El placer de la destrucción
La estaban cerca del Olimpo.
Habían llegado al mar, que sólo los quince gigantes más viejos
conocían. La nieve había quedado atrás y ahora recorrían fértiles
comarcas de pastos y cultivos. Las aldeas que encontraban a su paso
habían sido destruidas por otras razas antiguas, siguiendo las
consignas de Tifón y el oráculo de Delfos, pero las ciudades
amuralladas aún resistían.
Cuando llegaron a las
orillas del lago Ludias, ya en Macedonia, pasaron junto a una
ciudad llamada Permessa. Sus murallas estaban atestadas de
soldados, habitantes de la ciudad y también aldeanos que se habían
refugiado allí. Hefesto pensó que pasarían de largo, pero Alcioneo
quería probar las máquinas de guerra. Sin embargo, el afán de su
raza por destruir todo lo que encontraban a su paso era tan
violento que frustró los planes de su jefe. Los gigantes,
aprovechando que el muro no era demasiado alto y que estaba
construido con bloques de mampostería más bien pequeños, lo echaron
abajo a patadas y puñetazos, empujando con los hombros e incluso a
cabezazos. Luego, una vez que entraron en la ciudad, se dedicaron a
arrancar puertas y tejados y a derribar paredes entre grandes
carcajadas, mientras los habitantes de la ciudad corrían
despavoridos por las calles, sólo para ser masacrados por sus
propios congéneres, tanto los cimerios como los getas y sármatas
que se les habían unido durante la marcha.
Desde un altozano cercano,
siempre encadenado y vigilado por varios gigantes, Hefesto
contempló con tristeza la demolición de Termessa. Ares, encerrado
en su barril, se rió de su debilidad.
- ¿Es que te dan pena
los mortales?
- Me da pena ver cómo
se destruye en menos de un día lo que ha costado tanto construir
-respondió Hefesto.
Los gigantes se habían
empeñado en no dejar nada en pie. Mientras las llamas se extendían
por la ciudad y los bárbaros sacaban a las pocas mujeres que habían
dejado con vida para violarlas en un bosquecillo cercano, los hijos
de Gea insistían en arrancar del suelo incluso los bloques que
servían de cimiento a la muralla.
- ¿Qué le espera al
Olimpo? -se preguntó Hefesto, con los ojos llenos de
lágrimas.
- Si todos los dioses
son tan débiles como tú, la destrucción -respondió Ares.
- ¡Tú no entiendes
nada! -le espetó Hefesto, volviéndose hacia él-. Llevo toda mi vida
trabajando, construyendo, fabricando belleza. ¡Eso es un arte que
requiere siglos dominar! En cambio tú… tú… Eres igual que ellos.
Sólo te complaces en la ruina y la devastación. Lo que haces tú es
mucho más fácil, aunque luego sea a ti a quien canten los aedos.
Pero te digo una cosa: si las criaturas como tú dominan el mundo,
éste dejará de existir.
- ¡Ja! Así que tú
fabricas belleza. Mírate a ti mismo, por favor. ¿Por qué crees que
tu esposa prefiere acostarse conmigo? ¿Dónde está tu belleza,
pequeño diosecillo cojudo?
Hefesto rechinó los dientes
y agachó la mirada. Al cabo de un rato volvió a mirar a Ares. El
dios contemplaba fascinado la destrucción de aquella ciudad de la
que pronto no quedaría ni el recuerdo. Sus ojos, claros como la
miel, brillaban de excitación, como si estuviera viendo a Afrodita
desnuda.
Hefesto subió a una piedra,
estiró el cuello y escupió a Ares entre los ojos. El dios de la
guerra torció la mirada hacia él y enrojeció de ira.
- ¡Cuando salga de
aquí, me las pagarás por esto, cobarde!
- No, jamás te lo
pagaré suficiente -repuso Hefesto, sonriendo al ver cómo su saliva
goteaba por la nariz de Ares sin que éste pudiera enjugársela-. Hay
placeres que no tienen precio.
Por la noche, los gigantes
descansaron con la satisfacción del deber cumplido. Termessa había
quedado reducida al ras, y pronto las malas hierbas se apoderarían
de las calles que un día habían sido bulliciosas.
Alrededor de Hefesto, los
gigantes dormían sentados, con las piernas encogidas, los brazos
rodeando las rodillas y las cabezas rocosas apoyadas sobre éstas.
En aquella postura, parecían pequeñas montañas. Apenas se movían,
pero algunos de ellos roncaban, y sus ronquidos sonaban como los
fuelles de una fragua.
Hefesto se encontraba en lo
alto de una suave loma, pues nunca andaba muy lejos de Alcioneo, y
a éste, como si su propia estatura no le bastara, le gustaba
dominar el panorama. Había hogueras por todo el campamento, hasta
las orillas del lago, pero los fuegos que más brillaban eran los
que aún ardían en la ciudad destruida. A lo lejos se oían débiles
lamentos, las voces de las infortunadas mujeres que aún seguían en
poder de los bárbaros. Hefesto sabía que no llegarían al alba.
Aunque los bárbaros les perdonaran la vida, ni los sátiros ni las
ménades que acompañaban a los gigantes lo harían.
Estaban ya a la vista del
Olimpo. Hacía frío, pero el aire se había despejado. De hecho,
Hefesto observó un fenómeno extraño, pues el penacho de nubes que
rodeaba la cima del monte había desaparecido, y ahora podía verse
cómo la columna blanca de Pirgos sobresalía resplandeciente de la
propia montaña.
De noche, el puente del
Arco Iris relucía como una espiral tornasolada alrededor de Pirgos.
Hefesto sacudió la cabeza, disgustado. En cierta medida, ese puente
era obra suya. Lo habían construido los gigantes antes de que él
naciera, pero en esa época quien quisiera llegar por él hasta el
Olimpo tenía que caminar dos días y dos noches para llegar a la
cima. Hefesto reformó el puente del Arco Iris y dividió aquella
calzada multicolor en dos bandas. La primera, que estaba inmóvil,
abarcaba los colores interiores, el violeta, el azul y el verde, y
por ella bajaban los viajeros que abandonaban el Olimpo. En cambio,
la banda exterior, con los colores amarillo, naranja y rojo, se
desplazaba hacia arriba a gran velocidad y ahorraba muchísimo
tiempo a los visitantes de la morada de los dioses. Al llegar a la
puerta del Arco Iris, en la Aguja Sudeste, la banda móvil seguía su
camino bajo el pavimento de mármol de las avenidas del Olimpo, y al
llegar al Cranón se hundía en el corazón de la propia montaña, de
donde volvía a emerger en Hieróptolis para empezar de nuevo su
larga ascensión. Aquel ingenio de movimiento perpetuo extraía sus
energías del calor hirviente de las profundidades de la Tierra, un
regalo que Gea había otorgado a sus nietos y biznietos.
O tal vez Gea lo había
hecho porque sabía que aquel puente serviría para que los gigantes,
los últimos hijos que había engendrado con Urano, gracias a sus
gotas de sangre, pudieran invadir el cielo.
Aunque ya era muy tarde, un
esclavo cimerio de largas trenzas rubias se acercó a él. Traía un
plato de barro con un guiso de un olor repugnante. Hefesto rechazó
aquella bazofia con un gesto.
- Cómelo -insistió el
cimerio, pero no se lo dijo en una lengua bárbara, sino en el
propio lenguaje de los dioses, que entre los mortales sólo hablaban
los habitantes de Grecia-. Te vendrá bien algo caliente para el
lugar tan frío que vamos a visitar.
Hefesto se quedó mirando al
cimerio con nuevo interés. Bajo las trenzas y la barba rubia, no
tardó en reconocer el rostro de rasgos delicados. La boca pequeña y
de labios carnosos, los ojos oscuros y vivaces, y no del azul
desvaído que solía verse entre esos bárbaros. Y el sutil resplandor
de la piel…
- ¡Hermes!
- Chssss…
Hermes sacó una fina
horquilla y abrió los grilletes sin la menor dificultad. Hefesto se
masajeó los tobillos, sintiendo la comezón del icor que volvía a
correr por sus venas. Volvió la mirada hacia sus guardianes, que
nunca andaban lejos; dos gigantes jóvenes de tan sólo seis codos de
altura. Pero estaban profundamente dormidos. Hermes se levantó la
capa de piel que llevaba sobre los hombros y le enseñó la cabeza
serpentígera de su caduceo.
- Tardarán en
despertar -susurró-. Ahora, recoge tus herramientas. Las vas a
necesitar.
- ¿Herramientas? No,
tengo de sobra en el Olimpo.
- No vamos al
Olimpo.
- ¿No? Debo ir. Tengo
que detener el puente del Arco Iris para…
- Antes debes hacer
algo más importante. Vamos, coge lo que puedas llevar encima.
Hefesto buscó entre sus
herramientas y eligió tan solo el poliergalión, aquel ingenioso
artefacto que valía para casi todo y que más de una vez le había
sacado de apuros.
- ¿Y Ares?
-susurró.
Hermes echó una mirada al
barril de bronce que rodeaba a su hermanastro. Sólo asomaba su
cabeza, que ahora estaba ladeada por el sueño.
- También lo he
dormido, por si acaso daba la alarma.
- ¿Es que no piensas
liberarlo a él?
Hermes sonrió con
malicia.
- Ya me basta con
cargarte a ti, mi querido Hefesto. Ares pesa como un buey tebano,
por no hablar de esa tinaja de bronce que ahora usa de domicilio.
¿O es que acaso tienes muchos deseos de que lo liberemos?
- ¿Yo? ¡Ninguno!
- En ese caso,
sujétate bien a mis hombros, hermano.
Y así, llevados por las
alas de Hermes, partieron hacia la oscuridad de la noche.