Epilogo tras el espejo
ELÍSEO
Así rezaban las letras
doradas grabadas en el bastidor del espejo. Aquel nombre era una
pequeña broma de Cronos. No podía evitarlo, siempre había tenido el
sentido del humor del que otros dioses carecían.
Él no solía cubrir el
espejo con un paño, como hacía su hijo. Pero a cambio, para evitar
que Zeus pudiera descubrir más de lo necesario sobre la geografía
de aquel supuesto Elíseo, Cronos siempre tenía orientado el espejo
hacia el cielo, de modo que como mucho se vieran unas cuantas ramas
de árbol. Siempre verdes y cargadas de frutos, desde luego, para
que Zeus supiera lo bien que vivía su padre Cronos en el
destierro.
Y no se podía quejar, la
verdad. No le faltaba de nada. Para demostrarlo, abrió un armarito
que tenía en la terraza, sacó una botella de vino de veintisiete
años refrigerado a la temperatura exacta y se sirvió una copa.
Después abandonó el refugio de la pequeña techumbre que cubría de
la intemperie el espejo y la mesa en la que solía cenar, cruzó bajo
los naranjos y se asomó a la balaustrada exterior de la
azotea.
Su mirador no estaba tan
alto como el de su hijo Zeus, pero no podía quejarse de la vista.
Su morada estaba orientada hacia el sur, era soleada y desde ella
se veían los demás edificios del centro de la ciudad: torres
gigantescas, de líneas audaces y fachadas brillantes. Pero ninguna
de ellas tan alta como la suya.
Un zumbido sonó junto a su
pecho. Tomó el teléfono y contestó.
- Sí.
- Señor Kronn -dijo
una voz femenina-. ¿Seguro que no quiere que le mandemos el
helicóptero? El Centro Nacional dice que el huracán no ha amainado
al tocar tierra. Se esperan vientos de trescientos kilómetros por
hora en la ciudad.
- No. Este edificio
resistirá -respondió él, y colgó.
Cuando fue derrotado por
Zeus, Cronos aún tenía reservado un último truco.
- No deberías
encerrarme ahí, hijo. Ésa no es forma de tratar a un padre -le
dijo, delante del espejo que se iba a convertir en su cárcel.
- ¡Entra de una vez, o
te reduciré a pavesas humeantes!
Su hijo Zeus era demasiado
joven y estaba demasiado ocupado disfrutando de su gran victoria
para pensar en la extraña simetría de aquel artefacto al que
llamaban el Espejo del Tiempo. Por eso no se dio cuenta de que,
cuando Cronos atravesó su lisa superficie, todo se dio la vuelta
sobre sí mismo, y no fue su padre quien quedó confinado, sino que
el propio Zeus, toda su prole y el resto de los malditos dioses
quedaron aislados del resto del universo en aquella burbuja
metaespacial que ellos consideraban su cosmos.
Y de esa manera él, el
Primer Nacido, Kronos y Khronos a la vez, se había convertido en el señor
del tiempo y el único soberano del único mundo que realmente
importaba.
Muchas existencias había
vivido Cronos desde entonces, y muchas falsas muertes había sufrido
para borrar sus huellas. Pero en cada nueva vida heredaba el poder,
la riqueza y la sabiduría de la anterior. Por encima de todo, había
aprendido la lección que su soberbio hijo jamás entendería. Que el
verdadero poder, si quiere perdurar, debe ser anónimo, permanecer
oculto y manejar los hilos desde las sombras. Pues si nadie sabe
donde reside, nadie intentará suplantarlo. Y en verdad, nadie
encontraría el nombre ni la dirección del señor Kronn en los
archivos de los bancos, las compañías petrolíferas ni las empresas
de telecomunicación que controlaba.
Nadie, por tanto, podría
asaltar los cielos para derrocarlo por segunda vez.
Cronos, el señor Kronn, se
acodó sobre la balaustrada de mármol de la torre Penderson, el
último y más alto rascacielos de Houston, y contempló la calle, a
trescientos metros bajo sus pies. ¿Qué pasaría si arrojaba el
espejo desde allí? Zeus había intentado romper el vínculo entre
ambos mundos y no lo había conseguido. ¿Podría lograrse desde este
lado? A menudo tenía la tentación de hacer el experimento. Pero el
Espejo del Tiempo era el único nexo con su numerosa, patética,
problemática y encantadora familia. No le importaba seguir
fingiendo que acudía obediente a las convocatorias de su hijo Zeus.
Quien, por cierto, le había dado una sorpresa agradable. Cronos no
esperaba que conservara el cetro después de la última conjura de la
gran Gea. Sin duda, habría más.
Pero ahora el horizonte
reclamaba su atención. Unas nubes enormes y negras se acercaban
desde el mar, como una colosal flota de destructores celestes.
Abajo, en la ciudad casi desierta, sonaban sirenas de policías y de
bomberos y se oían voces amplificadas por los megáfonos.
El viento empezó a agitar
los cabellos blancos de Cronos. El titán recordó la plaga de
catástrofes que se estaban sucediendo en los últimos tiempos y,
mordiéndose los labios, se preguntó si, de alguna manera, aquella
que era aún más antigua que él no habría conseguido burlar la
barrera del Espejo del Tiempo. Si Gea, la anciana Tierra, no
intentaba librarse de la plaga humana que siempre la había
atosigado y a la vez derrocar por segunda vez al más astuto de sus
hijos, a Kronos Ankylometes.
Plasencia, otoño de
2005
Fin