sus profundidades y dormir…, dormir…
Se dio cuenta del ruido que batía dentro de su cráneo, en forma de ondas atronadoras, relámpagos de luz que alternativamente parecían correr parejas con aquel ruido espantoso… Las estrellas parecieron brillar todas a un tiempo, las constelaciones serpenteaban en una danza de locura ante sus ojos y quiso gritar su terror; pero estaba demasiado agotado para hacerlo.
Falta de oxígeno… Abrió totalmente la válvula y aspiró una profunda bocanada de aire. Por un momento, casi se sintió aliviado de aquellos trastornos. Las estrellas permanecieron en su lugar en el cielo, brillantes y lejanas, inmisericordes. Pudo observar claramente el horizonte, cortado oblicuamente por la Vía Láctea.
Sus pies comenzaron a moverse, automáticamente, sin su propia voluntad. La breve claridad que había gozado volvió a desvanecerse. Apenas si le quedó conciencia para dejar de observar las estrellas y calcular su dirección. Dejó de preocuparse más si lo hacía o no. Comprobó un resplandor hacia el este, el resplandor del sol en el borde del mundo. ¿Sería posible que hubiese andado tanto?
Siguió moviéndose como un fantasma, con los brazos colgando, el cuerpo agachado hacia delante y totalmente agotado. Notó que la lengua le colgaba entre los labios. La arena del desierto comenzó a moverse suavemente en todas direcciones como una marea oceánica. Le pareció oír desde lejos el rumor de las olas de un mar en calma.
El calibrador del aire estaba a cero. Dio la vuelta a la bomba de aire, para que funcionase con ayuda de las baterías, arrojando el cilindro a la arena. Era una miserable respiración la que aún tenía con la bomba y su sequedad le pareció una llama de fuego en la boca y en la garganta. Trató de continuar; pero cayó desplomado. Yació abatido durante un largo rato, hasta volver a reunir algunas fuerzas y después continuó marchando, y marchando como un autómata.
El sol expandía ya su luminosidad por todo el horizonte visible. Dejó de preocuparse de la dirección que llevaba. Seguía con la cabeza inclinada y los ojos cerrados la mayor parte del tiempo. Una vez los levantó; para volver a contemplar la desoladora vastedad del desierto. Pero no…, un momento…, como si hubieran transcurrido varios siglos, le pareció apreciar un brillo metálico. Era la nave norteamericana, su nave. Se dio cuenta con un duro esfuerzo que había conseguido dar con el camino de vuelta; aunque no pudo recordar por qué razón había ido hasta allá.
La bomba de aire dio unos golpes en falso. «Bajo voltaje», pensó, sin darse cuenta muy bien de lo que aquellas palabras significaban. Las baterías estaban totalmente agotadas. Miró hacia delante, en dirección a la nave. No vio a nadie alrededor. «¿Habría estado allí realmente?», se preguntó de manera confusa.
Sus pies se alzaban y caían, una y otra vez. Levantar un pie, después el otro, un pie, después el otro…
La bomba de aire se detuvo con un silbido seco. No sintió el terrible frío que se introdujo en su traje a presión. La nave desapareció en una confusa y terrible oscuridad. Aún intentó continuar caminando. A los pocos instantes, la oscuridad le envolvió por todas partes y cayó como un fardo en aquel océano sin orillas.