El desafío de Tifón
Pasaron los días sin que en el
Olimpo se recibieran noticias de Zeus. Atenea, tras la sentencia de
destierro dictada por su padre, no había tardado en ordenar las
pocas posesiones que pensaba llevar consigo: un arcón de ropas, el
telar y sus armas, salvo la Égida, que Zeus le había prohibido
utilizar. Durante esos días deambuló sola por los rincones más
apartados del inmenso palacio celestial, y más a menudo permaneció
encerrada en su propia morada, tejiendo el tapiz para la boda en
Atenas mientras su mente vagaba sin rumbo por territorios sombríos.
Nadie sabía lo que había sucedido entre Zeus y ella, pues su padre
había despachado incluso a los Consagrados que custodiaban la
escalera de la Atalaya para que no les llegaran ecos de su
tormentosa conversación. Algunas diosas se habían interesado por
Ganímedes, a quien no se había visto escanciar el vino en las cenas
de las últimas noches; pero con su característico egotismo, los
inmortales no se preocuparon más por el destino de un simple humano
y se limitaron a conjeturar que tal vez Zeus se había aburrido de
su presencia.
Ni la propia Atenea sabía
muy bien qué la retenía en el Olimpo. Quizá esperaba tener una
última visión de su padre, aunque fuera lejana. O que tras vencer a
Tifón Zeus regresara satisfecho y se sintiese lo bastante generoso
para perdonarla. O tal vez la única razón era que no sabía qué
hacer ni adonde ir. Al principio se le ocurrió retirarse a Atenas,
pero después pensó que estaba demasiado cerca del Olimpo, que debía
poner algún mar de por medio entre ella y el resto de los dioses,
huir a algún rincón apartado del mundo, la lejana India, las
fuentes del Nilo o las brumosas Casitérides, donde nadie de su
familia pudiera visitarla para regocijarse en su humillación.
Y así se cumplieron tres
días, y amaneció el cuarto. A menudo Zeus se había ausentado más
tiempo, pero siempre lo había hecho con el pretexto de recorrer de
incógnito los reinos de la tierra y comprobar si se cumplían sus
leyes, y con el propósito real de visitar a las hembras mortales de
las que se había encaprichado. La inquietud empezaba a cundir por
el Olimpo. Hasta ese momento nadie había dudado de que el rey de
los dioses aplastaría a la criatura Tifón que se había atrevido a
desafiarlo. Más ahora, al no tener noticias de él, empezaban a
formarse corrillos y cenáculos en los que se recordaba con espanto
que aquella bestia había devorado a un dios, y se preguntaban por
qué aún no llegaban noticias de Zeus.
- Seguramente ese
monstruo, al enterarse de que llegaba Zeus, se escondió o huyó a
alguna otra isla -decía Hera-. Conociendo la soberbia de mi marido,
no querrá volver aquí con las manos vacías y reconocer que Tifón se
le ha escapado.
- Aún así -le sugirió
Atenea-, deberías enviar a Iris o a Angelia a la isla de Atlas para
que averigüen algo.
- No. Ya sabemos cómo
es Zeus. Se lo tomaría como una intromisión o una falta de
confianza. No, no le ofreceré una excusa para que tenga nada que
reprocharme. ¡Nadie se acercará a la isla de Atlas mientras él no
regrese!
Era el cuarto día de
ausencia de Zeus, y la víspera de la expedición contra los
gigantes. Hefesto había trabajado toda la jornada, forjando las
armas solicitadas por Ares. Nunca antes en la fragua del Olimpo
habían resonado tanto los martillos, un incesante y obsesivo
batintín de campanas metálicas. Los incansables cíclopes, al ver
triste a su jefe, improvisaron un himno en su honor con sus voces
atenoradas:
Cantad, Musas de voz de plata, a
Hefesto,
Célebre por sus talentos,
El que con Atenea de ojos
glaucos
Enseñó espléndidos oficios a los
hombres
Que, como fieras habitaban las
grutas.
Agradecido de que alguien
reconociera sus méritos, Hefesto se animó un poco y terminó con los
últimos detalles del peto y el espaldar de la coraza de Ares. Iba a
ser una armadura espléndida, forjada en el mejor acero, con
ataujías de oro y cobre, fabricada con placas que cubrían todo el
cuerpo de la cabeza a los pies y a la vez permitían libertad de
movimientos. Ataviado con esa panoplia, Ares sería una visión aún
más terrorífica para sus enemigos. Hefesto sabía que no conseguiría
terminarla en dos días, pero ya había calculado cómo repartirse el
trabajo para forjar las piezas menores durante su viaje al norte.
El escudo lo había terminado la víspera, y era una pieza de la que
se sentía particularmente orgulloso: un gran disco de metal que
sólo un brazo como el de Ares podría levantar, encantado con
sortilegios que atraerían a su broquel todos los proyectiles
dirigidos contra el cuerpo de su propietario.
Cuando terminó de remachar
la coraza, decidió que bien podía descansar un rato. Mientras los
cíclopes hacían un alto para cenar, él le dio una palmada a Brontes
en el muslo.
- Viejo amigo, te dejo
al cargo de la fragua.
- Volveremos al
trabajo en seguida, Hefesto -le prometió el cíclope.
Hefesto se había ido
animando al ritmo de los cánticos y de su propio martillo. De
pronto, le vino a la cabeza la imagen de su esposa Afrodita
desnuda, y se dio cuenta de que un invitado inesperado aporreaba la
puerta de cuero de su mandil. Ésa era una ocasión que no se podía
desaprovechar. Tal vez, si después de tanto tiempo volvía a hacer
uso de su infortunado matrimonio, Afrodita no tendría que buscar
satisfacción en otra parte.
Qué estupidez, se
dijo, mientras se quitaba el mandil en su taller privado y ordenaba
a la doncella autómata que le limpiara con una esponja. Era necio
esperar que su esposa dejara de ser promiscua, pues no podía hacer
otra cosa que obedecer a su naturaleza, del mismo modo que Hefesto
obedecía a la suya martilleando sin cesar en la forja día tras día.
Pero al menos esta noche disfrutaré de un buen
revolcón, pensó frotándose las manos mientras el elevador que
él mismo había fabricado lo izaba a las alturas del Olimpo.
Cuando llegó a su mansión,
abrió la puerta con una contraseña que sólo él conocía. Su hogar
estaba plagado de ingeniosos dispositivos, muchos de los cuales los
había fabricado para vigilar o confinar a su esposa: candados que
sólo obedecían a su voz, prismas de cristal que retenían la luz
tanto tiempo que cuando uno miraba por el otro lado podía ver
imágenes de lo sucedido en la alcoba una hora antes, líquidos
invisibles que revelaban huellas o tornos de alfareros que giraban
por sí solos y grababan en vasijas de barro las huellas de las
palabras pronunciadas.
Por desgracia para el pobre
herrero, sus celos no hacían más que animar a Afrodita a pasar más
tiempo fuera de casa, e incluso a exhibirse sin ropa mientras la
masajeaban en un mirador por el que cualquier dios podía
pasar.
- ¡Esposa, aquí estoy!
-exclamó al abrir la puerta, y se empezó a soltar el cíngulo con la
intención de dejar la túnica en el atrio y aparecer desnudo en la
alcoba. ¡Ay de Afrodita si esta vez se reía de él!
En ese momento sonaron
pasos apresurados en el piso de arriba, y una puerta se cerró de
golpe. Hefesto subió corriendo la escalera de mármol que llevaba a
la alcoba.
La propia alcoba era el
regalo de bodas que Hefesto le había hecho a su esposa: ni el
propio Zeus poseía una más grande ni lujosa. Las paredes estaban
decoradas con frescos que superaban a las pinturas de egipcios y
cretenses en belleza tanto como los dioses superan a los mortales
en poder. Pero la principal maravilla era el techo, una cúpula de
bronce en la que Hefesto había encastrado miles de joyas que
imitaban la disposición y los colores de las estrellas del
firmamento. De esta manera homenajeaba a su esposa, hija del
poderoso Urano.
Pero bajo aquella creación,
una de las que se sentía más orgulloso, había sufrido las peores
humillaciones. Las burlas de su esposa, los comentarios mordaces
sobre sus defectos físicos, las mofas cuando su erección se venía
abajo, la frialdad cuando conseguía hacerle el amor. Y, sobre todo,
las carcajadas de los demás dioses cuando entraron a la alcoba para
ser testigos de cómo Ares y Afrodita se refocilaban desnudos en el
lecho nupcial.
Ahora, su esposa estaba
tendida en el tálamo, con los pechos apenas cubiertos por una
sábana de seda y una sonrisa indescifrable en la boca ancha y
carnosa. Las cortinas de la ventana se agitaban como si una racha
de viento se hubiera colado en la estancia. O como si alguien
acabara de salir por allí.
Hefesto se asomó. En el
alféizar blanco el líquido delator revelaba las huellas de unos
pies enormes y descalzos.
- ¿Quién andaba ahí?
-preguntó, volviéndose a Afrodita.
- ¿Quién iba a andar?
¿Por qué no vuelves a tu sucia fragua y me dejas dormir? -respondió
ella, tapándose más.
Hefesto se dio cuenta de
que el deseo que sentía se había esfumado. Por suerte, con las
prisas no había llegado a quitarse la túnica. Habría dado un
espectáculo ridículo irrumpiendo en la alcoba ataviado tan sólo con
las botas.
- No habrás vuelto a
fornicar con Ares… Cualquier cosa te la puedo perdonar, pero ésa
no.
- ¿O sea, que no te
importa que me acueste con otro, siempre que no sea él?
- ¡Yo no he dicho eso!
Pero si me engañas con Ares, entonces… Entonces…
Nunca había podido soportar
la mirada insolente de Afrodita. Para colmo, ella se envolvió en la
sábana, se levantó y caminó hacia él. Era un palmo más alta que su
marido, y siempre exhalaba un perfume embriagador. Era el aroma
dulzón del bosque húmedo en el que los brotes germinan y las hojas
se descomponen, el olor salado del mar que se estrella contra las
rocas, y también el pungente de la tormenta de primavera que se
anuncia con el arco iris. Era la fragancia almizclada del
deseo.
Afrodita le acarició los
hombros, y a su pesar Hefesto, que los tenía doloridos de tanto
martillear en la fragua, ronroneó de placer.
- ¿Entonces qué,
esposo mío? ¿Qué harías contra tu dulce Afrodita?
- Si Ares se atreve a
romper de nuevo el juramento, Zeus lo castigará. ¡Y esta vez no se
limitará a desterrarlo por diez años!
- Ah, ya veo. Hablas
de lo que haría Zeus, no de lo que harías tú. ¿Por qué no lo
castigas tú mismo? ¿Te falta hombría para ello, amado esposo?
-preguntó Afrodita, frotándose contra él.
Hefesto sintió que su
cuerpo reaccionaba, pues no había ningún cuerpo que fuera inmune al
roce de la diosa, pero también sabía lo que pasaría si intentaba
hacerle el amor. Pues era ella misma quien provocaba su impotencia,
en el momento más inoportuno, para burlarse de él.
- ¡Apártate de mí!
-dijo, empujándola contra la cama-. ¿Quieres saber lo que haré yo?
¿De verdad quieres saber lo que haré?
- Me muero de
curiosidad.
- Si vuelves a cometer
adulterio con Ares, haré… haré… ¡Haré que Zeus te expulse para
siempre del Olimpo!
- Sabes que Zeus no se
atrevería. Aunque tú parezcas mucho más viejo que yo, recuerda que
soy una Primera Nacida, mi querido esposo.
- ¡Pues entonces haré
que lo expulse a él para siempre, y no lo volverás a ver
jamás!
- Qué obsesión tienes
con tu hermano Ares. ¿Por qué crees que sigo viéndole?
- Porque eres…
eres…
Afrodita se incorporó y,
aún sentada en la cama, rozó con sus largas uñas el velludo pecho
de Hefesto.
- Pero, ¿qué crees que
veo en él que no puedas tener tú? Bueno, él es más grande. Sí,
mucho más grande. Pero la habilidad también
es importante. ¿Por qué no me demuestras tu proverbial habilidad,
mi venerado esposo? El tamaño no lo es todo…
Con los oídos zumbando de
ira y vergüenza, Hefesto la apartó de sí y huyó de la alcoba y de
la casa, perseguido por las carcajadas de Afrodita.
La mansión de Hefesto se
alzaba sobre la Aguja Norte, pero la puerta estaba orientada hacia
el puente que conducía al Cranón. El dios lo cruzó y se dirigió
hacia la entrada del elevador que lo llevaría de nuevo al cobijo
subterráneo de su fragua, de donde no debería haber salido aquella
noche. Pero luego se arrepintió y decidió pasear un rato por el
Buleuterión, la sala de consejos, pues el aire era fresco y
límpido. Recorrió las terrazas que el día anterior habían estado
plagadas de dioses, ahora vacías, y subió hasta la plataforma
central, al pie del palacio de Zeus. Allí se acomodó en el asiento
que ocupaba entre los grandes y contempló las estrellas y la luna,
que ya había empezado su fase menguante. Desde allí, al borde del
diáfano éter, se podían apreciar sus sombras y sus cráteres, y las
miríadas de estrellas lucían azules, blancas y rojas.
Inquieto, se levantó y
caminó junto al estanque donde se bañaban las divinidades marinas
cuando asistían a las asambleas, y llegó hasta un mirador que se
asomaba al este. Entre los edificios que se alzaban sobre las
Agujas Nordeste y Sudeste, se abría un amplio espacio que en los
días despejados permitía ver el mar, la península Calcídica e
incluso su amada isla de Lemnos. Pero ahora las nubes, blancas bajo
la luz de la luna, lo cubrían todo, como si quisieran aislar a los
dioses del Olimpo de las miserias de la tierra.
Hefesto se volvió al oír
unos pasos sutiles a su espalda y el suave frufrú de una tela. Era
Atenea, vestida con un sencillo peplo azul, descalza, sin yelmo ni
Égida.
- ¿Te molesta que
contemple el panorama a tu lado, Hefesto?
- Hay poco que ver
-dijo él-. Sólo nubes.
Ella se apoyó en el pretil
y permaneció un buen rato sin decir nada. Hefesto dejó de observar
las nubes y torció los ojos para mirarla con disimulo. El viento
hacía ondear la túnica de Atenea, pero de su cabello sólo se movía
un rizo rebelde que había escapado de la horquilla de plata. A
Hefesto le embelesaba su perfil: la nariz que bajaba recta hasta el
afilado botón del final, los labios carnosos que a menudo intentaba
esconder, el cuello largo y delicado que parecía más adecuado para
lucir collares de oro que para sostener el peso del yelmo.
Mientras pensaba en lo
afortunado que habría sido si Zeus lo hubiese casado con Atenea y
no con Afrodita, se dio cuenta de que una lágrima rodaba por la
mejilla de la diosa. Llevado por un impulso, tendió la mano para
enjugarla; pero antes de que pudiera rozarla, Atenea le agarró por
la muñeca con dedos fuertes como tenazas.
- ¡Augg!
Atenea le soltó al momento
y sonrió, un gesto casi más triste que aquella lágrima
solitaria.
- Lo siento. No quería
hacerte daño.
- Perdóname tú por mi
atrevimiento -dijo Hefesto-. ¿Qué te atormenta?
La mirada de la diosa
volvió de nuevo al mar de nubes.
- El futuro. No sé qué
me va a deparar.
- ¿El futuro? No
tienes por qué preocuparte de él, Atenea -dijo Hefesto, con
sarcasmo-. Somos los Olímpicos, inmortales y bienaventurados.
- No estoy tan
convencida de que todos seamos bienaventurados. Y desde lo que le
sucedió a Zagreo, tampoco estoy tan segura de nuestra inmortalidad.
De todas formas, ¿para qué la queremos? -preguntó, mirando a
Hefesto a los ojos-. ¿No crees que en el fondo los humanos son más
felices que nosotros? Sus vidas son tan cortas que no les da tiempo
a aburrirse de su propia estupidez.
- No acabo de entender
lo que dices -contestó Hefesto, después de pensar durante unos
segundos-. Yo nunca me he aburrido.
- Tú estás demasiado
ocupado en tu fragua para pensar en esas cosas, y además no eres
ningún estúpido -dijo Atenea.
- Vaya, ¿tú no crees
que sea un estúpido?
- No sólo eso, sino
que creo que eres el más inteligente de los dioses.
- Si lo fuera, los
demás no se burlarían de mí constantemente -respondió Hefesto, con
desesperanza.
Atenea le puso una mano en
el hombro y se inclinó un poco para besarle en la frente.
- Lo hacen porque
tienes un noble corazón, Hefesto, y la mayoría de los dioses no
conocen el significado de la palabra nobleza.
Hefesto se estremeció al
contacto de aquellos labios. Pero cuando estaba pensando cómo
explicarle a Atenea que sentía por ella algo más que el simple
afecto entre hermanastros, cinco notas de trompeta interrumpieron
su conversación. Ambos volvieron la mirada al Cranón. Allí, por
debajo de la Atalaya, se habían encendido luces en las ventanas de
la sala donde la familia olímpica se reunía a cenar.
- Es la llamada de
Iris -dijo Hefesto.
- Nuestro padre…
-susurró Atenea-. Debe haber llegado ya.
Y eso quiere decir que
debo marcharme antes de que me vea y se desate su ira, pensó.
Pero Hefesto meneó la cabeza.
- No. Lo habríamos
sabido. Zeus puede caminar de incógnito por la tierra, pero cuando
regresa al Olimpo le gusta hacerse notar. -Las cinco notas se
repitieron, más rápidas e impacientes que antes-. Ven, debemos
apresurarnos.
- No, ve tú -dijo
Atenea-. Yo prefiero quedarme aquí.
- ¿Cómo? No puedes
hacer eso. Nos están convocando a todos los Olímpicos…
Atenea se mordió los
labios. No podía contarle a Hefesto lo que había sucedido entre
Zeus y ella, pero tampoco quería correr el riesgo de encontrarse
con su padre. Finalmente, decidió que cuando llegaran al Cranón
dejaría que el dios herrero se adelantara y ella se quedaría
rezagada. La voz de Zeus era poderosa e inconfundible: sin duda la
oiría de lejos con tiempo de sobra para retirarse.
Sus temores resultaron
infundados. Zeus no había regresado aún. Cuando llegaron al
triclinio, ya estaban allí las demás divinidades convocadas. Hera y
Deméter se habían sentado en un diván, de tal manera que tenían
entre ambas a Hestia, a quien no dejaban de consolar mientras gemía
y murmuraba ¡Qué espanto! ¿Qué vamos a
hacer? en un tono plañidero que a Atenea le resultó poco
convincente. Ares estaba de pie, con el trasero apoyado en una
gruesa columna, los masivos antebrazos cruzados sobre el pecho y el
ceño fruncido en un gesto de perplejidad. Un poco apartada de los
demás, Afrodita estaba reclinada en otro lecho y se dedicaba a
comer uvas con parsimonia. Ártemis, que solía ponerse nerviosa
encerrada entre paredes, daba paseos por la sala. Iris, tras
haberlos convocado, aguardaba muy tiesa y con los dedos crispados
sobre la trompeta dorada. Hebe, con gesto de preocupación, estaba
llenando copas de ambrosía. Apolo se había sentado en un taburete
junto a Hermes, y le apretaba el hombro para tratar de consolarle.
El dios mensajero, muy pálido, tenía la cabeza gacha y el gesto
perdido. Sobre una mesita de ébano había un cofrecillo de cobre al
que todos dirigían miradas aprensivas.
- ¿Qué ha pasado?
-preguntó Atenea, aunque sabía de sobra la respuesta.
- Malas noticias
-contestó Apolo-. Mira en la arqueta.
Era la segunda vez que los
dioses recibían un cofre en pocos días. Atenea levantó la tapa,
preparada para encontrar algo horrible, pero aún así se estremeció
de pies a cabeza cuando vio en el fondo de la caja dos ojos
arrancados de sus órbitas. Dejó que Hefesto los viera, y luego
cerró el cofre.
- Le volverán a crecer
-dijo, más para sí misma que para los demás. Pues, aunque en el
centro de aquellas esferas los iris azules parecían mucho más
pequeños, seguían siendo inconfundibles. Eran los ojos de
Zeus.
Hermes lo había presenciado
todo. Zeus, privado del rayo por la traición de la reina Jenódice,
había caído derribado ante Tifón. El dios supremo aún intentó
resistirse, pero en aquel momento, por si fuera poca la ayuda que
Tifón había recibido, apareció un gigantesco dragón. Impotente en
la red de hilos invisibles, Hermes vio con horror cómo el dragón
inmovilizaba a Zeus en el suelo mientras Tifón se agachaba sobre él
y, con las uñas de los meñiques, largas y finas como dagas, le
sacaba los ojos.
- Nuestro padre no
gritó -dijo, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas-.
No, él no dio un solo grito, pero yo sí.
Atenea sentía que una garra
de hielo se había cerrado dentro de su pecho y le impedía respirar.
Los ojos se le estaban humedeciendo, pero ya había llorado bastante
cuando su padre descubrió que había perdido la virginidad, y no
estaba dispuesta a consentirse más debilidades. Para serenarse,
estudió las reacciones de los demás. La única indiferente parecía
Afrodita, que seguía comiendo uvas como si la hubieran convocado
para un banquete y no para una reunión de emergencia. En cuanto a
Hera, su gesto era serio y contenido, pero no parecía demasiado
compungida por su marido. En realidad, a Atenea le habría
sorprendido lo contrario.
- ¿Qué más pasó? -le
preguntó a Hermes.
Con voz débil, Hermes les
contó que el propio Tifón lo había encerrado en una jaula de
hierro. Sé que eres el dios de los
ladrones, le había dicho, pero este cerrojo
no abrirás. Y con un chorro de llamas había fundido el candado
a los barrotes, abrasándole de paso los dedos. Las quemaduras de
Hermes ya se habían curado, pero no así el pavor que había pasado
acurrucado en aquella jaula diminuta, temiendo a cada momento que
Tifón o el dragón decidieran devorarlo o que lo mutilaran con la
hoz adamantina; pues, como le había explicado Tetis al
entregársela, lo que esa hoz cortaba no volvía a crecer.
Tras enjaularlo, lo
llevaron a su cubil, en el cráter del volcán, donde había pasado
varios días respirando vapores mefíticos y sufriendo un calor
indecible. Allí sólo recibía las visitas del dragón. La criatura se
quedaba mirándole fijamente con ojos de topacio, siseaba algo en su
peculiar idioma y después de emponzoñar el aire con su aliento
venenoso se marchaba.
Por fin, el día de su
liberación, Tifón se presentó ante él y le entregó un papiro
enrollado.
- Ess para k'e lo
leass delante de loss demáss diossesss. Miss nuevoss
súbditosss.
El dragón que acompañaba a
Tifón dejó caer unos hilos de saliva sobre los barrotes de la
jaula. Hermes se acurrucó contra el fondo, intentando evitar los
vapores que subían siseando del metal corroído. Sus captores
metieron la jaula en un saco de lona, y luego lo transportaron por
los aires durante un largo rato. Al fin, lo soltaron junto al mar.
Cuando la saliva del dragón terminó de hacer efecto sobre el hierro
de los barrotes, Hermes pudo salir de la jaula y desatar los nudos
del saco.
- Me habían dejado en
un islote de las Esporadas. En cuanto me vi libre, volé hacia aquí.
El resto…
- ¿Dónde está ese
papiro? ¿Lo has leído ya? -preguntó Atenea.
- No. Esperaba a que
estuviéramos reunidos.
- Pues ya estamos
todos los que tenemos que estar -dijo Hera, en tono seco-. Lee el
mensaje de Tifón.
El papiro estaba escrito
con signos egipcios. Mientras lo leía, Hermes levantaba la mirada
de vez en cuando, como si quisiera pedir disculpas a los demás
dioses por las atrocidades que su voz estaba pronunciando.
«Salve, dioses del Olimpo. Éste es un mensaje
de vuestro nuevo señor, Tifón, hijo de Cronos, señor del mundo. Os
envío los ojos del que se hacía llamar dios supremo, ese pequeño
Zeus que suplicó piedad a mis pies cuando lo derroté con mi poder.
Pues éste es tan infinitamente superior al suyo y a los vuestros
juntos como el de un león al de una miserable cucaracha. Os envío
los ojos de ese patético fornicador, pues es todo lo que queda de
él. El resto lo devoré, y ahora su carne y sus huesos hacen
compañía en mi estómago a los del patético diosecillo al que
conocíais por Zagreo.
»Puesto que ahora soy vuestro señor, en breve
me plantaré en vuestra morada del Olimpo y os haré conocer mi
poder. Éstos son mis planes para vosotros:
»En primer lugar, abriré las puertas del
Tártaro y liberaré a los titanes, mis parientes de sangre,
legítimos señores del Olimpo a los que vosotros y vuestro reyezuelo
Zeus encarcelasteis allí de forma inicua.
«Después me encargaré de cada uno de
vosotros.
»A Hefesto le tengo guardadas las cadenas con
las que ató a Prometeo a un dragón alado que le devorará los
intestinos al igual que el águila de Zeus devora el hígado del
titán injustamente condenado.
»A Hermes he tenido la generosidad de
liberarlo para que os llevara mi mensaje, pero cuando llegue al
Olimpo lo encerraré en una jaula aún más pequeña, para que pase la
eternidad con la cabeza escondida entre sus propios tobillos.
»A la dulce Afrodita la consagraré como
virgen a mi servicio…»
- ¡Ja! ¡Eso habrá que
verlo! -saltó la diosa, y desprendió otra uva del racimo.
»…como virgen a mi
servicio. A Ártemis y Atenea les haré conocer el yugo del
matrimonio, mientras encadenado a la pata de la cama, castrado y
sin ojos, el bello Apolo cantará un himno nupcial con su afamada
lira. Y cuando me haya hartado de ellas, se las entregaré a mis
cien hijos para que hagan con ellas lo que se les antoje.
»Ares tendrá que
sostener…
- ¡No pienso seguir
oyendo esta sarta de necedades! -exclamó Ártemis, y antes de que
Hermes pudiera reaccionar le quitó el papiro y lo arrojó a las
llamas de un brasero de bronce.
- ¡Insensata! -dijo
Hera-. Ahora no sabremos qué condiciones quiere exigir Tifón.
- ¿Condiciones?
-intervino Atenea-. ¿He oído bien? ¿Es que quieres escuchar las
condiciones de ese monstruo?
- Ahórranos tu
indignación, Atenea -replicó Hera-. Tenemos que ser realistas. Zeus
era el más poderoso entre todos nosotros. Si Tifón ha conseguido
destruirlo, es que es invencible. Al fin y al cabo, sólo se trata
de cambiar a un déspota por otro.
- ¡Estás hablando de
tu marido y hermano!
- Tenía que ser
-sollozó Hestia-. Tenía que acabar así. No podíamos…
- ¡Cállate!-dijo
Hera-. No es momento para gimoteos.
- En verdad que no lo
es -dijo Apolo-. Tifón no es nuestro único problema. Tenemos otra
urgencia.
El gesto del dios era tan
grave que todos guardaron silencio y le prestaron atención. Apolo
les explicó que dos días antes había partido por fin a cumplir la
misión que Zeus le había encomendado: proteger la caravana sagrada.
Puesto que no escampaba, al final decidió recurrir a un carro alado
como los demás dioses y voló directo hacia el norte a unos mil
codos de altura, por debajo de las nubes que encapotaban el cielo
de horizonte a horizonte.
Antes de llegar al gran río
Istro, había encontrado los restos de la expedición sagrada:
carromatos quemados, caballos destripados, armas desperdigadas y
cadáveres, muchos cadáveres, semienterrados en la nieve. La llegada
de Apolo espantó a los lobos y otras alimañas que hozaban entre los
cuerpos. No había dejado de nevar en varios días, y eso había
cubierto las huellas, por lo que no pudo saber en qué dirección se
habían marchado los atacantes, si habían vuelto a cruzar el Istro o
estaban más al sur. Pero los indicios que encontró en el campo de
batalla le convencieron de que, como se temía cuando tuvo la
primera visión del desastre desde el aire, el ataque había sido
obra de gigantes. Los muertos estaban destrozados, machacados: no
había tajos ni heridas punzantes, pero sí cabezas aplastadas,
miembros desgajados y troncos reducidos a pulpa. Las corazas no les
habían servido de nada a los Consagrados tesalios que custodiaban
el convoy.
Tan sólo había encontrado a
un superviviente. Catreo, príncipe de Hieróptolis, yacía bajo los
restos de un carro. Al parecer, el golpe que lo derribó lo había
alcanzado sólo de refilón, por lo que quedó inconsciente y
protegido de la vista de los asaltantes. Cuando Apolo lo recogió,
tenía los labios azules, las manos y los pies congelados y apenas
respiraba. Apolo le había impuesto la mano en la frente y había
conseguido que recuperara el aliento. Aún así, el humano estaba
demasiado débil para hablar, por lo que se lo había traído de
vuelta al Olimpo. Allí, tras ungir sus miembros con una mezcla de
vino y ambrosía, se había recuperado lo suficiente para contar que,
tal y como sospechaba Apolo, el ataque a la caravana había sido
obra de gigantes.
- ¿Qué ha pasado con
los ingredientes de la ambrosía? -preguntó Afrodita, incorporándose
en el diván. Hasta ese momento había seguido la conversación con
aburrida indolencia.
- Se los han llevado
los gigantes -respondió Apolo.
- ¿Que se los han
llevado? -intervino Hera-. ¿Y cuándo has sabido eso?
- Hace dos días. Lo
acabo de explicar.
- ¿Por qué no nos has
dicho nada? ¿Por qué no me has informado a mí? ¡En ausencia de mi
marido soy la señora del Olimpo!
- Ahora te estoy
informando, potnia Hera -dijo Apolo,
recalcando el título de venerable en tono
sarcástico-. Estaba esperando al regreso de Zeus, y mientras tanto
yo mismo intenté encontrar a los gigantes que habían robado la
ambrosía.
- Deberías haber
contado conmigo. No es una cuestión personal tuya.
- Sí que lo es. Entre
los cadáveres encontré los de mis hijos, Doro y Polipetes.
Los dioses no solían sentir
un apego excesivo por sus vástagos mortales; al fin y al cabo,
llevaban mucho tiempo engendrándolos y acostumbrándose a que
murieran en unos cuantos años, como mucho ciento cincuenta si en
sus venas el icor predominaba sobre la sangre. Pero cuando alguien
se atrevía a dañarlos, montaban en cólera, lo que a menudo había
provocado enconados enfrentamientos entre ellos mismos.
- ¿Qué hiciste
entonces? -preguntó Atenea.
Esa misma tarde, tras dejar
a Carreo en manos de Asclepio, Apolo regresó al norte a buscar a
los gigantes. Pero las nubes estaban aún más bajas que por la
mañana, y había zonas enteras cubiertas por espesos bancales de
niebla que ni siquiera dejaban ver el suelo. Por la noche tuvo que
rendirse y regresar al Olimpo.
- Hasta hoy no he
sabido nada de los gigantes -prosiguió-. Era ya media tarde cuando
me topé con ellos al norte de los montes Ródope, no muy lejos de
los límites de Tracia.
- ¡Los habrás
aniquilado allí mismo! -dijo Hera.
- Eran mucho más
numerosos de lo que me esperaba. Debía haber mil de los pequeños y
más de cien de los pétreos -dijo Apolo. Los dioses llamaban
pétreos a los gigantes ya adultos, que
sobrepasaban los ocho codos de estatura y tenían la piel rocosa-. Y
también estaban los Quince. Allí vi a ese desvergonzado de Ticio, y
también a Encelado, Palas, Porfirión, Enaltes, Toante, los mismos
que trabajaron para construir este palacio. ¿Crees que podía
aniquilarlos a todos?
En vez de luchar, Apolo se
tragó su ira y, desde el aire, invocó al jefe de aquel ejército.
Fue Alcioneo, un coloso de más de quince codos, quien se puso en
pie. La voz del gigante era un ronquido áspero, y aún más áspero
fue su mensaje: Pues reconoció que ellos habían asaltado la
caravana para robar los ingredientes de la ambrosía, y desafiaban a
los dioses a venir a quitárselos.
Apolo comprobó desde lo
alto que un círculo de pétreos rodeaba tres carromatos cubiertos
con lonas. No llevaban caballos: los habían matado a todos durante
el asalto, pues no los necesitaban para tirar de los carros. El
agudo ojo de Apolo distinguió también la presencia de dos mujeres,
atadas sobre el pescante del primer vehículo; sin duda eran
Hipéroque y Laódice, pues no había encontrado sus cadáveres entre
los demás. Qué destino podían sufrir dos hembras mortales entre los
gigantes, prefería no pensarlo.
Apolo les exigió que le
devolvieran los ingredientes de la ambrosía, pero Alcioneo se burló
de él. Quítanoslos tú mismo, amigo del sol,
le dijo. El dios pensó en utilizar su arco desde las alturas, pero
no tenía más que treinta flechas, y los gigantes parecían
innumerables.
Y no sólo estaban ellos.
Apolo sobrevoló aquella horda, sorteando insultos y alguna flecha
que volvía al suelo antes de rozar su carro. Desde el aire, pudo
comprobar que los gigantes eran la avanzada de todo un ejército.
Por detrás venían multitudes de sátiros, ménades, centauros y
hamadríades. Incluso vio humanos, bárbaros cimerios de costumbres
tan repulsivas como los propios gigantes. Toda una horda que se
dirigía hacia el sur huyendo de los fríos. Pero no era ése su único
propósito.
- Es un ejército
invasor -dijo Apolo-. Alcioneo me declaró su intención. No se
conforman con habernos robado la ambrosía: piensan atacar el
Olimpo.
- ¿Cómo pueden ser tan
osados? -preguntó Deméter.
- No sé cómo les ha
llegado la noticia, pero ya saben que Zeus ha sido derrotado por
Tifón.
El tono de Apolo seguía
siendo sereno, pero las implicaciones de sus palabras eran
terribles.
- Cuando Alcioneo me
dijo lo que le había pasado a Zeus, volé de regreso para comprobar
si lo que decía era cierto. Aquí me encontré con Hermes y supe que
todo era verdad. Pero preferí que fuera él, testigo de los hechos,
quien os los contara.
»Lo cierto es esto: los
gigantes saben que los rayos de Zeus ya no se interponen entre
ellos y el Olimpo, y están dispuestos a tomar el puente del Arco
Iris y llamar a nuestra puerta.
- ¡Ja! -se rió
Afrodita-. ¡Eso es imposible! Aquí arriba estamos seguros. -La
diosa del amor miró a su alrededor, buscando respaldo, pero sólo
halló caras preocupadas, así que se volvió hacia su idolatrado
Ares-. ¿O no es verdad que estamos seguros?
El dios de la guerra, sin
importarle que Hefesto estuviera delante, se arrodilló junto al
diván de Afrodita y tomó sus delicadas manos entre las suyas.
- ¡Ningún gigante
pondrá el pie en el Olimpo mientras siga corriendo icor por las
venas de Ares! -Después se levantó y alzó un puño al techo. En
aquella sala, él casi parecía un gigante-. Ni siquiera llegarán a
pisar los valles de Macedonia. ¡Mis tracios y yo los detendremos
mucho antes de que lleguen al mar!
- No dudo de tu poder,
Ares -dijo Apolo-, pero esos gigantes son muy numerosos.
- Tengo cien mil
guerreros. Más que suficientes para aniquilarlos.
- Ya te he dicho que
no hay sólo gigantes. Tendrás que luchar contra centauros y
sátiros, por no hablar de los cimerios.
- De ésos se
encargarán mis tracios. Para los gigantes, nos bastamos yo, Fobos y
Deimos -se jactó Ares, aporreándose la coraza con su enorme
puño.
- Debes escuchar a
Apolo -recomendó Hefesto-. Él ha visto a ese…
- ¡Tú cállate, herrero
cojo! Te llevo conmigo para que forjes y repares armas, no para que
opines de tácticas. Tranquila, madre -añadió dirigiéndose a Hera-.
Antes de diez días estaré de regreso, y las cabezas de Alcioneo y
Ticio vendrán colgadas de mi carro. Y de paso traeré las manzanas
doradas que mi hermana necesita para mezclar la ambrosía.
- Y falta que nos hará
-intervino Hebe, que hasta entonces había estado callada. Su gesto
era el más preocupado de todos-. Nos queda ambrosía para dos
meses.
- ¿Dos meses nada más?
-estalló Afrodita indignada-. ¿Cómo has podido ser tan poco
previsora?
- Deja a mi hija
tranquila -terció Hera.
- Gasté una gran
cantidad para agasajar a los dioses que asistieron a la asamblea
-dijo Hebe, con voz tímida.
- ¡Haber gastado
menos, cabeza hueca! ¡Mira que desperdiciar ambrosía con toda esa
colección de rústicos advenedizos!
- Escucha, hija del
miembro de Urano -terció Ártemis-. Si no te hubieras dedicado a
fornicar con Ares, Zeus no habría tenido que desterrarlo, y si no
lo hubiera desterrado no habría tenido que readmitirlo con tanta
pompa. Tú tienes más culpa que nadie.
- A ti no te ha
dedicado nadie ningún voto en este sacrificio, especie de virago
-contestó Afrodita-. Escucha, Apolo. Lo que debes hacer es volar
cuanto antes a Hiperbórea y conseguir los ingredientes de la
ambrosía. ¡Y esta vez tráelos tú mismo, en lugar de confiárselos a
esos inútiles humanos!
- ¡Buena idea!
-corroboró Ares.
- Dejando aparte la
cuestión de que no soy tu recadero, hija de Urano -dijo Apolo-, hay
un ingrediente fundamental que no podré conseguir. Las manzanas de
oro de las Hespérides.
- ¿Por qué?
- Porque el árbol del
que salen no volverá a dar frutos hasta la primavera.
- ¿Pero en Hiperbórea
no reina una primavera perpetua? -preguntó Hera, casi tan
preocupada como Afrodita por el previsible racionamiento de
ambrosía.
- Una vez que se
recolectan las manzanas, el árbol necesita un año para recuperarse
y producir otras -explicó Apolo, fingiendo una paciencia que estaba
lejos de sentir.
- En ese caso -dijo
Afrodita-, es evidente lo que tenemos que hacer. O más bien lo que
no tenemos que hacer.
- ¿A qué te refieres?
-preguntó Hebe.
- No se te ocurra
enviar ni un solo barril de ambrosía más a los palacios de Hades ni
de Poseidón. Y no repartas más ambrosía entre los dioses menores
del Olimpo. Si la reservas para los que estamos aquí, tendremos de
sobra hasta que las manzanas de las Hespérides vuelvan a
brotar.
- ¿Crees que las demás
divinidades estarán de acuerdo? -preguntó Artemis-. ¿Supones que
las Cárites seguirán siendo tan amigas tuyas cuando sepan que tú te
bañas en ambrosía y a ella ni siquiera se la dejas oler?
- Me da igual lo que
les pase a los demás. Yo no puedo prescindir de la ambrosía. ¿Cómo
pretendéis que le salgan arrugas a la diosa del amor y de la
belleza?
- ¿Cómo puedes ser tan
mezquina? -preguntó Hefesto.
- Sé generoso tú, que
ya eres lo bastante feo y no puedes empeorar.
- Calma -dijo Apolo-.
Por más que os duela oírlo, debemos racionar la ambrosía.
- ¡Sobre mi cadáver!
-exclamó Afrodita.
- Sobre tu cadáver
podría ser, si por obra de Tique los gigantes llegan hasta el
Olimpo y tenemos que combatir contra ellos. Es preferible guardar
la ambrosía por si cualquiera de nosotros sufre heridas
graves.
Ares empezó a gritar,
ofendido de que su hermanastro pusiera en duda su victoria. En
segundos se levantó un guirigay de bravatas, voces destempladas y
reproches de viejas ofensas. Atenea, aprovechando la confusión,
tomó a Ártemis de la mano y la sacó del corro. Al amparo de una
gruesa columna, le preguntó:
- Afrodita me contó
que tú le habías pedido la red mágica que Hefesto tejió para
atraparla. ¿Es verdad?
Ártemis se volvió a un
lado, como si quisiera evitar no sólo la mirada de Atenea, sino
también su cuerpo. Pero ella la agarró por el brazo y la obligó a
volverse. Un destello de rabia brilló en los ojos de la diosa
cazadora.
- No tengo por qué
rendirte cuentas de nada de lo que hago -susurró.
- Si lo que haces
tiene que ver con la traición que ha sufrido nuestro padre, sí.
Además -añadió, señalando a Afrodita, que seguía en su diván,
contemplando divertida cómo discutían los demás dioses-, ¿cuánto
crees que tardará esa cabeza hueca en mencionarlo? Dime para qué la
querías.
- Se… se la pedí a
Afrodita para capturar a una cierva en Cerinia. Era la única forma
de hacerlo sin causarle daño.
- ¿Qué hay de peculiar
en esa cierva?
- Es blanca y tiene
los cuernos de oro. Quería ponerle mi marca para evitar que nadie
tuviera la osadía de cazarla.
- Una historia muy
poco convincente.
- ¡No opines de lo que
no sabes! ¡Tú sólo entiendes de alcobas, telares y recintos
amurallados! ¿Cuándo fue la última vez que pisaste un bosque?
- Eres tú quien debe
responder preguntas, Ártemis.
- No creerás de verdad
que yo estoy involucrada en esto. ¡Zeus también era mi padre!
- ¿Sí? ¿Qué tramabais
entonces hace unos días cuando os sorprendí en el jardín y os
quedasteis todas calladas?
- Estábamos criticando
a Zeus, lo reconozco -dijo Ártemis-. Hera se sentía muy dolida con
él. Decía que Zeus la humillaba negándose a admitirla de nuevo en
su alcoba, y que todo el mundo lo sabía. Al parecer, estaba
pensando en darle alguna lección. No sé si se refería a lo que ha
sucedido…
- ¿Una lección?
¿Llamas una lección a sacarle los ojos, cortarle la mano y dejar
que sea devorado por un monstruo? ¿Qué sería para ti entonces una
venganza?
- No sé. Yo no creo
que Hera estuviera pensando en eso. Estaba muy dolida con Tetis
porque era ella quien la había invitado a pasar una temporada en el
Olimpo, y mira cómo la había pagado. Piénsalo: Tetis fue quien le
entregó la hoz a Hermes…
- Ya. ¿Y qué hay de la
red?
- ¡Te juro que me la
robaron de la alcoba! La tenía guardada en un arcón. Debió de ser
Tetis…
Ya, pensó Atenea.
Tetis había regresado con su padre Nereo el mismo día en que Zeus
partió para combatir a Tifón. Después de una visita que se había
prolongado por dos años, era sospechosa tanta prisa por marcharse,
pues no se había despedido de la mayoría de las divinidades. Pero,
por otra parte, qué oportuno resultaba culpar de todo a una diosa
que ya no estaba en el Olimpo.
Los demás dioses seguían
discutiendo. La amenaza de los gigantes y, sobre todo, la
posibilidad de quedarse sin ambrosía parecían preocuparles mucho
más que la caída de Zeus. Alguien había abierto el cofre y lo había
dejado sobre una mesita. Desde su interior, los ojos del dios del
rayo miraban a Atenea.
Te aborrezco. Ya no eres
mi hija, parecían decirle.
Pero tú sí eres mi
padre, pensó Atenea, y cerró la cajita y tiró del brazo de
Apolo.
- ¿Puedes
regenerarlo?
- No lo sé. Debería
hablarlo con Asclepio.
- ¿Y a qué estamos
esperando? Deja que éstos se sigan desgañitando aquí y vamos a
hacer algo útil.
El sanatorio del Olimpo,
que habitualmente estaba vacío, tenía ahora más inquilinos que
nunca. Sumergido en su urna de cristal, el corazón de Zagreo seguía
palpitando. Atenea observó que le habían brotado algunas
ramificaciones con cierto aspecto de válvulas, venas y arterias. En
un lecho algo apartado, un mortal que debía ser Catreo dormía
cubierto por una gruesa frazada. Y ahora, además, los ojos de Zeus
los observaban desde su propia cárcel de vidrio.
- Tifón me lo pone
cada vez más difícil -dijo Asclepio-. Primero un corazón, ahora
unos ojos… ¿Qué será lo siguiente, un par de uñas?
- No seas irreverente
-le advirtió Apolo-. ¿Puedes hacerlo o no?
- Diría que es
imposible, pero aún así lo intentaré.
- Zagreo se está
regenerando… -aventuró Atenea.
- Perdóname, diosa,
pero lo único que podemos decir es que ese corazón está creciendo.
Aún no sabemos si lo que salga de él se parecerá al dios que
conocíamos como Zagreo o será un informe amasijo de carne.
Con frialdad, el médico
introdujo los dedos en la ambrosía y clavó en cada uno de los ojos
un fino tubo dorado, como había hecho con el corazón de
Zagreo.
- Cuando salgamos de
aquí, te dejaré encerrado -dijo Apolo-. Nadie más que Atenea o yo
podrá entrar.
- ¿A qué se debe esa
precaución, padre? -preguntó Asclepio, mientras se secaba las
manos.
- Tienes aquí una
cantidad de ambrosía que equivale al menos a un barril. Prefiero
que ningún dios se acerque por la enfermería.
- Y, sobre todo,
ninguna diosa -añadió Atenea.
- ¿Qué pasa aquí?
-musitó Asclepio.
Ante su mirada impotente,
los ojos se estaban deshaciendo, y en segundos quedaron reducidos a
unas repugnantes hilachas blancas y negras flotando en la
ambrosía.
- ¿Qué significa esto?
-preguntó Atenea, alarmada.
- Sólo puede ser una
cosa -respondió Asclepio-. Los ojos de Zeus se han descompuesto
porque si se regeneraran, duplicarían a su dueño, y eso es
imposible. No pueden existir dos dioses iguales a la vez.
- Explícate.
- Muy sencillo,
Atenea. Tifón no ha aniquilado a Zeus. Tu padre sigue vivo.