La fragua de Hefesto
Cuando Zeus disolvió la agitada
asamblea de los dioses, Hefesto se apresuró a bajar a su fragua. En
el mismo centro del Olimpo se abría un pozo inmenso que descendía
por el corazón de Pirgos hasta hundirse en las entrañas de la
tierra, por debajo del nivel de la llanura que rodeaba la montaña.
En ese pozo el dios había construido una plataforma de metal que
bajaba a una velocidad vertiginosa por un ingenioso sistema de
contrapesos y cadenas.
Hefesto trabajaba todos los
días. El esfuerzo físico le hacía sentirse bien. Andar le resultaba
fastidioso, por culpa de la cojera que tantas burlas le acarreaba
entre los demás dioses, pero le encantaba trabajar con las manos.
Sus brazos eran muy fuertes, y eso le hacía concebir la esperanza
de ser en realidad hijo de Zeus, pese a que el gran dios lo negaba;
pues todos los hijos de Zeus habían heredado al menos parte de su
extraordinaria fuerza física.
Sus brazos, sus manos, su
ingenio: ahí terminaban sus virtudes. Hermes, aunque era poco más
joven que él, solía burlarse de Hefesto llamándole «Segundo
Nacido», pues entre los Terceros parecía el más viejo por su barba.
Incapaz de controlar su crecimiento como hacían otros dioses, había
renunciado a afeitársela. Además, le ayudaba a disimular la
mandíbula inferior, que sobresalía de su rostro como una cornisa. Y
qué más daba tener pelo en la cara, cuando aún era más enojoso el
vello que cubría su pecho, sus brazos y, lo peor de todo, su
espalda. Por no hablar del sudor. La primera noche que se acostó
con Afrodita, ella sufrió un ataque de risa al verlo desnudo, y
luego no dejó de arrugar la nariz y preguntar: ¿Quién se ha dejado
aquí un queso de cabra? Entre unas cosas y otras, Hefesto apenas
había sido capaz de cumplir el débito conyugal una docena de veces,
aunque de sobra sabía que no era impotente. Llevaba años y años
rogándole a su padre que le permitiera repudiar a Afrodita y
casarse con otra diosa, aunque fuera con una humilde ninfa
hamadríade, pero Zeus se negaba.
- Eres el hijo de
Hera, protectora del matrimonio. Debes dar ejemplo.
Para colmo, Ares, el dios
que más le había humillado, estaba de vuelta en el Olimpo. Sabiendo
que Zeus no le haría caso, Hefesto había recurrido a su madre para
que, al menos, disculpara su asistencia a la asamblea donde Ares
sería recibido casi como un héroe.
- Es una asamblea
formal -contestó Hera con aire distraído mientras inspeccionaba los
bordados del manto que se iba a poner para la ocasión.
- ¡Todos me estarán
mirando y se reirán de mí!
- Eso es lo que tú
piensas. Pero los demás dioses tienen cosas más importantes en qué
distraerse que tus aburridas desavenencias matrimoniales.
Su madre nunca le había
tratado tan mal como Zeus, pero cuando tenía que elegir entre Ares
y él, la disyuntiva estaba clara. El pobre herrero cojo siempre
perdía.
Hefesto sacudió la cabeza
para ahuyentar pensamientos tan lóbregos. Ya había llegado al final
del pozo. Bajó de la plataforma, recorrió un largo túnel y entró en
su fragua. ¡Ah, aquél sí era su hogar!
En los cimientos del Olimpo
se abría una caverna tan grande que podría haber contenido entero
el palacio del Cranón. Aquel vasto espacio estaba dividido en
numerosas salas abovedadas, separadas unas de otras por altísimas
columnas que los propios cíclopes habían tallado en la roca viva.
En realidad, la fragua de Hefesto era a la vez mina, fundición y
forja. Los cíclopes, incansables, no cesaban de abrir galerías para
extraer nuevos minerales; algo de lo que Gea se quejaba
continuamente a Zeus, que procuraba despacharla con excusas. El
suelo de la caverna estaba surcado de zanjas por las que fluían
torrentes de lava y de metales fundidos. Reinaba un calor
asfixiante, olía a azufre y escoria y el estrépito de los martillos
sobre los yunques era ensordecedor. Pero allí, entre fuelles,
hornos y crisoles, alumbrado por el resplandor de los metales al
rojo vivo, Hefesto se sentía a sus anchas.
Entró primero en su taller
privado, donde dejó el manto y la túnica y se vistió el mandil de
cuero. Tenía allí varias mesas con cachivaches de todo tipo, y
redomas y matraces que le servían para realizar experimentos de
alquimia. Junto a las paredes aguardaban sentadas e inmóviles
cuatro figuras doradas, su más ambiciosa invención: las mujeres
autómatas. Las había fabricado con chapas de oro, y en su interior
llevaban complejos mecanismos alimentados por carbón y vapor. Las
tres primeras eran muy torpes, pero la última que había fabricado
sabía moverse por toda la sala y obedecía órdenes sencillas.
Hefesto la había vestido con un largo peplo, le había puesto una
peluca negra y, cuando nadie le oía, la llamaba Atenea. Pues había
forjado los rasgos de su rostro para que imitaran los de su
hermanastra, a la que amaba en secreto, consciente de que nunca
conseguiría sus favores. De haber sabido que la propia Atenea se
había dado cuenta, con cierta lástima, de la atracción que
despertaba en él, Hefesto se habría sentido morir de
vergüenza.
Tras despedirse de la
autómata, Hefesto salió del taller y cruzó la sala principal de la
fragua. Había allí más de cien cíclopes. Cuando pasaba Hefesto,
dejaban por un momento lo que estaban haciendo y le saludaban, pero
en seguida reanudaban sus tareas, pues eran tan fanáticos del
trabajo como él. Los cíclopes apreciaban al dios herrero, pero le
trataban más con camaradería, e incluso con cierta divertida
ironía, que con auténtica veneración.
Los cíclopes eran una raza
muy antigua, más que los olímpicos y tanto como los titanes. Sus
tres fundadores eran Brontes, Estérope y Arges, hijos de Urano y
Gea. Sólo el primero había asistido a la asamblea de los dioses,
pues sus hermanos llevaban ya tanto tiempo trabajando en las
entrañas de la tierra que sus enormes ojos se habían adaptado a la
oscuridad y apenas toleraban la luz del sol. Los humanos, en sus
relatos, los equiparaban a veces con los gigantes, pero eran en
realidad criaturas muy diferentes. Los cíclopes, aunque de gran
estatura, raras veces sobrepasaban los seis codos de altura, y sus
hombros no eran tan anchos. Sus miembros, además, eran de carne y
hueso y no se convertían en piedra con el tiempo. Pese a su tamaño,
poseían dedos finos y hábiles; y sin duda su rasgo más peculiar era
el gran ojo en el centro de la frente.
Tras supervisar varios
trabajos que le interesaban, Hefesto acudió a su propia fragua. A
su lado trabajaban Brontes, el mayor de los cíclopes, y su hijo.
Éste era de los más altos entre su pueblo, pues medía seis codos y
medio, aunque se le veía un tanto cargado de espaldas. Era joven
para su raza (no tendría más de doscientos años), inquieto y amante
de experimentar novedades. Ahora estaba forjando una espada para el
propio Zeus. Aún le quedaba un templado final, y luego escribiría
signos mágicos en ella con su propia sangre para hacerla
inquebrantable.
A Hefesto no le convencía
la forma de aquella arma, que era curvada y tenía un solo filo. Él
había pensado en una hoja ancha, con dos filos, para que pudiera
tajar en ambas direcciones. Pero Cerauno rodeó la espiga de la
espada con un trapo, pues aún no tenía empuñadura, y la blandió en
el aire para demostrarle que era práctica.
- Ten en cuenta -le
explicó a Hefesto-que Zeus la va a blandir con la mano izquierda,
mientras arroja sus rayos con la derecha. Con esta forma le
resultará más cómoda de manejar.
- Bah, da igual. En
cuanto se la entregue, soltará un bufido y la guardará en un arcón,
como todo lo que le regalo.
- Al rey de los dioses
siempre le ha gustado disimular el entusiasmo que siente por
ti.
Hefesto no supo si
molestarse por aquel comentario o agradecer su intención.
- ¿Qué tal ha ido la
asamblea? -preguntó Cerauno.
- ¿No te ha contado
nada tu padre? -dijo Hefesto, señalando a Brontes, que estaba
repujando una carrillera para un yelmo-. Ya veo que se me ha
adelantado.
- Demasiado tiempo en
el exterior le molesta, ya sabes. Por la luz. Ignoro qué habrá
pasado, pero no ha venido nada contento.
- No es para menos
-dijo Hefesto-. Parece que todas las criaturas de la tierra están
descontentas con Zeus.
- Tú pasaste mucho
tiempo en Lemnos. ¿Te incluyes entre las criaturas de la tierra?
-preguntó burlón Cerauno.
- No seas insolente
-respondió Hefesto-. Me temo que van a tener problemas con los
gigantes.
Brontes, sin levantar la
mirada del yunque, soltó un bufido.
- ¡Gigantes! -gruñó-.
Criaturas salvajes y despreciables. Solo saben usar las manos para
sacarse pedruscos de las orejas.
Siguieron trabajando
durante horas, deteniéndose de vez cuando tan sólo para beber agua
fresca y unas gotas de vino y para comer carne asada y pan; pues
los cíclopes herreros, al contrario que sus parientes pastores de
las islas, son criaturas civilizadas que conocen el pan y el
vino.
Hefesto estaba ayudando a
Cerauno con el último temple de la espada cuando, para su disgusto,
apareció Ares. Lo escoltaban Fobos y Deimos, los perros de la
guerra, que siempre lo acompañaban salvo cuando era recibido en las
salas del Olimpo, pues Zeus no permitía la entrada en su palacio a
criaturas tan desagradables. Fobos era casi tan alto como Ares,
aunque más estrecho de cuerpo. Si es que tenía cuerpo, pues iba
cubierto de placas de metal de la cabeza a los pies, y por las
rendijas de su yelmo no se veía más que una sombra. Cuando caminaba
por la tierra, las flores se marchitaban a su paso, los animales
huían y la leche de las madres se cortaba en el pecho. Siempre le
acompañaba un extraño olor que no era olor, una fetidez
indescriptible que bajaba de la nariz al pecho y cortaba la
respiración, como si un puño de acero apretara los pulmones por
dentro. En cuanto a Deimos, era más bajo y caminaba encorvado como
los simios de las tierras al sur de Libia. Su rostro estaba surcado
de cicatrices que nunca dejaban de supurar. Bajo su capa asomaba
una larga cola plagada de púas que usaba como arma, y tenía además
un enorme mangual cuyos pinchos siempre estaban manchados de
sangre.
- ¡Eh, pandilla de
tuertos, arrodillaos! -gritó Deimos mientras los tres pasaban entre
los cíclopes-. ¡Ha venido mi señor, el dios de la guerra!
Casi todos ellos eran más
altos que Ares, y aunque no estuvieran armados ni fueran tan
fuertes y sanguinarios como el trío, de arrojarse sobre ellos con
sus martillos y sus tenazas los podrían haber hecho trizas. Pero
Hefesto había comprobado a lo largo del tiempo que los personajes
tan violentos y crueles como Ares creaban a su alrededor un aura de
temor que paralizaba a casi todas las criaturas.
Así pues, los cíclopes
saludaron a Ares clavando una rodilla en el suelo, salvo los tres
Primeros Nacidos, que se limitaron a inclinar la cabeza. Ares se
acercó a Hefesto y Cerauno.
- ¿Qué es eso que
tienes ahí? -le preguntó al joven cíclope.
- Una espada.
- Ya me había dado
cuenta de que era una espada. Trae, déjame verla.
El cíclope se la tendió.
Ares la cogió por la espiga que luego habría de encajar en el
arriaz, la sopesó y se la acercó a la cara para examinar el filo.
Hefesto sabía que las curvas del templado eran perfectas, pero el
dios de la guerra arrugó la nariz como si estuviera oliendo
excrementos de cabra.
- Así que dices que
esto es una espada… Yo diría más bien que es un machete de
matarife.
Cerauno carraspeó, pero su
padre le dio un codazo en las costillas para que se callara. Ares
levantó la hoja en alto y la estrelló de plano contra el yunque. La
espada se quebró en dos pedazos.
- ¡Esa espada era para
nuestro padre! -protestó Hefesto.
- ¿De veras? Pues
fórjale otra mejor, que no se rompa.
- Le has dado un
cintarazo contra el yunque. ¿Cómo no iba a romperse?
- Bah, bah. Eso son
tecnicismos. A ver, hermano, acércate un momento, que quiero hablar
contigo.
Hefesto dio un par de pasos
dubitativos. Ares se inclinó sobre él, le metió las manos bajo las
axilas para levantarlo en vilo y lo puso de pie sobre un yunque. El
dios herrero enrojeció al oír entre los cíclopes carcajadas
sofocadas. Sin duda, su postura era ridícula.
- Ahora estamos a la
misma altura. Me duelen los riñones cuando hablo contigo -dijo
Ares-. ¡Ja, que gracioso! Cuando hablo con tu esposa también me
duelen los riñones, aunque por otro motivo.
- ¿A qué has venido?
-preguntó Hefesto, rechinando los dientes.
- Me ha enviado mi
padre. El viejo quiere que forjes armas.
- Eso es lo que estoy
haciendo ahora.
- No, no. Hablamos de
muchas armas. Miles de armas, para un gran ejército.
Interesado a su pesar,
Hefesto asintió mientras Ares le explicaba lo que necesitarían.
Grandes picas, arcos, puntas de flechas. Y también balistas,
onagros, catapultas y hasta arietes, pues sus enemigos, los
gigantes, era auténticas murallas móviles.
- En un mes lo
tendremos todo -calculó Hefesto.
- ¿En un mes?
-preguntó Ares, incrédulo-. Le he dicho a nuestro padre que la
campaña empezará en cinco días.
- ¿Cinco días? ¡Eso es
imposible!
- ¿Imposible para
Hefesto, el herrero mágico?
- ¡Necesitaría ser el
dios del tiempo para convertir cada hora en diez!
Ares le miró entrecerrando
los ojos y apretando los dientes, y Hefesto se encogió, temiendo
que fuera a golpearlo. Pero aquel gesto de estreñimiento
significaba que el dios de la guerra estaba pensando.
- Entonces, tendrás
que venir conmigo -decidió-. Harás lo que puedas en esos cinco
días, y el resto lo fabricarás sobre la marcha.
- ¿Sobre la marcha? No
sé de qué me hablas.
- ¡Brrrr! ¡Tu esposa a
veces asegura que eres inteligente! Lo que digo es que te lleves
tus yunques, tus fuelles y toda esa porquería, y que traigas a tus
cíclopes contigo. Me acompañarás en la campaña contra los gigantes
y forjarás armas mientras avanzamos hacia el Istro. ¡Ah! Además
quiero que me fabriques una armadura nueva. De hierro. Y ésa no se
la encargues a tus cíclopes: quiero que la hagas tú mismo.
¿Yo mismo?, pensó
Hefesto. ¿Y quién me impedirá poner un
encantamiento en ella para que empiece a encoger en mitad de la
batalla y te aplaste tus divinas pelotas? Pero sabía que no se
atrevería a hacerlo.
Al pie de una gruesa
estalagmita yacía una gran roca negra con el corazón de hierro, que
había caído del cielo en Anatolia y que el rey de Hatti había
reservado como presente para Zeus. Ares se acercó y, aunque la
piedra pesaba como cinco vacas, la hizo rodar por el suelo para
examinar sus brillantes aristas.
- Me gusta. Sacarás
mis armas de este pedrusco.
- Ese hierro estaba
reservado para otra cosa -intervino el joven Cerauno,
acercándose.
Ares se volvió hacia él, se
estiró para agarrarle de la barba y le obligó a ponerse de
rodillas. Después desenvainó su espada y se dispuso a cortarle el
cuello.
- ¡Alto, Ares!
-intervino Brontes, dando un paso adelante con un enorme macho en
las manos-. ¡Es mi hijo!
Ares le miró con odio, pero
Brontes no dejaba de ser un Primer Nacido, y además amigo de Zeus.
Así que se conformó con derribar de un empellón a Cerauno y darle
una patada en el pecho.
- No vuelvas a
dirigirte a mí si yo no te pregunto, cachorro de cíclope. O ni
siquiera tu padre te salvará de la ira del dios de la guerra.
Ares se volvió hacia su
hermano, le palmeó los hombros y le pellizcó las mejillas.
- Fabrícame unas
buenas armas, hermanito.
- Descuida -dijo
Hefesto, bajando la mirada.
- Ya sé que tienes lo
mejor para mí -dijo Ares, con una última bofetada que pretendía ser
cariñosa-. ¡Siempre tienes lo mejor para mí!
Ares se marchó entre
carcajadas, seguido por Deimos, que agitaba su cola cuajada de
pinchos entre ladridos, y Fobos, de cuyo yelmo vacío brotó un
silbido pestilente que pretendía ser una carcajada. Hefesto bajó
del yunque de un salto y se acercó a Cerauno para ayudarle a
levantarse.
- No ha sido buena
idea enfrentarte con Ares.
- Alguien debería
pararle los pies -contestó el cíclope-. No tiene por qué tratarte
así.
Hefesto miró a su
alrededor. Los cíclopes le observaban con gesto de
desaprobación.
- ¿Qué miráis? ¡Ya lo
habéis oído, tenemos trabajo! ¡Cada uno a su puesto!
No me extraña que me
pierdan el respeto, se dijo. Yo mismo no me
lo tengo.