Padre, sobrano y amante
La asamblea terminó
de forma caótica. Las amenazas del gigante y las quejas de ninfas y
centauros habían excitado la curiosidad de las divinidades, pero
nada había causado tanto efecto como la irrupción del carro alado
conducido por un auriga mortal. Aunque Zeus prohibió hablar a todos
los que habían escuchado de cerca las palabras de Glauco, para
cuando cerró la caja que contenía el corazón de Zagreo ya corrían
comentarios de lo ocurrido entre las Musas y las Carites, y desde
allí alcanzaron los últimos rincones del Buleuterión. Los dioses no
querían disolver la asamblea de ninguna manera, aunque Zeus ya se
había retirado al interior del palacio del Cranón. Atenea tuvo que
acudir de un lado a otro desmintiendo rumores, disolviendo
corrillos e insistiendo en que cada divinidad debía volver a su
morada.
- ¿Es verdad que un
monstruo ha devorado a Zagreo? -le preguntó un sátiro de orejas
puntiagudas.
Atenea se dio cuenta de que
los demás dioses del círculo esperaban su respuesta con espanto,
pero también con curiosidad morbosa. Había muy pocas cosas que
pudieran amenazar a los inmortales, y menos a los que se sentaban
entre los grandes.
- ¿Quién os ha contado
esa tontería? -respondió-. Volved a vuestro hogar tranquilos. El
padre Zeus nos protege a todos.
Después tomó su propio
carro para llevar a Quirón al pie del Olimpo, por ahorrarle la
bajada por el puente del Arco Iris. Durante todo el trayecto, el
viejo dios-centauro estuvo quejándose con fatigosa insistencia de
los malos tiempos que corrían. Cuando Atenea lo dejó por fin en el
camino que llevaba a Macedonia, Quirón se despidió con un último
comentario.
- Los humanos montados
a caballo. ¡Hasta dónde vamos a llegar!
Atenea, cansada de discutir
con unos y otros, no contestó. Sabia que a algunos dioses, como su
tío Poseidón, que a pesar de reinar en el mar era muy aficionado a
los caballos, les parecía un sacrilegio que los humanos se
atrevieran a aposentar sus nalgas sobre los lomos de aquellos
nobles animales. Pero ella no acababa de comprender la razón, ni
qué tenía que ver eso con que se perdiera también el respeto a los
dioses.
Tras dejar a Quirón, Atenea
volvió a su morada. Allí dejó que su criada Frixa la bañara y la
ayudara a vestirse. Esta vez escogió un sencillo peplo. La
sirvienta no hacía más que mirarla sin parpadear, como si quisiera
decirle algo.
- ¿Pasa algo,
Frixa?
- Nada, señora. Sólo
que se comenta que ha ocurrido algo grave.
- Son asuntos de
dioses, Frixa. No tienes por qué preocuparte.
Pero los ojos de la criada
seguían fijos como los de una lechuza, el animal consagrado a su
ama.
- Mi señora eligió una
ropa preciosa para la asamblea de los dioses. ¿Cómo no me dijo
nada? Debió ser muy difícil abrocharse sola todos los botones de
los hombros.
- Nada es difícil para
Atenea. Y ahora déjame sola. Tengo que pensar.
Frixa salió en silencio.
Mujer entrometida, pensó Atenea.
¿Sospecharía que alguien había compartido el lecho de su ama esa
misma noche? No le agradaba el énfasis con que había subrayado la
palabra sola.
Terminó de arreglarse en el
telar, mientras inspeccionaba un tapiz a medio hacer. Lo estaba
tejiendo para la boda de Procris, hija de Erecteo, el rey de
Atenas. La escena que en él se representaba no habría sido del
agrado de Poseidón, pues aparecía ella misma en actitud de clavar
la lanza en el suelo de la Acrópolis, mientras Poseidón enarbolaba
su tridente para hacer brotar el manantial de agua salada.
Ya vestida, se dirigió al
palacio de su padre, atravesando el laberinto de salas y pasajes
del Olimpo. Por encontrarse con menos dioses, caminó por una
pasarela exterior que bordeaba la Aguja Sur. A sus pies, miles de
codos más abajo, se había abierto un pequeño claro en la sempiterna
capa de nubes que separaba Pirgos de la masa rocosa del monte, y
por él se vislumbraba el reflejo dorado del sol en las cúpulas de
Hieróptolis. La visión de la ciudad de los hieródulos le recordó a
su criada. ¿Cuántos años llevaba Frixa con ella? No estaba muy
segura, pero no debían quedarle demasiados para cumplir los ciento
veinte y dormir el sueño eterno.
En cualquier caso, calcular
los años de la vida de un humano era una pérdida de tiempo para una
diosa.
Atenea giró a la derecha y
abandonó la pasarela para seguir por una galería acristalada. Su
camino la condujo a un patio rodeado por columnas de mármol rosado.
Esperaba encontrarlo vacío y se dispuso a atravesarlo. Pero la
celosía que cubría uno de sus lados le tapaba la vista, de modo que
cuando bajó la escalinata que llevaba al jardín se topó de
improviso con un grupo de diosas que compartían un refrigerio
alrededor del estanque. Allí estaban Hera y Deméter, junto con la
silenciosa Hestia, que se había cubierto con un velo azafrán para
que la luz del sol no cayera sobre su cabeza. Era raro ver a las
tres hermanas juntas.
También estaba Perséfone,
que no parecía muy afectada tras haber visto cómo la única parte de
Zagreo que llegaba a la asamblea de los dioses era el corazón.
Atenea sabía que las reacciones de su hermanastra eran, cuando
menos, excéntricas, y que la familiaridad con el mundo de los
muertos la había vuelto aún más fría e insensible; pero en
cualquier caso se trataba de su hijo, y de un dios, no de un simple
humano.
Vio además a Iris y a
Angelia, una joven diosa, hija de Hermes, que ejercía de mensajera
como su padre. También a Hebe, que tras escanciar ambrosía a las
demás se había sentado junto a su madre Hera y removía con el dedo
la bebida de su copa. Un poco más apartada, Ártemis se había
acuclillado junto a un estanque para observar a los peces de
colores.
Cuando apareció Atenea,
todas se callaron.
- Discúlpame, Hera
-dijo Atenea, inclinando la cabeza ante la reina del Olimpo-. No
quería interrumpir vuestra reunión.
La esposa de Zeus le dedicó
una sonrisa gélida.
- Oh, no es nada
serio, querida. Sólo nos hemos juntado a charlar. Te habría
invitado a esta reunión femenina, pero me han dicho que tu padre te ha hecho llamar. Además, ya sabemos que
tu presencia es muy cara y no te agrada la charla ociosa.
A Atenea no le gustó el
retintín con el que Hera había pronunciado la palabra padre, ni la forma en que rodeó los hombros de Hebe
para demostrar que ella sí era hija del matrimonio legítimo de
Zeus.
- ¿Charla ociosa?
¿Vosotras? Lo dudo -dijo.
- ¿Por qué? Ya sabes
que nos gusta hablar de cosas inofensivas. Cosas de diosas, como
bodas, perfumes, vestidos. No tienen nada que ver con el gobierno
del mundo y esos asuntos tan importantes que tratáis vosotros en la
Atalaya.
- Si son tan
inofensivas, ¿por qué os habéis callado de golpe cuando he
entrado?
- Porque estábamos
hablando mal de ti, hermanita -contestó Ártemis, incorporándose.
Sobre la palma de su mano, un pececillo naranja boqueaba
desesperado.
Atenea lanzó la mano,
rápida como un áspid, le quitó el pez a su hermanastra antes de que
pudiera reaccionar y lo devolvió al estanque.
- De ti no me
esperaría otra cosa. Disculpadme, pero no tengo más remedio que
cruzar por en medio…
Atenea pasó entre los
asientos, saludando con la barbilla a Deméter y Hestia, a quienes
debía rendir respeto como Segundas Nacidas. Cuando subía la
escalerilla que salía del jardín, oyó la voz de Artemis a sus
espaldas: «Machorra».
¿Y se atrevía a llamarla
machorra? ¿Ella, que se bañaba desnuda con sus ninfas a la luz de
la luna, y que sólo era virgen si se entendía como tal no haber
admitido el miembro de un hombre entre sus piernas? Quién va a hablar.
En cualquier caso, no creía
en la excusa de Ártemis. ¿Que estaban hablando mal de ella? Era muy
posible. De aquel grupo, tan sólo se llevaba bien con Deméter y su
hija Perséfone, y aún así dudaba de que la apreciaran tanto como
para defenderla de las críticas ajenas. Pero su intuición le decía
que aquélla no era la razón, que a Ártemis se le había ocurrido esa
insolencia para salir del paso. Algo debían de traerse entre manos
cuando incluso la elusiva Hestia se había reunido con ellas.
Aún no habían acabado los
encuentros. El dédalo de galerías la llevó a un mirador
semicircular que se asomaba al oeste. Allí, tumbada en una camilla
forrada de cuero y con la cabeza apoyada en la barbilla, Afrodita
contemplaba el paisaje. Aunque aquél era un sitio de paso, la diosa
del amor, entre cuyas virtudes no se hallaba el recato, estaba tan
desnuda como cuando surgió de las olas. Su piel era más dorada que
blanca, y poseía un cuerpo voluptuoso que enloquecía por igual a
hombres y dioses. Salvo a Zeus, que por alguna razón nunca se había
acostado con ella. Era curioso, pensó Atenea. Entre ambos habían
fornicado con todo el Olimpo y con media tierra, pero se mantenían
apartados el uno del otro.
Dos hieródulos atendían a
la diosa, masajeando sus piernas y su espalda con una mezcla de
aceite, mirto y ambrosía. Al ver entrar a Atenea agacharon la
cabeza y se ruborizaron, pues el embrujo de Afrodita era tan
poderoso que se notaba en sus túnicas levantadas.
- ¿No crees que
tendrías más intimidad en tus aposentos? -preguntó Atenea, molesta
de encontrarla así.
Afrodita se giró sobre un
codo. A Atenea le turbó un poco verle los pezones, pintados de un
rosa carmesí.
- ¿No estás en la
reunión de las comadres?
- No me han invitado.
¿Cómo es que a ti tampoco?
- Ya sabes que no me
tienen simpatía -dijo Afrodita, sin lamentarlo. Como tantos otros
dioses, no necesitaba demasiado la compañía de los demás. En su
caso, le solía bastar con la contemplación de su propia belleza-.
Ésas andan tramando algo. Te lo digo yo.
Lo mismo sospecho yo,
pensó Atenea, pero se lo calló. Miró a su alrededor. De una percha
colgaba la ropa de Afrodita, pero no estaba allí el célebre ceñidor
que se ponía bajo la túnica para realzar su busto; precaución
innecesaria, pues los divinos pechos se erguían enhiestos por sí
solos y seguramente seguirían así mucho tiempo.
- ¿Y tu ceñidor? ¿Has
vuelto a prestárselo a Hera?
- ¿A esa bruja? De
ninguna manera. Es una desagradecida. -Sonrió picara y añadió-: No,
es para otra diosa.
- Espero que no
pretenda usarlo para seducir a Zeus. No creo que a mi padre le haga
gracia que alguien intente repetir el mismo truco una segunda
vez.
- ¡Oh, no tengo el
menor interés en saber para quién lo quiere mi amiga!
- ¿A quién se lo has
prestado?
- No te lo voy a
decir. Sé guardar un secreto.
- Seguro.
- Es mejor así. De esa
manera sabrás que, si alguna vez me quieres confiar algo, no se lo
contaré a nadie.
Atenea enrojeció. Sentado
en el alféizar del mirador había un extraño bebé en el que hasta
entonces no había reparado. Tan sólo vestía un pañal blanco, y del
hombro le colgaba la cinta de un carcaj. Lo llevaba vacío, pues
hacía poco que Zeus le había castigado por usar sus flechas contra
otros dioses. Aquel bebé perpetuo, que parecía abanicarse con las
alitas blancas y que solía mirar a todos con los ojos entrecerrados
en un gesto de enojo, no era otro que Eros. Afrodita había
aparecido con él cuando llegó al Olimpo desde la isla de Chipre.
Ella aseguraba que era su hijo, y él, con la media habla de quien
apenas tiene dientes, la llamaba «madre». Pero Hefesto aseguraba
que no era así.
- Ese crío es más
viejo que todos nosotros -decía-. Si no hubiera existido desde el
principio, ¿cómo se habría enamorado Urano de Gea?
Eros a veces obedecía a
Afrodita, pero más a menudo se dejaba llevar por su propio
capricho. Guardaba un arsenal de flechas de oro aguzadas que
provocaban un enamoramiento irresistible en quienes recibían su
herida; pero también tenía un buen puñado de dardos de caña con la
punta de plomo embotada que causaban el efecto contrario. Muchos
dioses habían sufrido por su más que dudoso sentido del humor, y
sobre todo Apolo, que había amado en vano a Bolina, Ocírroe y a
Dafne, y que había sufrido la humillación de que Marpesa
despreciara su amor para elegir el de un mortal.
Atenea había amenazado a
Eros con terribles represalias si se acercaba a ella, y la
advertencia había funcionado. Hasta ahora.
¿Y si…? Atenea
espantó aquel pensamiento. No podía ser. No eran los dardos de Eros
los que la habían impulsado a acostarse con Ganímedes, sino el
enojo con su padre, y tal vez la curiosidad y el anhelo de aquel
goce que todos los demás conocían. Pero ella no estaba enamorada,
no deseaba compartir su tiempo ni su morada con aquel mortal, por
bello que fuese. Sólo tenderse desnuda junto a él, acariciar su
cuerpo, besar sus labios jugosos, anudarse con sus piernas…
Atenea se dio cuenta de que
había apretado los muslos y un calor líquido le subió por el
vientre. En ese momento, Eros batió las alas con la velocidad de un
colibrí y se acercó a ella olisqueando como un cachorro de
sabueso.
- ¡Huele a mí! -chilló
con su media lengua-. ¡La virgen huele a mí! ¡La diosa guededa huele a Eros!
- ¡Aparta de aquí! -le
dijo Atenea, dándole un manotazo en la cabeza.
Eros se posó sobre la
espalda de Afrodita y se abrazó a su cuello.
- ¡Madre! ¡Atenea me ha pegado!
- ¿Qué ha olido mi
hijo, Atenea? -dijo Afrodita-. ¿Te has excitado de verme desnuda? A
ver si tú vas a ser doncella a la manera de Ártemis.
- No digas
estupideces.
- Hablando de Ártemis,
¿sabes que me pidió hace unos días la red mágica con la que mi
marido me atrapó en la cama? ¿Qué diablura crees que pretenderá
hacer con ella? -Afrodita chasqueó la lengua-. Vaya, vaya, parece
que a las diosas vírgenes les empieza a picar la entrepierna.
Atenea se enfureció.
- Cállate de una vez,
y mantén a tu maldito hijo lejos de mí si no quieres que adorne mi
Égida con sus alas. ¡Y haz el favor de vestirte o ir a tus
aposentos!
Se fue de allí, seguida por
las carcajadas burlonas de Afrodita. No, se dijo. Eros y su madre
no podían saberlo. No podían adivinar que ya no era virgen. Pero,
¿acaso no eran ésos sus dominios, los del sexo y el amor?
Por fin, Atenea llegó al Cranón.
Sobre la mole blanca del palacio se alzaba un estilizado pilar
negro, rodeado por una escalera de caracol. Al pie de aquella
columna hacía guardia un pelotón de Consagrados, que se apartaron
al paso de Atenea y entrechocaron lanzas y escudos con marcialidad.
La diosa subió los treinta codos de escaleras hasta salir a la
terraza que rodeaba el santuario privado de Zeus. En aquel lugar,
conocido como la Atalaya, el rey de los dioses tenía una pequeña
alcoba asomada al oeste, en la que llevaba durmiendo desde que
discutiera con Hera, y también un despacho donde recibía a los
dioses más allegados. El conjunto formaba un pequeño domo, cubierto
por una cúpula de losas doradas y rodeado por una balconada
circular desde la que se dominaban los cuatro puntos
cardinales.
Atenea pasó al despacho de
su padre. En aquella estancia no abundaban los muebles. Aparte del
sitial de piedra del propio Zeus, bajo el centro de la cúpula había
una gran mesa circular con un fino mosaico que representaba todas
las tierras del mundo. El resto de la decoración era un cuadro
colgado del tabique que separaba el despacho de la alcoba y
cubierto por un lienzo. Atenea sabía que era un espejo porque el
paño se había resbalado una vez, pero Zeus se había apresurado a
ponerlo de nuevo en su sitio y ella no se atrevió a hacer
preguntas.
El señor del Olimpo la
esperaba sentado en el sitial, mientras removía pensativo el vino
en una copa de jade con asas de plata.
Al hacerlo, las fibras de
sus hombros masivos se contraían como drizas. A Atenea siempre la
habían fascinado los músculos de su padre. Tenía una fuerza
colosal, tanta que era capaz de partir una gruesa plancha de mármol
entre tres dedos de su mano izquierda. Un día que había bebido más
de la cuenta, se jactó ante su familia: «Colgad del cielo una
cadena de oro y agarradla entre todos, dioses y diosas. Aún así,
por más que tiréis y os esforcéis no conseguiréis sacar del cielo a
Zeus, el amo supremo. Pero si yo me decido a tirar de ella, os
levantaré a todos vosotros, junto con la tierra y el mar, enrollaré
la cadena en un pico del Olimpo y todo quedará suspendido en el
aire. En tanto os supero a los dioses y a los hombres.» Los demás
le rieron la ocurrencia, pero él se la tomó en serio y ordenó a
Hefesto que forjara una cadena lo bastante sólida para tal
menester. Por suerte, al día siguiente había olvidado la
baladronada.
- ¿Te pasa algo,
padre? -preguntó Atenea, al verlo tan meditabundo.
- ¿Tú crees que soy un
tirano? -respondió él.
Ella se acercó y se sentó
junto a sus rodillas, buscando los ojos de su padre, que seguían
fijos en la copa.
- ¿Por qué dices
eso?
Él la miró, por fin. El
azul de sus ojos parecía más pálido que otros días.
- Ayer maté a un
hombre. Mientras agonizaba, me dijo que era un tirano, pero que mi
tiranía expiraría antes de una luna. No consigo olvidar esas
palabras.
- ¿Cómo era ese
hombre? ¿Merece respeto lo que dijo?
Zeus pareció pensárselo,
como si su hija le hubiera revelado un enfoque distinto del
asunto.
- Era un hombre cruel
-dijo después de un rato-. Le castigué porque despreciaba las
sagradas leyes de la hospitalidad. Delante de mí sirvió a sus
invitados carne de crías humanas, y no contento con eso asesinó a
uno de sus propios huéspedes.
- Entonces, ¿por qué
tener en cuenta las palabras de un hombre tan abominable?
- Hasta un hombre
cruel puede decir la verdad. Urano, mi abuelo, gobernó como un
tirano, y mi padre Cronos no se comportó mucho mejor que él. Los
dos creían que podían obrar a su antojo. Para ellos, todas las
criaturas que poblaban el mundo estaban al servicio de sus
caprichos. ¡Ni siquiera respetaban a sus propios hijos! Yo soy su
descendiente y su sucesor. ¿Y si he heredado su conducta?
- Tú no eres como
ellos, padre.
Era cierto que Zeus obraba
a menudo siguiendo sus caprichos. Pero ahora, al verlo
desmoralizado, Atenea comprendió que lo único que necesitaba era
que le escucharan y le dieran la razón.
- Yo no creo que Tique
me haya destinado la soberanía del mundo para servirme de él. No,
yo tengo una misión. ¿Sabes cómo era todo cuando yo nací?
Atenea asintió. Zeus
prosiguió, con la mirada ausente.
- El mundo era un
lugar de fuego y de hielo. Siempre cambiante, catastrófico. Estaba
dominado por los violentos titanes y por otras criaturas
innombrables y aún más aterradoras. Tuve que encerrarlos a todos en
el Tártaro, salvo a aquellos de los titanes y su prole que me
juraron fidelidad. ¿Te he contado que en aquel tiempo, hasta que
cargué a Atlas con la bóveda del cielo, ni siquiera los días y las
estaciones tenían la misma duración? Los campesinos se habrían
vuelto locos intentando seguir un calendario. Pero por entonces ni
siquiera había campesinos, y los hombres malvivían recolectando y
cazando lo que podían. ¡Y algunos cretinos se atreven a llamar a
aquel tiempo la Edad de Oro!
»Mucho me costó poner
orden, y poca ayuda he recibido de mis hermanos en esa tarea. ¿Qué
han hecho en todo este tiempo? Quejarse, siempre quejarse. Mi
hermano Poseidón no sólo permite que sigan pululando monstruos en
los mares, sino que él mismo se dedica a engendrarlos, creyendo que
yo no sé lo que pasa en su reino. Y de Hades… Para qué hablar de
ese resentido que ni siquiera se contentó cuando le ayudé a casarse
con Perséfone. ¡Me conformo con que mantenga vigilada la puerta del
Tártaro y no deje que los titanes y otras criaturas peores se
desparramen por la tierra!
- ¡Aquí estamos,
padre! -le interrumpió el vozarrón gutural de Ares, que entraba en
la sala seguido por Hermes y Apolo.
Zeus se quedó sentado, pero
Atenea se apresuró a levantarse del suelo. Ares sonrió burlón al
verla junto a las rodillas de su padre. El dios de la guerra venía
ataviado con su armadura, pero en vez de su gran hacha de bronce
llevaba al costado una espada de hierro de dos codos. Al parecer,
se había modernizado.
Por fin, Zeus se levantó
del sitial, y abandonó el tono casi plañidero que había utilizado
con Atenea. Volvía a ser el señor del mundo, el dios que tomaba
decisiones instantáneas. Ordenó a sus hijos que rodearan el mapa y
señaló una zona al norte del Olimpo.
- Quiero que vayas
aquí, Ares. Alistarás un ejército y detendrás a los gigantes en
cuanto crucen el río Istro. Sin duda, lo harán por este
punto.
Zeus señaló un recodo del
Istro, muy al norte del Olimpo. Atenea no conocía demasiado esas
tierras, pero comprobó que aquel meandro estaba a la salida de un
desfiladero por el que bajaba la ruta de Hiperbórea.
- ¿Detenerlos? ¿Es que
acaso se han puesto ya en marcha?
- ¿Crees que han
mandado a su embajador para pedirnos permiso de verdad? No, Bóreas
me ha informado de que ya tienen ultimados los preparativos para
avanzar hacia el sur. Lo único que pretendían hoy era romper
hostilidades, y sembrar el miedo y la división entre los dioses
menores aprovechando que la simple visión de un gigante les
aterroriza.
- Bah -masculló Ares,
abriendo su enorme manaza-. Si me hubieras dejado, habría
convertido a ese fanfarrón en cascajo. ¡Ni cien gigantes juntos son
rivales para el señor de la guerra!
- No deberías
subestimar a los gigantes, hermano -dijo Hermes-. ¿O tal vez no
deberías sobreestimarte tanto a ti mismo?
Ares le lanzó un revés que
zumbó inútil en el aire, pues su hermano se había materializado al
otro lado de la mesa.
- ¡Nadie ha pedido tu
opinión, dios de los cobardes!
- ¡Vosotros dos,
basta! -les amenazó Zeus, a quien mortificaban las desavenencias
entre sus hijos. Para su desgracia, tenía trabajo de sobra
reprimiéndolas-. Aunque la situación ha sido algo embarazosa
-prosiguió-, me complace que Ticio nos haya amenazado con tal
insolencia. Gea siempre ha defendido a esa raza de criaturas sin
cerebro. Ahora con una declaración de guerra formal, tendremos la
excusa que necesitamos para aniquilarlos, y a mi abuela no le
quedará más remedio que aceptarlo. Quiero que los destroces, Ares.
Puedes darles rienda suelta a tus perros.
Fobos y Deimos. Aunque
caminaban a dos patas, todos los dioses los conocían como los perros de la guerra, dos criaturas espantosas de
cuya compañía sólo parecía disfrutar el propio Ares.
- Descuida, padre.
Cuando termine con los gigantes, usaré sus pedacitos para
construirte un castillo y un templo.
Al pensar en el honor que
había recaído en su hermanastro Atenea se mordió los labios.
Después de cometer adulterio y violar el juramento más sagrado del
mundo, Zeus no sólo perdonaba a Ares dos años antes del plazo, sino
que además le otorgaba como recompensa el mando de la mayor guerra
que se hubiera librado desde la Titanomaquia. Ella sabía que lo
podía hacer mucho mejor que su hermanastro. Y Zeus también debía
saberlo, a no ser que se estuviera volviendo senil.
¿Y si es verdad? ¿Y si Licaón tenía razón y
el tiempo de mi padre está llegando a su fin?
Zeus y Ares conversaron
sobre detalles logísticos. El dios de la guerra aseguró que podía
movilizar a cien mil tracios y empezar la campaña en cinco
días.
- Pues ponte en
marcha. Baja ahora mismo a la fragua de Hefesto y encárgale picas
del mejor acero, largas y pesadas, para penetrar la piel rocosa de
los gigantes. Y también catapultas. ¡Luchar contra los gigantes es
como derribar una muralla construida por los cíclopes!
Sin esperar más
instrucciones, Ares se golpeó la coraza en un gesto marcial y salió
de allí. Durante unos minutos, reinó un espeso silencio entre los
demás dioses. Los ojos de Atenea se encontraron con los de Apolo.
Era evidente que él tampoco aprobaba que aquella responsabilidad
recayera en alguien de tan escasa inteligencia. Pero ninguno de los
dos dijo nada.
- ¿Qué hay de Zagreo?
¿Aún puedes resucitarlo? -preguntó Zeus.
- He dejado su corazón
en manos de mi hijo Asclepio -respondió Apolo.
- ¿Podrá regenerarse?
-insistió Zeus.
- Es pronto para
decirlo. Al menos, aún late. Lo hemos sumergido en un baño de
ambrosía, pero ignoro si en él quedará suficiente esencia de Zagreo
como para resucitarlo. Y si se regenera, tal vez no recuerde
nada.
Regenerado y sin
recuerdos, pensó Atenea. Ése no seria el
auténtico Zagreo.
- ¿Ha dicho algo más
el mortal? -preguntó Zeus.
- Sí, padre -dijo
Apolo-. Pero los detalles del relato son muy desagradables.
- ¡Cuéntamelos!
Apolo le explicó que el
monstruo llamado Tifón había abrasado a Zagreo. Zeus puso gesto
preocupado al escucharlo. La carne de los dioses era prácticamente
inmune al fuego. Para quemar a un inmortal haría falta tanto calor
como para licuar un bloque de metal.
- Precisamente, esa
criatura vomitaba hierro fundido -dijo Apolo.
- Hierro fundido…
-repitió Zeus, con gesto preocupado.
Ante la mirada de horror de
Glauco, a quien le ordenó que se quedara quieto y lo presenciara
todo, Tifón había arrancado de cuajo los brazos y las piernas de
Zagreo y los había devorado. Después, mientras el dios seguía
chillando, le había abierto la caja torácica, se había comido las
visceras y le había arrojado a Glauco el corazón. La cabeza la
había dejado para el final. Una vez terminado su salvaje festín,
había puesto a Glauco en el carro de Zagreo y había ordenado a los
hipogrifos que volaran de regreso al Olimpo.
- Pero antes le grabó
un mensaje en la espalda con las garras -concluyó Apolo.
- ¿Qué mensaje?
- No sé leer esa
escritura -reconoció el dios.
- Yo sí -dijo Hermes-.
El monstruo utilizó los signos sagrados de los egipcios.
- ¿Y a qué esperas
entonces? ¿Qué decía ese mensaje?
Hermes carraspeó.
- Te advierto que no
te va a gustar.
- ¡Habla de una
vez!
- Pues dice: -Hermes
engoló la voz y declamó-: «¡Oh, Zeus! Te ordeno lo siguiente,
usurpador: entrega el cetro celeste, abre las puertas del Tártaro y
enciérrate en aquel vasto infierno por ti mismo. En caso contrario
yo, Tifón, hijo legítimo y heredero de Cronos, te arrancaré el
cetro de las manos y te torturaré por el resto de la
eternidad.»
Mientras Hermes recitaba el
mensaje, Zeus empezó a enrojecer. Atenea temió que se tratara de un
ataque de ira, pero para su sorpresa, al final estalló en
carcajadas.
- ¡Suerte que la
espalda de ese mortal era pequeña! -dijo cuando dejó de reírse-.
¡Si no, aún habríamos tenido que escuchar más fanfarronadas! ¡Hijo
de Cronos, nada menos! Como si mi padre estuviera en condiciones de
engendrar a nadie… En fin, ya le arreglaremos las cuentas a ese
Tifón. Ahora, lo importante es ayudar a Zagreo. No podemos permitir
que un dios muera. ¿Qué será de nuestra reputación si se enteran
los mortales? Pero antes de que te vayas quiero algo más de ti,
Apolo.
- Lo que tú ordenes,
padre.
- La expedición
sagrada. -Zeus señaló una línea azul que bajaba desde el norte
hasta el Olimpo y que cruzaba el Istro en el lugar donde Ares debía
emboscar a los gigantes-. Ya debería haber llegado a Macedonia. Me
temo que el mal tiempo la haya retrasado.
- Esa caravana está
bien custodiada -dijo Apolo-. Aparte de trescientos soldados
tesalios, van con ella mis hijos Doro y Polipetes.
- Aun así, me quedaré
más tranquilo si el gran Apolo la escolta hasta el Olimpo.
Zeus apretó el hombro de su
hijo, un gesto de cariño que a Atenea no le resultó demasiado
convincente. Zeus siempre había sentido cierta desconfianza por
Apolo, que era el más apuesto de los dioses y poseía una elegancia
natural a cuyo lado él a veces parecía tosco. Era fuerte, rápido e
inteligente, nunca perdía la compostura, su arco resultaba
infalible a menos de cinco estadios y, para colmo, podía volar por
sí solo siempre que brillara el sol. Tal vez Zeus temía que algún
día le disputara el poder; y si no lo temía, Hera no dejaba de
repetírselo. Pero Apolo siempre le había sido fiel y cumplía sin
rechistar las misiones que su padre le encomendaba, por serviles
que fueran. En opinión de Atenea, Zeus cometía un error no
mostrando algo más de respeto y cariño por su hijo.
- Mañana partiré
cuando se levante el sol -dijo Apolo.
- Bien. -Zeus se frotó
las manos-. Yo también saldré de viaje mañana. Tengo un monstruo al
que aniquilar. Y tú me acompañarás, Hermes.
Atenea carraspeó.
- Padre. Has enviado a
Ares a luchar contra los gigantes y quieres que Apolo proteja la
expedición de Hiperbórea. ¿Por qué no me envías a mí a aniquilar a
ese Tifón?
Hermes asintió con la
barbilla. Al parecer, la idea de conocer al monstruo que había
devorado a Zagreo no le ilusionaba demasiado.
- Eso lo haré yo mismo
-respondió Zeus.
- Eres demasiado
importante para tomar tu rayo cada vez que un monstruo desafia a
los dioses, padre. Mándame a mí.
- Ella tiene razón
-dijo Apolo-. Encárgaselo a Atenea y no te manches tú las manos.
Eso te otorgará aún más gloria. En cambio, si viajas a Creta tú
mismo, parecerá que admites que Tifón es un rival digno de ti y
darás pábulo a su versión de que es hijo legítimo de Cronos.
Atenea miró a Apolo e
inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Pero Zeus no era
fácil de convencer.
- Esa criatura casi ha
aniquilado a un dios. No lo olvidéis.
- No me
malinterpretes, padre -dijo Apolo-. No voy a criticar que
concedieras un asiento a Zagreo entre los grandes. Pero su poder
era muy inferior al mío, o al de Atenea. Aunque él haya caído,
ningún engendro de dragón nos cogerá desprevenidos a ella ni a mí,
ni siquiera a mi hermana Ártemis.
- Gracias por
mencionarme a mí -dijo Hermes, picado.
- Sabes que te
aprecio, hermanito -repuso Apolo, revolviendo los rizos de Hermes-.
Pero no es en la guerra donde destacas.
- Ni falta que me
hace.
- Manda a Atenea,
padre -insistió Apolo-. O a mí mismo, y que sea ella quien proteja
la caravana sagrada.
- ¡No! Esa criatura me
ha desafiado delante de todos los dioses. ¡Enviarme en una caja el
corazón de mi propio… sobrino! Esa humillación sólo quedará
reparada cuando le corte la cabeza a ese monstruo y la cuelgue de
mi carro.
- Si ésa es tu
voluntad… -se resignó Atenea.
- Lo es. Vosotros dos
-añadió, dirigiéndose a Hermes y Apolo-, ayudad a Asclepio y
durante esta noche no perdáis de vista a Zagreo. Pese a lo que
digas, Apolo, ese joven tiene futuro.
Apolo enarcó una ceja y
abrió la boca. Probablemente iba a soltar un comentario irónico
sobre el futuro que podía esperarle a una viscera palpitante, pero
se lo pensó mejor y se marchó, seguido por Hermes.
- ¿Y bien? ¿Qué más
tienes que objetar? -le dijo Zeus a Atenea cuando se quedaron
solos.
- No soy quién para
estar en desacuerdo con tus designios, padre.
- Leo el reproche en
tus ojos. ¡Habla!
- Creo que hoy ha sido
un día muy ajetreado. Tal vez si duermes, mañana veas las cosas de
otra manera.
- ¿De qué otra manera
podría verlas?
- Has enviado a Ares a
luchar contra los gigantes. Es un gran honor… para alguien que
cometió adulterio con la esposa de su propio hermano.
- Ha recibido su
castigo por eso.
- Dos años menos de lo
que tú mismo habías estipulado, padre.
- ¡Oh, vamos! ¿No te
parece que ocho años alejado de los demás dioses y sin probar la
ambrosía son más que suficientes? Todo por ponerle los cuernos a un
pobre cojo incapaz de satisfacer en la cama a su esposa.
A Atenea la indignó la
injusticia de aquellas palabras.
- Ese pobre cojo
cumple sus juramentos, no como Ares. ¡Y has de saber que yo podría
haber mandado esa expedición, padre!
Zeus suspiró. El estallido
de Atenea pareció calmarle un poco.
- Sé que podrías
haberlo hecho, hija mía. Pero los tracios de Ares están más cerca
del río Istro. Y sospecho que va a ser una campaña brutal. Muy del
gusto de tu hermanastro. A ti te reservo para otra misión más
importante.
- ¿Qué misión,
padre?
- Ya te la contaré,
hija. Confía en mí. Y ahora, márchate. El rey de los dioses está
cansado y necesita reposar.
Zeus se quedó solo, tan
pensativo como antes. Comprendía la irritación de Atenea, su hija
predilecta. Pero no podía explicarle que al enviar a Ares contra
los gigantes no había tenido intención de recompensarle. En un
duelo individual, el dios de la guerra tal vez podría derrotar a
cualquier gigante, pero si lo que Zeus sospechaba era cierto,
habría cientos de ellos, tal vez más de mil. Los tracios, esa
patulea de bárbaros borrachos, causarían algunas bajas entre los
gigantes. Pero a cambio, conducidos por un general tan temerario,
lo más probable era que resultaran aniquilados.
Zeus se frotó las manos.
Desgastaría a los gigantes, y con un poco de suerte se libraría de
Ares. Después, él mismo guiaría a los dioses a la batalla y
exterminaría a los gigantes con sus rayos. Tal vez incluso
alistaría un ejército de aqueos, la mejor infantería del mundo, y
le daría su mando a Atenea, para que obtuviera gloria allí donde
Ares había fracasado.
No, se corrigió. Ares aún
no había fracasado. Incluso cabía la posibilidad de que se
equivocara y, por una vez, hiciera las cosas bien. ¡En buena hora
había engendrado a esa bestia pelirroja! Por su culpa, llevaba dos
años sin dormir con su esposa. El primer año fue por decisión de
Hera, tras una discusión en la que insistió en que ya era hora de
que Zeus perdonara a su hijo. A él no le importó tanto que se
negara a acostarse con él (al fin y al cabo, había diosas y mujeres
de sobra) como que se atreviese a desafiarlo y que, para colmo,
todos en el Olimpo lo supieran.
Después, cuando se cumplió
un año, Hera se presentó en sus aposentos vestida con un manto
verde. Cuando Zeus le abrió la puerta, la diosa lo dejó caer.
Debajo sólo llevaba unos zapatos de plata y el célebre ceñidor de
Afrodita.
- Llevas un año sin
venir por aquí -dijo Zeus.
- Y se me ha hecho
eterno -respondió ella, poniéndose los brazos tras la nuca para
mostrarle cómo el ceñidor rodeaba sus pechos.
- Pues se te va a
hacer aún más eterno. Ahora me toca a mí. Vuelve dentro de un
año.
Zeus le cerró la puerta en
las narices, y Hera, muy digna, no volvió a llamar a su alcoba
hasta que se cumplió otro año. Eso había sido dos noches antes.
Para entonces, Zeus ya le había perdonado a Ares parte del
destierro. Pero cuando Hera apareció con sus sirvientes, cargada de
cofres y sacos, Zeus se dio cuenta de que no la había echado de
menos.
- ¿Ya ha pasado el
segundo año? -preguntó con sorna.
- Sé que has llevado
la cuenta de cada día -repuso ella, entrecerrando los ojos.
- Pues he debido
equivocarme. Pensé que sólo habían transcurrido tres meses. ¡Se ve
que el tiempo sin ti pasa volando!
Ella puso los brazos en
jarras y dio una patadita en el suelo, como una niña caprichosa y
contrariada.
- ¿Te niegas a hacer
el amor conmigo?
- No sólo eso, mi
querida esposa. Me niego a que entres aquí.
- Estaba dispuesta a
reconciliarme contigo, a pesar del sinnúmero de veces que me has
engañado -susurró ella, destilando veneno por la mirada-. Te digo
una cosa, poderoso-Zeus-que-acumulas-las nubes: nunca más volverás
a poseer mi cuerpo. Y no te hagas ilusiones. ¡Tampoco volverás a
poseer el de ninguna otra mujer!
Aquello había sucedido la
noche antes de visitar Arcadia con Hermes. Tal vez había decidido
bajar a la tierra y correr aquella aventura por no fulminar a su
propia esposa, que se había marchado dando un portazo. Y tal vez,
sólo tal vez, cuando le había pisado el pecho a Licaón se estaba
imaginando que era a ella a quien le aplastaba las costillas.
Pero las amenazas de Hera
no se iban a cumplir. Quizá no volvería a acostarse con ella, pero
sí lo haría con todas las mujeres y diosas que se le antojaran.
Seguía siendo Zeus, el señor del Olimpo.
Se sirvió otra copa de vino
y se sentó en el trono. Mientras bebía y esperaba la próxima
visita, pensó si no habría sido injusto con Atenea. De todos sus
hijos, era en ella en quien más confiaba. Ares era una bestia sin
cerebro a la que no se podía dar la espalda, pues carecía incluso
de la elemental nobleza de los brutos. En cuanto a Apolo, tan serio
y pomposo, que en el fondo se consideraba superior a Zeus, si
tuviera que gobernar el cosmos pasaría eones sentado en el trono,
con la barbilla en la mano y la mirada perdida, tratando de decidir
qué era lo justo y qué lo injusto. Hermes era un buen muchacho,
pero inconstante y trapacero, y pecaba por defecto donde Apolo lo
hacía por exceso, pues jamás se detenía a reflexionar.
En cuanto a Zagreo… Era una
desgracia lo que le había ocurrido. Zeus sabía que había sido un
error darle asiento entre los grandes, y que sus insolencias y
tarambanadas no hacían más que granjearle la enemistad de los demás
dioses. Pero no había tenido más remedio. Si no lo hubiera hecho,
Perséfone habría dicho la verdad: que Zagreo no era hijo del
quejumbroso Hades, sino del propio Zeus, que tras desflorar a su
propia hija había maquinado el rapto para encubrir ante Hera y
Deméter el embarazo.
Entre los mortales se había
extendido la costumbre de considerar aberrantes tales relaciones.
Sus razones tenían, pues Zeus había observado que, al contrario de
lo que ocurría con los dioses, el incesto entre humanos acababa
provocando taras irremediables. En cambio, los inmortales
consideraban casi obligatorio que el soberano del cielo se
desposara con su propia hermana: Urano y Gea, Cronos y Rea, Zeus y
Hera…
Pero eso podía cambiar.
¿Por qué tenía que aguantar el amargo carácter de Hera, sus
reproches, su falta de visión, su aburrida cháchara? Él era Zeus,
hacedor de leyes y señor de la justicia, y podía inventar nuevas
normas.
Alguien llamó a la puerta.
Zeus levantó una mano. La puerta se abrió por sí sola y la bella
Tetis entró al aposento, tan delicada como si se deslizara sobre
agua. Llevaba la misma túnica de algas que se había puesto para la
asamblea. Según caminaba, la luz que entraba por el balcón
insinuaba transparencias juguetonas entre sus muslos y bajo sus
brazos.
- No sabía si te
decidirías a venir.
- ¿Cómo no iba a
hacerlo, mi señor?
Tetis se acercó más. Olía a
perfume marino, y sus ojos rasgados, casi felinos, le miraron con
deseo. Zeus tiró de ella y la sentó sobre él. Cuando la bella
nereida se quiso dar cuenta, ya tenía dentro al rey de los dioses.
Tetis gimió.
- ¿Te duele?
- Un poco, mi señor.
No me esperaba encontrarte tan… pertrechado.
Zeus soltó una carcajada,
halagado, y soltó los broches del vestido de Tetis. La túnica
resbaló sobre sus hombros, se enganchó un instante en sus pezones
erguidos y luego se deslizó hasta la cintura. Al ver los pechos
desnudos de la diosa, Zeus se sorprendió. Dos bandas, una dorada y
otra plateada, se cruzaban rodeándolos.
- El ceñidor de
Afrodita… -dijo, recorriéndolo con los dedos. Las bandas eran
metálicas, pero a la vez resultaban elásticas. Aunque ya las había
visto en el cuerpo de Hera, en aquella ocasión no se le había
ocurrido tocarlas-. ¿Por qué te lo has puesto? No lo necesitas para
inflamar mi deseo.
- Quería sentirlo
sobre mi cuerpo, y Afrodita es buena amiga mía -respondió la
nereida-. ¿Sabes que estas cintas son muy curiosas? Se adaptan a
quien se las pone. Porque yo no tengo las medidas de Afrodita. No
te molestará que sea menos voluptuosa… -añadió en tono
mimoso.
- Sólo me molestan de
ti tus ausencias.
- ¡Eres un
embaucador!
Tetis subió los brazos y
Zeus le quitó las cintas.
- ¡Fuera! -dijo Zeus,
arrojando las bandas de metal a un lado-. Lo que me pone caliente
son tus pechos y tus muslos, y no ese artilugio.
- Afrodita lo
considera su mayor don, porque asegura que lo heredó de su padre
-dijo Tetis-. Pero yo creo que no necesita más atributos que su
propio cuerpo para despertar el deseo.
- Tú despiertas mi
deseo mucho más que Afrodita…
Hicieron el amor durante
horas, hasta que empezó a caer el sol. Terminaron sobre una gruesa
piel de oso blanco que Apolo le había regalado a su padre. Entre
carcajadas, Tetis separó las piernas, con los muslos irritados de
soportar el roce incansable de las caderas de Zeus.
- ¡Piedad, rey de los
dioses! -imploró, juntando las manos.
Zeus se levantó, sirvió
vino enfriado con nieve de las cumbres inferiores del Olimpo y le
pasó la copa a Tetis. Ella se sentó sobre la piel de oso y dio un
buen trago.
- Cualquiera diría que
tenías algo que demostrar, mi señor.
- ¿Demostrar? -Zeus se
enrolló el himatión en la cintura y se sentó frente a la diosa. No
le gustaba estar desnudo después de fornicar.
- Me has hecho el amor
como un poseso.
- Tal vez porque hace
dos años que no lo hago con Hera -dijo él, bebiendo de donde Tetis
había posado los labios.
Tetis enarcó una ceja. Al
parecer, no creía que Zeus se hubiera mantenido célibe desde
entonces; pero le siguió la corriente.
- Lo siento por ella,
que se lo ha perdido. Si yo fuera tu esposa, lloraría amargamente
cada noche que pasaras alejado de mi lecho.
Zeus se levantó y recogió
del suelo la cinta dorada. Observó que tenía grabada una cruz
gamada, tal vez un signo solar. Al deslizar por ella los dedos
semimetálicos de su mano derecha, saltó una chispa, y la banda se
puso rígida formando una circunferencia perfecta.
Se preguntó si aquel
ceñidor poseía de verdad poderes amorosos. Porque se le acababa de
ocurrir una insensatez.
- Tetis, ¿y si me
casara contigo?
Ella abrió unos ojos como
platos.
- ¿Casarte conmigo?
Yo… Mi señor, no me esperaba esto…
Zeus volvió a sentarse en
el macizo sitial. Tetis se envolvió con una de las patas del oso
blanco y se dedicó a acariciarse el rostro con su suave pelaje. A
Zeus se le antojó un gesto adorable.
- ¿Qué me
contestas?
- Estás casado, mi
señor. He venido al Olimpo invitada por tu esposa, y siento un gran
respeto por ella.
- Todos los que están
en el Olimpo son mis invitados, no los de ella. Olvídate de esa
bruja. ¿Te gustaría ser la reina de los dioses?
Tetis miró a Zeus con
timidez, sin subir la barbilla.
- Mi señor, ¿no hay
una norma por la que el señor de los cielos debe desposarse con su
propia hermana?
- No existe tal norma
-respondió él, algo irritado-. Simplemente ha sido una costumbre
hasta ahora. Pero las costumbres se pueden cambiar. Y en cuanto a
las normas, es el soberano del Olimpo quien las dicta.
Zeus recogió el vestido de
Tetis y se lo ofreció. Si seguía viéndola desnuda, se abalanzaría
sobre ella, y no quería parecer demasiado ansioso. Eso le daría a
la nereida poder sobre él, y no estaba dispuesto a que ocurriera
algo así. Ya había sufrido demasiados chantajes por culpa de diosas
y mujeres.
- Mañana partiré, y
probablemente estaré fuera unos días. Puedes pensártelo mientras
tanto, pero cuando vuelva quiero una respuesta. Si me dices que sí,
repudiaré a Hera y la enviaré a vivir a su amada Argos, o al
palacio de nuestro hermano Poseidón.
Ella se cruzó el ceñidor de
Afrodita sobre los pechos, y después se puso la túnica.
- ¿Aceptarás un no por
respuesta?
- Mientras estoy
fuera, pregunta si alguna vez lo he hecho -dijo.
Antes de irse, Tetis se dio
la vuelta y apoyó las manos en los hombros de Zeus, con gesto
preocupado.
- Cuando venía hacia
aquí me crucé con tu hija Atenea. Noté algo raro en ella.
- ¿Raro? Puede ser. No
estaba muy conforme con mis últimas decisiones.
- Hmm. No es ésa la
impresión que he tenido yo. Diría que es algo distinto, pero
supongo que estoy equivocada.
- ¿A qué te refieres?
No hables en enigmas.
- Pregúntale a
Afrodita, que es la experta en estas cuestiones. Tal vez ella sepa
algo más. Pero yo sospecho que tu hija, la doncella guerrera… ha
dejado de ser doncella.
- ¿Cómo lo sabes?
-gruñó Zeus, y sin querer apretó el hombro de Tetis con la mano del
rayo. Ella puso un gesto de dolor y le agarró la muñeca.
- Una diosa siempre
sabe esas cosas…