La Cólquide

   Llegaron a la Cólquide poco después de mediodía, aunque más bien parecía un frío amanecer, pues el cielo estaba encapotado y espesos vellones de bruma cubrían la llanura; entre ambos velos de nubes, los lejanos picos del Cáucaso flotaban en el aire como presencias oscuras y fantasmales, sin base en la tierra. La Salaminia entró en el estuario del río Fasis y remontó la corriente a golpe de remo, en medio de un silencio tumulario. A las márgenes del río se veían embarcaderos vacíos y palafitos abandonados por sus moradores.
   En la propia ciudad de Fasis descubrieron que el puerto estaba cerrado con una cadena, y no les franquearon el paso a los muelles hasta que los soldados del rey comprobaron el cargamento de las bodegas e interrogaron a cada uno de los pasajeros acerca de su nombre y procedencia. Zeus aguantó con paciencia, el ojo de las Grayas escondido bajo la ropa por no llamar la atención.
   La ciudad de Fasis no era demasiado grande, pero ahora las calles estaban atestadas de chamizos y tiendas de campaña. Los habitantes de los alrededores se habían refugiado tras las murallas, huyendo de los peligros que acechaban en los bosques, e incluso, recientemente, en los prados y huertos más alejados de la población. Los soldados condujeron a Cécrope, Zeus, Alcides y tres de los tripulantes al palacio del rey, mientras los demás marineros se buscaban alojamiento en las tabernas y lupanares del río.
   Eetes, hijo de Perseide, poseía algo de icor divino en sus venas, como tantos otros monarcas, pero ya había empezado la lenta decadencia de los años. Zeus lo recordaba alto, delgado y apuesto, con los rasgos afilados y alertas. Ahora se le veía más cargado de espaldas, con un rodillo de grasa en la cintura, los rasgos abotargados y más recelo que astucia en la mirada. Recibió a los visitantes sentado en un trono de madera recubierto de placas de oro, y con los pies dentro de una palangana de agua caliente para aliviar su hidropesía. Lo rodeaba su guardia de honor, diez soldados vestidos con corazas de electro y faldellines de lino, mientras un enorme eunuco le abanicaba con una gran pluma de avestruz líbico para espantar las moscas, que andaban tan revueltas y pegajosas como el propio aire.
   - Saludos, gran Eetes -dijo el capitán de la Salaminia -. Soy Cécrope, hijo de Erecteo, rey de Atenas, hijo de Pandión. Te presento los respetos de mi padre.
   - ¿Vienes como embajador? -preguntó el rey en tono desabrido-. Me han dicho que traes mercancías en tu barco. Si nos visitas como mercader, bienvenidos seáis tú, tus marineros y, sobre todo, tus ánforas de vino y tus armas micénicas. Si vienes con una embajada, lárgate por donde has venido. No me interesa la palabrería aquea.
   - Como bien has adivinado, rey Eetes, traigo vino del mejor, y también aceite del Ática, y armas forjadas en bronce y hierro. En realidad, navego por mi cuenta, no por la de mi padre. Pero, aunque no desees recibir su embajada, espero que al menos no te incomoden sus saludos.
   - Bien, bien. Devuélveselos de mi parte cuando regreses. A ver, diles a tus hombres que se acerquen al trono y se arrodillen delante de mí. Para ti, que eres hijo de rey, bastará con una reverencia.
   Cécrope se volvió a los demás, que habían torcido el gesto al oír que tenían que rendir una genuflexión, pues los atenienses no estaban acostumbrados a honrar a sus reyes con muestras de respeto tan extremas.
   - Ya lo habéis oído -susurró-. Como dice el refrán, cuando vayas a Tebas, pórtate como los tebanos.
   - No me he arrodillado ante nadie en mi vida -repuso el piloto Artemidoro.
   - Ni yo -dijo Alcides.
   - No seáis pueriles. Os recompensaré de sobra por los callos que os puedan salir en las rodillas.
   Los tres tripulantes atenienses y Alcides se adelantaron y se arrodillaron durante unos segundos delante del rey, que los despachó con un gesto displicente. Pero Zeus se había quedado rezagado y de pie.
   - ¿Quién es ese maleducado que no rinde homenaje? -le preguntó el rey a Cécrope.
   - Es Próxeno, ¡oh, rey! Un viajero tesalio al que recogimos en la Argólide. Míralo: es ciego y manco. Ha sufrido muchas desgracias. Discúlpale que haya olvidado sus modales.
   - De ninguna manera.
   Eetes chasqueo los dedos. El más alto de los soldados que hacían plantón junto al trono se adelantó.
   - ¡Ponte de rodillas, mendigo! -ordenó Eetes.
   Zeus meneó la cabeza. En otras circunstancias tal vez lo habría hecho, con la idea de someter a Eetes más tarde a una venganza lenta y dolorosa. Pero no quería plantar en el suelo nada que no fueran sus botas de vitela. No estaba seguro de que Gea pudiera detectar su presencia a través de las losas del suelo de palacio, pero aquello se había convertido en una obsesión.
   - Soy más anciano de lo que parece, rey Eetes. -Y más anciano debes estar tú, que no te acuerdas de mi, pensó para sí-. Mis rodillas sufren de reúma, y más cuando visito lugares tan húmedos como tu ciudad.
   - ¡Haz que se arrodille! -ordenó Eetes.
   El soldado levantó la lanza y clavó la contera en el estómago de Zeus. Pero él apenas dobló la cintura, y tan sólo esbozó una leve sonrisa. El hombre se apartó un paso para coger impulso y esta vez golpeó con todas sus fuerzas. Zeus ni siquiera movió los talones del sitio. El soldado, más molesto por quedar en evidencia que por el desafío del forastero, le dio la vuelta a la lanza y se dispuso a clavarle la punta en el abdomen.
   - ¡Espera, rey! -dijo el mayordomo de palacio, de pie tras el trono de Eetes-. Tal vez te están sometiendo a una prueba. Pues se dice que todos los mendigos vienen de parte de Zeus. ¿Y si fuera el propio Zeus disfrazado de pordiosero?
   - Zeus ha muerto -respondió Eetes-. ¿Es que no te has enterado? El tirano ha caído, igual que cayeron su padre y su abuelo. Yo conozco bien a los dioses. La ambrosía hace que la piel les brille como el mármol bruñido. ¿Acaso ves que este mendigo brille, estúpido?
   Así, el temor de que Gea detectara su presencia, que el rey Eetes interpretó como tozudez, le valió a Zeus acabar sentado en un banco de madera bajo la lluvia de la noche, con la única protección del alero de tejas de un pórtico; bien escasa con las rachas de viento que soplaban. Mientras, los demás eran festejados en el interior del palacio, pues el rey empezaba a beber vino cuando caía el sol y su humor huraño mejoraba rápidamente con cada copa que vaciaba y, sobre todo, con cada copa que volvía a llenar.
   Zeus halló un nuevo y extraño placer en estar apartado de los demás como un leproso, oyendo los cantos, las risas y el entrechocar de las copas de plata, mientras la lluvia le empapaba los cabellos. ¿Se puede caer más bajo?, pensó con amarga satisfacción. Pero entonces un perro viejo y sarnoso se acercó a él, le lamió la mano izquierda y se tumbó sobre sus pies, y se dio cuenta de que sí, aún podía empeorar. Por otra parte, le enterneció que una criatura tan vil como aquel perro sin raza le ofreciera esa humilde muestra de hospitalidad.
   - Buen perro -le dijo, acariciándole la cabeza.
   Poco después una puerta se abrió a su izquierda y Alcides salió del gran salón de palacio, sin reparar en él. Le acompañaban dos esclavas vestidas con túnicas abiertas y casi transparentes que, entre carcajadas, atravesaron el patio corriendo con pasitos cortos para mojarse lo menos posible y se perdieron en los aposentos que había al otro lado de la columnata. Pronto empezaron a llegarle a Zeus risitas, jadeos, gemidos y crujidos de madera, y el derrocado rey de los dioses reparó en que no había vuelto a hacer el amor desde la noche anterior a su derrota en la isla de Atlas.
   - En seguida salgo al patio y te llevo algo de comida, Próxeno -le había dicho Alcides horas antes, cuando empezó a oscurecer. Pero Zeus se sentía indulgente con él. Joven y fogoso, era lógico que olvidara su promesa al ver unos muslos y unos pechos hermosos bajo una túnica transparente.
   - Hola -dijo una vocecilla a su lado.
   Absorto en sus propios planes, Zeus no había oído llegar a nadie. Quien le había hablado era una niña que no podía tener más de seis o siete años, menuda, delgada, con los hombros y el cuello huesudos, una nariz larga que prometía convertirse en aguileña y dos ojos enormes y oscuros que apenas parpadeaban. Vestía una túnica blanca y sobre ella un manto de lana fina con hermosos bordados que debían ser azules, aunque a través de la joya Zeus los veía del color del vino oscuro. Era ropa de calidad, no de una esclava de palacio.
   - Te he traído esto -dijo la niña, mostrándole una jarra de barro tapada con una tela encerada y atada con un cordel.
   - ¿Por qué? Sólo soy un mendigo.
   - Los mendigos vienen de parte de Zeus -contestó ella, con voz muy seria.
   - Sí, eso acabo de oír. ¿Qué me traes?
   - No sé si es bebida o alimento -contestó la niña-. Dímelo tú.
   Zeus destapó la jarra, y al momento le llegó a la nariz el olor dulce y amargo a la vez de la ambrosía. La boca se le llenó de saliva y estuvo a punto de llevarse el néctar a los labios para beberlo de un trago, pero contuvo su ansia. De pronto se le ocurrían varias utilidades para aquella jarra que debía contener ambrosía para rellenar tres o cuatro copas.
   - ¿De dónde has sacado esto?
   - Mi madre la esconde en su arcón y la bebe cuando cree que no me doy cuenta. Por eso está tan guapa, no como mi padre, que cada día es más viejo.
   - Entonces, ¿tú sabes lo que es?
   - Pues claro. Ambrosía, la bebida de los dioses.
   - ¿Y sabes quién soy yo?
   - Pues claro -repitió la niña, más impaciente-. Te vi hace seis años, ¿es que no te acuerdas?
   Sorprendido, Zeus frunció el ceño. Seis años habían transcurrido ya desde su última visita a la Cólquide, cuando estuvo de paso en un viaje a las estepas más allá del mar Hircanio, y en aquel entonces había sido Eetes quien se arrodilló ante él. Recordaba ahora a un bebé que tenía los mismos ojos de esa niña, y que con sus pocos meses de edad le miraba desde los brazos de su nodriza como si pudiera leerle los pensamientos.
   - Tú eres Medea, la hija de Eetes -dijo.
   - Pues claro -repitió la niña.
   - Bien, Medea. Te agradezco mucho esta ambrosía, y te prometo que algún día, cuando recobre lo que es mío, te haré un regalo que será casi tan bueno como éste.
   - ¿Por qué no te la bebes? ¿Es que no tienes sed?
   - Ahora mismo, no -mintió Zeus-. Pero se me ocurre algo que puedo hacer con esta ambrosía. ¿Me ayudarás?
   - Claro -contestó Medea, muy seria. Zeus se preguntó si alguna vez en su vida habría sonreído.
   - Te habrás dado cuenta de que llevo una venda sobre los ojos.
   - No estoy ciega.
   - Pues yo sí, a no ser que utilice esta joya que ves. Alguien, de quien pronto me vengaré, me sacó los ojos. Quiero que me eches un poco de ambrosía en ellos. Pero muy poco, como si fueras a llenar un dedal, ¿me entiendes?
   - Sé lo que es un dedal.
   Zeus cogió a la niña de la cintura y la puso de pie sobre el banco de madera. Después se quitó la venda y agachó la cabeza.
   - Te advierto que te puedes asustar…
   - ¿Eso blanco que tienes dentro qué es? ¿Te están creciendo los ojos?
   - Sí.
   - Entonces, ¿para qué quieres la ambrosía?
   - Para que no tarden tanto en crecerme y pueda ver cuanto antes a niñas tan guapas como tú.
   - Eres un mentiroso. No soy nada guapa -dijo Medea.
   No lo era, pensó Zeus. Pero cuando creciera, sin duda sería atractiva, a la manera exótica y un tanto salvaje de las tierras brumosas de la Cólquide.
   La niña contuvo el aliento y derramó unas gotas de ambrosía, con mucho cuidado. Después se apartó, con un gemido que era a medias asco y a medias curiosidad morbosa. Dentro de las órbitas vacías empezó a sonar un burbujeo, como si algo empezara a hervir o a corroerse en su interior. Zeus sintió un picor terrible, tan fuerte que con gusto se habría clavado los dedos enteros en las cuencas de los ojos para rascarse hasta el hueso. Pero se contuvo y, sin hacer un mal gesto, volvió a enrollarse la venda alrededor de la cabeza.
   - Gracias -le dijo a Medea-. Has sido muy valiente.
   - ¿Por qué no te echas ambrosía en el brazo?
   - ¿Aquí? -preguntó Zeus, tocándose el muñón-. No, no. Pretendo recobrar mi brazo de otra manera.
   - ¿Me dejas verlo?
   - ¿El muñón? ¿Quieres ver el muñón?
   - Sí.
   Zeus se encogió de hombros. Aunque en aquel momento el picor era insoportable, le estaba tan agradecido a la niña que estaba dispuesto a seguirle la corriente en casi cualquier capricho. Se desató el vendaje que le cubría el antebrazo y le enseñó el corte, tan limpio y recto como si se lo hubieran hecho a una estatua de mármol. Medea abrió la boca, asombrada, y lo rozó con los dedos.
   - Me encanta…
   - ¿Que te encanta?
   - Sí -dijo la niña, muy seria-. Me encanta cortar cosas. Tengo un frasco lleno de rabos de lagartija, y de patas de gorrión. Voy a ser bruja cuando crezca, ¿sabes?
Si es que no lo eres ya, pensó Zeus.
   - ¡Medea! ¡Medea! -llamó una voz femenina.
   La niña se volvió hacia la izquierda. Allí se había abierto una cortina de lana, y tras ella se asomó una mujer vestida con ropas de criada que llevaba a un niño pequeño en brazos.
   - ¡Medea! ¡Tu madre te llama! ¡Es hora de acostarse!
   - Tengo que irme -le dijo Medea a Zeus.
   - Lo sé. ¿Ese niño es tu hermanito?
   - Sí. Se llama Apsirto. Es una lata. No hace nada más que llorar y manchar pañales. Cuando sea mayor, lo despedazaré.
   - Estoy seguro de ello -respondió Zeus, que al ver la mirada de odio de la niña comprendió que Apsirto nunca llegaría a reinar en la Cólquide.
   Medea se alejó corriendo con pasitos de niña, lo único infantil que había hecho desde que se presentó ante Zeus. Pero de pronto cambió de opinión, se frenó de golpe poniendo los brazos en una columna y se dio la vuelta.
   - Cuando tengas los ojos, ¿volverás?
   - No lo dudes -respondió Zeus.