Epilogo
Contra todo lo
esperado, tras la peor derrota había llegado el momento de la mayor
gloria para Zeus. Aunque para ello, como le vaticinara Cronos desde
el espejo, había tenido que sufrir la más terrible de las pérdidas:
su hija Atenea.
Ahora el mundo era suyo, o
casi suyo. Acompañado por Apolo, entró en el templo de Delfos y
traspasó las puertas del áditon, sabiendo que ni el monstruoso
Pitón ni su esposa Delfine las guardaban ya. Ante la mirada furiosa
de Gea, arrancó el cordón umbilical que rodeaba la estatua del bebé
de piedra que lo había sustituido ante su padre Cronos y lo quemó
entre sus dedos.
- Ya no tienes ningún
poder sobre mí -le dijo a Gea, dejando caer al suelo las
cenizas.
- Eso es lo que tú
crees… -siseó ella.
- Ha llegado el
momento de tu retiro, abuela. Baja a las profundidades de la Tierra
y quédate allí.
- ¡Tú no eres quien
para enviarme al largo sueño! -siseó ella.
- Me da igual si
duermes el largo sueño o velas la larga vigilia. Pero no volverás a
intervenir en los asuntos de los dioses ni de los mortales,
abuela.
- ¡Eso ya lo
veremos!
Zeus le hizo un gesto a
Apolo. El dios solar encendió una antorcha de cristal que iluminó
toda la estancia. Gea se encogió, tapándose la cara con las manos
sarmentosas.
- ¡La luz! ¡Fuera de
aquí! ¡Aquí no puede entrar la luz!
- Todo lo contrario,
abuela. Ahora voy a hacerte mi última advertencia. Si haces lo que
te he prohibido, si te inmiscuyes una sola vez más en mi gobierno,
convocaré el poder de Urano. ¡Y esta vez no recurriré sólo al
anillo de los cuerpos errantes, sino que haré caer sobre ti toda la
furia de los cielos y te convertiré en una bola ardiente!
- Si haces eso lo
destruirás todo. ¡Tú también serás aniquilado!
Con una sola mano, Zeus
agarró las muñecas de su abuela y la obligó a mirarle a la cara.
Sus pupilas se clavaron implacables en las fosforescentes esferas
ambarinas que Gea tenía por ojos.
- Entiende esto de una
vez para siempre, abuela. Si yo no tengo el poder, nadie lo tendrá.
O aceptas a Zeus como soberano, o perecerás. Has dejado de ser el
asiento firme para dioses y mortales por igual. ¡A partir de ahora,
ya no estás segura!
La diestra de Zeus llevaba
un largo rato alzada. Sus dedos se abrieron y de ellos brotó un
rayo cegador que llenó todo el áditon de chispas. El trueno hizo
retumbar el suelo, y una racha de aire huracanado arrancó las vigas
y las tejas de la techumbre del templo. Por primera vez en miles de
años, los rayos del sol cayeron sobre Gea, que se acurrucó en el
suelo con un grito de espanto y desde allí reptó como una culebra
hasta la grieta humeante, donde se arrojó con un último
chillido.
Zeus se volvió hacia
Apolo.
- Tú mataste a Pitón,
el dragón que custodiaba este sitio. Tú recibiste las visiones
proféticas. A partir de ahora, serás el guardián de Delfos. Quiero
que vigiles este lugar para que Gea nunca vuelva a salir de su
encierro. A cambio, tuyo es el don de la profecía si así lo
quieres.
- Un duro don es el
que me haces, padre -contestó Apolo, con voz triste-. Pero así lo
haré.
Con sus propias manos, Zeus
cerró la profunda sima que se abría en el centro del mundo y sólo
dejó una pequeña chimenea para que pudieran brotar los vapores
proféticos. Desde aquel momento, el oráculo perteneció a Apolo;
pero entre los humanos se guardó el recuerdo del khasma, la grieta sobre la que la Pitonisa, la
sacerdotisa de Apolo, vaticinaba el futuro sentada sobre el trípode
sagrado.
A Zeus le tentó aniquilar a
todos los dioses que participaron en la conjura, pero de hacerlo
habría vaciado medio Olimpo y buena parte de los demás reinos, así
que se conformó con tomar represalias contra algunos. A Hera, la
castigó a estar un año entero suspendida sobre el Buleuterión, con
un pesado yunque colgado de cada tobillo. Y mientras ella le miraba
con odio desde el aire, Zeus pasó un brazo por los hombros de
Alcides y le dijo a su esposa:
- Mi hijo te salvó de
ser violada por el gigante Porfírión. ¿No se lo agradeces?
- ¡No es más que un
sucio bastardo! -gritó Hera, mordiéndose los labios para no llorar
de dolor.
- Ya que tú no conoces
la gratitud, yo le honraré por ti -dijo, y añadió dirigiéndose a
Alcides-: Desde ahora, para que en tiempos venideros se recuerde
cómo mataste con tus manos desnudas al gigante que quería mancillar
a Hera, te llamarás Heracles, Gloria de
Hera.
Al ponerle aquel nombre a
su hijo, Zeus no le hizo ningún favor, pero en aquel momento no
podía saberlo.
Por otra parte, a Tetis la
obligó a desposarse con Peleo, un hombre mortal y someterse a su
autoridad. A Ártemis no la castigó directamente, pues al final
había luchado de su lado contra los gigantes; pero para darle una
lección sedujo y dejó embarazada a su amante, la ninfa Calisto, a
la que la propia diosa, despechada, convirtió en oso y abandonó en
los montes de Arcadia. Poseidón, por no acudir en auxilio de los
olímpicos, tuvo que trabajar durante un año reparando y ampliando
las murallas de Troya, para Laomedonte, el nuevo rey de Troya. No
hubo ningún inmortal que, de una manera u otra, no recibiera su
correctivo o su recompensa por el papel que había desempeñado en la
guerra contra Tifón y los Gigantes. Salvo Perséfone, a la que no
pudo castigar como hubiera deseado porque su madre amenazó con
dejar la tierra estéril por segunda vez, y la hambruna que había
provocado la guerra ya era lo bastante grave como para empeorarla.
Y Ares, cuya incompetencia recibió bastante escarmiento con la
humillación de presenciar la gran batalla desde el barril de bronce
del que nadie se acordó de sacarlo hasta tres días después.
Había pasado un año y medio
desde de la Gigantomaquia. Era un día fresco y no se veían apenas
nubes en el cielo. Zeus, asomado a la Atalaya, contemplaba a sus
pies el mar Egeo, las llanuras de Tesalia, los estrechos valles de
Macedonia y los alargados dedos de la península Calcídica.
Por donde alcanzaba la
vista, aún se encontraban cicatrices y restos del combate. Todavía
los amaneceres y los crepúsculos eran de un rojo sangriento, por
causa de los erupciones de Gea y de la lluvia de fuego celeste que
Zeus había precipitado con los anillos de Urano. El humo y las
cenizas vomitados por el volcán de la isla de Atlas empezaban por
fin a despejarse, y la luz del sol llegaba de nuevo a la tierra.
Este año, por fin, tendrían una primavera y un verano de
verdad.
Los cálculos de Gea no
habían sido buenos. Eran los humanos, como ella pretendía, quienes
más habían sufrido las consecuencias de su plan, pues dependían de
las cosechas, y éstas se habían arruinado bajo el negro dosel que
cubrió el cielo durante meses. Pero aunque su población quedó
diezmada y pueblos y ciudades enteros desaparecieron, los hombres,
que eran capaces de alumbrar sus crías todos los años, se
reproducían con facilidad. Mientras que las viejas razas de
centauros, ninfas, sátiros y melíades necesitaban décadas para
engendrar, y los entornos en los que vivían (bosques, pastos, ríos
o lagunas) también habían sufrido las consecuencias del frío, las
cenizas y los gases ponzoñosos. En menos de diez años, calculaba
Zeus, con nuevos territorios que repoblar, los humanos volverían a
ser tan numerosos como antes de la Gigantomaquia, mientras que las
criaturas antiguas se verían reducidas a menos de la mitad.
Los sacrificios habían sido
duros. Lo poco de Hieróptolis que los gigantes habían dejado en pie
lo habían destruido los meteoritos invocados por Zeus. En cuanto a
la otrora pujante isla de Atlas, ahora era un yermo gris y aún
humeante. Aunque había sufrido allí una abyecta traición, Zeus
sentía pena por tanta belleza pulverizada o enterrada bajo codos y
codos de ceniza. En la isla de Creta, el maremoto había destruido
casi toda la flota de Minos, las olas habían arrasado sus puertos y
las cenizas habían sepultado sus viñedos. El propio rey languidecía
en su palacio de Cnossos, pensando que su poder nunca volvería a
ser el mismo. La devastación había alcanzado también a buena parte
de las Cíclades, y eran ahora los reinos del interior del
Peloponeso y del continente los que empezaban a resurgir boyantes y
a mirar con avaricia los restos del esplendor cretense.
A Zeus no le preocupaba
demasiado. Como hojas eran las generaciones de los hombres. Y así
como el viento arrancaba las hojas de los árboles en otoño y en
primavera el bosque las hacía de nuevo reverdecer, de la misma
forma unas generaciones humanas nacían y otras perecían. Unas
iguales a otras.
Pero bien distintas eran
las generaciones de los dioses, y no tan fáciles de reemplazar.
Asclepio había tratado el corazón de Zagreo con tiempo y ambrosía,
que de nuevo abundaba en el Olimpo. Pues, tras la batalla, Apolo y
Ártemis habían recuperado del campamento de los gigantes los
barriles que contenían las manzanas de las Hespérides y los demás
ingredientes de la droga de la inmortalidad; y la expedición
sagrada había reanudado sus viajes a Hiperbórea, escoltada por
Carreo, que esperaba con paciencia a que su amada Laódice
envejeciera unos años más.
Por fin, el corazón de
Zagreo se convirtió en un pequeño cuerpecillo, un feto de dios que
Asclepio injertó en el cuerpo de una mujer mortal, Sémele, hija del
rey de Tebas. Aún quedaban meses para que naciera. Zeus había
elegido un nuevo nombre para él, Dioniso; y esta vez, por más que
le pesara a Hera, lo reconocería como hijo.
Más por quien esperaba
ahora, con los nervios tensos como un padre primerizo, no era por
Dioniso.
- ¡Por fin! -dijo al
oír pasos tras él.
Su visitante era Hefesto,
que venía cargado con un gran mazo y seguido por Cerauno, que
llevaba al hombro un arcón de madera de casi cinco codos de largo.
El cíclope dejó el arcón sobre el suelo y se despidió con una
reverencia.
- ¿Está ahí dentro?
-preguntó Zeus.
- Así es, mi
señor.
Hefesto pronunció una
fórmula secreta y el grueso candado que cerraba el arcón y que sólo
obedecía a su voz se abrió por sí solo. Dentro había un gran
cristal de roca de color ámbar. Hefesto lo sacó de su interior,
resoplando por el esfuerzo, y lo puso en pie. Dentro del cristal se
veía una figura alargada, encerrada en su interior como una larva
dentro de una crisálida gigante.
- ¿Es ella? ¿Seguro
que es ella?
- Así es, Cronida.
Asclepio y yo hemos obrado en todo tal como nos indicaste.
Zeus tocó la crisálida y la
notó fría y silenciosa.
- ¿De verdad está
viva?
- Es hija de tu
pensamiento, Cronida -respondió Hefesto-. Debe ser tu palabra la
que la traiga a la vida.
Zeus aferró con ambas manos
la crisálida translúcida y pegó la frente a la fría superficie de
cuarzo. De los dedos de su mano derecha brotaron unas chispas
azuladas. Las chispas se enlazaron unas con otras, transformándose
en zarcillos luminosos que atravesaron el interior de la
roca.
- Vive -susurró.
Una luz blanquecina se
encendió en el interior de la crisálida y poco a poco fue
alumbrando la figura femenina encerrada en su interior. Zeus
retrocedió.
- Hazlo ahora -le
ordenó a Hefesto.
El dios herrero se encaramó
al arcón, levantó en alto su martillo y descargó un golpe seco y
preciso en la parte más alta de la crisálida. El mazazo abrió tres
grietas en el cristal, que corrieron hasta el suelo como
resquebrajaduras en un río helado. Las tres secciones de la
crisálida se separaron por su propio peso y cayeron a los lados,
donde se quebraron en fragmentos más pequeños.
En el centro, vestida con
un largo peplo blanco, ataviada con una coraza dorada, un yelmo de
hierro y un escudo chapado en bronce, se alzaba Atenea.
La diosa abrió unos ojos
grandes y grises, y miró a Zeus.
- Padre.
Zeus abrió los brazos,
esperando que Atenea se arrojara a ellos. Pero en vez de eso, la
diosa salió con paso cauteloso del círculo, cuidando de no pisar
los cristales ambarinos. Hefesto se acercó a ella frotándose las
manos en el mandil y sonrió.
- ¡Atenea! ¡Lo hemos
conseguido!
Ella giró la cabeza y bajó
la vista para contemplar al herrero. Por un instante pareció que
iba a sonreír, pero lo que hizo fue enseñar los dientes en un gesto
de desdén.
- Si lo que quieres es
que huela tu sudor, no hace falta que te acerques tanto a mí,
herrero cojo.
Hefesto retrocedió con
gesto de perro apaleado. Zeus dio un paso hacia Atenea y le puso
las manos sobre los hombros.
- Mírame, hija.
Se asomó a aquellos ojos
grises. Eran los mismos, pero a la vez distintos. Fríos como el
acero, pero sin la callada profundidad del mar bajo las
nubes.
- Ganímedes… -susurró
Zeus. Las pupilas de Atenea ni siquiera se dilataron.
- ¿Por qué mencionas
el nombre de ese mortal, padre? ¿Qué tengo yo que ver con él?
Zeus retrocedió un poco y
examinó a su hija con gesto crítico. La estatura, el porte, las
manos, todo parecía igual; pero la pose era más rígida, la boca
estaba más recta, la barbilla más alzada.
- Vuelves a ser la
diosa virgen…
- Soy la diosa virgen,
padre. Consagrada a tu servicio. ¿Qué quieres que haga por
ti?
Zeus señaló a su izquierda.
Sobre el balcón yacía una gran losa de mármol, arrancada del
Buleuterión. Allí había caído la lanza de Atenea cuando
consiguieron abrir sus dedos para retirar la mano del charco de
hierro fundido. Nadie, ni siquiera él, había conseguido despegarla
de allí, de modo que tuvieron que arrancar aquella porción de suelo
y subirla hasta la Atalaya.
- ¡Idhi emé! -exclamó Atenea.
Némesis se levantó
del suelo por sí sola y acudió a su mano. La diosa la blandió sobre
su cabeza con una sonrisa de la que había desaparecido la
melancolía que teñía el gesto de la antigua Atenea. Después se
llevó los dedos a la boca y silbó. Un hipogrifo llegó volando y se
posó sobre el enorme balcón. Atenea subió de un salto a su grupa y
enarboló la lanza para saludar a su padre.
- ¡Adiós, padre! ¡Voy
a vencer guerras en tu honor!
La diosa se alejó,
cabalgando a Glauce. Zeus miró a Hefesto, que, con los ojos
húmedos, contemplaba cómo la silueta alada descendía hacia las
nubes que rodeaban la base del Olimpo.
- No es ella, ¿verdad?
-dijo Zeus.
- Lo hemos intentado.
Pero era sólo una mano…
Zeus apretó el hombro del
herrero cojo.
- Has hecho lo que has
podido. No es culpa tuya… hijo.
Y, aunque una lágrima le
rodaba por la mejilla, el dios herrero sonrió.
Zeus volvió a colgar en su
sitio el Espejo del Tiempo. Con habilidad y paciencia dignas de su
hijo Hefesto, había conseguido reunir todos los añicos. Ahora,
aunque su superficie estaba surcada de líneas quebradas y había
fragmentos que se desviaban del plano, volvía a verse el cielo del
otro lado. Sólo que hoy no se veía azul, sino poblado de oscuros
nubarrones.
- Te saludo, hijo -le
dijo Cronos desde el otro lado.
- Hola, padre.
- Veo que has
conseguido recomponer el espejo.
- No sólo el espejo.
Todo vuelve a estar en su lugar. -Casi
todo, añadió para sí, pensando en Atenea. Pero el rictus de
dolor lo traicionó y su padre se dio cuenta.
- ¿Qué te aflige
entonces, hijo?
- Nada, padre. Como te
he dicho, todo está en orden de nuevo.
Cronos sonrió.
- Has sido el primero
que ha prevalecido sobre las conjuras de Gea. Ella nos utilizó a
todos. A mí contra Urano, después a ti contra mí, y por último a
Tifón contra ti. Pero has conseguido frustrar sus planes. Te
felicito por tu astucia. Y, sobre todo, por tu fortuna.
- Tique ayuda a
quienes se ayudan, padre.
- Tique, hijo mío, es
quien realmente lo rige todo. Cuando lo comprendas, serás el
auténtico soberano del mundo.
- Lo que he
comprendido, padre -respondió Zeus-, es que el soberano del Olimpo
está solo.
El dios del rayo tomó el
lienzo y cubrió con él la imagen de su padre. Después salió al
balcón oeste y contempló cómo el sol se hundía tras las lejanas
montañas del Pindó.
- Y siempre lo estará
-musitó.
Por fin, cuando cayó la
noche, Zeus entró en palacio y se dirigió al salón de banquetes, a
cenar con la familia de los Olímpicos.