La consagración de Zagreo
La misma pregunta se hacía
Glauco, hijo del rey Minos, mientras él y el resto de los
asistentes al ritual, más de quinientas personas, aguardaban ante
el templo recién construido.
- Paciencia -le
aconsejó su primo Eumolpo-. No conviene enfadarse con los
dioses.
- Lo que no conviene
es que aparezcan cuando no se les llama. ¡Nadie invitó a ese joven
insolente a esta fiesta!
- No te pongas así.
Deberías estar orgulloso de emparentar con un dios.
Glauco dirigió una mirada
asesina a su primo, que se dio cuenta de que había ido demasiado
lejos con la broma. Ambos se quedaron en silencio, fingiendo que se
entretenían en contemplar los frescos de vivos colores que
decoraban las paredes del templo. Todos representaban escenas de la
vida de Zeus. Allí aparecía de bebé, dentro de una cuna suspendida
de la rama de un árbol, para que su padre Cronos no pudiera saber
dónde estaba. A su alrededor, los bravos guerreros que le servían,
los Curetes, daban brincos y aporreaban los escudos con sus lanzas
para que el ruido ahogara los llantos del dios recién nacido.
También se veía a la cabra Amaltea, su primera nodriza, con cuya
piel y las escamas del dragón Campe había confeccionado la
Égida.
A poco más de un cuarto de
estadio del edificio se levantaba una impresionante masa de roca
gris, la ladera este del monte Ida, y en ella se abría una cueva
amplia y oscura como la boca de un gran monstruo, junto a la cual
dos hipogrifos uncidos a un carro aguardaban con paciencia el
regreso de su amo. Era en esa gruta donde Rea había alumbrado al
rey de los dioses, y por eso Minos, padre de Glauco y rey de Creta,
había ordenado erigir junto a ella un templo en honor de
Zeus.
Glauco pateó el suelo para
desahogar su rabia y entrar en calor. Estaban a tres mil codos
sobre la altura del mar, que se divisaba entre los picos de las
montañas del sur. Poco más arriba de donde se hallaban empezaba a
verse nieve. Aquel verano ni siquiera había llegado a
fundirse.
- Si este invierno
sale tan duro como el del año pasado, estamos aviados -dijo
Eumolpo, por cambiar de conversación.
- Esperemos que sea
más suave -comentó alguien de la comitiva.
Sí, todo el mundo esperaba
lo mismo, pensó Glauco; y, sobre todo, que la primavera siguiente
fuera una auténtica primavera, y no la estación fría, miserable y
seca que habían sufrido. En el palacio de Minos aún quedaban
reservas de grano y aceite, y sus funcionarios las estaban
repartiendo con equidad, pues la justicia del rey, hijo de Zeus y
Europa, era proverbial. Pero si la próxima recolección también
fallaba, se enfrentarían con la hambruna. Las naves minoicas
recorrían todo el Mar Interior, pero las noticias eran terribles.
Las cosechas habían sido pésimas en Egipto y las llanuras al norte
del Ponto Euxino, los graneros con los que siempre habían
comerciado. También les habían llegado noticias de movimientos
bélicos: las amazonas se dirigían hacia el suroeste, a las tierras
de los tracios, y se decía que del norte bajaban en masa los
cimerios, aún más salvajes y aguerridos que ellas. A los cretenses,
protegidos por el mar y por su flota, no les preocupaba la guerra,
pero si la situación empeoraba en todas las tierras firmes, ¿dónde
podrían comprar provisiones a cambio de su vino, sus bellas ánforas
y sus tejidos estampados?
La amenaza de tales
calamidades era la que había impelido al rey Minos a consagrar
aquel templo a Zeus. El gasto había sido considerable. En el
interior, además de pebeteros, trípodes y numerosos cofres de
maderas preciosas repletos de ofrendas, había una estatua de madera
con incrustaciones de oro y marfil, ojos de lapislázuli y un manto
tejido con hilos de oro y plata. Y en el exterior, veinte toros
blancos, que no eran pocos, esperaban a ser sacrificados.
Glauco estaba cansado por
la caminata hasta la explanada. Habían partido del pueblo de Ilisso
poco antes de amanecer, para caminar cerca de sesenta estadios por
un sendero empinado que atravesaba una garganta. A Glauco no le
gustaban las montañas. Las arboledas, los arroyos, las quebradas,
las bestias salvajes: todo le inquietaba. Él era un hombre de
ciudad. Se sentía feliz en Cnossos, administrando las cuentas del
gran palacio, o como mucho recorriendo las tierras de labor que
estaban reemplazando a los bosques que antes ocupaban la isla. Poco
a poco hacían retroceder a las ninfas, los sátiros y otras
criaturas que poblaban Creta cuando llegaron los hombres. Ese
verano, el propio Glauco había provocado un incendio bajo la ladera
sur del monte Ida, y con una partida de arqueros había aniquilado a
los sátiros que trataban de huir de las llamas.
Unos seres desagradables,
los sátiros. Si fuera tan fácil librarse así de otros…
En ese momento, el ser en
el que estaba pensando apareció en la boca de la cueva. Era un
joven muy alto, un palmo más que el propio Glauco. Todo su atavío
era una corona de pámpanos, un manto enrollado a la cintura y un
tirso enganchado al manto. Junto a él venían dos mujeres, vestidas
con faldas de volantes y chaquetas ceñidas y abiertas que mostraban
y a la vez realzaban sus pechos desnudos. Unos pechos que las manos
del joven, por cierto, estaban manoseando. Glauco, ruborizado de
vergüenza y rabia, se acercó al trío, con capas para ambas
mujeres.
- Brrr… -resopló la
mayor de las mujeres, tapándose los pezones enhiestos-. Con el
calorcito que hacía ahí dentro…
- Calla, y vamos a
empezar -dijo Glauco.
De cerca, comprobó que la
ropa de ambas mujeres, la misma que debían usar para la
celebración, estaba arrugada y manchada de barro. Así que se habían
revolcado con aquel joven en la cueva del Ida. Su esposa, Corina, y
su hija Filira, que era virgen hasta la noche anterior. Hasta el
momento en que un carro tirado por hipogrifos se presentó en
Ilisso, y aquel hombre que decía ser dios entró en la taberna para
decirle a Glauco que él mismo presidiría la consagración del templo
dedicado a su tío, Zeus.
Glauco se había estremecido
cuando el joven se sentó frente a él en la pequeña posada. En
ningún momento dudó de que fuera un dios. Su piel irradiaba ese
brillo de alabastro propio de las deidades. Él mismo había visto en
dos ocasiones al propio Zeus, cuando acudió a visitar a su hijo
Minos disfrazado de mercader aqueo: el rey de los dioses trataba de
pasar de incógnito, pero había algo que lo delataba. El propio
Glauco poseía un cuarto de sangre divina, aunque su padre Minos,
que parecía más joven que él, le decía en son de burla que la tenía
muy disimulada.
A cuenta de Glauco, Zagreo
se bebió diez jarras de vino. Cualquier mortal habría muerto
intoxicado, pero él sólo se emborrachó. Lo bastante para
encapricharse de Corina y de la joven Filira, y decirle a Glauco
que se las llevaba para pasar la noche con ellas. A lo que su única
respuesta había sido bajar los ojos y asentir. ¿Qué otra cosa podía
hacer ante un dios? Ahora, para su humillación, más de quinientas
personas podían ver como su mujer y su hija caminaban del talle de
Zagreo, dejándose manosear entre beatíficas sonrisas.
- Te devuelvo a tus
mujeres, pariente -dijo Zagreo-. Debo decir que tu esposa es fiera
como una leona líbica, pero tu hija ha aprendido bastante rápido.
Creo que volveré alguna vez a visitarla. ¿Te parece bien, Filira?
-añadió, apartando un rizo rebelde para besar a la muchacha bajo la
oreja.
- Estoy a tu
disposición, mi señor.
Glauco dirigió una mirada
fugaz a su espalda. Muchos se estaban tapando la boca para contener
sus risas.
Qué deshonra.
Zagreo le puso la mano en
el hombro y apretó. Pese al viento frío, sus dedos transmitían
calor, y su contacto le erizó el vello de la nuca.
- Debes estar
contento, Glauco. He plantado mi semilla en tu esposa y tu hija, y
no una ni dos veces, sino cuatro en cada una. -El dios se acercó
más y le susurró al oído-: Así puedes emparentar con quien está
destinado a ser el nuevo señor del Olimpo.
- ¿Cómo?
- Sí. En confianza,
Glauco: mi tío está pensando en descansar y me tiene reservada la
soberanía del mundo. Yo seré el cuarto rey de los cielos. Urano,
Cronos, Zeus… y después yo, Zagreo.
Glauco se estremeció,
temiendo que Zeus pudiera castigarlo sólo por prestar oídos a esas
palabras.
- Es el momento de
proceder, ¿no os parece, mujeres? -dijo Zagreo, frotándose las
manos-. Tenemos veinte víctimas que sacrificar.
Corina empezó a pulsar una
lira de siete cuerdas, mientras su hija y otras mujeres entonaban
un himno a Zeus, compuesto con palabras tan antiguas que la mayoría
de los asistentes ni siquiera las comprendían. Glauco recordó que
su esposa había estado un mes entero sin acostarse con él para
llegar pura al sacrificio. Y unas horas antes se había dedicado a
fornicar con Zagreo. Cuatro veces, se
repitió. Cuatro veces cornudo. Esa mancilla
no podía traer nada bueno, aunque fuera un dios. Pero ni siquiera
podía reprocharle nada a su Corina, pues estaban en Creta, donde
las mujeres eran mucho más libres que en tierras de los
aqueos.
Cuando los sirvientes
ataron al primer toro con cuerdas rojas y lo acercaron al altar, el
animal sacudió las orejas y el rabo y pateó el suelo. Una gélida
racha arrancó la corona de la cabeza de Zagreo y se la llevó
rodando por la explanada. Entre la gente brotaron murmullos de
inquietud, pues aquéllas parecían señales de mal agüero; El joven
soltó una carcajada.
- Estáis con un dios.
¿Qué mal puede caer sobre vosotros?
Zagreo posó la mano en la
testuz del toro, que al momento se calmó.
- La
segur-pidió.
El hacha doble era tan
pesada que el siervo que se la entregó a Zagreo la tuvo que
levantar con ambas manos. Pero el dios la alzó con la derecha como
si fuera un cuchillo de trinchar.
- Ahora,
silencio.
Corina apagó las cuerdas de
la lira con la mano y las demás mujeres callaron. Zagreo descargó
un solo golpe, y el toro se desplomó. Una sacerdotisa se acercó
corriendo con la urna donde debía recogerse la sangre del
animal.
En ese momento sonó un
estallido seco que atrajo todas las miradas al templo. El techo
había saltado por los aires. Un trozo de viga cayó sobre un grupo
de gente y aplastó la cabeza de una mujer. Pero nadie la
miró.
Donde antes estaba el
tejado había aparecido una criatura de pesadilla. Su cuerpo,
vagamente humano, medía seis codos de pies a cabeza, y su rostro
combinaba rasgos de toro, hombre y dragón. Tenía dos cuernos
curvados y negros, su cabello era un manojo de serpientes que se
agitaban y siseaban, y su larga cola terminaba en dos pinchos tan
largos como colmillos de elefante. La criatura rugió y desplegó dos
alas coriáceas como las de un inmenso murciélago. Después levantó
sobre su cabeza la gran estatua de Zeus y la arrojó sobre los
asistentes, que huyeron despavoridos.
La estatua aplastó a otras
dos personas. Pero lo que más horrorizó a Glauco, que se encontraba
a menos de cuatro pasos, fue ver que el oro del cabello chorreaba
fundido y el marfil del rostro crujía al retorcerse ennegrecido
como las ramas de una encina quemada.
La criatura dio un salto,
batió las alas dos veces y se posó en el suelo delante de Zagreo.
Glauco gateó para esconderse detrás del dios, mientras notaba cómo
por los muslos le corría un chorro de cálida orina.
- ¡Alto! -ordenó el
dios Zagreo, levantando la mano. Y su voz divinal se impuso sobre
los gritos de los cretenses que huían y el crepitar de las llamas
que surgían del interior del templo-. ¡Has cometido un sacrilegio
contra el rey de los dioses y yo te castigaré por ello!
El monstruo abrió los
brazos, que eran desproporcionadamente largos, y al abrirse las
escamas que cubrían su pecho revelaron líneas incandescentes entre
ellas, como si tuviera por sangre hierro al rojo vivo. Zagreo
retrocedió un paso y al hacerlo empujó a Glauco, que cayó sentado
al suelo, y descubrió que sus piernas temblorosas eran incapaces de
levantarlo.
- ¿El rey de losss
diosesss? -preguntó el monstruo con una voz que parecía compuesta
del crepitar de las llamas y el silbido del aire en la forja-. Yo
haré que ese usurpadorrr corra el misssmo dessstino k'e ssssu
misserable 'sssstatua.
- ¿Quién eres tú? Te
conmino a que me lo digas -dijo Zagreo, retrocediendo otro
paso.
A Glauco no le tranquilizó
el temblor que se percibía en la voz del dios. Al ver que lo iba a
arrollar, reculó sobre el trasero como un cangrejo en la arena.
Cerca del monstruo olía a azufre y a metal caliente.
- ¡Sí! ¡Te diré k'ién
sssoy! Prronto losss mortalesss y también losss inmortalesss k'e
usurrpan el cielo lo sabrán. ¡Yo sssoy Tifón! ¡El grran Tifón,
legítimo sucessorr de Crronosss, nuevo sseñorrr del Olimpo!
Zagreo levantó en alto su
tirso. Alrededor de sus ramas corrieron zarcillos de luz y una bola
de fuego se encendió en su punta.
- ¡Retrocede, inmunda
bestia del Tártaro! ¡Yo soy Zagreo, uno de los doce grandes, hijo
de Perséfone y de…!
La criatura llamada Tifón
se enderezó un poco y torció el cuello hacia atrás como si tomara
aliento. De pronto se agachó, abrió la boca desencajando las
mandíbulas como una boa que quisiera tragarse a un jabalí y vomitó
un chorro de llamas y metal fundido sobre el brazo extendido de
Zagreo.
El dios retrocedió con un
alarido que ensordeció a Glauco y despertó ecos por la montaña.
Cuando el cretense abrió los ojos y se apartó las manos de los
oídos, lo que vio le heló la sangre. Zagreo estaba arrodillado y
con la mano izquierda se sujetaba el codo derecho. A partir de ahí,
todo lo que quedaba de su brazo era una ruina ennegrecida, restos
de hueso y carne que se desmoronaban humeantes.
Casi con delicadeza, Tifón
introdujo dos largas garras por entre los rizos del dios y lo
levantó en vilo. Zagreo pataleó en el aire, el manto se le resbaló
de la cintura y sus vergüenzas quedaron al descubierto.
- ¡Soy un dios!
-gimió-. ¡No me puedes matar!
Las carcajadas de Tifón
sonaron como metal martilleado en la forja.
- ¡Oh, sssíii, mi
pequeño diosecillo! ¡Prronto dessscubrirásss k'e losss diosesss
también podéisss morirr!